Chabuca decía que no había sido linda ni de bebé, pero era guapa. Era ágil, había sido deportista: una adelantada total, campeona de natación, con brevet de piloto civil. Muy culta, muy inteligente, muy pegada a los jóvenes, poco tolerante con los recalcitrantes o los puristas. Una persona de vanguardia, amiga de sus hijos. Yo terminé considerándome uno de ellos, porque andaba mucho por el mundo con ella, y ella confiaba en mí.
Lucho González nació en Perú, pero de chico vivió en la Argentina, hasta que su padre decidió mudar la familia de vuelta a Lima. Fue impactante para el adolescente que ya tocaba la guitarra, pero mucho más lo fue conocer a Chabuca Granda, y que ella lo eligiera como su guitarrista. Con la autora de “Fina estampa” y “La flor de la canela” volvió a Buenos Aires a fines de los ‘60, y desde entonces se convirtió en uno de los guitarristas más respetados de Hispanoamérica. Tocó con Mercedes Sosa, Ana Belén, Víctor Manuel; formó tríos con Bernardo Baraj y Lito Vitale, y también con Tomatito y Luis Salinas. Hombre de perfil bajo, acaba de editar su segundo disco solista, Chabuca de cámara, donde homenajea con afecto y elegancia a su maestra y mentora.
Por Angel Berlanga
Si se cierran los ojos en cuanto empieza a sonar el disco que Lucho González armó con canciones de Chabuca Granda, pueden pasar tres o cuatro cosas: cancelación temporaria del crítico frenesí, unas nítidas imágenes de color antiguo entre las que cada tanto un árbol o un objeto se llega al hoy, pasajes fugaces de aromas de flores y olor de la tierra, un rumbo hacia el equilibrio de la temperatura. Capaz que a mano podría haber un vaso de vino o de agua. Ojos cerrados, oídos atentos y entonces la guitarra, el violín y el cello, el par de cajones y las voces de Laura Albarracín y del propio González convocan al encanto único de Chabuca para que los sentidos se entreveren por el camino de la música. Se aprieta un botón y se viaja a un sitio y a un tiempo en el que casi no hay botones para pulsar. Un viajecito. Que no rompa el celular.
Un placer inmenso
Lucho González está contentísimo con Chabuca de cámara, el segundo disco en el que aparece al frente, como solista. Es, en el país –¿en Hispanoamérica?–, uno de los guitarristas más reconocidos entre los mismos músicos; paradójicamente suele asociárselo más bien a un segundo plano, perfil bajo. Su primer protagónico, Esta parte del camino, apareció en un momento áspero: 2001, odisea del espacio y la Argentina. De éste, que acaba de poner a circular el sello M.D.R., no paran de llegarle comentarios a favor que le robustecen una satisfacción propia que ya estaba, dice, antes de dar a conocer un trabajo que conecta estos días con los comienzos de una carrera artística en la que Chabuca Granda es figura clave: tocó con ella durante quince años y le abrió una perspectiva de vida que sigue enriqueciéndose hasta hoy. “Es un orgullo inmenso poder presentar estas canciones”, dice, en su casa de Almagro, a un par de cuadras de Parque Centenario, por donde suele salir a caminar. Vertientes de las músicas de la costa del Perú, de la clásica, de la armonía de la popular: la referencia a “de cámara”, señala, está relacionado con la acotación de las orquestas a un ámbito más pequeño, en el que guitarra, violín y cello –un terceto de cuerdas–, más las puras maderas de los cajones y las voces tratadas como instrumentos, proponen calidez y sonidos contundentes y esquivan estridencias.
Lucho González nació en Lima el 25 de noviembre de 1946. “Mi padre fue un gran cantor que nos crió acá”, cuenta. “El vino con un trío que se llamó Los trovadores de Perú y después tuvo una carrera solista. Acá conoció a mi madre y se casaron. Yo nací allá durante una gira que se extendió; como en esa época se viajaba en barco, ella tuvo que esperar tres meses para volverse para acá conmigo. A los once o doce, en el borde de la adolescencia, ya tocaba bastante bien para mi edad y apareció ‘La flor de la canela’, y luego ‘Fina estampa’: mi padre las incluyó en su repertorio. En Buenos Aires habían transcurrido mis primeros dieciséis años de mi vida cuando mi padre decidió que toda la familia se trasladara a Perú.” Habrá sido un sacudón. “Imaginate. Era hincha de Boca, tenía mi primera novia, jugaba al rugby. Pero me adapté enseguida, y hoy me siento local en los dos sitios. Allá empecé a estudiar Derecho y con los amigotes íbamos a los boliches a tocar, a jaranear. Así conocí a Eduardo, Teresa y Carlos, los hijos de Chabuca. Se me hizo alguna fama de guitarrista que prometía.” ¿Daba conciertos? “No, pero iba a peñas”, apunta. “De algún modo a ella le llegaría, porque un día fui a su casa para ir con su hija al cine y me dijo: ‘Me dijeron que usted toca’. Sacó una guitarra y me hizo tocar. ¡Y le gustó! Yo tocaba cosas argentinas o peruanas y las rearmonizaba a la manera brasileña. Me empezó a citar, porque hacía mucho que no cantaba en vivo, y terminé siendo su guitarrista.”
Sobrevino una temporada de siete años junto a Chabuca, que volvió a componer y a los escenarios. González largó la abogacía: “La verdad es que no me costó mucho, porque hay momentos en que la vocación marca: serás lo que debas ser o sino no serás nada. Tuve la lucidez suficiente como para decidir que iba a ser músico”. Volvió a la Argentina en una gira, con ella, en 1968: “Fue un canto de sirena, porque éste es mi lugar de origen”, dice. Tiempos de El Viejo Almacén, de noches en las que también cantaba Edmundo Rivero y tocaban Salgán y De Lío. Chabuca hacía seis valses acompañada por González, no más: “Este señor es mi orquesta”, decía ella. “Tenés que hacer los bajos, puntear un poco, rasguear, arreglártelas de manera de protegerla”, recuerda él. “Era un placer inmenso.”
Las buenas melodIas
Tras su trabajo con Chabuca, González tocó con Ana Belén y Víctor Manuel en España y, algo después, con Mercedes Sosa. Ahí también fue, durante un año y medio, guitarrista-orquesta: “Fue maravillosa la forma en que nos conectamos”, dice. “Cantaba a los mejores compositores de la época. Te confieso que estaba a un metro de ella tocando en París, o en Amsterdam, y pensaba: ‘Encima me van a pagar’. El placerazo que era.” En los ‘80 empezó a formar parte de tríos, el más conocido junto a Lito Vitale y Bernardo Baraj, de los que también formaron parte, en algún momento, Litto Nebbia o Jorge Cumbo. En 1999 se reunió para armar otro junto a Tomatito y Luis Salinas. “Cuando era muy jovencito, antes de soñar tener hijos, yo le decía a Chabuca que quería tener uno que fuera lindo por dentro, lindo por fuera, si es posible músico, y qué sé yo... Y ella me asombraba cuando me decía: ‘A fe mía que lo va a tener’. Usaba un idioma divino. Y yo pensaba: ‘Bueno, si es loca mi propuesta, más loca es la respuesta’, ¿no? Ella murió en marzo de 1983 y Martín nació unos meses después, en julio. Y humildemente, te digo, fuera de las babas de padre, muy mejorado a lo que yo pedía. Es una gran persona, gran músico, toca con grandes artistas, se está recibiendo de técnico de grabación: un porteño que va por más. Estoy seguro de que es uno de los regalos que ella ayudó a envolver.” Martín González toca en el disco uno de los cajones; el otro está a cargo de Húbert Reyes. Violín: Raúl Di Renzo. Cello: Jorge Bergero. ¿Cómo era Chabuca? “Uf, ¿tenés dos años para que te cuente?”, repregunta González.
“Rubiona, de ojos celestes, un porte muy especial, muy fachosa”, empieza. “Decía que no había sido linda ni de bebé, pero era guapa. Era ágil, había sido deportista: para la época era una adelantada total, campeona de natación, tenía brevet de piloto civil. Muy culta, muy inteligente, muy pegada a los jóvenes, poco tolerante con los recalcitrantes o los puristas. Una persona de vanguardia, amiga de sus hijos, sorprendida con las cosas que pasaban en el mundo: plena época de Los Beatles. Una de sus canciones, por ejemplo, refiere a una crónica que leyó de un periodista que ingirió ácido lisérgico. Lima era por entonces una ciudad tirando a pacata, así que era bravo. Era una gran lectora y conversadora. Tenía una familia muy unida, con una madre que está reflejada en la canción ‘Gracia’, que está en el disco, y un padre que fue lo máximo para ella, a quien dedicó ‘Fina estampa’. Yo terminé considerándome, con los años, una especie de cuarto hijo, porque andaba mucho por el mundo con ella, y ella confiaba en mí. Era imposible no pasarla bien. Recuerdo que me llevó a ver El silencio, de Antonioni; después venían las conversaciones acerca de las películas y a esa edad, 22 o 23, si alguien no te inducía a ciertos análisis, podían perfectamente pasar de largo. Uno reconoce a los maestros que te llevan por un camino rico, ¿no es cierto?, que con su incentiva te hacen despertar cosas que vos tenés. Chabuca era una persona increíble.”
Dulce, dice González, cuando hablaba con su público, aunque la doña, ante la hipocresía, a veces se sacaba. “Mejor tenerla de amiga”, aclara. Creía que no cantaba bien y que no alcanzaba a poeta, que había llegado a letrista, a buena letrista, concedía. Tenía una enorme rigurosidad para componer y flexibilidad para incorporar mejoras en su búsqueda de la originalidad y la belleza. “Los grandes melodistas como Chabuca, o Mariano Mores, o Mozart, consiguen que sus obras puedan considerarse bajo diferentes estilos: son fáciles de adaptar”, dice González. “Un vals peruano tocado en bossa nova puede ser muy agradable, y eso no le quita mérito ni autenticidad, porque la canción es un hecho. Los tres tiempos no son originarios de Perú sino más bien de Viena. Una vez me mostró uno de esos discos chiquitos, de 45, que decía: ‘La flor de la canela’ (rumba flamenca del compositor peruano Chabuco Granados). A nosotros nos hace gracia, pero a ella le daba una gran ternura pensar que esa canción caminaba sola, de tal forma que no importara el autor y que un gitano la pudiera cantar así. Esa, como otras, admite unos cambios de estilo que la universalizan. Ella pensaba así las cosas y por eso, también, me gusta tanto este disco.”
Para que algo salga bien
De arranque, cuenta, supo que tenía que dejar de lado algunas de sus piezas más conocidas, como “José Antonio” o “El surco”. “‘La flor de la canela’, obviamente, tenía que estar”, dice. “Ella empezaba sus recitales con ésa, una especie de postre servido de entrada. Hay canciones como ‘Rosas y azahar’, ‘Callecita encendida’, ‘Cardo o ceniza’, o ‘Quizás un día así’, que compuso para la boda de su hija cuando se casó, que son hermosas y pueden ser escuchadas aquí por primera vez por los jóvenes y reescuchadas por mi generación. Por supuesto que da para otro disco, si uno se lo propusiera: ponés ‘Fina estampa’ como guía y te aseguro que aparecen nueve canciones más, una mejor que la otra, algunas que acá nunca se han escuchado y están esperando su turno. Fue difícil, justamente, por la cantidad de material.” González señala que quiso contar una pequeña historia y que cuando tiene posibilidad de decidir sobre un disco opta porque las canciones no pasen de diez. “Porque, si no, se va como chorreando, viste”, grafica. “Tenés un buen champagne, serviste la copa y cuando está llena seguís echando: se desborda, se desperdicia algo que puede ser aprovechado después. Si la tercera canción te gustó no se te olvida, pero cuando vas por la número quince lo más probable es que se te nuble un poco la cosa.”
Como en su disco solista anterior, González canta aquí algunos temas. “Para mí es un placer. ‘Usted canta como músico, no como cantante: no se preocupa tanto de la expresión, le importa más bien la afinación, la dicción’, me explicaba Chabuca. Medio me acomplejó: ¿le gusta o no? Por momentos. La voz es un instrumento más, el más difícil. Si estás mal de la garganta podés tocar la guitarra, pero no podés cantar. Respeto mucho a los buenos cantantes. En los últimos años, que dejé de fumar, me agrandé, y entonces pude expresar algunas canciones que me parece bien que cante un hombre. Conseguir a alguien como Laura Albarracín, que canta como los dioses, tiene un vibrato especial y adora a Chabuca, es un hallazgo. Mis participaciones son, en el disco, contrapuntísticas. Lo mío como cantante no es muy amplio, pero me permite aparecer de vez en cuando, metido en el pelotón, para mandar ahí unos gorgoritos.”
González presentará el disco en septiembre en Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. “Este trabajo es parte de algo que yo le ofrecí a Chabuca: tenerla siempre lo más viva posible a través de sus canciones, que la gente sepa que existió una persona como ella. Mucho es atribuible a que si le ponés amor a algo es muy probable que las cosas te salgan mejor de lo que creés. Cuando cocinás para gente que amás por ahí hacés unas sencillas milanesas, pero le ponés tanta onda que ese poquito más de perejil, o el ajo frotado en vez de picado, qué sé yo, hacen que te salgan unas milangas inolvidables, ¿verdad? Va más allá de la capacidad de pergeñar las cosas. Me parece que este disco tiene algo de eso. Tampoco me las doy de hiperhumilde: sé que las cosas me salieron bien, pero no todo es atribuible a los años que llevo de músico. Sentí, de algún modo, que la pluma era visitada por ella. Todo está cerrado en un sistema de amor por la música. Claro que me acuerdo, también, de lo que me dijo mi profe Juan Carlos Cirigliano, después de cinco años de estudiar con él: ‘Tenga en cuenta la economía de la música, sepa qué elegir, experimente. Que tenga suerte en su carrera. Ah: tenga a mano los teléfonos de los que tocan bien’.”
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