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sábado, 28 de enero de 2012

MILES DAVIS: The Complete Recordings (1945-1960)






Reedición
 
Miles Davis (tp), Sonny Rollins, Lucky Thompson, Barney Wilen, John Coltrane (st), Charlie Parker, Lee Konitz, Jackie McLean, (sa), Gerry Mulligan (sb), Horace Silver, Thelonious Monk, Red Garland, René Urtreger (p), Milt Jackson (vib), Tommy Potter, Paul Chambers, Pierre Michelot (b), Art Blakey, Kenny Clarke, Max Roach, Philly Joe Jones (bat)…
Membran 33448-2 (34 CD +  1 CD Rom)








 DESCUBRIENDO A MILES


Siempre que aparecen recopilaciones extensas, se habla de “edición definitiva”. El itinerario de Miles Davis, tan partido en estilos y en momentos, inscripto en la historia del jazz como el de un músico que recorrió el camino casi paralelamente al de la historia moderna de esta música hasta despedirse por delante de ella, guiándola por otros rumbos, es imposible de condensar. Pero si pensamos en los años de estos registros, The Complete Recordings 1945-1960 es una edición definitiva entre las definitivas.

Los tres primeros discos (Early Miles) presentan a Miles en secciones de big bands, tocando con la orquesta de Billy Eckstine y la de Illinois Jacquet, con su noneto, su primer quinteto, junto a los All Stars de Coleman Hakwins y los Metronome All Stars (donde tocaban Gillespie y Fats Navarro), con la orquesta de Tadd Dameron, la de Sidney Bechet, acompañando en unas pistas memorables a Ann Baker y a Sara Vaughan y, más tarde, ya en el año 51, tocando en el cuarteto de Sonny Rollins, en el sexteto de Lee Konitz y comenzando a grabar con su sexteto integrado, entre otros, por Rollins y Art Blakey.

Los registros con Charlie Parker, condensados en siete discos (The Charlie Parker Years) son cronológicamente anteriores a los últimos discos de la etapa Early Miles, y unen los años que van de 1945 a 1948.

Los solos de Miles con Charlie Parker parecían una pausa en la que tomar un respiro y volver al fraseo luminoso, insólito del saxo. El verdadero gemelo bebop de Parker en la trompeta fue Gillespie. A esta época le siguen dos discos (Birdland Days), de pistas grabadas con su sexteto y con los Miles Davis All Stars. Estamos en los años 1951 y 1952. Estas pistas se cruzan con los registros finales de los primeros discos de la colección.

Después siguen las grabaciones históricas y revolucionarias del Miles Davis solista, que el pasaje del trompetista de la multitud al centro de la escena: Blue Note Recordings (2 CDs), y los álbumes: Birth of the Cool, Blue Haze, Miles Davis & The Modern Jazz Giants, The Musing of Miles, Blue Moods, Miles Davis and Milt Jackson, Dig, Miles Davis and The Horns, Collector Items, ‘Round About Midnight, Cookin’, Relaxin’, Workin’, Steamin’, Miles Ahead, Milestone, Kind of Blue, Sketches of Spain, una vuelta al año 1954 con Bags Groove, Ascenseur pour l’êchafaud, Jazz Track, Jazz at the Plaza, regreso a 1949 con Miles Davis-Tadd Dameron Quintet in Paris May 1949 y un bonus CD con Michael Legrand Orchestra, del año 1958.

Enorme biografía musical, con directos y registros en radios,  que muestra al Miles más puro quitándose trajes de velocidad para vestirse, con el paso de los años, con una elegancia más pausada, lírica. Volviendo a escucharlo, descubrirás siempre a un nuevo trompetista: Miles Davis. 

Marcos Maggi

Fuente: Cuadernos del Jazz, Enero 2012.

miércoles, 25 de enero de 2012

CEREMONIALS, EL NUEVO DISCO DE FLORENCE + THE MACHINE .


 


Rara rosa inglesa


En 2009, una chica británica alta y extraña, de largo pelo rojo y un aire a Vanessa Redgrave, editó un disco llamado Lungs junto a su banda, The Machine, que tomó por asalto al mundo musical británico. Con letras excéntricas, voz omnipotente, cierta exuberancia onírica y estallidos punk, su eclecticismo enamoró a todos. Era difícil superar el desafío del segundo disco y Florence Welch acaba de hacerlo con Ceremonials, donde apuesta a un sonido más grande e integral sobre el que corretean sus fantasmas y sus amores.

Por Micaela Ortelli

Hay algo en lo que Florence Welch y los representantes del subgénero lo-fi acuerdan y es en que, a veces, el entusiasmo puede más que la aptitud. Si hoy la tecnología permite hacer música desde casa, y hay alguien que se encarga de subir tutoriales a la web, ¿qué necesidad de ir a aprender a tocar un instrumento con un profesor? El autodidactismo pareciera ser la marca distintiva de las nuevas generaciones de músicos. “Me alegra nunca haber aprendido a tocar la guitarra. Si lo hubiera hecho escribiría canciones con estructura más clásica; de este modo tuve que crear mi propia forma de escribir”, dice la pelirroja de veinticinco años, alma y voz de Florence + The Machine, “la mayor exportación femenina de Inglaterra después de Adele”, según los medios de su país.

La diferencia, sí, con aquéllos, es el trabajo implicado y el resultado: mientras que, como bien indica el calificativo (baja fidelidad), el sonido lo-fi se caracteriza por el minimalismo técnico y la escasa producción, el de Florence y su máquina –que incluye un arpa y, en los shows en vivo, violines, cello y coro–, lo hace por la exuberancia. Y con Ceremonials, su segunda y más reciente producción, la banda redobla la apuesta lanzada en 2009 con Lungs. Entonces, una Florence sobrecargada con la presión de haber ganado el Critics’ Choice (la elección de los críticos, uno de los galardones de los Brit Awards) antes de editar el disco, dejaba fluir las ideas que venía acumulando desde los diecisiete años y, entre ataques de pánico, insomnio, llanto y resaca, le daba forma al álbum que haría parar la oreja a todo el mundo.

 


Como siempre sucede ante el surgimiento de un nombre nuevo, cuando Florence empezó a adquirir notoriedad, aparecieron las comparaciones: Kate Bush era la figura más a mano, aunque también se mencionaba a Annie Lennox o, del otro lado del mundo, Tori Amos. Muy poca referencia se hizo, sin embargo, a artistas como Björk o PJ Harvey, con quienes comparte, si no el timbre de voz, sí el uso de instrumentos orquestales, una puesta en escena fuerte y, sobre todo, la emotividad que transmite con sus canciones. “Quiero que mi música suene como si fueras a arrojarte de arriba de un árbol o de un edificio alto, o como si te tragara el océano y no pudieras respirar”, intenta explicar Florence en su web oficial. Y algo así sucede: desde la profundidad de las letras hasta la música –que puede combinar melodías sinfónicas con percusiones tribales–, atravesada por esa voz omnipotente pero no ostentosa, la música de Florence + The Machine ocupa todo el espacio.
“Escuché tu voz tan clara como el día/ Y me dijiste que me concentrara/ Fue tan extraño, tan surreal/ Que un fantasma fuera tan práctico”, canta Florence en “Only if for a Night”, la majestuosa apertura de Ceremonials. El espectro en cuestión era el de su abuela, pero los fantasmas que más parecen acecharla son los propios, como en la grandiosa “Shake it Out”: “Los arrepentimientos se amontonan como viejos amigos/ Para hacerte revivir tus momentos más oscuros/ No veo el camino/ Y todos los demonios salen a jugar”. Y otra vez el amor vuelve a ser un tema recurrente: “¿Me dejarías si te digo lo que hice?/ ¿Me dejarías si te digo en lo que me convertí?/ Porque es tan fácil decírselo a una multitud/ Pero tan difícil, mi amor, decírtelo a solas”, confiesa en “No Light”, haciendo referencia a su nueva vida pública. Ceremonials es un álbum básicamente introspectivo, que invita a enfrentarse con los propios conflictos y contradicciones y, en lo posible –aunque raramente suceda–, amigarse con ellos.

Lungs, por el contrario, fue un álbum mucho más visceral –y tal vez un poco por eso, mejor recibido–, no sólo por el estado mental de Florence, despechada, dolida, muerta de amor, sino porque resultó casi un “rejunte” de sus etapas musicales entre los diecisiete y los veintidós años: “Para bien o para mal, ese álbum siempre va a ser un experimento”, reconoce. A eso se le suma el trabajo con cuatro productores distintos, lo cual explica que el resultado haya sido tan ecléctico (e interesante y hermoso), con canciones que coquetean con el punk (“Kiss with a Fist”, que compuso de adolescente), el pop más pegadizo (“Dog Days are Over”, que formó parte del soundtrack de Comer, Rezar, Amar y fue reversionada en la serie Glee) y el blues (“I’m Not Calling You a Liar”).

Después del “bautismo de fuego” que significó ganar el Critics’ Choice y la presión por cumplir con las expectativas del público y los periodistas (las tres millones y medio de copias que vendió el disco y el Brit al mejor álbum del año que ganó son prueba de que vaya si lo hizo), Florence se relajó mucho más para el segundo disco: “Tenía una idea más clara del objetivo, lo que facilitó mucho las cosas. Lo que quería era lograr un sonido completo, que el álbum no fuera un compilado de canciones, sino un trabajo integral”. Por eso esta vez decidió trabajar con uno solo de los productores del disco anterior, Paul Epworth, el responsable de las percusiones tribales y los sonidos más místicos. Según la BBC, Ceremonials vendió más de noventa mil copias la primera semana, pero la famosa “crítica especializada” lo mira con recelo. Que es “monótono” o “demasiado ambicioso” son algunos desmanes de los que se le acusa. Ella, por su parte, está conforme, y se prepara para un año o más de gira de presentación. Los escenarios y los dioses, contentos: Florence vuelve con su voz tempestuosa y sonrisa encantadora a ofrecer su ritual.

REPORTAJE A LA ACTRIZ, CANTANTE Y POETA ROSARIO BLEFARI.




Luego de tres años sin canciones nuevas, presenta Privilegio, su quinto disco solista. La ex cantante de Suárez dice que reconoce en algunos grupos actuales elementos de aquella banda indie. “Fueron a las mismas fuentes que nosotros”, destaca.

Por Matías Córdoba

Se pueden tomar tres fotografías de lo que cuenta Rosario Bléfari sobre su 2011 cultural. Una podría ser la de ella bañándose incansablemente en las aguas del Mar Adriático o descubriéndose, casi con extrañeza, en la Plaza San Marcos llena de gente; otra podría ser la de la grabación de Privilegio, su quinto disco solista, luego de tres años sin canciones nuevas, y, la última, un retrato sobre su trabajo en Un mundo misterioso, la película de Rodrigo Moreno, estrenada el año pasado. Ahora recuerda todo aquello que vivió y sonríe: “Venecia es tan poderosa. Fui por el Festival de Cine, a presentar Verano, la película de José Luis Torres Leiva, en la que trabajé en Chile. Era la primera vez que iba y ahí también pude ver a Patti Smith, que tocó en un jardincito y dio una charla sobre poesía. ¡Hasta estaba George Clooney!”, comenta sobre su experiencia en la 54ª Bienal de Venecia, en Italia.
En estos primeros días de 2012, Rosario Bléfari –actriz, cantante y poeta que supo liderar a Suárez, banda que durante los noventa tradujo “a la argentina” la ideología cultural que sostenían los referentes del indie norteamericano como Sonic Youth y Yo La Tengo– saborea las primeras mieles de Privilegio, un disco de canciones rápidas, “algunas en extremo vertiginosas y cortas como ráfagas y otras andantes, con algunas texturas rítmicas de acústicas que sostienen con la fortaleza adecuada los desvaríos tímbricos de las guitarras eléctricas”, y que será presentado mañana a las 20, en Niceto Club (Av. Niceto Vega 5510), junto a Mujercitas Terror y Camila Barre.

–En sus discos siempre hay un eje conceptual, ya sea sonoro o poético. ¿Qué diferencias encuentra entre Calendario, su disco anterior, y Privilegio?

–Cuando tengo cuatro o cinco canciones me gusta ver qué tienen en común, qué proponen, y cuando descubro eso, ahí selecciono el resto de los temas en función de reforzar esa idea. Después, no sé si se nota mucho en los discos; pero por lo menos tengo como intención que no sea un rejunte de canciones, sino que haya una idea que las vaya hilvanando. Y siempre me pasa que tengo que dejar muchas afuera. Con respecto a las letras, los discos no son tan diferentes. En Privilegio quise trabajar la idea de diálogo. Hay temas que son de Javier Marta, mi guitarrista. Algunos me preguntaban por qué había accedido a que compusieran otros integrantes. Pero me parecía bueno contraponer mis canciones a las de otro. A él le propuse que tocara estos temas, para que las canciones dialogaran entre sí, como forma. Muchas de estas canciones fueron compuestas en respuesta a alguna que él me mostraba y así lo hicimos. En un momento, pensé que el disco podía estar atravesado por esa idea de diálogo y me pareció que podía ser divertido trabajarlo.

–A diez años de la separación de Suárez, ¿reconoce en algunas bandas de hoy una recuperación de aquel sonido?

–Veo varios elementos que aparecen. Claro que colocados de otra manera, pero se nota que fueron a las mismas fuentes y fueron influenciados por grupos similares. En El Mató a un Policía Motorizado reconozco ciertas formas que me recuerdan a cosas que podríamos haber tocado nosotros, pero en realidad porque vienen de la música que también nos gustaba, como Velvet Underground, cosas que vienen de parientes más lejanos. Pero estoy segura de que si nosotros no hubiéramos existido, igualmente ellos habrían hecho su música.

–¿Y en otras bandas?

–Me pasa cuando escucho a los 107 Faunos, que me es afín esa aparente desprolijidad que pueden tener las canciones, como el plano de las voces. Digo aparente, porque pasa que muchas veces se puede ver eso como una dejadez o un descuido. Pero nos pasaba con Suárez que a eso le poníamos mucho empeño y trabajo en esos detalles y algunos que veían la música de otro lugar más... (piensa).

–¿Conservador?

–Sí, que veían la música de otro lugar o tenían influencias más tradicionales les parecía desidia o descuido nuestro sonido, pero eso era una elección nuestra. Y hoy les pasa a 107 Faunos. Me parece genial que ellos, desde su lugar, tengan muy buena onda y reconozcan lo que les suena familiar. Antes, eso no pasaba, los músicos tenían cierta reticencia en reconocer algunas cosas de sus anteriores.

–Hoy pareciera que el indie, a diferencia de lo que pasaba antes, dejó de ser para unos pocos.

–Sí, es cierto. Antes no había mucho público. Y además, antes el público era más contemplativo, más tímido e introspectivo. Era más la exaltación del viaje mental por sobre la exaltación de poner el cuerpo. A mí también me pasó. A partir de 2004 empecé a poner el cuerpo, la expresión, lo físico, el movimiento y sentí la necesidad de expresar de esa manera la palabra, la velocidad y el golpe. Quería que todo fuera más físico. Antes, el viaje sonoro, el de las disonancias y las repeticiones tenía que ver con quedarse más para adentro y no tanto de euforia. La gente podía estar tirada en butacas, pasándola muy bien, pero no física, sino mentalmente.

–Empezó a poner el cuerpo, la expresión. ¿Hay algo de la actriz en el escenario?

–Con el tiempo fui sintiendo que yo era más actriz en lo musical que en el cine. En el cine no había tenido tantas oportunidades para desarrollar distintos tipos de actuación. Las cosas que hice fueron pequeñas. En un protagónico uno puede desarrollar un personaje, pero sólo en el cine de (Martín) Rejtman tuve uno. Tal vez toda la energía de la actriz que hay en mí está en la música y al servicio de las canciones. Ellas son el guión y lo bueno es que esas letras las escribo yo (risas).

–Una actriz-cantante que fue mutando.

–Para mí, en las canciones de Suárez, no tenía mucha conciencia de la forma que podía cantar e ir más allá con el sentido. Esa cantante era otro personaje. En cambio, ahora compongo para una cantante que es más expresiva. Nunca me gustó dramatizar y exagerar la letra. Como público y como cantante no me gusta que el cantante vaya mucho más allá del texto con la expresividad, me gusta que se lo cante en el punto exacto. Ahora me comprometo más con el texto.

–¿Y usted hace alguna autocrítica como cantante?

–Me gustaría tener la voz más poderosa, un vozarrón que pudiera imponerse sobre los instrumentos, pero creo que a todos los que cantan les debe pasar lo mismo. La ambición del cantante es tener más voz, y a mí me gustaría tener un gran caudal. No me preocupa la desafinación, sé que desafino, porque en vivo no me escucho bien. Me amargué mucho por las críticas, pero yo no estoy haciendo ópera; en lo que hago es más importante la canción, la energía de ese momento, el golpe, la expresividad. Porque, además, tampoco es algo que les pido a las bandas que me gustan, no estoy fijándome en eso.

–¿Por qué?

–Porque es rock.

RALY BARRIONUEVO EN EL FESTIVAL DE COSQUIN.



El músico recorre la tradición y cruza sin pruritos con otros géneros. Barrionuevo explica qué entiende por folklore y analiza la importancia de las letras en la música popular.


Por Pablo Donadio

Desde Cosquín

“No creo en la política partidaria, sino en esa que se expresa día a día y que se manifiesta en acciones. Acciones de la gente, de las organizaciones sociales, de los pueblos. Creo que falta mucho para que la política partidaria sea eso. Hoy apenas es un gran negocio”, dice sin vueltas Raly Barrionuevo, el músico santiagueño que ayer, en medio de la prueba de sonido y antes de su presentación, conversó con nosotros. Mientras desfilan talentos amigos como la cubana Yusa, Liliana Herrero y la pianista Elvira Ceballos, el músico y compositor no deja de dar abrazos y extender la mano en saludos. Y sigue: “Fijate el caso de las mineras y del problema de la tierra en provincias como Santiago del Estero. Allí ha muerto Cristian Ferreyra, que es lamentablemente un caso más de esos engranajes que molestan al sistema”.

–En sus canciones hay nostalgia y hay penas, pero también mucho espíritu de lucha. ¿No es negativa una mirada así?

–No, no es negativa, sino realista. Hay que saber cómo se maneja el sistema. Pero ojo, yo creo que las cosas pueden cambiar y que los pueblos crecen. Y además, para caminar, hay que ser positivo. Yo tengo que ser positivo si quiero seguir caminando.

–¿Por eso dijo que no quería que un gobierno se adueñara de sus canciones?

–Yo no quiero casarme con ningún gobierno. Todo bien si a alguno le gusta un tema y lo ayuda como motor de lucha en su gestión. Pero creo que las administraciones están para que uno les exija. Y me gusta creer que mis canciones son de los que las cantan, del pueblo.

–Atrasa un poco, pero en cada festival surge, otra vez, aquella historia sobre qué es y qué no es folklore. ¿Dónde se ubica usted?

–Yo soy un cantante folklórico. Nací y me crié en ese mundo. Todo bien con los que son conservadores y no les gusta mi versión de “Hasta siempre” con guitarra eléctrica, por ejemplo. Son opiniones respetables y seguro obedecen a una época, a concepciones muy personales, de esos tiempos en que estaba la música salteña o cuyana en lo alto. Pero yo me sé y me siento un cantante folklórico. Por eso festejo que Cosquín les dé lugar a artistas como La Mona (Jiménez), que es un enorme referente de la música popular, sobre todo cordobesa, y que haya traído en su historia grandes emblemas de nuestra cultura como Charly (García). Después cada uno elige qué le gusta. Pero yo soy feliz cada vez que vengo acá.
Saluda, se ata el pelo y sale corriendo al tema que sigue, porque la maquinaria del festival ya se ha puesto en marcha y apenas hay lugar para algunos deslices. Las grietas donde empezar a rebelarse, quizá algo de lo que habla Raly.
Casi en la vereda de enfrente, el maestro Spinassi camina solo y saluda. Alza su mano derecha y agacha la cabeza. El sol quema pelucas en Cosquín, pero su pelada atesora más soles festivaleros que unos cuantos juntos. Debajo de la guayabera naranja, los balis crema y anteojos de Lennon, el pianista que tocó con Mercedes Sosa y Cuti y Roberto Carabajal, y que dice haber hecho lo mejor de su carrera con otro artista superior como Raúl Carnota, se prepara para una peña más, y para la presentación con la banda de Soledad, pero siempre con perfil bajo, algo que bien lo define. Un poco más lejos, Milena Salamanca curte su rostro trigueño con ese mismo sol, que por estos días la alumbra de veras. Ella, a diferencia de Raly o Spinazzi, empieza a recorrer el camino de los grandes escenarios, y ahora más que nunca, tras ganar el Pre-Cosquín en el rubro “Solista vocal femenina”. “Me encanta tocar en peñas, pero el escenario es tan energético que uno no quiere bajarse nunca”, dice chocha de la vida. Lo que queda por delante para ella es casi todo, en especial una gira con los Illapu en el sur, contrastando un poco los paisajes y colores norteños de ese folklore andino y latinoamericano que tan bien interpreta. Milena estará presente en la Próspero Molina pasado mañana, aunque puede disfrutarse de su voz cada noche en La Salamanca, la peña donde es artista destacada.
“Yo soy un nómade, como se llamaba la banda que integré: nací en Buenos Aires, trabajo de santiagueño y vivo en Córdoba”, dice entre risas Jorge Luis Carabajal, un “diferente” de la familia musiquera que está a cargo de la peña La Fisura por 9º año consecutivo. Sus nuevos trabajos llevan la mística de la chacarera, pero aggiornados con candombes, guarachas y un poco de tierra lugareña.
Paralelamente a todo ese mundo musical que colma cada rincón de la ciudad, encuentros artísticos de lo más diversos (teatro, poesía, títeres) sostienen también la esencia del folklore en el sentido amplio de la palabra. Calles, salones, restaurantes, escuelas y clubes se llenan de curiosos que pispean, pero también se le animan a un tallercito. Entre las presentaciones destacadas está la del Bebe Ponti y su libro sobre Jacinto Piedra, el músico bisagra en el género, que le devolvió, con aires de chacarera pero sobre todo con un discurso vanguardista, ecologista y pacifista, un tinte renovador a la provincia más vieja del país.
Todos esos mosaicos conforman la gran pintura que se ve aquí por estos días. Y cabe pensar cuántas escenas no se ven o son invisibilizadas, en un Cosquín que promedia sus días festivos, y que está dejando mucha tela para cortar de aquí en adelante.

sábado, 21 de enero de 2012

Robert Edward Brookmeyer (19 diciembre 1929 hasta 15 diciembre 2011)





Robert Edward Brookmeyer (19 diciembre 1929 hasta 15 diciembre 2011) fue un estadounidense de jazz de la válvula trombonista , pianista , arreglista y compositor .


Nacido en Kansas City, Missouri , Brookmeyer por primera vez la atención pública como miembro de Gerry Mulligan Quartet 's [ 3 ] 1954 a 1957. Más tarde trabajó con Jimmy Giuffre . antes de reunirse con la banda Mulligan Concierto de Jazz.

Robert Edward Brookmeyer nació el 19 de diciembre de 1929, en Kansas City, Mo., el único hijo de Edward Elmer Brookmeyer y la ex Seifert Mayme. Él comenzó a tocar música profesionalmente en su adolescencia y estudió en la ciudad de Kansas Conservatorio de Música, pero se fue antes de graduarse
Sr. Brookmeyer tocaba el piano con las grandes bandas de Tex Beneke y Ray McKinley, pero cambió su foco para trombón de pistones, cuando estaba con la orquesta de Claude Thornhill, en la década de 1950.
Mientras se encuentra en la escena del jazz de Nueva York en la década de 1950 y los años 60, el Sr. Brookmeyer también estaba ocupado en los estudios de la ciudad, la televisión y la grabación. Él estaba en la banda de la casa para "The Merv Griffin Show" y escribió los arreglos de Ray Charles y otros. Abandonó las incertidumbres de la vida de jazz para la seguridad financiera de los trabajos de estudio a tiempo completo después de mudarse a Los Angeles en 1968.
En la década de 1960 también trabajó como músico de estudio, co-dirigió un quinteto con Clark Terry y trabajó y escribió para la Thad Jones / Mel Lewis orquesta . En 1980 la banda grabó un álbum de sus composiciones / arreglos en los que dos pistas aparece Clark Terry
Durante su década en la costa oeste luchó con un serio problema de alcoholismo y, después de superarla, consideró brevemente dejar la música para convertirse en un consejero de alcoholismo. En cambio, en 1978, regresó al jazz, y Nueva York.
Instrumento principal el Sr. Brookmeyer fue uno inusual: el trombón de pistones, juega con las válvulas como una trompeta, en lugar de una diapositiva. Su gran sonido, borrosa y elegante estilo eran una parte integral de los pequeños grupos dirigidos por el saxofonista Stan Getz y Gerry Mulligan y el clarinetista Jimmy Giuffre, en la década de 1950, así como un quinteto popular que co-dirigió con el trompetista Clark Terry en el década de 1960. También fue un pianista ocasional, lo suficientemente bueno para que se mantuvo firme en un disco a dos pianos con un maestro de ese instrumento, Bill Evans, en 1959.
Pero era mejor conocido por sus escritos, especialmente los arreglos para grandes bandas, que en su mejor capturó el espíritu de los maestros del pasado como Duke Ellington y Count Basie sin dejar de ser completamente contemporáneo. Sus listas de éxitos en la década de 1960 para la Banda de Conciertos de Jazz Mulligan y la Thad Jones-Mel Lewis Jazz Orchestra ayudó a revitalizar el género de las grandes bandas en un momento en que muchos críticos consideran que moribunda. Más tarde amplió su paleta a incluir ideas de la música clásica moderna.
Después de un período en Europa, regresó a los Estados Unidos, donde continuó escribiendo y grabando. Bob Brookmeyer también enseñó a la composición de jazz en el New England Conservatory of Music en Boston, Massachusetts.
Él era un profesor muy respetado, en el New England Conservatory of Music y en otros lugares, incluyendo una escuela de música que fundó y dirigió durante varios años en los Países Bajos. Muchos de los miembros más conocidos de la actual generación de directores de orquesta lo consideran un mentor, entre ellos Maria Schneider, quien estudió con él en el Conservatorio de Nueva Inglaterra.
En junio de 2005, se unió a Brookmeyer ArtistShare y anunció un proyecto para financiar un nuevo álbum tercero con su Orquesta de Arte Nuevo . El resultado de Grammy -nominado CD , titulado Música Espíritu , fue lanzado en el verano de 2006.
Sr. Brookmeyer, que vivía en Grantham, NH, fue nombrado Fondo Nacional para el Maestro de Jazz Artes en 2006. Recientemente recibió la nominación del Premio Grammy octavo de su carrera (ninguno de los últimos siete había dado lugar a una victoria) para un arreglo de disco de la Vanguard Jazz Orchestra "Siempre Duradera."
En septiembre de 2011, posiblemente, su última grabación Normas fue puesto en libertad. Cuenta con la Orquesta de Arte Nuevo con el vocalista Fay Claassen.
Murió 15 de diciembre 2011.


El Stradivarius fue igualado en una prueba de sonido.

       ¿SUGESTIÓN? El violín creado por Stradivari no suena mejor que los instrumentos  modernos de alta calidad.


A ciegas, nadie diferenció esos violines de otros nuevos. "No creo que haya algún secreto, salvo en la mente de la gente", dijo Claudia Fritz, experta en acústica de violines en la Universidad de París.
 
POR NICHOLAS WADE - The New York Times

 

¿Qué le brinda su extraordinario sonido a un violín creado por Stradivari o por Guarneri del Gesù? Varios investigadores han examinado los conservadores de la madera, el barniz e incluso los efectos de la Pequeña Edad del Hielo sobre la densidad de la madera, en busca de cualquier cosa que pudiera explicar las propiedades casi mágicas de los instrumentos.

Claudia Fritz, experta en acústica de violines en la Universidad de París, ha llegado a una explicación diferente del secreto.

Pese a una creencia generalizada en la superioridad de los antiguos violines y los millones de dólares que hoy cuesta comprar un Stradivarius, los violines fabricados por los grandes maestros de hecho no suenan mejor que los instrumentos modernos de alta calidad, de acuerdo con una comparación a ojos vendados que Fritz y sus colegas han realizado del sonido.

"No creo que haya algún secreto, salvo en la mente de la gente", dijo.

Se han realizado pruebas en las que un público intenta, generalmente con poco éxito, adivinar si un violinista ubicado detrás de una cortina toca un instrumento nuevo o uno fabricado por los grandes maestros.

Sin embargo, Fritz dijo que, hasta donde ella sabía, nadie había realizado un estudio bien controlado donde se le hiciera la misma pregunta a los verdaderos expertos: los violinistas.

En conjunto con el fabricante de violines Joseph Curtin y otros, Fritz reunió a varios violinistas que asistían a una competencia internacional en Indianápolis e hizo que compararan tres violines modernos de alta calidad con un Guarneri y dos Stradivari.

Los violinistas tuvieron que usar goggles para que no pudieran identificar los instrumentos.

Pese a una creencia común entre los violinistas de que los violines Stradivari o Guarneri son tonalmente superiores, los participantes en la prueba de Fritz no pudieron distinguir dichos instrumentos de los violines modernos. Sólo ocho de los 21 participantes en el estudio eligieron un violín clásico como el que les gustaría llevarse a casa. En la comparación entre antiguos y nuevos, un Stradivarius quedó en último lugar y un violín nuevo fue el preferido.

"Estos resultados plantean un desafío impactante a la creencia común", reportaron Fritz y sus colegas en línea el 2 de enero, en The Proceedings of the National Academy of Sciences.

¿Acaso significa esto que no hay ningún secreto perdido de los fabricantes de violines de Cremona, Italia? "Nos resulta imposible saberlo", dijo el luthier Sam Zygmuntowicz.

Cada instrumento es especial, pero es difícil saber qué tienen de diferentes como clase.

El violinista Earl Carlyss, quien ha sido miembro del Cuarteto de Cuerdas Juilliard durante mucho tiempo, dijo: "los instrumentos modernos son muy fáciles de tocar y suenan bien al oído, pero lo que hacía grandiosos a los instrumentos antiguos era su potencia en una sala de conciertos".

Carlyss enfatizó la relación muy personal que tienen los violinistas con sus instrumentos ­algo que podría ser difícil de emular bajo las condiciones de la prueba.

Una opinión similar fue expresada por Mark Ptashne, biólogo y violinista que toca el violín Plowden de Guarneri del Gesù (los violines antiguos italianos poseen nombres individuales) y también ha sido propietario de un Stradivarius.

"Incluso los músicos experimentados que no han vivido con un gran violín no se dan cuenta de lo que escuchan o hacen cuando tocan por primera vez un gran instrumento", indicó. "En segundo lugar, los Stradivarius y Guarnerius varían tremendamente en características y calidad de sonido, así que en todo caso es difícil generalizar a partir de unos cuantos ejemplos".

Cambios de hábito en el mercado del disco.



EL PANORAMA ACTUAL DE LA COMERCIALIZACION Y DE LOS MODOS DE CONSUMIR MUSICA

Junto a la pérdida de rumbo de las majors, aparecen muchos sellos, a veces dedicados a un género, que apuestan a un público sofisticado. La especialización: uno de los caminos frente a un mercado que tiende a separarse entre melómanos y consumidores de éxitos.



 Por Diego Fischerman

Un profesor pregunta, en una clase de composición de una carrera musical universitaria, quién ha comprado un CD el último año. Al rato, y en el medio del silencio generalizado, un alumno inquiere a su vez: “¿virgen?”. La escena es, por supuesto, verídica. Tanto como lo eran las multitudes que, en el pasado, se agolpaban en las disquerías los días en que se anunciaba la salida de una nueva grabación de un ídolo pop. Por un lado, nada ha cambiado demasiado. De hecho, mucha de la música que hoy todavía se escucha con rango de actual es la misma que suscitaba los fanatismos de dos, tres o cuatro décadas atrás. Sin embargo, todo es infinitamente distinto. Las multitudes de adolescentes se agolpan, sin ir más lejos, para algo impensado hace unos años: la salida de una nueva novela infanto- juvenil. Y la música, salvo en vivo, ha dejado de ser un hecho colectivo. Ni siquiera sucede en el recoleto ámbito del hogar. Los equipos de audio familiares fueron reemplazados, en el uso corriente, por las computadoras personales y los Mp4.
Eso es lo que, sin demasiada imaginación, se llama “la crisis del CD”. Pero hay varios datos que habitualmente no se incluyen en la ecuación. El primero es que lo que ha cambiado para siempre no es el mercado del disco sino su breve estado de euforia –ediciones y ventas millonarias– de la era en que el soporte básico de la industria mutó del vinilo al CD. Es decir de un momento bastante especial en que, en un sentido, el público reconvirtió sus discotecas –en una época en que éstas tenían un fuerte valor simbólico, identitario y social– a la nueva tecnología y, en otro, el abaratamiento del proceso de grabación y copiado multiplicó por más de diez mil la cantidad de ediciones anuales. Si lo que se toma en cuenta es un período más largo y se considera el desarrollo de la industria discográfica a lo largo de unas cinco décadas, lo que se hace evidente no es tanto la disminución de las ventas como el abandono, por parte de las empresas, de lo que había sido su verdadero sostén ya desde la era del disco de 78 rpm: la unidad de dos temas. Lo que claramente la industria no vio y no fue capaz de identificar como un problema fue la desaparición del disco “simple” (o single). Y es que, en rigor, esa es la función que, sin duda, las bajadas de Internet le han arrebatado. Nadie quiere comprarse un CD de 80 minutos para llevarse dos éxitos consigo.

El segundo dato es absolutamente obvio y, no obstante, desde el lado de la industria nadie se ha percatado, todavía, de la ventaja comparativa que le otorga. Y es que las bajadas de Internet son totalmente subsidiarias de lo que ella haga. Si llegara el momento en que las empresas del disco desaparecieran, sencillamente no habría qué descargar desde la red. Podría pensarse en una especie de gran museo virtual con la música del pasado siempre disponible y la del presente circunscripta, como en la antigüedad, a la reproducción en vivo. Pero las culturas no funcionan de esa manera. Resulta bastante improbable que la música deje de registrarse y que los compositores e intérpretes se resignen a ese retroceso. Sería posible también, y algunas de las experiencias actuales en el mundo del rock-pop y del jazz parecerían mostrar ese camino, que los músicos prescindieran por completo de los sellos y las ediciones comerciales, subiendo a la red, directamente, aquello que quisieran compartir. Pero las limitaciones son obvias. Este camino es factible sólo para millonarios o para producciones de muy bajo costo. Sería imposible reunir ya no una orquesta sino incluso un grupo de cámara o un coro mínimamente competentes, para hacerlos grabar sin ninguna retribución económica a la vista, por no hablar del costo de las horas de estudio. Cualquier música que no pudiera resolverse a solas –o casi– y en un estudio casero acabaría, sencillamente, desapareciendo.
Más bien, a partir de algunas novedades sucedidas en el ámbito de la publicación de discos de jazz y música académica contemporánea puede avizorarse un panorama distinto: empresas muy pequeñas, a veces de una o dos personas; discos con cargas simbólicas fuertes; ediciones ligadas a instituciones específicas y, no menos importante, objetos capaces de no ser reemplazados por sus sombras virtuales. Y es que por ahí es por donde aparece un nuevo dato, tal vez el más significativo de todos. Las cifras de venta de las ediciones rematerizadas de Beatles, Queen o Pink Floyd, y el fluido mercado alrededor de esos sellos chicos que se pone de manifiesto en Internet y en las disquerías especializadas –incluso en una ciudad con un mercado pequeñísimo, como Buenos Aires– muestran que sigue habiendo un público ávido de aquello que, hasta ahora, sólo el disco puede dar. Es claro, son pocas las músicas del presente capaces de igualar la capacidad simbólica de aquellos nombres del pasado. Poseer la obra de Lennon o de Beethoven tiene, todavía, un valor social al que, en todo caso,
Green Day difícilmente podría acceder. El mercado está, en ese sentido, sufriendo la consecuencia de sus propios errores. La facilidad y el aparente barril sin fondo de la producción musical lo llevó, en clásicos términos monetarios, a una depreciación del producto por saturación. El disco como excepción, como prueba del talento –un LP llegaba como colofón de una serie de éxitos en single, nunca antes–, como pieza rodeada de algún grado de dificultad y mérito, tenía, para la comunidad, un valor que las propias empresas han destruido por mera abundancia. Y eso sin considerar lo poco (y lo mucho malo) que se ha hecho en el terreno del diseño para igualar la cualidad de objeto casi artístico al que había llegado el vinilo en las décadas de 1960 y 1970.

Por una parte, se observa una suerte de reconversión del mercado audiófilo a soportes afines al CD –y por ahora compatibles con él– como el CD de Super Audio (con mucho mejor rendimiento a bajo volumen) o los vinilos, y, dentro de ellos, los de alto gramaje. Por otro, junto a la pérdida de rumbo de las majors, aparecen muchos sellos, a veces dedicados a sólo un género –y a veces a un subgénero, como en el caso de Clean Feed, Act + Vision y Ayler Records, algunos de los mejores sellos de jazz de la actualidad, enfocados en las vertientes más vanguardistas–, con una economía más que sustentable y una relación bastante virtuosa entre sus costos y sus ganancias. Lo mismo sucede con las casas dedicadas a la reedición de material clásico perteneciente al dominio público o, simplemente, abandonado a su suerte por la desidia o el desconocimiento de los responsables del catálogo histórico en las compañías grandes.

El español Fresh Sound y el local Lantower lideran con comodidad esa tendencia donde el secreto del éxito pasa por la alianza entre curadores y restauradores. Ediciones como las recientes Live in Minton’s Playhouse in New York, de Eddie Lockjaw Davis y Johnny Griffin, una caja de 4 CDs a bajo precio publicada por Fresh Sound o, del mismo sello, The Complete Legendary Sessions, de Chet Baker y Bill Evans, o, por el lado de Lantower, la edición de los conciertos de Harry Belafonte en el Carnegie Hall, en 1959 y 1960, de Amália Rodrigues en el Café Luso en 1955 y en el Olympia y en Bobino en 1960, de los registros completos de Baker y Gerry Mulligan en la década de 1950, del extraordinario grupo Los astros del tango, que dirigía Argentino Galván, y que integraban, entre otros, Enrique Mario Francini, Elvino Vardaro, Jaime Gosis y Julio Ahumada, o de los registros instrumentales de Troilo de 1950 a 1956, y las próximas publicaciones de las grabaciones completas de Pugliese entre 1953 y 1959, y de las presentaciones del quinteto de Miles Davis en el Olympia de París, son una buena muestra de los discos que siguen haciéndose (y que se siguen vendiendo). En el terreno de las reediciones de material histórico del jazz, resultan significativos, también, los sellos Avid (que publica álbumes dobles de bajo costo, con tres o cuatro Lps clásicos y en su mayoría desaparecidos de los catálogos, de artistas como el Modern Jazz Quartet, Zoot Sims, Johnny Hodges, Art Pepper o André Previn) y Real Gone Jazz, que presenta la serie Eight Classic Albums en cajitas de 4 CDs, también con precios muy bajos.

En la música clásica los otrora pesos pesado compiten de igual a igual con las ediciones de las propias orquestas o teatros –la Sinfónica de San Francisco, la de Londres y el teatro Mariinsky tienen ahora sus propios sello–, y las de artistas que antes fueron sus estrellas y actualmente tienen marcas propias, como John Eliot Gardiner, que acaba de completar su integral de las cantatas religiosas de Bach y de las sinfonías de Brahms en Soli Deo Gloria, y Paul McCreesh que estrenó recientemente el sello Winged Lion con su descomunal versión del Requiem de Berlioz. El panorama se completa con compañías como Kairos o Neos, especializadas en música contemporánea, y unas pocas excepciones. Tanto los franceses Harmonia Mundi y Naïve, como el alemán ECM (que publica tanto jazz como algunas músicas clásicas elegidas), los ingleses Hypèrion y Chandos, el sueco Bis –que publicó, por ejemplo, una notable edición de los choros y bachianas de Villa-Lobos por la Orquesta Sinfónica de San Pablo– y el estadounidense Nonesuch (una subsidiaria de Warner), con dimensiones menos mastodónticas que las de Deutsche Gramophon o EMI pero con distribución y peso mundial, aportan gran parte de lo más interesante. Otra marca que, desde un concepto distinto al que marcaba la tradición de los sellos de música clásica, fue ocupando poco a poco un lugar protagónico en el mercado es Naxos. Con un catálogo vastísimo y precios que rondan la tercera parte de los de las compañías grandes, abarcan además, un repertorio difícilmente accesible, que puede incluir desde el Popol Vuh de Ginastera hasta el arreglo de David Lang –uno de los autores más interesantes del panorana estadounidense actual– sobre “Heroine” de Lou Reed.

La situación local es, obviamente, mucho más compleja. La mayoría de estos sellos no tienen distribución en la Argentina y las grandes marcas, ya bastante ausentes en sus propios territorios, no sólo reducen sus ediciones sudamericanas a la mínima expresión sino que ni siquiera importan orgánicamente sus catálogos y, para peor, en casos como el de Sony, han desmantelado sus oficinas porteñas echando a los pocos que sabían del tema, decidiendo perder de antemano una batalla que, en rigor, recién empieza a plantearse. La cadena Yenny-El Ateneo importa las novedades de Emi y Universal (que abarca Deutsche Grammophon, Decca y Philips), y Zival’s distribuye localmente ECM, Harmonia Mundi y Naxos. En ambos casos, la pequeñez del mercado no permite hacer grandes stocks de reserva, las unidades que llegan al país son pocas y desaparecen rápidamente de los negocios, y los tiempos de reposición pueden llegar a ser exasperadamente lentos. Y hay, claro, algunos bastiones, como la disquería Minton’s, que permite acceder a lo más actual del mundo del jazz y, además, pone de relieve, nuevamente, la vieja imagen del disquero: alguien capaz de asesorar y hasta enseñar a sus compradores. El otro recurso es, desde ya, recurrir a las disquerías virtuales de Internet o, en los casos en que es posible, a la venta realizada a través de esa misma vía por los propios sellos. La impresión general es que el disco no está muerto. Puede ser que el mercado tienda a separarse más entre melómanos audiófilos y consumidores de éxitos, que el soporte cambie un poco, incluyendo al Super Audio como un plato fuerte del menú, que las pequeñas disquerías, capaces de atender públicos exigentes e interesados, reemplacen definitivamente a los grandes supermercados del disco y que los sellos gourmet se queden con lo mejor (o con lo único) de una torta cambiante y esquiva. Lo que nadie duda es que, como ya sucedió en el final de Cretácico, también esta vez los más grandes pagarán el precio de su tamaño.

viernes, 20 de enero de 2012

MURIO LA GRAN CANTANTE ETTA JAMES.




 




Jamesetta Hawkins 
  (Los Ángeles, 25 de enero de 1938 - Riverside, California, 20 de enero de 2012 ), más conocida por su nombre artístico Etta James, fue una cantante estadounidense de géneros soul y rhythm and blues. La norteamericana, de 73 años, padecía una leucemia. Su voz pasó quedará grabada en la memoria colectiva ligada al tema “At Last”. Fue ganadora de seis Grammys.  

La legendaria cantante estadounidense de jazz, blues y soul Etta James, famosa por su éxito de 1960 “At Last”, murió hoy en Los Angeles a los 73 años de una leucemia, anunció la vocera de la estrella, de la que destacó su autenticidad y versatilidad. "Su música desafiaba todas las categorías. Trabajé con Etta durante más de 30 años. Ella era mi amiga y siempre la voy a extrañar", dijo su agente Lupe De León, quien agregó que la cantante, cuyo verdadero nombre era Jamesetta Hawkins, sufría de una leucemia terminal y falleció en un hospital de Riverside (este de Los Angeles). Era "verdaderamente única y podía cantarlo todo", afirmó. James, capaz de pasar sin esfuerzo del jazz y el pop a las baladas románticas y el R&B, resucitó su carrera tras tocar fondo por su adicción a las drogas y ganó seis premios Grammy y 17 Blues Music Awards. “La causa de muerte fueron las complicaciones de la leucemia. Su esposo, Artis Mills Donto, y sus hijos Donto James y Sametto James estaban a su lado. Esta es una tremenda pérdida para su familia, sus amigos y sus fans de todo el mundo”, lamentó De León. James fue incluida en el Salón de la Fama de Rock & Roll en 1993 y galardonada con un Grammy a su trayectoria en 2003. La cantante también es conocida por su interpretación de canciones como “I Rather Go Blind” y “All I Could Do Was Cry”. Beyoncé cantó “At Last” para el presidente Barack Obama y la primera dama Michelle Obama durante el baile de inauguración del día de la investidura presidencial del mandatario, en enero de 2009. Escrita en 1941 por Mack Gordon y Harry Warren, “At Last” fue un éxito por primera vez de Glenn Miller y su orquesta y fue cantada por Nat King Cole antes de que James la hiciera suya en 1960.




Etta James, la sugestiva voz de una época

El blues y el jazz son hoy menos emocionantes sin la sugestiva y apasionante voz de Etta James, una leyenda de la música que batalló contra sus propios demonios en forma de adicciones durante décadas y que dejó canciones, radiografías de sus lamentos, para la eternidad.

Los Ángeles (EEUU), 20 ene.- El blues y el jazz son hoy menos emocionantes sin la sugestiva y apasionante voz de Etta James, una leyenda de la música que batalló contra sus propios demonios en forma de adicciones durante décadas y que dejó canciones, radiografías de sus lamentos, para la eternidad. La cantante de "At Last", "I Just Wanna Make Love to You", "The Wallflower" y "Something's Got a Hold on Me" falleció hoy a los 73 años, rodeada de su esposo y sus hijos, por complicaciones derivadas de la leucemia que padecía. Jamesetta Hawkins, su nombre real, fue una superviviente de una vida llevada al límite. Nació en Los Ángeles el 25 de enero de 1938. Nunca llegó a conocer la identidad de su padre y su madre, adolescente en el momento del parto, no pudo responsabilizarse de ella durante su infancia. Pero su poderosa voz se hizo notar rápidamente desde el coro gospel de una iglesia de su barrio tras recibir clases del profesor James Earle Hines.
Su madre la llevó a San Francisco en 1950 y James formó la banda "The Peaches" -el apodo de la artista-, donde fue descubierta por Johnny Otis, quien la llevó a la fama con el tema "The Wallflower", una joya del rhythm and blues que tuvo que ser rebautizada -se creó como "Roll With Me Henry"- por sus connotaciones sexuales. Posteriormente en Chicago firmó por la discográfica Chess Records en 1960, donde se decantó más por los temas pop y soul, como "Stormy Weather", "A Sunday Kind of Love", "All I Could Do Is Cry" y la mítica "At Last", un tema ineludible en multitud de bodas que con sus acordes de violín se convirtió en estandarte del romanticismo.
De hecho fue una de las canciones escogidas por Barack y Michelle Obama en la fiesta por el nombramiento del político demócrata como nuevo presidente de Estados Unidos.
A mediados de la década de los sesenta James giró hacia un sonido más descarnado mientras hacía frente a su adicción a la heroína, unos años en los que firmó "Tell Mama" y la escalofriante declaración de amor "I'd Rather Go Blind", un tema que posteriormente versionó Rod Stewart y que habla de su preferencia por volverse ciega antes que ver a su amado con otra mujer.
James dijo haber escrito ese tema en 1968 con la ayuda de su amigo Ellington Jordan cuando éste estaba en prisión. Sus problemas con las drogas -especialmente la cocaína y el alcohol- no cesaron y tuvo que ingresar en varias clínicas de desintoxicación durante las décadas de los setenta y ochenta, una época descrita de forma sórdida en su autobiografía "Rage to Survive".
Sin embargo, y a pesar de contar con una salud muy delicada -llegó a pesar más de 180 kilos-, consiguió regresar a los estudios de grabación ("Mistery Lady", de 1994, tributo a Billie Holiday) y llevar a cabo inolvidables intervenciones en directo, ya convertida en una dama de la música, aunque necesitaba ayuda para entrar y salir del escenario. "Pensaba que iba a morir", admitió a la revista Ebony en 2003. "Estaba constantemente preocupada por un posible ataque al corazón", explicó la artista, a quien se le practicó un bypass gástrico en 2002 para reducir hasta la mitad su peso.
Durante su carrera fue telonera de los Rolling Stones en 1979, se hizo con tres premios Grammy (mejor actuación vocal de jazz, por "Mystery Lady"; mejor álbum de blues contemporáneo, por "Let's Roll" -2003- y mejor álbum de blues tradicional, por "Blues to the Bone" -2004-) y fue incluida en el Salón de la Fama del Rock and Roll en 1993.
Sus hijos, fruto de su matrimonio con Artis Mills, con quien se casó en 1969, produjeron esos discos.
Beyoncé Knowles, una de las artistas influenciadas por su música, al igual que Tina Turner, Bonnie Raitt y Christina Aguilera, llevó su vida al cine en el filme "Cadillac Records" (2008).
(Agencia EFE)




Una voz inolvidable

 


La cantante estadounidense de blues Etta James falleció ayer, a los 73 años, en el hospital Riverside Community de California, a consecuencia de una leucemia agravada por otras afecciones. En el momento del deceso, James estaba acompañada por su marido, Artis Mills, y por sus hijos. Además de padecer cáncer desde 2010, sufría demencia y hepatitis C.
La artista fue una gloria del soul y del rhythm’n’blues, reconocida por canciones como “The Wallflower”, “Something’s got a hold on me” y “At Last”. Y el primero de estos éxitos fue compuesto en 1955 por John Otis, descubridor de Etta James y “el padrino del rythm and blues”, que falleció un día antes que la cantante. Conocida como Miss Peaches, Etta luchó contra la obesidad, superó su adicción a la heroína y sufrió distintos problemas de salud, a lo largo de su carrera, en la que obtuvo seis Premios Grammy. Fue una cantante fundamental en el capítulo crítico del rhythm & blues, durante los años ’50, cuando el blues rítmico quería convertise en rock and roll o acercarse definitivamente al jazz.
Como tantas otras cantantes, comenzó su carrera probando con el gospel en una iglesia de su barrio para ir aproximándose luego al blues y al rhythm & blues del momento. Tenía sólo cinco años cuando comenzaron sus primeras incursiones en emisiones radiofónicas, respaldada por el profesor James Earle Hines. Poco después llegó su primera oportunidad profesional, a través de la llamada de Johnny Otis, en cuya orquesta comenzó a cantar, cuando apenas tenía catorce años. Sus grabaciones para la discográfica Modern Records la acercaron a una generación de músicos que, en aquellos años, transitaba por los territorios del rhythm & blues, el rock y el pop. Esa fue la etapa en la que asumió el sobrenombre de Peaches y grabó “Roll with me Henry”, que llegó a los primeros puestos de las listas de éxitos en 1955. En 1960 firmó contrato con Chess Records, donde grabó algunos duetos con su pareja de entonces, Harvey Fuqua (cantante de The Moonglows), y con títulos redondos como “Trust in me” de 1961, “Etta James rocks the House” de 1963 e “In the Basementcon”, grabado en 1966 junto a Sugar Pie de Santo.

RY COODER, DE LOS STONES A WOODY GUTHRIE.




Protesta social club

 

Desde que, cuando era adolescente, grabó con Captain Beefheart, Ry Cooder se convirtió en el gran guitarrista sin banda del rock norteamericano de los ’70. Intentó una carrera solista de la que hoy reniega, buscó una salida en el cine –nadie puede olvidar la banda de sonido de Paris, Texas– y finalmente encontró la salvación en Cuba con Buena Vista Social Club, primer paso hacia el descubrimiento de su propia voz. Desde el nuevo milenio viene sacando estupendos discos y este año finalmente editó Pull Up Some Dust And Sit Down, una colección de canciones de protesta, en la tradición de Woody Guthrie, que no sólo es uno de los álbumes del año, sino que podría ser la banda de sonido del descontento global.

Por Martín Pérez

Las voces. La clave está en las voces. La de Jesse James desde el cielo, reconociendo que siempre fue un bandido y un ladrón de bancos pero que nunca le robó a nadie su casa, y pidiendo que le devuelvan su revólver para poner Wall Street en orden. La de los mexicanos que arriesgan sus vidas cruzando la frontera, o la del ex combatiente que le pide a Papá Noel manos para poder abrazar a sus hijos, y le escupe al presidente que se meta su guerra en “su culo texano”. O si no –a la manera de su amigo Randy Newman– la del mismísimo Dios, que asegura que pensó haber hecho un mundo duro como una roca, para descubrir que terminó siendo más bien como Hupty Dumpty, y asegura que va a renunciar. Y también está la voz del que le pide que renuncie, porque los republicanos han cambiado la cerradura del cielo, y sus llaves ya no sirven más.
Todas esas voces son las que habitan el notable Pull Up Some Dust And Sit Down (2011), el mejor disco de protesta que ha dado la música popular norteamericana en un año de protestas. Su autor es nada menos que Ry Cooder, que si bien desde los comienzos de su carrera ha cultivado un repertorio lleno de esa clase de canciones –como “Do Re Mi”, de Woody Guthrie en su debut, Ry Cooder (1970) o esa obra maestra steinbeckiana que es Into The Purple Valley (1972)–, su vocación arqueológica nunca permitió que lo exiliasen al rincón de los cantantes con el puño izquierdo en alto. Pero algo parece haber cambiado en el universo del hombre que le puso el Honky Tonk a los Rolling Stones, el guitarrista que con su slide desde el comienzo de Paris, Texas (1982) comunica todo lo que recién al final de su metraje se dicen los protagonistas de la obra maestra de Wim Wenders, y el responsable de haberle descubierto al mundo ese último acto de justicia de la industria musical llamado Buena Vista Social Club (1997). ¿Sólo algo? No, en realidad mucho ha cambiado en la última década del mundo Cooder, y alrededores. Pero el comienzo de esos cambios está en esas voces.
“Cuando estaba trabajando en Chávez Ravine, la cosa se puso difícil. Hasta que apareció la historia del extraterrestre que quiere sumarse a la fiesta pachuca, o la de ese hombre encerrado en su cuarto, que fantasea en transformarse en un vendedor de bienes raíces”, le explicó al periodista Tony Sherman, en una honesta y confesional entrevista publicada hace un par de años en la revista Stop Smiling. “Ahí fue cuando me di cuenta: esto es lo que tengo que hacer, inventar personajes. Y entonces componer con sus voces. ¡Finalmente podía escribir canciones! Porque nunca pude hacer una canción normal, ya sea de amor o del tipo ‘estoy triste’, pero puedo inventar personajes todo el tiempo”, aclaró Cooder, que a duras penas pudo disimular el pecado original de no ser un cantautor, cuando comenzó su carrera solista en la California somnolienta de los ’70. Durante los ’80 buscó refugio en el cine, del que hoy abjura (“Me aburre mucho, y además ya no hay más Walter Hills”, ha dicho), y se liberó recién en los ’90, siguiendo el camino que lo llevó hasta Cuba. Una década más tarde, por fin, llegaron las canciones. Y las historias, porque si a Chávez Ravine (2005) le siguieron My Name is Buddy (2007) y I, Flathead (2008), la sorpresa fue que con el texto que acompañaba este último disco Cooder se reveló como narrador, y continuó esa costumbre con Los Angeles Stories (2011), su primer libro de cuentos.
“Son historias de gente que no son ni grandes habladores ni pensadores. Simplemente están ahí. Pero si entrás en sus casas, te cuentan historias. La gente puede contarte las cosas más sorprendentes”, reveló Cooder ante el crítico David Ulin, del diario Los Angeles Times. Pero al hablar de sus cuentos, también está hablando de los protagonistas de su flamante disco, infaltable en todas las listas de los mejores del 2011, y en el que se pone a la altura de músicos a los que veneró durante toda su carrera. “Como alguna vez dijo Albert Einstein, uno hace lo mejor que puede con lo que tiene”, asegura el guitarrista, que le ha dicho a la revista británica Uncut que los responsables del Partido Republicano y la cadena Fox News deberían ser pasados por las armas. “Siempre dije que yo era sólo un guitarrista de Santa Mónica, y lo sostengo. Pero pienso que la música puede contribuir en algo. Porque el miedo y la soledad son armas para dominar a la gente, y las canciones en cambio la reúnen y la empoderan, algo que es imposible negar si uno ha visto alguna vez a Pete Seeger hacer cantar a una audiencia hasta transformarla en una mente colectiva en apenas cuatro minutos.”

UNA MAQUINA DE VAPOR FUERA DE CONTROL

 

Antes de las voces, sin embargo, estuvo el sonido. Como bien señaló en su momento el norteamericano Alec Wilkinson en un recordado perfil para la revista Esquire publicado en 1999, que aún hoy es lo más cercano que hay a una biografía oficial, Ry Cooder siempre ha descripto ese filo distintivo y algo excéntrico que tuvo su música desde sus inicios como el de “una máquina de vapor que ha perdido el control”. O también como “un extraño efecto tetera, como si la tapa estuviese a punto de salir volando”. Nada raro para un joven que cortó sus dientes en el negocio dándole forma a Safe As Milk (1967), el mítico debut de Captain Beefheart. Cuenta la leyenda que el guitarrista que él reemplazaba se apareció en uno de los ensayos con una ballesta cargada. “Lo primero que pensé fue que, como estaba ocupando su lugar, me iba a apuntar con ella. Y lo segundo fue que iba a tener un ataque de hipo, y la flecha iba a salir disparada”, recordó Cooder ante Wilkinson. Al terminar el disco, y con apenas 18 años, Cooder retomó sus estudios. “Pero cuando grabaste con Captain Beefheart y te han apuntado con una ballesta, la universidad te parece algo aburrido.”
Antes de comenzar con su carrera solista propiamente dicha, otra leyenda con la que carga Cooder es la que lo vincula con los Rolling Stones, que lo invitaron a viajar a Londres para grabar en Let It Bleed (1969). En Los viejos dioses nunca mueren (2001), su biografía del grupo, Stephen Davis no se priva de citar a Cooder calificando a los Stones de “un puñado de reptiles”. Según le contó en su momento a la revista Rolling Stone norteamericana, el grupo lo invitó a grabar con ellos pero siempre desaparecían de la sala de ensayo, y él se quedaba solo tocando. Lo que no sabía, asegura, es que estaban grabándolo todo el tiempo. Cuando un día llegó al estudio y vio a Richards trabajando en una canción nueva llamada “Honky Tonk Women”, basada en las cosas que él había estado tocando, se enfureció y se volvió a casa. En su biografía, Vida (2010), Keith Richards no menciona el incidente, y sólo habla de Cooder para decir que se saca el sombrero ante él, por haberle enseñado la afinación abierta que usaba para tocar su slide. Aunque no suele hablar hoy en día de aquella experiencia, Ry recientemente aseguró que no sacó nada de aquella experiencia. “Salvo un montón de rumores que me han perseguido como unas latas atadas a la cola de un perro.”
“Cooder está siempre buscando la gran nota, el sonido que hace que todas las inhibiciones caigan a un lado”, ha dicho su luthier, Flip Scipio, y esa búsqueda es lo que, primero, lo hizo descubrir músicos como el acordeonista mexicano Flaco Jiménez o el guitarrista hawaiano Gabby Pahinui, sumándolos sin prejuicios a su música. “¿Mexicanos vestidos de cuero? ¿Con acordeones? ¡Te vas a suicidar comercialmente! No digas que no te lo advertí”, recuerda aún hoy Cooder que le dijo su amigo Randy Newman, con el que compartió un destino de músico de culto –respeto de la crítica pero fracaso comercial– durante los setenta, en Warner. “Hay que decir que los del sello fueron unos caballeros, y nunca se quejaron. Eran otros tiempos, después de todo. Y además era bueno tener nuestros discos para mostrarle a George Harrison lo que se estaba haciendo allí cuando caía de visita.” Escapando de aquella carrera solista fue que terminó componiendo música de películas. Junto con su amigo Walter Hill, hizo maravillas para Calles de fuego (1984) o Encrucijada (1986), pero también resultó ser otro camino sin salida, que lo llevó a la depresión hacia fines de los ’80. “No sé qué estaría haciendo ahora si no me hubiese encontrado con Buena Vista Social Club. Porque, para empezar, no tendría ni una moneda”, asegura Cooder, que durante su recuperación en los ’90 llegó hasta Cuba como siempre, siguiendo el camino de los músicos con los que le interesaba juntarse, ya sea formando Little Village en 1992, una suerte de supergrupo de culto, con Nick Lowe, John Hiatt y Jim Keltner, o arriesgándose con discos como A Meeting By The River (1993) con el indio Vishwa Mohan Bhatt, o Talking Timbuktú (1994), con el maliense Ali Farka Touré.
Pero Cooder no sólo habla de su seguridad económica cuando se refiere a su mágico encuentro cubano. “Porque ese disco me cambió la vida”, asegura. “Nunca me gustó tener una carrera solista, no estoy hecho para eso. Pero en ese proyecto encontré la respuesta: trabajá con otros, hacé algo para ellos, y estarás haciendo algo para vos.” Con ocho millones de copias vendidas en todo el mundo, Buena Vista también significó apenas el comienzo de una experiencia que se completó con otros discos solistas, como el de Ibrahim Ferrer o el mágico Mambo sinuendo (2002), con el guitarrista Manuel Galván, el Duane Eddy de Cuba. “Tocar con esos músicos es como hacer un master. Y tenés que aprender rápido. Cuando entendí que el clave permitía dejar de lado la horrible pesadez de contar cuatro en el piso, fue como recibir una inyección, como cuando Keith Richards se cambia la sangre. Desde entonces toco mucho mejor, puedo sentir el espacio en el que toco”, asegura Cooder, que destaca su solo en la canción “Monte adentro”, de Mambo sinuendo. “Ese soy yo, egresando de la master class”, sonrió para Tony Scherman. Y aún tuvo tiempo para emocionarse recordando el final del show del Buena Vista en el Carnegie Hall de Nueva York, inmortalizado en el documental de Wim Wenders. “Cuando ese público ovacionó a los músicos, fue como si por una vez hubiesen entendido. ¡Por fin! Porque hago esto desde hace mucho tiempo, pero ver al público, o sea al mundo, entusiasmarse por algo por las razones correctas en vez de las equivocadas de siempre, es algo muy gratificante.”

HISTORIAS DE LOS ANGELES

 

Alguna vez Walter Hill definió a Cooder como “una de las personas más talentosas que he conocido”. Alguien que no era simplemente “un cantante o guitarrista o folklorista o un coleccionista de música indígena o un rocker o un blusero, sino un artista verdaderamente grande que utiliza todos esos elementos para crear el material de su propia música”. Seguro que Hill no se sorprendería al descubrir que Cooder, además de seguir sacando discos, ha empezado a sacar libros con sus historias. “Con una canción uno puede hacer que una atmósfera se desarrolle. Eso es una canción, un lugar donde estar. Con las historias intento algo parecido, llevar al lector a lugares donde nunca ha estado, que sean familiares y al mismo tiempo misteriosos.” Habitadas por personajes cortados con el mismo molde de sus últimas canciones, los cuentos de Los Angeles stories revelan, por ejemplo, que a los mexicanos se les diagnosticaba tuberculosis para poder deportarlos (y que por eso existía un hospital secreto en Los Angeles, sólo para mexicanos). O se detienen en la historia de Billy Tipton, un músico de jazz que era una mujer disfrazada de hombre.
“Me encanta cuando los velos se corren, y se puede ver eso que siempre estuvo ahí pero nadie se había dado cuenta”, anunció Cooder recientemente en el Book Soup del Sunset Street de Los Angeles, presentando al mismo tiempo libro y disco. Después de todo, Chávez Ravine –donde él asegura que comenzó su última etapa– contaba la historia olvidada del barrio mexicano que se demolió para construir un estadio de béisbol. Después vino su verdadero primer álbum de canciones de protesta, My Name Is Buddy, protagonizado por un gato rojo de los años ’30. Y casi inmediatamente después I, Flathead, con un librito de casi 100 páginas contando una historia que reúne extraterrestres y autos de carrera.
Por más que tanta producción parezca hablar de una época feliz en el mundo Cooder, nada más lejos de eso. Por un lado, para cuando I, Flathead vio la luz, Ry aseguró a diestra y siniestra que había llegado la hora de dejar de hacer discos. Y ahora explica que sus nuevas canciones terminaron siendo, como el gato Buddy, más optimistas que él, que no lo es para nada. “Creo en Obama, y me gustaría que sea como Roosevelt. Pero, ¿qué puede hacer ante el poder de los republicanos? Sólo queda esperar que se destruyan a sí mismos”, asegura el hombre que canta sobre cómo “Ningún banquero será dejado atrás”, ironizando sobre el rescate entregado a los bancos, condenando al mismo tiempo a los ahorristas. Y que, en una de las mejores voces que se escuchan en un disco que podrá ser de protesta pero es acompañado por todos los sonidos y el groove al que tiene acostumbrados a sus fans, encarna a un John Lee Hooker que se candidatea a presidente. “Siempre me gustó cómo hablaban esos viejos bluseros, así que cuando lo conocí sólo escuchaba. Siempre me emocionaron esos personajes, porque nunca eran tan duros como decían que eran. Y además, cuando en la canción le hago decir que en la Corte Suprema debería haber nueve señoritas con buenas piernas, aun así esa Corte sería mejor que la que tenemos ahora.”
Palabra de Hooker, y palabra de Cooder, el hombre del sonido y las voces.

jueves, 19 de enero de 2012

SAM RIVERS (25 de septiembre de 1923 - 26 de diciembre de 2011)





LA MUERTE DE SAM RIVERS.

El saxofonista, ícono de la vanguardia jazzera, murió a los 88 años.


"No sé cómo explicarlo, pero a mis 87 años siento que tengo mucha más capacidad musical que cuando tenía 21. Lo que hago todo el día es escribir y practicar, es como estar cerca del Paraíso, aunque no soy creyente. No hay nada comparable a la jubilación... ¿Jubilación? ¿Qué es eso? ¿Quién se ha jubilado?"
El año pasado, cuando Sam Rivers dijo esto, según recuerda el sitio www.cuadernosdejazz.com , estaba lejos de su retiro de la escena jazzística y, mucho más, de su muerte. De hecho, seguía tocando todas las semanas con su big band, la Rivbea Orchestra.
Pero anteayer, a los 88 años, en Orlando, Estados Unidos, finalmente murió este legendario saxofonista que funcionó de puente entre el bebop y el free jazz y que sirvió, y sirve, de inspiración a cientos de músicos que no apuestan a lo seguro.
Samuel Carthorne Rivers, tal como figuraba en el documento de identidad, nació el 25 de septiembre de 1923 en El Reno, Oklahoma, Estados Unidos, y recorrió una larga y luminosa carrera desde que sus padres, un cantante de gospel y una profesora de música, lo estimularon para que estudiara piano y violín.
Inspirado por un genio como Coleman Hawkins, terminó en el conservatorio y en la universidad de Boston para aprender a tocar el saxo tenor y el soprano, aunque también incursionó en el clarinete bajo, la flauta, la armónica y el piano.
Su comienzo oficial fue en los años 50 en la big band de Herb Pomeroy, en la que tocaban Quincy Jones y Jaki Byard. Y, aunque empezó a armar sus propios grupos, todos enrolados en el bebop, sus colaboraciones con figuras como Cecil Taylor y Archie Sheep lo volcaron a definir su identidad más célebre, la de un músico de vanguardia que, aun desde el free jazz, no abandonaba la melodía.
Su vida cambió cuando, como tantos otros talentos, lo tocó la varita mágica de Miles Davis. Fue en 1964, luego de una gira con B.B. King, T-Bone Walker y Wilson Pickett cuando el trompetista lo llamó para integrarse a su quinteto de entonces (que completaban Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams). Esa formación grabó Miles in Tokyo, un gran disco en vivo que se transformó en su debut y despedida: Miles lo terminó echando porque su estilo era "demasiado free" y lo cambió por Wayne Shorter.
El cambio le vino bien: lo decidió a grabar su primer disco solista, Fuschia Swing Song, editado ese mismo 1964 para el sello Blue Note. Y desde entonces grabó tres álbums más, Contours, A New Conception y Dimensions & Extensions, en los cuales se convirtió en estandarte del posbop y también trabajó con luminarias de la innovación jazzera, como Andrew Hill, Cecil Taylor, Bobby Hutcherson y Larry Young.
Sus posteriores trabajos para el sello Impulse, su potente colaboración con Dave Holland y, en 2001, con la nueva estrella del piano, Jason Moran, en el CD Black Stars, no sólo hablan de un artista que nunca se detuvo, sino también de un talento único, efervescente e inconformista.



Outsider vocacional, Sam Rivers nunca se adscribió a ninguna corriente, a pesar de ser emparentado habitualmente con el free-jazz. En realidad, su música siempre fue muy pura, ajena a cualquier contaminación estilística o tendencia imperante, dentro o fuera del underground jazzístico. El término que mejor le define es “avanzado”. No importa la época de su carrera, Rivers siempre sonó vanguardista y libre, aunque su capacidad de adaptación también era extraordinaria: tan pronto estaba registrando el incendiario “Sizzle” durante el frío diciembre neoyorquino como, unos pocos días después, en el soleado Kingston grabando un solo para el “Stingray” de Joe Cocker.
Rivers tocó con Billie Holiday, Joe Gordon y Gigi Gryce en los años 50, con B.B. King y T-Bone Walker a primeros de los 60 y se dio a conocer al gran público como uno de los reemplazo de George Coleman en el quinteto de Miles Davis (antes de Wayne Shorter), etapa que quedó inmortalizada en el muy recomendable “Miles In Tokyo”. Pero el saxofonista era demasiado avanzado para Miles, y enseguida empezó su carrera como líder en el sello Blue Note, en el cual también tiene fabulosas sesiones como sideman, como “Life Time” y “Spring” de Tony Williams, “Dialogue” de Bobby Hutcherson, “Into Something” de Larry Young y varios registros junto a Andrew Hill, todos ellos magníficos.
Pasamos ahora a seleccionar cinco discos que, de forma más vana e ilusa que probable, pretenden definir a pequeña escala la impresionante obra de un improvisador indómito e irrepetible.
Fuchsia Swing Song (Blue Note, 1964)
Fuchsia-swing-songGrabado dos días después que “A Love Supreme” de John Coltrane –y en el mismo estudio–, el debut de Rivers es uno de los discos clásicos de Blue Note en los años 60, aunque se salga ligeramente de la línea del sello. El saxofonista se muestra moderno y elocuente en una época en la que el jazz todavía se podía permitir pequeñas revoluciones musicales. El extraordinario grupo se compone de viejos amigos del líder: con Jaki Byard y Tony Williams ya había tocado en los años 50 y, de mano de éste último, ingresó en el grupo de Miles Davis, donde coincidió con Ron Carter. Para ser justos, habría que recomendar la descatalogada caja de MosaicThe Complete Blue Note Sam Rivers Sessions”, porque todas sus fechas como líder en el mítico sello son imprescindibles. “Fuchsia Swing Song” no es necesariamente el mejor, sólo el más conocido, así que recomendamos que os hagáis también con “Contours”, “A New Conception” y “Dimensions And Extensions”. Sin falta.


Conference Of The Birds (David Holland, ECM, 1972)
Conference_Of_The_BirdsVale, no es un disco de Rivers, pero es tan bueno que merece estar en esta selección. De hecho, podríamos decir que la aparición de “Conference Of The Birds” marca un auténtico punto de inflexión en el jazz moderno y en el free-jazz. Por un lado, la espiritualidad paroxistica del último Coltrane o de Albert Ayler daba sus últimos coletazos y, por otro, el gran Miles estaba a punto de renunciar a dirigir personalmente los nuevos caminos del jazz. Y ahí estaba Dave Holland con un cuarteto insuperable completado por Rivers y Anthony Braxton a los saxos y flautas y Barry Altschul a la percusión. El nuevo jazz estaba servido, tan medido como revolucionario, tan cerebral como apasionado.


Streams (Impulse!, 1973)
StreamsCon las grabaciones de Rivers para Impulse! pasa algo parecido que con las de Blue Note: todas son fantásticas. Además, retratan la mejor época de su carrera, cuando fundó el Studio RivBea y apadrinó las sesiones que, grabadas en mayo de 1976 y publicadas bajo el nombre “Wildflowers”, definieron lo que vino a llamarse la “generación de los lofts”. Había otros lofts –algunos muy famosos– como el Artist´s House de Ornette Coleman, el Ali´s Alley de Rashied Ali o Ladies’ Fort de Joe Lee Wilson, pero RivBea siempre fue el más auténtico.
Streams” se grabó en el festival de jazz de Montreux de 1973 junto a Norman Connors y al gran Cecil McBee y, para entonces, Rivers ya tocaba secciones de saxo tenor, saxo soprano, flauta y piano en todos sus recitales. Su capacidad improvisatoria era incontenible y su estilo se adaptaba a cada instrumento, siendo el piano, tal vez, en el que se mostraba algo más rígido (con influencias de su antiguo empleador Cecil Taylor y de su amigo Don Pullen). Este alarde multiinstrumentista se encuentra también en otras de sus impresionantes grabaciones en trío, como “Hues”, “The Live Trio Sessions”, “Paragon” o “The Quest”. Nuevamente, todas muy recomendables.


Crosscurrent (Blue Marge, 1985)
CrosscurrentNo es descabellado pensar que algunas de las ideas a partir de las cuales Steve Coleman y los suyos crearon el movimiento m-base salieron de la música de Sam Rivers. Esta grabación en directo sitúa al saxofonista al frente de un grupo de corte funk en el que él es, básicamente, el único solista. La guitarra, el bajo eléctrico y la batería groovean sin descanso mientras Rivers construye enmarañadas improvisaciones por encima. Un buen sitio para empezar con la música del saxofonista si no te llevas demasiado bien con el jazz más libre.



Inspiration / Culmination (BMG/RCA, 1999)
InspirationMuchos señalarían “Crystals” o “Colours” a la hora de hablar de la obra orquestal de Rivers, pero en este caso vamos a elegir estos dos álbumes, concebidos como una única obra bicéfala. Contienen composiciones escritas entre los años 60 y los 90, interpretadas por una orquesta de músicos de cuatro generaciones diferentes que operaba bajo el nombre de “RivBea All-Stars Orchestra”. Nunca el apelativo all-stars fue tan exacto: la orquesta es un auténtico “quién es quien” de las escenas post-free y m-base, con Steve Coleman, Greg Osby, Chico Freeman, Gary Thomas, Hamiet Bluiett, Ray Anderson, Joseph Bowie, Ralph Alessi, James Zollar, Baikida Carroll, Bob Stewart, etc. Una cosa impresionante; si escuchas las discografías completas de todos ellos, creo que se te aparece Coltrane y te da su bendición.
En ambos discos las partes orquestales y los arreglos empastan muy bien con las intervenciones solistas, a pesar de las complejas métricas y armonías de las composiciones del líder. Rivers grabó varios discos más después de estos, e incluso acaba de salir un triple cedé con grabaciones de otra versión de la RivBea Orchestra en 2008, pero la formación de 1999 es insuperable. Una anécdota: “Inspiration” y “Culmination” fueron editados por una multinacional y el primero obtuvo una nominación en los Grammy de 1999. Hoy en día eso sería verdaderamente imposible. Y lo triste es que no ha pasado tanto tiempo.

No se puede medir el valor de una muerte, pero sí el de la obra que un artista deja tras de sí. La muerte de Sam Rivers no provocará grandes titulares, ni siquiera una pequeña nota en página par en la mayor parte de medios. No será trending topic ni por unos pocos segundos, y muy poca gente compartirá videos suyos en Facebook. Sin embargo, su contribución al jazz y a la música improvisada es inabarcable.
Siempre se mantuvo lejos de los focos o de los estratos más populares del jazz y se va de la misma forma. No por la puerta de atrás, ni mucho menos, pero sí en silencio y, por supuesto, trabajando hasta el último día.

 

DINO SALUZZI: EL SELLO ALEMAN ECM PUBLICO NAVIDAD DE LOS ANDES.



Saluzzi, un género en sí mismo

 

El bandoneonista, acá acompañado por la cellista Anja Lechner y por su hermano, el clarinetista Félix “Cuchara” Saluzzi, logra con este disco uno de los hitos de su carrera. La improvisación, en su sentido más estricto, atraviesa toda la obra.

Por Diego Fischerman

Hay instrumentos ligados a ciertos géneros de manera casi obligatoria: los bronces y el jazz; la guitarra eléctrica y el rock. Pero ninguna relación es tan fuerte como la que hay entre el bandoneón y el tango. Podría decirse que cualquier sonido de ese instrumento evoca al tango y que cualquier tango hace pensar en el bandoneón, aun cuando no haya ninguno tocando. Sin embargo, hay una excepción. Y se trata, prácticamente, de un género único y encarnado en una sola persona: Dino Saluzzi. Si bien sus raíces están en la tradición del tango y, también, en una herencia menos notoria, pero igualmente significativa, que viene de la utilización del bandoneón en los grupos folklóricos de Salta y Santiago del Estero, el estilo de este salteño que pasó, en Buenos Aires, por la orquesta de Gobbi y que saltó, más adelante, a ser la figura más atípica del jazz europeo, tiene un poco de cada una de ellas, pero no se parece definitivamente a ninguna.
Desde que en 1982 el sello alemán ECM editó Kultrum, su primer disco de improvisaciones a solas, el nombre de Saluzzi fue convirtiéndose en inevitable a la hora de pensar en los creadores más originales dentro del campo de la música artística de tradición popular. Parte de esa originalidad tiene que ver con su propio estilo, con la manera de encontrar una organización más ligada a la idea de la travesía, de la improvisación en un sentido estricto –la posibilidad de detenerse o desviarse de un discurso o de unas células temáticas– que a cualquiera de las formas más habituales al jazz, con sus secuencias más o menos fijas de acordes y sus estructuras más bien simétricas. Y parte de lo que hace única a la música de Saluzzi es, también, su apertura a los encuentros con otros intérpretes y con otros géneros. En ese sentido, sus discos con músicos como Charlie Haden, Enrico Rava, Marc Johnson o el gran trompetista polaco Tomasz Stanko señalaron caminos no transitados.
La última de estas fructíferas relaciones tiene como coprotagonista a la cellista Anja Lechner, a la que conoció como integrante del Cuarteto Rosamunde, con el que grabó, en 1988, el disco Kultrum (extraño caso de disco con un nombre repetido dentro del catálogo de un mismo músico y en un mismo sello). Después llegó el bellísimo Ojos negros, de 2006 y a dúo y, tres años más tarde, con la incorporación de un ladero de años, su hermano Félix “Cuchara” Saluzzi en clarinete, y la participación de una orquesta, un álbum de título inequívoco: El encuentro. Ahora, el trío a solas acaba de publicar Navidad de los Andes. Y se trata, nuevamente, de un disco extraordinario. Cuchara incorpora también el saxo tenor y en sus intervenciones con ese instrumento, en dos tangos –“Recuerdos de bohemia” y “Soledad”– su planteo, casi literal, tiene el efecto de una especie de eco. O, más bien, de un sonido fantasmal al que se sobreimprimen las brumas del bandoneón y de un cello de sonido rico y expresividad elocuente. Con la habitual calidad sonora y el cuidado en las presentaciones de las producciones de ECM, este disco es, sin duda, uno de los hitos de su carrera.