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martes, 17 de enero de 2012

JAIME TORRES Y JUAN CRUZ TORRES, DOS GENERACIONES PARA EL FOLKLORE.





“El pudo hacer lo que yo no hice: se quedó en Humahuaca”

 

El padre, un referente histórico del género, define el espíritu del Humahuaca Trío, el grupo que fundó, defendió y sostiene Torres hijo. Y que propone un folklore mestizo, actual, de puño en alto, electricidad y raíces abiertas.


Por Cristian Vitale
Juan Cruz tiene 37 años. Es el cuarto de los cinco hijos que tuvo Jaime Torres con su actual mujer. El maestro universal del charango lo presenta como el más interesado por la música, junto a Manuela, la menor. “Todos intentaron tocar, pero ahí Manuela fue a más con el baile y Juan Cruz profundizó en el charango... estoy hecho”, dispara y ríe. No parece un padre adulador. No se babea. Describe a su hijo con tono parejo, sobrio, con la sal justa y necesaria. Remite, por decir, a una secuencia de Juan Cruz, a los 14 años, caminando tranquilo por la Quebrada. “Miraba el paisaje, lo iba descubriendo y me dijo: ‘Me voy a venir a vivir acá’. Yo pensé que era algo del momento, espontáneo y adolescente, pero al cabo se fue. Pudo hacer lo que yo no hice... se quedó en el lugar que lo enamoró. Hay que vivir en un pueblo que no es de uno, hay que adaptarse a las formas, a las costumbres, a la idiosincrasia”, desarrolla. Jaime deja así el terreno liso para empezar a transitar sin obstáculos por la historia del Humahuaca Trío, el grupo (hoy quinteto) que fundó, defendió y mantiene Torres hijo junto a Guillermo Valeriano (guitarrista), Apú Condorí (vientos andinos, compositor y militante de la causa indígena), Pablo Narezo (bajo) y Leandro Martínez (batería). Un grupo energético, fuerte, cuya esencia conjuga el poder del rock con el hechizo que provocan las músicas del NOA, un sonido que acaban de refrendar con Originario, segundo y participado disco, Jaime incluido. “Hice ‘A mi palomita’, un instrumental del folklore boliviano y todo bien, pero la música que hacen ellos responde a una forma totalmente distante a la que hago yo”, arriesga el padre.

–¿Y entonces?

Jaime Torres: –Entonces valoré desde el primer momento que, además de vivir en Humahuaca, hablen sobre los personajes propios, sobre lo cotidiano de esos lugares, algo que no es habitual. Tomar formas y respetar personajes que han tenido que ver con la música y con el hecho social, es algo positivo. Tomar casos del hombre simple y sencillo de la Quebrada, pero también de hombres que se han comprometido con causas políticas, con luchas... Me parece saludable que puedan apuntar a eso, yo creo que lo haría muy mal.

–Humildad obliga. ¿Humildad obliga?

J. T.: –(Risas) Ellos saben exactamente de lo que están hablando. Saben del dolor, saben qué es lo que pasa con el torito, con el Carnaval, en fin...
Juan Cruz lo mira. Hasta acá, lo único que hizo fue escuchar en silencio a su padre y manipular de a ratos la funda de un charango que acaba de afinar. Está por regresar a su tierra adoptiva: Humahuaca. Allí se fue hace 12 años. Palpó el terruño durante los tres meses del verano de 2000 con la idea, luego concretada, de dar talleres temporarios de música y cine. Junto a su compañera armó una banda de sikuris, los cerros lo fueron encantando, la geografía se le fue desplazando desde la casona del Parque Lezama –donde nació y vivió con su familia– hacia los cerros, y al año la decisión cayó de madura. “Estuvimos mintiéndonos dos o tres años hasta que dijimos: ‘¡Estamos viviendo acá!’”, cuenta. El “acá” de allá es un centro cultural (La Casa del Tantanakuy) ubicado en pleno corazón de Humahuaca. Allí viven, allí crían a su hija, allí proyectan cine para la barriada, dan talleres musicales, ensayan y graban. Y allí nació, sobre todo, la banda que ya va por su segundo disco y emerge como una de las trascendentales en esto del folklore cruzado, mestizo, pero de hoy, de puño en alto, electricidad y raíces abiertas. “Hubo un primer disco, pero sugerencias de Pelo Aprile y de mi padre nos llevaron a descartar la posibilidad de seguir haciendo música con guitarra, quena y charango solos. El trío se transformó en quinteto, agregamos un bajo (Pablo Narezo), una batería (ayer Ricardo Giles, hoy Leandro Martínez) y ahora pila hacia delante”, dice él.

–Jaime hablaba recién de adaptación a otro medio ambiente. Contemplando que usted nació y fue criado a dos cuadras del Parque Lezama, y pese a que el Norte no le es del todo ajeno, ¿sintió cierto “desarraigo”?

Juan Cruz Torres: –Puedo decir que fui concebido en Humahuaca. Parece que mi padre en algún Carnaval encontró al diablo suelto (risas). Y además hemos hecho muchos viajes con los años. Digo dos cosas: es distinto, es cierto, pero también es parte de nuestro país y yo me he criado con esa apertura, porque a mi casa de Lezama venían Fortunato Ramos, las Hermanas Cari, o Bruno Arias y José Simón, por nombrar dos de los recientes, y entonces tenía mucho acercamiento a las costumbres de Jujuy. Pero también es cierto que con lo cotidiano la cosa va cambiando. Humahuaca ha crecido mucho en los últimos tiempos y ha tenido un impacto fuerte con el turismo. La cuestión de la identidad es central en la provincia y la megaminería a cielo abierto es un tema bravo. Lo que hizo Metal Huasi en Abra Pampa fue tremendo: explotaron la montaña, se fundieron, se borraron y dejaron todo contaminado.
La megaminería es un dardo venenoso que va directo al corazón del disco. Originario es, además de un conjunto de tinkus, huaynos y sayas viscerales con actitud y sonido rocker (cualquier semejanza con Arbolito es pura coincidencia), una denuncia directa y explícita sobre los padecimientos del hombre del NOA. El tema que lo abre (“Aguilarazo”) da cuenta de ello (“El plomo ya está en la sangre / Vida minera, contaminada”) y del espíritu de lucha encarnado en Avelino Bazán, diputado peronista de los ’60 y sindicalista minero, desaparecido por la dictadura en 1978. “Es un personaje de ahí que me parece valioso rescatar. Es una historia que no se va a contar nunca, porque una noticia que ocurre a 2 mil kilómetros de Buenos Aires interesa un segundo”, interviene Jaime. Bazán aparece como el fantasma “de aquel glorioso Aguilarazo” que les hace temblar la carretilla a los explotadores “si el gremio anuncia un paro”. “Pirquitas”, el track dos, sigue la sintonía (“Sacando el mineral, el agua sabe mal”). “Katari” es un tinku de Condorí que reivindica a la agrupación del Perro Santillán. Y “Del tinto al blanco” es una pintura precisa del vínculo entre pobreza, alcohol y pérdida que tiñe la vida de ciertos habitantes de la Quebrada. “La idea nació porque el trabajo, para nosotros, es profundo y conceptual, sobre todo profundo. Ya en el primer tema aparece la voz de Jaime Dávalos diciendo: ‘El patrón tiene miedo’. Es una poesía que se llama ‘Temor de sábado’, que habla del miedo que experimenta el patrón respecto de los mineros, primero a que se rebelen y después a que se maten con vino, justamente porque les sale el diablo de adentro. Bueno, lo del tema ‘Del tinto al blanco’ está asociado con esto y responde al hecho de que Humahuaca es un pueblo en el que hay un alto índice de alcoholismo, y el tema habla de una persona que no puede salir de eso. Hay una parte de la canción que dice ‘ahí viene el misil y me está apuntando’. El misil es una bebida que se prepara allá, que consiste en agregarle alcohol etílico a cualquier bebida. Le ponés a la Seven-Up un poco y te descerebra. El tema habla de una realidad re pesada, fuerte y actual, de algo cotidiano que Apú ha sabido traducir bien, en parte porque es mestizo. Es hijo del hijo de un español y de una madre abrapampeña.”

–Pero “Mextizo”, que no es el que Edelmiro Molinari compuso en épocas de Almendra (y no sólo por la “x”), lo hizo usted...

J. C. T.: –Es que yo también lo soy: mi viejo es hijo de boliviano, mi abuelo de Sucre y mi abuela chilena, pero mi vieja es una re gringa de Baradero, la primera colonia suiza en la Argentina.
J. T.: –Justo lo mestizo, ¿no? Los chicos de allá del Norte se enganchan mucho con “El toro metralla”, una fiesta que no se sabe si es en Pamplona o dónde, porque pocos saben que en Casabindo hay una corrida de toros cada 15 de agosto, o que el 2 de febrero hay un torito que sale bailando por las calles, durante la víspera de la Virgen de la Candelaria. Yo pienso que el país está comenzando a descubrirse internamente y las canciones, así, aportan.

–Algo novedoso del disco es, por un lado, la reivindicación que hacen de la identidad y por otro, gritar que originarios también son los Rolling Stones...

J. C. T.: –Todo tiene una explicación. Apú, que es el que compone varias de las letras, se crió en Avellaneda y militó en el Centro Coya de Buenos Aires. Estaba metidísimo con el movimiento, y de hecho sigue comprometido, pero lo que cuenta como anécdota es que llegó a tal extremo de defensa y reivindicación de los pueblos originarios que en un momento reparó en que su viejo era hijo de gallego, y que si seguía así lo tenía que colgar de las bolas. Desde ese resentimiento que él se había generado se dio cuenta de que estaba equivocado y de que lo que quiere reivindicar en este disco es que todos tenemos un origen, que no hay uno que pese sobre otro. No hay un único pueblo originario... esto es lo que viene a decir hoy el Humahuaca Trío. En todo caso, lo de originario responde a un solo origen: la Pachamama.

–Además, canta sayas y huaynos como un punk del ’76.

J. C. T.: (Risas) –Tal cual, tiene esa onda.

–Y otras. Han hecho una adaptación andina de la Marcha Turca de Beethoven...

J. C. T.: –Sí, la hicimos con la banda de sikuris de Santa Bárbara. Cada Semana Santa, cuando subimos con ella, tocamos esos temas. Una vez vino un chango de La Plata que estaba haciendo una investigación sobre las bandas de sikuris y mientras nosotros tocábamos algo de Bach, creo, el tipo preguntaba: “Si la escala no es cromática, ¿por qué la pueden tocar con pentatónica?”. Bueno, son cosas que surgen del quehacer popular.
En su última recalada en Buenos Aires, el Humahuaca Trío compartió una fecha con dos agrupaciones de peso en el métier: Doña María y Arbolito. Y explotó el Konex. La banda de Torres hijo no presentó el disco (lo hará en mayo, en el Teatro SHA), pero aprovechó para impregnar sus músicas en un público habituado a los puentes sonoros que unen folklore y rock. “Hace ocho años que somos amigos de los Arbolito, yo los iba a escuchar al Parque Lezama, al toque de mi casa, y después empezamos a intercambiar fechas: los invitamos a tocar a la Casa del Tantanakuy y a la Plaza de Tilcara, ellos nos trajeron al Teatro de Flores, y así. El intercambio enriquece”, sostiene.

–Estéticamente tienen más puntos de conexión con Arbolito. Doña María se parece más a lo que hizo Jaime con DJ Zucker: charango sobre bases electrónicas y a volar. O con el formidable Electroplano.

J. C. T.: –Claro, por las bases electrónicas y el DJ. Con Arbolito, si bien somos bandas distintas, estamos cerca en cuanto al género. Lo central es reconocer que hay unos caminos, unas puertas interesantes que ellos abrieron.
J. T.: –Y el arte es tal cuando integra de esta manera, ¿no? En una América que empieza a tener presidentes que son una satisfacción para los pueblos, como un obrero o un campesino indígena, éstos son hechos importantes. Y en este sentido me parece que el arte se ha anticipado a estos acontecimientos. Hablábamos de las épocas de Jaime Dávalos, de Nicomedes Santa Cruz, de Vinicius de Moraes, y siempre estaba implícito el amor por la integración. Vinicius venía y quería escuchar chacareras, igual que Maria Bethânia.

–La idea de integración nace del arte y deriva en la política, quiere decir...

J. T.: –Claro, por eso les dije a los chicos que balanceen con los mensajes, que no sean tan directos en sus ataques a los políticos. Hoy es una época distinta, no todos son iguales. Creo que no es momento para hablar mal de la clase política como totalidad. Lo sé porque uno no anduvo haciéndose el boludo por la vida. Yo caí preso en el ’55, estuve en la Unión Soviética y no le di bola al Mundial ’78.

–¿Tomaron la sugerencia, Juan Cruz?

J. C. T.: –La aceptamos, y sacamos “El señor del afiche”, el tema en cuestión, nada que atente contra lo que queremos mostrar, que es la importancia que tiene la identidad para nosotros; y la práctica de poder mostrarla con orgullo, porque ha habido mucho silencio, y mucha gente humillada por esto.


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