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lunes, 20 de julio de 2009

ALEJANDRO DEL PRADO, Y LA FUSION DE TANGO, MURGA Y CANCION


El regreso de un pionero






Alejandro del Prado se guardó durante casi 20 años y resucitó como si nada hubiera pasado.


En la sala del Club Atlético Fernández Fierro, donde presentó su disco de regreso, Yo vengo de otro siglo, el músico y compositor desplegó doce canciones que son un hito de la música popular contemporánea argentina.

Por Cristian Vitale

No hay detalles deslumbrantes que destacar aquí. Un gato blanquinegro que recorre el escenario de izquierda a derecha, un piano que yace sin usar y, enfocado por una tenue luz roja, un hombre de gafas gruesas –gorrita con visera– vestido como si estuviese tomando mate en la terraza: Alejandro del Prado. Está, él, prácticamente soldado a su guitarra acústica. La puesta es austera, él es austero, los músicos que lo secundan (Hernán Bruno, batería; Luciano Battagliese, bajo, y su hija Malena en coros) son austeros. Hasta el público que copa la sala del Club Atlético Fernández Fierro se amolda bien a la propuesta: el inventor de los Locos de Buenos Aires, que de querer ser jugador de fútbol terminó guitarrista de Zitarrosa, está presentando su disco regreso: Yo vengo de otro siglo. Es un conglomerado de doce canciones que el cantautor irá resolviendo puntillosamente y que significarán, al final, un pequeño hito contemporáneo de la música popular argentina: el retorno de un músico pionero de esa fusión tan porteña como la cancha de Huracán (tango + murga + canción) que se guardó más de 20 años para resucitar como si nada –o poco– hubiese pasado en el medio. Del Prado, como en su trilogía de los ochenta (“Dejo constancia”, “Los locos de Buenos Aires”, “Fotos de una ciudad”), conserva el mismo tacto, el mismo pulso, la misma “locura inofensiva” de siempre: Del Prado es lo que fue.

Primero está su voz. Aguda, llena de giros, tierna y sincrónica. Libre. Tanguera y spinetteana. Nada ha hecho el tiempo para bastardearla. Segundo: la poesía que juega con el peso de la palabra suelta, más que con el concepto largo. Y dice tanto como si fuera al revés (“Y traigo de otro siglo / baranda de fomentos / kerosén, eucaliptos, azufre / linimento, chicles y ceniceros”). La poesía que, de ser autobiográfica, representa el todo de un imaginario algo desubicado ante la acción corrosiva de los mecenas de televisión que cosifican el alma (“Sólo quedamos yo y vos, hermano de antes (...) y el viejo coche con su trote lerdo / ya no alcanza la esquina del pasado”). O la búsqueda de un sentido vital que sublima en el pasado carencias del presente (“¡Qué vivan las lapiceras!... y los papeles en blanco / con las palabras más feas, puedo decir que te amo”). Tercero, la plasmación de una mirada estética, porque Del Prado gotea sangre de puerto: no necesita cuarenta tipos y cincuenta instrumentos en escena para respirar murga y candombe. Apenas el toque justo de un baterista como Bruno y la síntesis –ajustada síntesis– de Del Prado para lograrlo. Ejemplo: cuando suena “La murguita de Villa Real”, una de sus dos canciones más conocidas, tres, cuatro, cinco amigos se encienden al compás como si estuvieran ante una murga multitudinaria. Es natural. Sale natural.

Excepto “Los locos de Buenos Aires”, la que piden todos, claro, el resto de las canciones forman parte del largo período en que Del Prado se guardó: “Tango se te nota tango”, un viaje a los orígenes del género en la línea Cáceres-Prat y su evolución “europea”; “Hijo de un puerto”, que suena como un Jaime Roos nacido de La Paternal; “Paravalancha”, (“Yo quise ser jugador / llegué hasta hincha titular en el tablón”); “Yo conozco un Buenos Aires”, que en el original sale con recitado de Osvaldo Ardizzone incluido; “Para que los gorriones vuelvan”, “Pagadiós”, “Las virtudes del petardo” y un homenaje a, tal vez, su único maestro: Alfredo Zitarrosa (“Zitarroseando”). Aunque diverso, el cancionero de Del Prado no suena disperso. Es un intento el suyo –sigue siéndolo, siempre lo fue– de desentrañar pequeños misterios cotidianos de una Buenos Aires que existe, que él no inventó.

Dos versiones, aunque en el mismo tono, cortan el monopolio de canciones propias: “Te llaman Malevo”, de Expósito y Troilo, y “Salud a la cofradía”, un poema que le musicalizó a Raúl González Tuñón. Y la más aguda, entre las suyas, se ofrece como téster preciso de la ciudad cuando se pone gris. Afuera es de noche y la garúa persiste, enjuaga la vereda. No seca. Del Prado la vio así algún día de 1986 y de su pluma emergió un diagnóstico de la porteñidad cuando llueve: “Con este porcentaje de humedad / las luces y el asfalto brilla más / ¡Cuidado! / que los bares se llenan de fantasmas / y en un rezongo lerdo / te calan hasta el alma”. La canta y hace que se duerme... un ronquido y el chiste que, quizás, explique mejor que mil palabras una manera de sentir.

No hay detalles deslumbrantes que destacar aquí, esta noche, excepto el de un puñado de porteños mirándose en el espejo del cantor... con la sensación de reencontrarse a sí mismos.

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