Antes de los 10 años ya había revolucionado la música negra al frente de los Jackson Five. Antes de los 20, ya había revolucionado la música en general. Y antes de los 30 ya había revolucionado la cultura pop de nuestro tiempo. Vendió 750 millones de discos en vida y con los 100 millones de Thriller tuvo (y tiene) el disco más vendido de la historia, uno poderosamente político en pleno reaganomics, con el que además fundó e impuso la cultura negra en la naciente MTV. Llegó a una cima inimaginable hasta entonces y hasta ahora. Tuvo los derechos de autor de Los Beatles, se casó con la hija de Elvis y se construyó su propio Neverland. Después, los escándalos de su vida privada y su figura pública lo alejaron del apogeo, pero las repercusiones mundiales de su muerte el jueves pasado (más el millón de tickets que había vendido por anticipado para una gira de regreso que empezaba el 13 de julio) volvieron a poner las cosas en perspectiva. Detrás de la tragedia americana de la que no pudo escapar, asoma una obra fundamental en la cultura de los últimos cuarenta años.
Por Mariana Enriquez
La queja que se escucha entre los fans es que por culpa de sus últimos casi veinte años de desastre psicológico, físico, financiero y musical (y criminal se podría agregar, aunque nunca fue condenado por ninguna de las acusaciones de abuso sexual de menores) la música que dio y el genio que demostró quedan opacados. Pero la queja no se condice con la realidad, con lo que está pasando: desde su muerte confirmada el jueves pasado por la tarde, el tono para la despedida de Michael Jackson es la elegía (o la nostalgia) y la referencia a todo ese torrente de insania es escueta, o se lo llama “problema”.
Tremendos problemas tuvo Michael Jackson durante toda su vida, y repitió la gran pesadilla americana, el lado B del sueño. Como Marilyn Monroe, como Kurt Cobain, como Elvis Presley, como James Dean. Ser un icono cultural de la sociedad de consumo es incompatible con la vida normal, o con la vida a secas. No se puede vivir con ese nivel de fama y escrutinio público sin espiralar hacia la locura o morir antes de ser Baby Jane, loca en su casa enorme, reviviendo los años dorados con la plena conciencia de que no volverán.
Michael Jackson fue Baby Jane durante mucho tiempo. Su estilo de vida increíblemente extraño y en muchos aspectos perverso era tan exagerado como sus logros artísticos y comerciales, no superados hasta el momento (750 millones de discos vendidos: si se multiplica por cuatro, los que pueden vivir en la casa que compró ese disco, se está cerca del número de la población mundial). Sus rarezas también son igualmente difíciles de superar, especialmente por el grado de misterio que las acompaña. ¿Se blanqueó la piel o de verdad sufría vitiligo? ¿Sufría dismorfia corporal y no se daba cuenta de que dolía mirar su cara deformada, o realmente la quería tener así, tan parecida a la del Peter Pan de Disney, con algo de Diana Ross y elfo extraterrestre? ¿Quiso comprar los huesos de John Merrick, el Hombre Elefante? ¿De verdad dormía en una cámara hiperbárica de oxígeno, o era promoción para su película 3D Captain EO? En un momento, se dice, él mismo le ofrecía a la prensa historias falsas, hasta que se dio cuenta de su error y dejó de hacerlo; pero entonces la prensa se tomó la libertad de continuar con la costumbre. De modo que no hay manera de acercarse a la verdad sobre Michael Jackson, y no sólo por el exceso de imaginación de los tabloides: porque nadie nunca estuvo en un lugar así, no hay nadie, no hubo nadie como Michael Jackson, nadie con ese tipo de fama y ese tipo de desdicha. Actuaba desde los 5 años, y en los ensayos de los Jackson Five vomitaba cuando escuchaba que se aproximaba su padre Joe, tanto le temía –a su disciplina, a sus golpes y a su cinturón–. Pero en 2003, cuando quiso mostrar a los fans que esperaban en una calle de Berlín a su hijo más pequeño (Prince Michael II, apodado Blanket, Manta), sacó al bebé por la ventana y casi lo dejó caer. Admitía que sus hijos –Prince Michael I y Paris– jamás podrían tener una vida normal, y los paseaba por hoteles y zoológicos con perturbadoras máscaras estilo carnaval veneciano, pequeños fantasmas junto al padre de piel blanca y risita infantil.
Para su obsesión con la niñez construyó el enorme rancho de Neverland, por un costo de 17 millones de dólares: entre jirafas y carruseles ocurrieron los supuestos abusos, el último, por el que fue a juicio, a un niño sobreviviente de cáncer llamado Gavin. Junto a ese chico aparece en Living with Michael Jackson, el documental del periodista Martin Bashir que puede verse como una película de terror protagonizada por un hombre perturbado: da miedo su forma de comprar horribles urnas en un shopping de Las Vegas, da miedo su mirada perdida cuando la prensa europea dice que es un mal padre, dan miedo sus cambios de voz cuando se pone nervioso, da miedo la forma en que niega tener más de dos cirugías estéticas (“¡es la pubertad, mi rostro cambió!” le dice al periodista), dan miedo los maniquíes con los que convivía, da miedo su soledad y su trastorno, porque parece demostrar que el sueño del Cielo en la Tierra (el dinero, el amor de los fans, la capacidad de cumplir con cualquier deseo material, el talento gigantesco, el arte como refugio) no sirven de nada si el alma cae en la noche oscura y se crea su propio infierno de nunca jamás.
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