Jamás bailaríamos
Por Abel Gilbert
Creo que fue después de la guerra de Malvinas que Michael Jackson explotó en esta ciudad sin que le prestáramos atención. Hablo de un “nosotros” melómano, luego iniciado en la música de pretensiones vanguardistas. Una tribu pequeña y casi misógina, ávida de novedades (Joe’s Garage, de Zappa, los discos que Steve Reich grababa para ECM) o recuperar una tradición (Stockhausen, por Los Beatles, claro). Jackson no podía ser nunca parte de ese micromundo elitista y autorreferencial. Los pasitos, las patadas y onomatopeyas de “Thriller” estaban asociados a las formas disciplinarias del entretenimiento durante la dictadura. La alegría jacksoniana se propagaba por la televisión (¿black and white todavía? La memoria traduce y traiciona) los lunes a las 21 por el 9. Era el canal controlado por el Ejército. El periodista Domingo Di Nubila presentaba los videos de ese músico todavía un poquitín afroamericano. Escuchar (mirar) los ocho minutos de “Thriller” en medio de los recuerdos de nuestras propias escenas de terror, de nuestros monstruos escondidos detrás de una máscara (como el personaje de la historia), tenía algo de realismo forzado. Y estaban además en ese programa los concursos de emuladores coreográficos. Redoblamos entonces aquel juramento hecho ante la foto de Travolta en el Expreso Imaginario: jamás bailaríamos. Sí, claro: detrás del fenómeno Jackson estaba Quincy Jones. Y una forma diferente de grabar y producir. Pero, para mí, del disco Thriller, del arreglo cuasi minimalista de la canción principal, nada. La oreja estaba en otra parte.
Di Nubila salió del aire y el Rey del Pop quedó mal grabado en la pantalla de mi cabeza. Resentimiento agravado por el hecho de que se había quedado con los derechos de Los Beatles. Pero allí nomás llegó Paul McCartney cantando –a dúo con él– el no tan oscuro “Say, Say, Say” en el disco Pipes of Peace, a comienzos de 1984, al iniciarse el gobierno de Alfonsín. Recuerdo el clip, ambientado en el Lejano Oeste, y la molestia, agravada un año más tarde por ese ecumenismo caritativo de “We are the World”. La primera vez que le presté atención a Jackson fue en La Habana, donde vivía a fines de los ‘80, cuando se pasó en la televisión el clip de “Black and White” (los rostros de todas las razas pasaban, en cross-fade, como una metáfora de su propia cara intervenida). Y después, estando ya él en la fase final de su transfiguración, me topé en Salvador con la versión en vivo de Caetano Veloso de esa misma canción, como preludio de “Americanos”. Digamos que el gusto oblicuo por sus mejores canciones se fundamentó más tarde en las explicaciones de Caetano en Verdad Tropical. Jackson como parte de una “tradición americana de precisión” que se entronca con James Brown. El “culto de la nitidez”. Retengo un último gesto, antes que su vida imite al arte del video “Thriller”. Jackson fue a filmar a la favela Doña Marta su video “They don’t Care about us”, bajo la dirección de Spike Lee. El video comienza con la voz de una mujer que le da la bienvenida. “Michael, eles nao ligam pra gente” (“Ellos no se preocupan por nosotros”). La seguridad de la visita del cantante fue organizada aquella vez por uno de los vecinos más conocidos de la favela: el narcotraficante Marcio Amaro dos Santos, también conocido como Marcinho VP, quien siete años más tarde sería asesinado en una cárcel de Río y su cuerpo, arrojado a la basura. Cuánta profecía.
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