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sábado, 21 de enero de 2012

Cambios de hábito en el mercado del disco.



EL PANORAMA ACTUAL DE LA COMERCIALIZACION Y DE LOS MODOS DE CONSUMIR MUSICA

Junto a la pérdida de rumbo de las majors, aparecen muchos sellos, a veces dedicados a un género, que apuestan a un público sofisticado. La especialización: uno de los caminos frente a un mercado que tiende a separarse entre melómanos y consumidores de éxitos.



 Por Diego Fischerman

Un profesor pregunta, en una clase de composición de una carrera musical universitaria, quién ha comprado un CD el último año. Al rato, y en el medio del silencio generalizado, un alumno inquiere a su vez: “¿virgen?”. La escena es, por supuesto, verídica. Tanto como lo eran las multitudes que, en el pasado, se agolpaban en las disquerías los días en que se anunciaba la salida de una nueva grabación de un ídolo pop. Por un lado, nada ha cambiado demasiado. De hecho, mucha de la música que hoy todavía se escucha con rango de actual es la misma que suscitaba los fanatismos de dos, tres o cuatro décadas atrás. Sin embargo, todo es infinitamente distinto. Las multitudes de adolescentes se agolpan, sin ir más lejos, para algo impensado hace unos años: la salida de una nueva novela infanto- juvenil. Y la música, salvo en vivo, ha dejado de ser un hecho colectivo. Ni siquiera sucede en el recoleto ámbito del hogar. Los equipos de audio familiares fueron reemplazados, en el uso corriente, por las computadoras personales y los Mp4.
Eso es lo que, sin demasiada imaginación, se llama “la crisis del CD”. Pero hay varios datos que habitualmente no se incluyen en la ecuación. El primero es que lo que ha cambiado para siempre no es el mercado del disco sino su breve estado de euforia –ediciones y ventas millonarias– de la era en que el soporte básico de la industria mutó del vinilo al CD. Es decir de un momento bastante especial en que, en un sentido, el público reconvirtió sus discotecas –en una época en que éstas tenían un fuerte valor simbólico, identitario y social– a la nueva tecnología y, en otro, el abaratamiento del proceso de grabación y copiado multiplicó por más de diez mil la cantidad de ediciones anuales. Si lo que se toma en cuenta es un período más largo y se considera el desarrollo de la industria discográfica a lo largo de unas cinco décadas, lo que se hace evidente no es tanto la disminución de las ventas como el abandono, por parte de las empresas, de lo que había sido su verdadero sostén ya desde la era del disco de 78 rpm: la unidad de dos temas. Lo que claramente la industria no vio y no fue capaz de identificar como un problema fue la desaparición del disco “simple” (o single). Y es que, en rigor, esa es la función que, sin duda, las bajadas de Internet le han arrebatado. Nadie quiere comprarse un CD de 80 minutos para llevarse dos éxitos consigo.

El segundo dato es absolutamente obvio y, no obstante, desde el lado de la industria nadie se ha percatado, todavía, de la ventaja comparativa que le otorga. Y es que las bajadas de Internet son totalmente subsidiarias de lo que ella haga. Si llegara el momento en que las empresas del disco desaparecieran, sencillamente no habría qué descargar desde la red. Podría pensarse en una especie de gran museo virtual con la música del pasado siempre disponible y la del presente circunscripta, como en la antigüedad, a la reproducción en vivo. Pero las culturas no funcionan de esa manera. Resulta bastante improbable que la música deje de registrarse y que los compositores e intérpretes se resignen a ese retroceso. Sería posible también, y algunas de las experiencias actuales en el mundo del rock-pop y del jazz parecerían mostrar ese camino, que los músicos prescindieran por completo de los sellos y las ediciones comerciales, subiendo a la red, directamente, aquello que quisieran compartir. Pero las limitaciones son obvias. Este camino es factible sólo para millonarios o para producciones de muy bajo costo. Sería imposible reunir ya no una orquesta sino incluso un grupo de cámara o un coro mínimamente competentes, para hacerlos grabar sin ninguna retribución económica a la vista, por no hablar del costo de las horas de estudio. Cualquier música que no pudiera resolverse a solas –o casi– y en un estudio casero acabaría, sencillamente, desapareciendo.
Más bien, a partir de algunas novedades sucedidas en el ámbito de la publicación de discos de jazz y música académica contemporánea puede avizorarse un panorama distinto: empresas muy pequeñas, a veces de una o dos personas; discos con cargas simbólicas fuertes; ediciones ligadas a instituciones específicas y, no menos importante, objetos capaces de no ser reemplazados por sus sombras virtuales. Y es que por ahí es por donde aparece un nuevo dato, tal vez el más significativo de todos. Las cifras de venta de las ediciones rematerizadas de Beatles, Queen o Pink Floyd, y el fluido mercado alrededor de esos sellos chicos que se pone de manifiesto en Internet y en las disquerías especializadas –incluso en una ciudad con un mercado pequeñísimo, como Buenos Aires– muestran que sigue habiendo un público ávido de aquello que, hasta ahora, sólo el disco puede dar. Es claro, son pocas las músicas del presente capaces de igualar la capacidad simbólica de aquellos nombres del pasado. Poseer la obra de Lennon o de Beethoven tiene, todavía, un valor social al que, en todo caso,
Green Day difícilmente podría acceder. El mercado está, en ese sentido, sufriendo la consecuencia de sus propios errores. La facilidad y el aparente barril sin fondo de la producción musical lo llevó, en clásicos términos monetarios, a una depreciación del producto por saturación. El disco como excepción, como prueba del talento –un LP llegaba como colofón de una serie de éxitos en single, nunca antes–, como pieza rodeada de algún grado de dificultad y mérito, tenía, para la comunidad, un valor que las propias empresas han destruido por mera abundancia. Y eso sin considerar lo poco (y lo mucho malo) que se ha hecho en el terreno del diseño para igualar la cualidad de objeto casi artístico al que había llegado el vinilo en las décadas de 1960 y 1970.

Por una parte, se observa una suerte de reconversión del mercado audiófilo a soportes afines al CD –y por ahora compatibles con él– como el CD de Super Audio (con mucho mejor rendimiento a bajo volumen) o los vinilos, y, dentro de ellos, los de alto gramaje. Por otro, junto a la pérdida de rumbo de las majors, aparecen muchos sellos, a veces dedicados a sólo un género –y a veces a un subgénero, como en el caso de Clean Feed, Act + Vision y Ayler Records, algunos de los mejores sellos de jazz de la actualidad, enfocados en las vertientes más vanguardistas–, con una economía más que sustentable y una relación bastante virtuosa entre sus costos y sus ganancias. Lo mismo sucede con las casas dedicadas a la reedición de material clásico perteneciente al dominio público o, simplemente, abandonado a su suerte por la desidia o el desconocimiento de los responsables del catálogo histórico en las compañías grandes.

El español Fresh Sound y el local Lantower lideran con comodidad esa tendencia donde el secreto del éxito pasa por la alianza entre curadores y restauradores. Ediciones como las recientes Live in Minton’s Playhouse in New York, de Eddie Lockjaw Davis y Johnny Griffin, una caja de 4 CDs a bajo precio publicada por Fresh Sound o, del mismo sello, The Complete Legendary Sessions, de Chet Baker y Bill Evans, o, por el lado de Lantower, la edición de los conciertos de Harry Belafonte en el Carnegie Hall, en 1959 y 1960, de Amália Rodrigues en el Café Luso en 1955 y en el Olympia y en Bobino en 1960, de los registros completos de Baker y Gerry Mulligan en la década de 1950, del extraordinario grupo Los astros del tango, que dirigía Argentino Galván, y que integraban, entre otros, Enrique Mario Francini, Elvino Vardaro, Jaime Gosis y Julio Ahumada, o de los registros instrumentales de Troilo de 1950 a 1956, y las próximas publicaciones de las grabaciones completas de Pugliese entre 1953 y 1959, y de las presentaciones del quinteto de Miles Davis en el Olympia de París, son una buena muestra de los discos que siguen haciéndose (y que se siguen vendiendo). En el terreno de las reediciones de material histórico del jazz, resultan significativos, también, los sellos Avid (que publica álbumes dobles de bajo costo, con tres o cuatro Lps clásicos y en su mayoría desaparecidos de los catálogos, de artistas como el Modern Jazz Quartet, Zoot Sims, Johnny Hodges, Art Pepper o André Previn) y Real Gone Jazz, que presenta la serie Eight Classic Albums en cajitas de 4 CDs, también con precios muy bajos.

En la música clásica los otrora pesos pesado compiten de igual a igual con las ediciones de las propias orquestas o teatros –la Sinfónica de San Francisco, la de Londres y el teatro Mariinsky tienen ahora sus propios sello–, y las de artistas que antes fueron sus estrellas y actualmente tienen marcas propias, como John Eliot Gardiner, que acaba de completar su integral de las cantatas religiosas de Bach y de las sinfonías de Brahms en Soli Deo Gloria, y Paul McCreesh que estrenó recientemente el sello Winged Lion con su descomunal versión del Requiem de Berlioz. El panorama se completa con compañías como Kairos o Neos, especializadas en música contemporánea, y unas pocas excepciones. Tanto los franceses Harmonia Mundi y Naïve, como el alemán ECM (que publica tanto jazz como algunas músicas clásicas elegidas), los ingleses Hypèrion y Chandos, el sueco Bis –que publicó, por ejemplo, una notable edición de los choros y bachianas de Villa-Lobos por la Orquesta Sinfónica de San Pablo– y el estadounidense Nonesuch (una subsidiaria de Warner), con dimensiones menos mastodónticas que las de Deutsche Gramophon o EMI pero con distribución y peso mundial, aportan gran parte de lo más interesante. Otra marca que, desde un concepto distinto al que marcaba la tradición de los sellos de música clásica, fue ocupando poco a poco un lugar protagónico en el mercado es Naxos. Con un catálogo vastísimo y precios que rondan la tercera parte de los de las compañías grandes, abarcan además, un repertorio difícilmente accesible, que puede incluir desde el Popol Vuh de Ginastera hasta el arreglo de David Lang –uno de los autores más interesantes del panorana estadounidense actual– sobre “Heroine” de Lou Reed.

La situación local es, obviamente, mucho más compleja. La mayoría de estos sellos no tienen distribución en la Argentina y las grandes marcas, ya bastante ausentes en sus propios territorios, no sólo reducen sus ediciones sudamericanas a la mínima expresión sino que ni siquiera importan orgánicamente sus catálogos y, para peor, en casos como el de Sony, han desmantelado sus oficinas porteñas echando a los pocos que sabían del tema, decidiendo perder de antemano una batalla que, en rigor, recién empieza a plantearse. La cadena Yenny-El Ateneo importa las novedades de Emi y Universal (que abarca Deutsche Grammophon, Decca y Philips), y Zival’s distribuye localmente ECM, Harmonia Mundi y Naxos. En ambos casos, la pequeñez del mercado no permite hacer grandes stocks de reserva, las unidades que llegan al país son pocas y desaparecen rápidamente de los negocios, y los tiempos de reposición pueden llegar a ser exasperadamente lentos. Y hay, claro, algunos bastiones, como la disquería Minton’s, que permite acceder a lo más actual del mundo del jazz y, además, pone de relieve, nuevamente, la vieja imagen del disquero: alguien capaz de asesorar y hasta enseñar a sus compradores. El otro recurso es, desde ya, recurrir a las disquerías virtuales de Internet o, en los casos en que es posible, a la venta realizada a través de esa misma vía por los propios sellos. La impresión general es que el disco no está muerto. Puede ser que el mercado tienda a separarse más entre melómanos audiófilos y consumidores de éxitos, que el soporte cambie un poco, incluyendo al Super Audio como un plato fuerte del menú, que las pequeñas disquerías, capaces de atender públicos exigentes e interesados, reemplacen definitivamente a los grandes supermercados del disco y que los sellos gourmet se queden con lo mejor (o con lo único) de una torta cambiante y esquiva. Lo que nadie duda es que, como ya sucedió en el final de Cretácico, también esta vez los más grandes pagarán el precio de su tamaño.

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