Una velada con una hechicera del pop
Cat Power arrancó con una curiosa versión de “House of the Rising Sun”, y el embrujo ya no se deshizo.
Con una rara combinación de fragilidad y magnetismo, la cantante nacida como Charlyn Marshall recorrió un set de canciones que erizaron la piel y dejó en llamas a una sala repleta que se quedó empezando a contar los días que falten para su regreso.
Por Luis Paz
Un día, por equis razón, simplemente ocurre la suerte de encontrar la belleza. Podrá ser una alta, morocha, punk, lánguida, respingada o escatológica. Bellezas al fin, las habrá para muchos aún siendo pocas. Pero cuando aparece la indescifrable, ésa que reclama sin decir qué, frágil y delicada, salvaje y abusada, dulce y perturbada, se enfrenta a una rareza de segundo grado. Y eso tan magnético es lo que tiene ella, que representa eso de lo cual hay lindo y feo, hermosos y horrendos, belleza... ¿y qué? No hay qué: la belleza es como la virtus, lo único que se le puede oponer es su ausencia. Por eso, cuando simplemente ocurre la desgracia de verla marcharse, el reflector la sigue y se ven sus ojos idos, lo único que queda es intentarlo: volvé pronto, bella.
Su delirio, su fragilidad y su imprevisibilidad cautivaron a tres mil personas anteanoche en el Gran Rex. Y fueron todos suyos desde que arrancó con esa deforme versión de “House of the Rising Sun”. Es tan dama que no señaló a ninguno cuando habló de “la ruina de muchos pobres chicos”, pero fue evidente que tenía a quién. Por eso le creyeron en su lectura del “(All I Have to do Is) Dream” de los Everly Brothers: “Cuando estoy triste y quiero que me abraces fuerte, todo lo que debo hacer es soñar”. Se hizo cargo de su divinidad y el regocijo que significa, y les hizo creer con “Makin’ Believe”, ese estándar al que le puso su gran sello, la simple sofisticación.
Pero ya desconfiaba de las promesas, por la falta de palabra ajena, y prefirió ir al encuentro con una invitación ofrecida en su versión del “Sea of Love” de Phil Phillips. Le bastaron cinco palabras: vos, yo, mar, amor y mucho. Cuando bajó la marea, siguió encontrando qué decir. Aprendió de la angustia hecha amor propio de Janis Joplin a cantar sobre una “Woman Left Lonely”. Sí, “las fiebres de la noche queman a la que no es amada”, pero, ¿cómo marcárselo a ella, que ya aprendió a los golpes que “cuando él no sabe mantener su camino, ella tiene que hacer lo mejor que pueda”? Lo que mejor le resultó fue seguir al pie de la letra la canción de los Highwaymen, robarse “un semental plateado con la piel sedosa sin marcar”, decirle que podía confiar en ella “como una hermana” y hacerlo dudar sobre si algún día lo volvería a “ensillar y montar”. Reincidiría, aunque para hacerlo darse cuenta se fue a dar un paseo por “New York, New York”, desensamblando hasta dejar irreconocible esa canción de Frank Sinatra.
El trance elíptico de su banda, facilitado por el tremendo batero que es Jim White (Dirty Three) y la precisa Telecaster de Judah Bauer (Joe Spencer’s Blues Explosion), enmarcó su belleza más que su flequillo. Pero aún con ese respaldo, Cat Power fue compasiva con el que le falló en esa versión conflictuada del “I Lost Someone” de James Brown. Sabe pegar con que “él no es nada, sólo un extraño”. Pero le sobra altruismo y por eso en “Lord Help the Poor & Needy” le pidió a un Dios en el que no cree que ayude al pecador, “porque enfrentamos el mismo sol naciente”. Con “Fortunate Son” fue tanto blues, jazz y poesía en movimiento juntos que lo único posible fue balbucear: “Ese no soy yo, no soy yo, no. Nunca lo seré, yo no soy afortunado”.
La mayoría se resignó, pero ella siguió guiñándole los dos ojos al estúpido que no se dio cuenta en “Metal Heart” de lo que decía más allá de su severidad: “Oh, escondidito, escondidito, ¿qué intentás probar? Escondidito, escondiéndote no valés nada”. Y ahí sí, palcos, plateas, escenario y libretas se vieron cayendo en el mismo resultado: lo tristes que son las restas, el desolador producto de que un término juegue a las escondidas, la enfrascadora vergüenza que sobreviene al mal cálculo. Lo graficó con el único lenguaje más universal que la matemática, la música. Tomó del “Blue” de Joni Mitchell aquello de “la tinta en la aguja y, debajo de la piel, un hueco que llenar”, y lo unió con tanto concepto al “tengo tu foto, ésa que me diste y está firmada con amor, justo como solía ser” del “She’s Got You” de Patsy Cline que fue imposible saber cómo, tras lágrimas y mugre, aún creía.
Será que algún séptimo día se enfrentó contra el “Dark End of the Street” de Dolly Parton y sobrevivió. Ya sabe que “el tiempo toma sus víctimas” y que “tendremos que pagar por el amor robado”, entonces puede comprender por qué, aún así, “mientras el amor se fortalezca, seguiremos robándole en el oscuro final del callejón”. El único escape de ese infierno era hacerlo arte o hacerse cargo, y la cantante entendió que no puede hacerse uno sin lo otro. Al menos, eso fue lo que transmitió en “The Greatest”, esa genialidad suya: “Una vez quise ser lo más grande, dos puños de sólida roca con cerebros que pudieran explicar emociones. Pero llegó el desborde y las estrellas convirtieron a la profundidad en polvo”. A la misma idiotez humana se refirió en “Lived in Bars”: “¿Quién tocará la batería, guitarra o teclado con chorus mientras caminamos la playa sin hallar nunca el destello de aquel hombre?”.
El estúpido recién se dio cuenta en “The Tracks of my Tears” (“Life of the Party”) de Smokey Robinson: “La gente dice que soy el alma de la fiesta porque digo uno o dos chistes y puedo reír alto. Pero estoy triste, mirá bien, verás mi sonrisa desencajada. Y si mirás más cerca, te será fácil trazar el camino de mis lágrimas”. Para sentencias como esas es que la desean, a Cat, Charlyn Marshall, Chan, como ella prefiera. Por cierto, ¿cuántas veces le habrán preguntado “Could We”? Tantas que es fácil comprender por qué sólo hace parte de ese tema. O entiende mejor que muchos qué es la precisión: “¿Deberíamos levantarnos? Hagámoslo, vistámonos y te dejo que me acompañes de vuelta a casa”.
That simple e igual de certero que el “I’ve Been Loving You Too Long Now” de Otis Redding, al que homenajeó del mismo modo que a todos los demás: sin prejuicios, pero con habilidad y arte, desfigurándolo por completo. Ahora, ¿cómo pudo hacer “I Don’t Blame You”? ¿Cómo no ve que a veces hay quien espera la cachetada y no el perdón? Si lo merece, podía culparlo y cantar sólo esa parte del “triste truco” que él creía que tenía que hacer. Porque le agradecieron que no lo culparas, pero de ese modo dejó a miles de otros hombres sin su debido castigo.
Y ahora, que se va como una “Ramblin’ Woman”, tan escapista como ese Hank Williams, regando los pasillos del Gran Rex de esperanza cuando reconoce su debilidad –“Algunos de mis amigos dirán que no soy el Bien, que nunca sentaré cabeza. Pero si tan sólo pudiera”–, los seis mil ojos la ven entre humo y metralla, contenta y desnuda, matando canallas con su canción de futuro, como en la “Canción del elegido”.
Y con ella se va la esperanza de la redención. Por eso, una vez más, por favor sólo una más: regala su mirada, como hizo en “Píntame angelitos negros”, ese poema del venezolano Andrés Eloy Blanco que hizo suyo: “Si al cielo voy algún día, tengo que hallarte en el cielo, angelitico del diablo, serafín cucurusero”. Una hora y media le bastó para redimir una y tres mil almas, que la verán en el Cielo o cuando vuelva por aquí. Pero de uno u otro modo, Chan, que sea pronto.
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