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domingo, 29 de diciembre de 2013

20 de diciembre de 2013, el adiós a Nelly Omar.

 


  
A LOS 102 AÑOS, MURIO LA CANTANTE NELLY OMAR

Una voz y mucho más que una voz

Referente de una época brillante del tango, en los últimos años había vivido una notable reaparición pública. Tangos, milongas y valses forjaron su repertorio, que le hizo ganar el mote de “la Gardel con polleras”. Fue amiga de Evita y pagó por eso.

 Por Karina Micheletto

Ayer, a los 102 años, falleció Nelly Omar, la última cantora nacional, “la Gardel con polleras”, según el mote que le colgaron cuando recién inició su carrera, la que años después se plantó y dijo: “Yo soy Malena”. En forma y activa hasta el final de sus días, Omar se dio el gusto de festejar su cumpleaños número cien cantando, en uno de los tantos Luna Park repletos que dio a lo largo de sus últimos años, cuando vivió una suerte de reaparición pública. Su figura fue la de la última sobreviviente de una época dorada de cancionistas como Tita Merello, Azucena Maizani o Libertad Lamarque. En comparación, su carrera tuvo al menos dos singularidades: la de haber pasado un largo período de ostracismo, prohibida y relegada por su adhesión al peronismo, y la de haber regresado con una voz sorprendentemente plena, como lo atestigua su disco La criolla, grabado en 2007, en el que rinde honor a la tradición del tango con guitarras.

Nelly Omar había nacido el 10 de septiembre de 1911 como Nilda Elvira Vattuone en la localidad bonaerense de Bonifacio, aunque fue inscripta y criada en Guaminí. Allí vivió hasta los 11 años, y allí, contó en una nota a Página/12, conoció a Gardel, o mejor dicho, lo espió: “Mi papá era muy amigo de Gardel –recordaba–. En 1918, él vino a mi casa de Guaminí, donde vivíamos. Mi papá, como buen gringo chapado a la antigua, no nos permitía a los chicos tratar con los hombres grandes, ¡y menos con los artistas! Pero yo, a través de la persiana, lo espié. Ahí lo vi, un hombre gordito, con el peinado al medio, con unas onditas, también estaba Razzano. Hasta que murió, mi padre tuvo una amistad con Gardel, le llevaba los discos a casa”. De esos discos que el mismo Gardel llevaba a su casa, contaba Omar que aprendió, siendo una niña, a cantar y a amar el tango, escuchándolos una y otra vez.

Tenía once años cuando murió su padre, y toda su familia –madre viuda, diez hermanos– se trasladó a Buenos Aires. Enseguida empezó a trabajar en una fábrica de medias, para aportar al hogar. Fue cuestión de pocos años para que aparecieran las primeras pequeñas presentaciones mostrando sus dotes como cantora, y a los 17 años tuvo su oportunidad en Radio Splendid. Durante algún tiempo mantuvo un dúo con su hermana Nélida, a quien le “robó” el sobrenombre. Pero enseguida apareció el brillo propio y los títulos como el de “Gardel con polleras”, que era lo que le gritaba el público en una de sus primeras presentaciones en un cine de Valentín Alsina. “La voz dramática del tango” se la llamó más tarde. “La voz diferente” la bautizó el guionista, actor y director Enrique De Rosas, cuando cantaba en Radio Belgrano. Hasta que, trabajando en esa radio, conoció a Homero Manzi, con quien inició un romance prohibido y extendido en el tiempo. Desde entonces, para siempre, fue Malena, la del tango.

 

Malena

“Yo estuve casada, pero mi matrimonio fue un fracaso, duró un suspiro, sólo convivimos un año”, contaba Omar sin vueltas sobre su historia amorosa, para enseguida pasar a nombrar, generalmente criticándolo con ironía, a Homero. Homero era Manzi y Nelly Omar no lo aceptó públicamente jamás, pero fue el gran amor de su vida. “Fue una cosa de parte de él, no mía”, dijo por ejemplo en una entrevista con este diario. “A mí me simpatizaba, era un hombre talentoso, valía la pena tener una charla con él. Pero yo no lo amaba, él me amaba a mí, estaba enamorado locamente. Tanto que lo conocí en el año ’37 y empezamos a estar juntos en el ’44. Me persiguió todos esos años. Me mandaba regalos, regalos, regalos. Una vez hasta se me apareció con una valija llena de oro, joyas, piedras, de todo. Me dio tanta bronca que le dije: ‘¿Te creés que me vas a comprar con eso? Lleváselo a tu mujer, que le aproveche, dejame en paz’.” Entre cientos de idas y venidas de la pareja, Homero Manzi nunca se separó de su esposa. De algún modo, siguió junto a Nelly Omar hasta el momento de su muerte, cuando, ya enfermo de cáncer, mandó a llamarla para que lo acompañara en sus últimos días en el hospital.

Aunque durante años fue sólo una suposición, “Malena”, una de las obras más célebres de Manzi, con música de Lucio Demare, fue escrita a partir de su recuerdo, y la misma Nelly Omar lo fue admitiendo públicamente con el paso de los años. Según reconstruye Horacio Salas en su biografía sobre Manzi, en realidad el poeta habría escuchado a una cancionista llamada Malena, en un lugar geográfico que no queda claro del todo, que le habría hecho acordar a Nelly Omar. “En los años que estuvimos juntos, debido a nuestra situación, tuvimos muchos desencuentros, no voy a negarlo, y cada vez que estábamos separados, él me escribía tangos, que era su manera de comunicarse, de decirme que me extrañaba”, contaba la cantante en una entrevista que le hizo Salas para ese libro. “Me escribió muchos: ‘Fuimos’, ‘Solamente ella’, ‘Después’, ‘Torrente’, y otros que ahora no recuerdo. Pero todos sus amigos sabían que era la destinataria de sus versos. Y tarde o temprano volvíamos a reunirnos...”

 

La descamisada

Para Nelly Omar, como para otros artistas, hubo un quiebre abrupto en su carrera con la prohibición y proscripción del peronismo. Como muchos de los que adherían públicamente a este movimiento, su caída marcó el ingreso de la cantante a las listas negras. No sonó más por radio ni tevé. No fue contratada nunca más. Pasó a estar prohibida. De la noche a la mañana perdió su única fuente de ingresos, que era su voz. “Yo no me arrepentí nunca de haberle grabado a Evita esas dos canciones por las que quedé marcada. Ni me arrepentiré”, se plantaba ella cuando se le preguntaba por aquella época. Se refería a “Ese pueblo” y sobre todo a “La descamisada”, que grabó para la campaña del ’45 y quedó fijada en su voz: “Soy la mujer argentina, la que nunca se doblega, y la que siempre se juega, por Evita y por Perón”. Aunque lo suficientemente “rebelde”, “difícil de encuadrar” o “espíritu libre” como para que su figura haya podido ser retomada públicamente por el actual gobierno peronista, Nelly Omar pudo cantar esos versos con la misma convicción hasta sus últimos días. En su bolsillo llevaba siempre una imagen de Evita, la Evita joven, sonriente, recortada a mano de una postal. “Para tenerla cerca”, decía.
Contaba que la llamada Revolución Libertadora hasta mandó a allanar su casa con una falsa denuncia de que allí se escondían armas. Lo único que encontraron como sospechoso, y se llevaron, fueron las imágenes y cuadros de Perón y de Evita. “Yo estuve 17 años sin trabajar porque me metieron en una lista negra impuesta por la revolución fusiladora, por ser peronista de Perón y amiga de Evita, una mujer con gran personalidad que se fue demasiado pronto cuando tenía mucho por hacer. Como desgraciadamente no tenía a nadie a quien darle de comer, porque no tengo hijos, me las fui arreglando sola. Pero, claro, tuve que vender el piano”, contaba.

La criolla

Tango, milonga, vals, música criolla con guitarras, fueron tomados por Omar para formar un repertorio; su voz quedó fijada en temas como “Sur” –ella aseguraba que lo había estrenado–, “Amar y callar”, “El adiós de Gabino Ezeiza”, “Del tiempo de la morocha”, “Manoblanca”, “Nobleza de arrabal”, la milonga “Tu vuelta” –su gran clásico–, entre muchos otros registros. Cuando volvió, fue como un milagro, toda ella: parecía haber firmado algún pacto secreto vaya uno a saber con quién. Realmente costaba creer que tenía más de cien años. No sólo al verla tan bella, con esa piel privilegiada, esas piernas envidiables, ese peinado con brillitos. Al escuchar la lucidez con la que hablaba, salpicando sus dichos con ese sarcasmo que era propio y que revelaba toda una personalidad –era brava la Omar–. En sus conciertos en el Luna Park recordaba todas las letras de memoria, pedía perdón por tener que usar un machete para seguir los temas de su último disco, La criolla. A ese machete, lo leía sin anteojos. Pero la sorpresa aparecía, sobre todo, al escucharla cantar, con una voz limpia y afinada, que podía ser dulce o agreste, con un fraseo que realzaba cada verso.

 

Cuando llegaba el momento de “La descamisada” levantaba dedos en ve, invitaba a la liturgia. “Y sí, yo soy peronista hasta la médula. Cuando venga alguno que sea mejor que Perón y Evita, bueno, hablamos”, arengaba. Y era conmovedor asistir a lo que despertaba entre el público, conformado por todas las edades, también por aquellos que seguramente cantaron con ella tantos años atrás. Como ese matrimonio que había sacado plateas en primera fila y había desplegado la bandera casera, con el escudo peronista estampado: “Gracias, compañera cantora. Andrea y Luis Solari”.
“Cantando me he de morir, cantando me han de enterrar... Dende el vientre de mi madre vine a este mundo a cantar” citaba al Martín Fierro Nelly Omar en sus espectáculos. Ese espíritu libre y rebelde, el de la última cantora nacional, parece haber sabido cumplir su voluntad.

sábado, 28 de diciembre de 2013

RAMÓN AYALA, EL VIEJO RÍO QUE VA...

 
Ramón Ayala

 EL VIEJO RÍO QUE VA

Detrás de una seguidilla de canciones extraordinarias como “El mensú”, “El jangadero”, “El cosechero” o “Amanecer en Misiones”, interpretadas por los mejores cantantes durante décadas, se esconde la firma y estampa del misionero Ramón Ayala, un gigante del folklore equiparable a Atahualpa Yupanqui. Recuperado por las nuevas generaciones, en los últimos tiempos le llegó el momento de mayor visibilidad, con la edición del disco Cosechero y el documental del fotógrafo Marcos López, dedicado a retratar su vida y la relación con su público. A los 80 años confiesa estar cantando mejor que nunca en su vida, reconciliado con su voz, dispuesto a seguir adelante. En esta entrevista, Ayala también hace un alto para recordar sus inicios en el Palermo Palace, donde Julio Cortázar ambientó el célebre “Las puertas del cielo”, la creación de un ritmo como el gualambao y el recuerdo imperecedero de un encuentro con el Che Guevara.

 Por Sergio Pujol

María Teresa Cuenca prepara café y acomoda unas medialunas sobre la bandeja. Son las 11 de la mañana, mes de diciembre. En la antigua casa del barrio de San Cristóbal no se oye un alma, como si estuviéramos en medio del campo, o en una de esas ciudades que se apagan por completo después de la medianoche. Charlamos informalmente, observados por cuadros de un realismo más bien geométrico. Estos óleos traen a la vida tópicos netamente misioneros: esa planta de caraguatá que, con ganas de salirse del marco, descansa a pocos centímetros de la mesa del comedor, o aquellos hacheros que se gastan en el almacén del obraje sus pocos dineros, después de soportar los gritos del capanga: “¡Neike, neike!”. Estas pinturas evocan un lugar en el mundo, un ecosistema bien diferente del rioplatense. De pronto, una extrañeza atraviesa el aire. Es una voz bien templada que parece venir de una de las habitaciones de la parte delantera de la casona. Alguien está vocalizando intervalos de una melodía que pugna por nacer. Se trata de una voz amplia, de barítono volcado a lo popular. Suena joven, aunque con las voces nunca se sabe. María Teresa no parece advertirla; al menos no le da más importancia de la que puede concederle al canto de un benteveo en el techo de su casa. Sólo al notar mi cara de sorpresa, se limitará a decir: “Por ahí anda Ramón”. Seguimos conversando, pero la voz se intensifica, tiende a imponerse por su propio volumen. Finalmente, una melodía cobra forma, encuentra su letra y revela su cuerpo: “¡Amor, vida mía, sangre de mi corazón...!”.
Así sale a escena Ramón Ayala, cantando antes del saludo, o saludando con su canto. Viste sin pudor y sin canas: camisa roja, jeans apretados, zapatos de cuero marrón y una cabellera apócrifa color café. Si a Horacio Guarany, que supo versionarlo en los ’60, le dicen El Potro, ¿cómo llamar a este señor que, habiendo cruzado ya los 80 años, tiene los bríos de una edad incierta? Ramón piropea a María Teresa, una paraguaya encantadora que se enamoró de él tres décadas atrás, sin saber que era un músico célebre, y luego se zambulle en una entrevista a la que le impondrá su propio ritmo. “Nunca en mi vida he cantado mejor que ahora”, empieza. “Nunca en mi vida me he sentido mejor; hoy tengo un poder de gozar las cosas. Digamos que le he tomado el tiempo a la vida.”
Escondido por décadas en una serie de canciones extraordinarias –“El mensú”, “El jangadero”, “El cosechero”, “El cachapecero”, “Amanecer en Misiones”, “Corochiré”, “Mi pequeño amor”, “Posadeña linda”, “Canto al río Uruguay”, “Pilincho Piernera”... y siguen los títulos–, Ramón Ayala goza en estos días de una visibilidad tan notable como la que a simple vista imponen su figura y su voz. Algunos hemos vuelto a hablar de él; otros, silenciosa mayoría, lo han descubierto. Sus canciones nunca se fueron del todo, aunque estaban a punto de volverse anónimas. Su nueva hora comparte titulares con la revalorización de la música litoraleña. Ayala representa esa música de un modo cabal y a la vez heterodoxo.

BUSCANDO LA VOZ DEL LITORAL


¿Cómo historiar este rescate? ¿En qué momento el público joven se sintió atraído por canciones que hablaban de plantas acuáticas, zorzales de la selva y grandes peces de aguas dulces? ¿Qué factores convergieron para que esta colorida suma de historias y mitos fluviales, mitad en español, mitad en guaraní, de pronto cobraran sentido en intérpretes tan diferentes entre sí como Los Nocheros y Tonolec? Un posible punto de partida de esta historia podría situarse en las clases que Juan Falú impartía a fines de los ‘90 en el Conservatorio Manuel de Falla. Uno de sus alumnos, Pablo Dacal, aprendió el ritmo del rasguido doble y se enamoró de “El cosechero”, que luego incluyó en su disco Música de salón, de 2001. Pero el gran espaldarazo vendría cinco años más tarde con Litoral, el álbum doble de Liliana Herrero consagrado a las representaciones musicales y poéticas de los ríos Paraguay y Uruguay. Allí, sendas relecturas de “Canto al río Uruguay” y “El cosechero” nos recordaron la existencia de este insuperable baqueano del río y el monte: “El viejo río que va/ cruzando el amanecer, / como un gran camalotal/ lleva la balsa en su loco vaivén”.

Quien también entendió que Ayala es cosa seria es el fotógrafo Marcos López, que debutó en el cine con un notable documental sobre el músico y su público. “Misiones es una provincia mágica en tono mayor”, sentencia Ayala en un tramo de este film que sorprendió en la edición 2013 del Bafici. Agasajado por sus pares de la música popular, Ramón acaba de compartir escenario con Pedro Aznar en la edición 44ª del Festival Nacional de la Música del Litoral. Y así podríamos seguir. Finalmente, sus pinturas dejaron de ser su segunda actividad. Con sus colores fauve y sus construcciones equilibradas, estas obras han cobrado cierta entidad en el mundo de la plástica argentina, como pudo comprobarse en la exposición que le organizó el Museo Quinquela Martín de La Boca.

Pero tal vez lo más importante que le ha sucedido a Ramón en estos últimos años sea el CD Cosechero, producido por Javier Tenenbaum y editado por Los Años Luz Discos, el mismo sello que en 2010 lanzó el magnífico Corochiré, un disco de Cecilia Pahl íntegramente dedicado al repertorio ayalero. Ramón no grababa desde 2006, cuando Epsa le editó Entraña misionera y Testimonial 1, inadvertidos discos de recitado con guitarra. Indudablemente, la reaparición discográfica de Ayala adquiere un valor difícil de exagerar, aun en el universo siempre exagerado de quien, sin enrojecerse, no duda en comparar algunos de sus versos a los mejores de Pablo Neruda –a cuyo “Poema XX” Ramón le puso música–, o en declararse el inventor de un ritmo, el gualambao, que en el futuro, según augurios de su creador, será la identidad sonora de toda una provincia.

En definitiva, ¿cuáles de sus grabaciones “históricas” –algunas grabadas en París o en Asunción– hoy se consiguen sin andar molestando a los coleccionistas? El hombre no parece tener registro de sus registros. No lo sabe, no le interesa. En el fondo, nunca se consideró tan buen intérprete como autor, aunque algo parece haber cambiado con Cosechero. El nuevo disco incluye canciones fundamentales, desde el chamamé romántico “Posadeña linda” hasta la galopa “El mensú”, puestas nuevamente en valor por un cuarteto virtuoso de bandoneón, guitarra, contrabajo y percusión. La interpretación es cálida y concentrada. La voz grave de Ayala se integra con naturalidad a los juegos de textura del grupo.
“Anduve siempre detrás de mi voz –confiesa–. No me satisfacía, no me daba ímpetu para cantar. La usaba como podía, más como decidor que como cantante. Tenía una voz muy de garganta, hasta que empecé a tomar lecciones de canto y descubrí que hay un aparato importante en el cuerpo: el diafragma.”

¿Cómo fue pensado el disco? Da la impresión de haber sido trabajado juntamente con los hermanos Juan y Marcos Núñez, que le hallaron una sonoridad a la vez tradicional y moderna, con esa base rítmica tan seductora de Facundo Guevara en percusión y Juan Pablo Navarro en contrabajo.
–En realidad hubo ganas de hacerlo, no mucho más que eso. Los Núñez son admiradores de mi obra, y han hecho una aproximación bastante interesante. Por ejemplo, Juan toca el bandoneón, que funciona perfectamente con la guitarra de Marcos. Es cierto que en la música del Litoral predomina el acordeón, pero no olvidemos que Damasio Esquivel era un bandoneonista extraordinario. Había trabajado con el gran Samuel Aguayo, un músico paraguayo que, podríamos decir, inventó el chamamé. O por lo menos le puso el nombre, aunque con un dejo un tanto despectivo. Bueno, yo estuve allí, conocí a toda esa gente.

CRUZANDO EL AMANECER


El mayor de cinco hermanos –a todos los sobrevivió–, Ramón Ayala nació como Ramón Gumercindo Cidade, en Guarupá, a sólo 15 kilómetros de Posadas. Su padre, un correntino de ascendencia brasileña, murió joven, lo que obligó a su madre, hija de paraguayos, a emigrar a la ciudad de Buenos Aires con tres de sus hijos, en busca de trabajo. La escena es sintomática de un momento particular de la historia social argentina: los migrantes internos van poblando los bordes de una ciudad que se hincha al ritmo de la industrialización sustitutiva. Aquella gente será la mano de obra que exija el capital, pero serán también un mundo de música y poesía hasta ese momento desconocido en Buenos Aires. Es la época de los “20 y 20”: muchachos del trabajo –pronto muchachos peronistas– que eligen gastar sus cuarenta centavos entre la porción de pizza y el disco de Antonio Tormo bramando “El rancho’e la Cambicha”.

Como tantos correntinos y chaqueños, el misionero Ayala vivió entre el Dock y La Boca. Todavía era un niño cuando se ganaba la vida haciendo changas callejeras. Después trabajó en los frigoríficos, y finalmente se sumó a la orquesta del gran Dalmacio (“Damasio”) Esquivel. Así empezó a mejorar: lo redimió la guitarra, que había aprendido tocando unos tanguitos, y lo puso en carrera el folklore argentino. De la mano del autor de “Alma guaraní”, Ramón no sólo se instruyó en un contexto instrumental amplio y musicalmente disciplinado (la orquesta formaba con dos bandoneones, viola, cello, tres violines, contrabajo, piano y dos guitarras), sino también –y sobre todo– aprendió a desentrañar eso que, hasta entonces, había hegemonizado la cultura del tango: la noche porteña. El tango gozaba de muy buena salud, con sus orquestas típicas encabezadas por directores diestros y cantores carismáticos. Pero a su ronca maldición maleva le había aparecido un rival: el folklore.

Si bien el genérico “folklore” padecía de cierta vaguedad –de la vidala norteña al rasguido doble correntino había una distancia irreductible–, la imagen de cantores vestidos de gaucho, trajinando con sus guitarras a cuestas las calles cercanas a Retiro a la hora del cierre, era muy poderosa. ¿Qué importaba si remedaban al arriero de Yupanqui o al mensú de Las aguas bajan turbias? Algo estaba cambiando en los códigos porteños. Para beneplácito de muchos, para malestar de varios. “Con el folklore había un rechazo de clase”, sintetiza Ayala. “Estaba mal visto, pero en realidad no se sabía qué mierda era. Se conocía la compañía de Andrés Chazarreta y no mucho más que eso. Sin embargo, en los grandes bailes se oía mucho folklore, sobre todo chamamé y música paraguaya.”

Usted frecuentó el Palermo Palace, en Santa Fe y Godoy Cruz. Junto a La Enramada, era una de las casas de baile más concurridas en los años ’40. Allí debutó Alberto Castillo. Hay un cuento de Julio Cortázar, “Las puertas del cielo”, que describe despectivamente esos sitios. ¿Por qué esa estigmatización?
–Porque era un lugar con muchas minas y mucha ginebra. Yo era un pendejo de provincia que me pasaba la noche vestido con bombachas de seda, tocando la guitarra con Esquivel. En el Palermo Palace se cocinaba el folklore, tanto el del Noroeste como el del Litoral. Yo también debuté ahí, como Castillo. Recuerdo perfectamente la noche del debut, fue un sábado. Después de tocar me llevaron preso, porque me vieron con unas chicas paseando por los alrededores. Estuve en un calabozo hasta las cinco de la tarde del domingo, y de allí me volví al Palermo, de nuevo a tocar con la orquesta. Estaban la orquesta de música guaraní o paraguaya –el verdadero chamamé estaba en los albores–, la característica de Feliciano Brunelli, que mezclaba el pasodoble con todo lo demás, y a veces una de tango. Las chicas morían por los cantores, y yo tenía mucho que aprender de la vida. Me ruborizaba con las mujeres que practicaban el amor verdaderamente platónico, el de la plata: “Cuánta plata tenés en la cartera”, eso te preguntaban ni bien te veían interesado.

Ramón festeja sus ocurrencias. Es rápido para el retruécano, le gustan los juegos de palabras y siempre recuerda con picardía. Cuenta mucho y calla bastante, pero no por timidez –habla de las mujeres desembozadamente–, sino más bien porque un nuevo recuerdo termina desplazando al anterior antes de que éste haya adquirido su forma completa. Sin embargo, hay recuerdos que no se diluyen fácilmente. Por ejemplo, el de Margarita Palacios, la gran cantora catamarqueña. Con ella y con el músico mendocino Félix Palorma, del dúo Dávila-Paz, Ramón recorrió el país de Ushuaia a La Quiaca. En ese tiempo se familiarizó con el folklore del noroeste. Hoy Palacios y Palorma son entradas clave en el diccionario de la música argentina de raíz nativa, pero Ramón los frecuentó cuando recién empezaban. “Con Margarita viajé por todas partes. Llegué hasta Tierra del Fuego, para luego subir por toda la precordillera. Yo tocaba la guitarra y hacía la segunda voz y algunos coros. Estando con ella me compré el primer esmoquin. A mí siempre me gustó vestir de paisano. Tengo diez trajes de paisano, con diez sombreros y diez pares de botas. Pero aquel esmoquin fue una emoción inolvidable. Con él pude entrar a lugares más elegantes, como la confitería Ruca, en avenida Corrientes. Era un sitio grande, muy caté (de categoría), como decían los paisanos. Ahí conocí a Eduardo Falú. Todo eso se lo debo a Margarita, un ser lleno de gracia e inocencia.”
Hacia 1950, Ramón ya era un guitarrista bastante solicitado. “Me perfilaba bien”, reconoce. Acompañaba a cantores y cancionistas en las radios y en los bailes. Tocaba la guitarra con destreza y tenía cierta facilidad para cantar en armonía. A lo largo de los años ’50, su nombre brilló en el trío Sánchez-Monges-Ayala, donde hacía segunda guitarra y primera voz, “aunque los otros tenían mejor voz que yo”. Ni la heterogeneidad del repertorio ni el formato de trío a la manera de Los Panchos parecían concordar demasiado con la idea de una tradición cristalizada. “Con el trío tocábamos de todo”, recuerda Ramón. “Nos sabíamos guaranias, tangos, canciones indias y guaraníes, pero también algunos boleros.”

¿Ya componía en tiempos de Sánchez-Monges-Ayala?
–Sí, “El mensú” lo hice en 1955, cuando todavía estaba en el trío. La melodía fue una ocurrencia de mi hermano Vicente, que tocaba el violín. Una noche que volvíamos en colectivo de Dock Sud, después de cenar en una parrilla paraguayo-argentina, me la tarareó. Yo la desarrollé un poco y le puse una letra con un propósito bien claro: que transmitiera el grito desgarrado del monte. Después, ya como solista, profundicé mi veta autoral. En 1963 compuse “El cosechero”, que fue un éxito enorme. Y “El jangadero”, que Mercedes Sosa cantó como nadie. Desde entonces no paré de componer.

PAZ PARA MI TIERRA

 
COSECHERO. RAMON AYALA LOS AÑOS LUZ
 
En su libro El grito y la porfía, Ariel Gravano considera a “Canto al río Uruguay”, “El mensú” y “El cosechero” como canciones pioneras del canto testimonial de los años ’60 y ’70. De algún modo, estos temas lograron articularse al Nuevo Cancionero de Armando Tejada Gómez y otros renovadores, pero sin que Ramón dejara de ser una figura solitaria e inaprensible. En su segundo disco, Canciones con fundamento (1965), Mercedes Sosa grabó tres canciones seguidas de Ramón: “El cachapecero”, “El cosechero” y “El “jangadero”. Desde ese momento, el misionero se convirtió en autor representativo del folklore más contestatario. “Allá por 1963 viajé a Cuba, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP)”, comienza una de sus anécdotas favoritas. “Estuve en una delegación con Rodolfo Walsh, José María Rosa y Rigoberta Menchú, e hice amistad con Nicolás Guillén. Un día me avisan que Ernesto Guevara quería saludarme especialmente. Me reuní entonces con el Che, que me contó algo increíble: en los fogones de la Sierra Maestra, unas semanas antes del triunfo de la Revolución, se cantaba mucho ‘El mensú’. Me dijo que él amaba esa canción, que en un verso dice: ‘Paz para mi tierra cada día más /roja con la sangre del pobre mensú’. Sentí una gran emoción: un revolucionario como él cantando ‘El mensú’, yo no lo podía creer.”

Es una tentación compararlo a usted con Atahualpa Yupanqui: un “Yupanqui del Litoral”, podríamos decir. Son dos autores y compositores de larga carrera solista, creadores de canciones folklóricas de contenido social y asimismo de una gran empatía con la naturaleza. Y además, dos grandes viajeros. Los viajes de Atahualpa son bastante conocidos, pero los suyos no tanto.
–Yo viajé ininterrumpidamente durante diez años. Me fui en 1967 y volví el año del golpe, cuando los milicos prohibieron “El mensú”. Viajé con mi guitarra y llevé mis canciones a los países más remotos. Estuve en Tanzania, Kenia, Uganda, Abu Dhabi, Chipre, Líbano y muchos lugares más. Una de las ciudades que más tiempo habité fue Barcelona. Allí tuve un atelier en el barrio Chino, en medio de prostíbulos. Recuerdo que una noche de 1973 estaba pintando y de pronto oigo la voz de Mercedes Sosa cantando “El jangadero”. Alguien la estaba escuchando. La verdad es que soy un artista atípico, ¿no? Se da en mí la coincidencia de la música y la pintura, como aquella noche en Barcelona.

Esa atipicidad lo llevó a crear un ritmo, el gualambao. ¿Cómo y por qué se le ocurrió?
–Vengo de una provincia que está puesta como una cuña entre lo afro, que es Brasil, y lo guaraní, que es Paraguay. Me dije: Misiones tiene que parir algo que sea esto, lo afro-guaraní. A mí me gusta el chamamé, compuse “Señor de los campos”, que tiene todo lo que tiene que tener un chamamé. Pero es de Corrientes. Entonces inventé un ritmo de 12/8, que combina lo ternario con lo binario. El gualambao tiene melodía guaraní y ritmo afro. Es algo propio de Misiones, de la Triple Frontera. Y yo soy un músico de la Triple Frontera, o del Mercosur. Ese es mi mundo.

La paternidad de Ayala sobre el gualambao fue recientemente cuestionada por Chango Spasiuk. El asunto tiene enfrentados a los dos músicos vivos más notables de Misiones. Ayala se malhumoró con Chango, y es posible que lo asista algo de razón. Al fin y al cabo, un ritmo no es sólo un esquema acentual. Decimos “ritmo”, y pensamos en un conjunto de elementos, a modo de especie. En ese sentido, como síntesis del mundo afro con el guaraní, el gualambao es bastante más que un compás de 12 por 8. ¿Cómo quitarle el crédito a Ramón? El bien podría decir, con Heitor Villa-Lobos, “el folklore soy yo”.

El final de la entrevista es un minirrecital de Ramón con su guitarrón de diez cuerdas que mandó a hacerse especialmente –“me lo copió Narciso Yepes”, bromea– y que toca como si fuera un arpa, con un doble rasguido personalísimo. Lo alterna con el recitado de algunas décimas sueltas de La historia de la abuela o la Guerra Grande, un inmenso poema épico que está escribiendo a partir de historias que le contaba su madre sobre la Guerra del Paraguay. Este hombre que viajó por el mundo entero, que admira a Claude Debussy y a Duke Ellington tanto como a los compositores paraguayos, que fue niño cuando el folklore litoraleño era menor de edad y que ha forjado algunas de las metáforas más impresionantes de nuestro folklore –“plata blanda mojada de luna y sudor” para el algodón, “muerto el gigante del monte en su viaje final”, para el árbol derribado–, es un ser íntegramente musical. Lo es cuando improvisa fragmentos melódicos antes de desayunar, o cuando llena de melodías y poemas ese cuaderno pentagramado que siempre tiene a mano, mientras imagina cómo terminará el cuadro de la jangada que navega por el río. “Me tengo muy analizado”, declara sin inhibiciones, poniendo en jaque el trabajo de los psicoanalistas. “Y llegué a una conclusión: soy una línea melódica permanente.”

CUADROS DE RAMON AYALA

viernes, 6 de diciembre de 2013

CACHORRO LOPEZ, DE LOS ABUELOS DE LA NADA A LOS GRAMMY LATINOS


Cachorro Lopez
 “No creo que la popularidad esté en conflicto con la calidad”

Consagrado como productor de artistas tan diferentes como Andrés Calamaro, Miranda!, Bersuit, Julieta Venegas y Diego Torres, acaba de levantar una estatuilla en Las Vegas por su rol de compositor junto a Vicentico. En esta entrevista repasa su ecléctica carrera.

Por Joaquín Vismara

La carrera artística de Cachorro López está signada por los viajes. A fines de los ’70, el golpe de Estado cívico-militar fue motivo más que suficiente para que decidiera enfilar rumbo a Ibiza. Instalado en España, interactuó con comunidades de músicos de diversa índole y conoció a otro expatriado: Miguel Abuelo. Con él empezó a delinear el plan para revivir un grupo que el vocalista había tenido a fines de los ’60 en Buenos Aires, unos tales Los Abuelos de la Nada. En esta segunda encarnación, que comenzó una vez que ambos regresaron a la Argentina, la banda se volvió uno de los pilares del rock argentino en los últimos tiempos de la dictadura, un espacio de resistencia artística en el centro del huracán. Terminada la experiencia con el grupo, en 1987 López puso su bajo al servicio de Zas, el proyecto comandado por Miguel Mateos, y volvió a hacer las valijas, esta vez para girar por América latina durante dos años. Al llegar a México, el músico decidió probarse las ropas de productor, y lo hizo con el debut homónimo de Caifanes, que se volvió una de las piezas clave de la renovación del rock de ese país, a fines de los ’80. La experiencia fue el punto de partida para que López decidiese colgar el instrumento para plantarse detrás de la consola en álbumes ajenos.

Desde entonces, López ha recibido en su estudio a artistas de todo el continente y de estilos bien diversos: desde Miranda! hasta Andrés Calamaro (a quien le produjo el reciente Bohemio y también La lengua popular), pasando por Julieta Venegas, Diego Torres, Bersuit Vergarabat y Rubén Rada. El prefiere no moverse demasiado de su lugar de trabajo y últimamente sus viajes tuvieron un destino puntual: la Costa Oeste de Estados Unidos, donde se celebran los premios Grammy Latinos. En 2006 y 2009 fue galardonado por su trabajo como productor, y en noviembre también se lo reconoció por su labor en materia compositiva, como lo indica la estatuilla de Mejor Canción de Rock que López recibió en Las Vegas en noviembre, por su trabajo junto a Vicentico en la canción “Creo que me enamoré”.

–Es la tercera vez que recibe un Grammy Latino. ¿Cuán relevante es para usted este tipo de premios?

–Tienen una importancia relativa y, a su vez, son algo que viene bien de alguna manera. Son una autogratificación de la industria discográfica, pero el estar ahí da como una señal de que estás metido en cosas importantes. Para un argentino, ganar un premio en algo que es básicamente un show de Univisión es un mérito. Es jugar de visitante definitivamente, y quiere decir que estás todavía vigente allá, donde hay números diferentes y pasan otras cosas. Estoy muy contento porque nunca había recibido un Grammy por mi trabajo como compositor, siempre había sido como productor. Lo disfruto, porque además me gusta mucho escribir con Vicentico, y me gusta mucho esta canción.

–¿Cree que es importante ese reconocimiento regional?

–Claro, porque acá tenemos una visión muy particular de los Grammy, pero hay que ir ahí, estar y contar cuántos sombreros mexicanos ves (se ríe). De repente, en el rubro nuestro había muchos artistas de rock que acá no se sabe ni quiénes son, pero por ahí tienen unas ventas tremendas, tocan en foros enormes y tienen una presencia muy fuerte en ese territorio, que es básicamente donde se decide todo. También estuvo bueno que Illya Kuryaki and the Valderramas ganara en un rubro que es muy importante, como lo es “Mejor canción urbana”. Al principio, el hip hop era la categoría más pequeña de todas, y desde que entregaron los reguetoneros se volvió algo muy popular e importante, así que es un logro. Es triunfar en un territorio en el que estamos en desventaja.

–Habla del peso de los premios desde la perspectiva de industria. ¿Pesa ese concepto en su trabajo?

–A mí me gusta la música popular, así que no estoy forzando mi gusto para nada al integrarme a la intención vendedora de la industria. Incluso los mismos artistas tienen ganas de que los ayude con los temas que suenan, que son los que los mantienen tocando. Mientras la música me guste y se haga con la mayor calidad posible, me parece que es lógico que un artista trate de que lo que haga sea escuchado y sea recibido por la mayor cantidad de gente posible.

–¿Y no le pesa el planteo de que si algo es popular, entonces es comercial?

–Soy el primero que abandonó ese prurito, porque me encantan los hits. Por ahí tengo un gusto vulgar, qué sé yo. Quizá sea una herramienta profesional, pero no creo que la popularidad esté en conflicto con la calidad. Lo que puede pasar es que un tema que se vuelva muy popular, uno lo escuche demasiadas veces. Me pasa con temas que hago yo, pero prefiero eso a que una canción sea oscura y no se la pueda compartir con nadie.

–Por más que es partidario de los hits, ¿interpreta que el disco debe entenderse como una totalidad?

–Y, por lo menos en algún momento alguien le tiene que dar oportunidad al resto. Cuando yo era chico, esperaba que saliera en vinilo el Album Blanco haciendo cola en la disquería, iba a mi casa y escuchaba cada lado entero. No me salteaba ningún tema, lo volvía a escuchar, y todos teníamos más tiempo, paciencia y atención para darle a todo. Ahora es todo muy veloz y muy explosivo. No quisiera ser un pibe que recién empieza. Por ahí ellos están más acostumbrados y les parece un mundo maravilloso, a mí me parece demasiado vertiginoso. Bajo mucho de iTunes y me gusta la idea de los singles, pero también me gusta la de un álbum, en el que vos recibís un mensaje un poco más entero y articulado.

–Usted empezó como productor después de su experiencia junto a Miguel Mateos...

–En realidad, lo primero que produje lo hice durante la época de Abuelos, que fue un disco de Divina Gloria, y también hice unas cosas con David Lebon. Cuando estaba de gira con Mateos, surgió el disco de Caifanes, que terminó siendo una parte importante de la historia del nuevo rock mexicano, y ahí quedé más asociado al rol. Después de pasarme dos años de gira con Miguel, en los que estuvimos muy poco en la Argentina, decidí bajarme del tour y quedarme en el estudio.

Cachorro Lopez
  –¿Y qué lo llevó a tomar esta decisión?

–Si vos estás de gira, estás tocando las mismas veinte o treinta canciones durante un año. Y cuando el tour involucra mucho viaje, por cada hora en la que estás arriba del escenario, estás otras cuarenta en un avión, en un hotel, en un micro, probando sonido, haciendo prensa o paseando por una ciudad desconocida. Cuando estás produciendo en un estudio, estás haciendo música todo el día en una jornada de ocho o nueve horas, y al terminar te vas a dormir a tu casa. Hay más tiempo para hacer canciones y cada día me viene una diferente, de un artista o estilo distinto. Soy una persona muy inquieta y me es más natural esto. Tal vez, si tuviera un proyecto absolutamente mío o con el que me identificara, como lo era Abuelos, me bancaría toda esa parte operativa medio molesta. Los grupos ocurren cuando ocurren, uno no puede estar fabricando esa situación.

–Usted fue el artífice del regreso de Miguel Abuelo. ¿Tenía idea de la magnitud que podía llegar a tener ese proyecto?

–No, para nada. Nosotros éramos muy arrogantes y hablábamos con mucha visión de grandeza de lo que íbamos a hacer, pero era más una manera de sostenernos y no achicarnos ante las posibilidades muy bajas que tenían todos nuestros proyectos. Además, si a mí me hubieran dicho que iba a pasar eso, yo no lo hubiera creído, directamente. Nosotros estábamos contentos con tener nuestro grupito y poder tocar. Todo lo que nos pasó después nos desbordó a todos, creo.

–Y cuando ve que hay canciones suyas de esa época que siguen sonando a la fecha, ¿no le dan ganas de volver al rol de intérprete?

–Eso es verdad, pero los temas que hago con Vicentico, o los que compuse para La lengua popular con Andrés (Calamaro), tal vez también estén sonando de acá a veinte años, y son canciones que yo arreglé, toqué y produje, por más que no las toque en vivo. A veces tengo la fantasía de cómo sería volver a tocar en vivo, pero me doy cuenta de que son más ideas que otra cosa. Me gustaría empezar un proyecto que involucrara un grupo reducido de músicos, pero es una fantasía que vengo acariciando hace mucho tiempo y no parece estar materializándose.

–Trabajó con una gama muy amplia de artistas y géneros. ¿Qué cosas tiene todavía pendientes?

–Me divertiría algún día trabajar con Miguel Bosé. Su carrera es fascinante y me causa gracia: hay cosas que me resultan geniales y otras que me parecen horribles, pero es un tipo que siempre me pareció intrigante. No tengo mucha fantasía; van ocurriendo cosas y termino descubriendo gente. A veces me llaman por un artista que a mí no me sorprende, entonces escucho su material, veo su actitud frente a la música, y de repente me llevo sorpresas buenísimas. Me pasó con Bersuit, que es un grupo que viene de un palo con el que habitualmente no trabajo, pero elegí tirarme a la pileta. Los conocí en el estudio y son totalmente geniales. Todos tocan, cantan, componen y tienen una armonía entre ellos muy trabajada. Terminé disfrutándolo tanto que ahora estamos terminando un segundo disco juntos.

–¿Cómo mide la distancia a mantener con la obra de quienes trabajan con usted?

–Creo que el que tiene la última palabra es el artista. Ahora, como tampoco quiero hacer un disco que no me guste, trato de ser muy claro en la charla previa si veo que no va a haber cierto entendimiento. Sé que una vez que se empieza, el disco es del artista, porque aparte yo termino de grabar un álbum, descanso una semana y empiezo a hacer otro, mientras el artista se queda defendiéndolo dos años. Soy absolutamente insistente y voy muy fuerte si es un tema que puede cambiar el destino de un disco y se lo está arruinando por algún motivo. Después, si es una cosa personal o un guiño para su público, soy extremadamente abierto. Pero si pienso que se están por cargar el tema que puede levantar toda su obra en cuanto al poder de comunicación y popularidad, ahí me pongo un poquito más denso.

–¿Suele volver sobre trabajos ya realizados con una visión más crítica?

–Si lo hiciera, le cambiaría cosas a todo lo que hice. Trato de no entrar en esa neurosis y prefiero relajarme porque todo es cambiable. Escucho discos de Los Abuelos, en donde todo está un poco corrido, otro poco chorreado, y así y todo me parece que están geniales. Si quiero ponerme crítico con eso, que se supone que es lo más intocable que he hecho, tengo por dónde entrarle a todo lo demás.
 Junto a Miguel Abuelo, Cachorro López armó la formación más exitosa de Los Abuelos de la Nada.

jueves, 5 de diciembre de 2013

SKAY BEILINSON PRESENTA NUEVO DISCO.


Skay en concierto



Fue parte esencial del fenómeno de los Redonditos de Ricota junto al Indio Solari e indudable protagonista de esa épica intensa, tumultuosa y cargada de hermética belleza. Hoy parece haber dejado atrás tanto la agitada separación y las peleas como cualquier amague de nostalgia. Skay Beilinson abrió una carrera personal e independiente desde hace diez años y actualmente comanda banda propia, Los Fakires. Ahora es el turno de su quinto disco solista, La luna hueca, con formato de disco de vinilo de media hora y canciones que asumen una definida influencia oriental. En esta entrevista, Skay desanda un largo recorrido que desembocaría en los Redondos después de haber incursionado en experiencias comunitarias y rupturistas, de La Plata a Pigüé, y llega hasta un tiempo presente de revalorización de la herencia familiar, de serenidad y un crecimiento, paso a paso, en los bordes del circuito alternativo.


Por Mariano del Mazo

La paz que irradia –una serenidad imperturbable de cara al jardín de su casa– es inversamente proporcional a lo que proyecta su contoneo diabólico en vivo, esa amalgama mente-alma-muñeco-guitarra que parece la corporización punk del famoso óleo de Picasso del viejo y la guitarra. “Es que soy un perfecto esquizofrénico”, dice, detrás de los ojos celestes que le valieron el apodo levemente castellanizado.
No debe haber personaje vivo más unánimemente querible dentro del rock argentino que Eduardo “Skay” Beilinson. Las causas habrá que buscarlas en cierta manera de parecer siempre ajeno, una humildad distraída expresada con un tartamudeo breve, borgeano. Son balbuceos, formas: en definitiva Skay es quien es y supo correrse –al menos públicamente– de las traumáticas heridas abiertas luego de la separación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota; paradoja de un músico: la disciplina que mejor maneja Skay de cara a lo social tiene que ver con los silencios, deudores tanto de un temperamento tímido como de su fascinación por la cultura oriental.
Espejismo, deseo o resignación, hoy las heridas parecen suturadas. Se atenuó el tiroteo mediático –casi un homenaje platense a los perdigones Beatles de los primeros años de la década del 70– y tanto el Indio Solari como Skay esquivan parejamente la nostalgia. Son, a su manera, artistas obcecados que cargan como pueden el peso de una épica demasiado hermosa, demasiado densa. Son como barcos que se intuyen en el medio del océano. Cada uno exhibe su plan: el Indio, con sus esporádicos conciertos que baten records y fogonean la ilusión de la misa ricotera eterna; Skay, con su trajín por teatros y salas de escala humana, en el borde de un circuito alternativo macerado después de Cromañón. En esas elecciones se vislumbran claves del insondable fenómeno de los Redonditos, el yin y el yan ricotero, el pasaje que fue de la clandestinidad al centro neurálgico del rock argentino, sobre todo de los ’90 para acá. “Nunca sé exactamente la cantidad de gente que hay en mis shows –dice Skay–. De movida, cuando subís al escenario hay como una especie de cortina que son las luces. No ves mucho más allá, apenas ves los primeros rostros. La única diferencia está en la cabeza de uno: es más fácil concebir un espacio cerrado. Cuando yo pruebo sonido, a la tarde, veo el límite. Es un sitio que después a la noche puedo recorrer con mi mente y mi imaginación. Los espacios abiertos para decenas de miles de personas escapan a la imaginación. No podés saber qué hay más allá, y la multitud es como un monstruo que... ¡más vale ni pensarlo!”

Skay con su Gibson 335

 

 

PIGÜE

En un discreto segundo plano, la Negra Poli deambula por la casa, atiende o no el teléfono que suena con ritmo sostenido o filtra con un viejo contestador, toma algún mate, fuma, acota y deja revelar las maneras del buen anfitrión: una amabilidad no invasiva, natural, de facturas, bizcochos y algún leve movimiento de cabeza que afirma o niega de acuerdo con los contenidos de la entrevista. Uno se pregunta cómo esta mujer morocha y cautivante llegó a manejar los hilos del formidable negocio del mastodonte redondito sin usar siquiera fax, celular, mail, y ahora mucho menos Facebook o lo que sea... No hay respuesta. Y si la hay, radica en la inteligencia feroz de la Negra Poli, en su capacidad de manejar los tiempos, en su sapiencia territorial, en su coraje mitológico –que refiere a enfrentamientos con comisarios sacados o a botellas rotas ubicadas en el cuello de quien cuadre–, en fin, en el conocimiento del alma humana. Hace 44 años que se conocen, incluso desde antes tal vez sin saberlo. Se cruzaron –chocaron– en un concierto compartido de Diplodocum Red & Brown y La Cofradía de la Flor Solar, en el Teatro Atenas de La Plata, en 1969. Cumbre de psicodelia y hippismo, Skay tocaba el bajo en Diplodocum y venía con la cabeza dada vuelta de un viaje a París y Londres que incluyó piedras y corridas frente a la policía en el Mayo Francés y un par de shows en vivo de Jimi Hendrix y Traffic. Poli se había acercado a La Cofradía de la mano de Rocambole y era artesana y actriz vocacional. Nunca más se despegaron. “¿Ves? Así éramos. Mirá qué facha”, dice Poli, y señala una foto colgada en la pared de una nota publicada en la revista dominical de La Nación en la que se los ve, dueños de una juventud insultante, como hippies o cuáqueros. Será 1970.

Ahora, primavera de 2013, la pareja no parece haberse alejado demasiado de la idea que los unió. El viaje seguramente es el mismo. Aunque Skay se queje de los ruidos molestos que truenan cada noche desde la calle Gorriti, aunque ya haya sido desechada la intención de comprar un pueblo entero para vivir con amigos, el viaje hoy asume la forma de una bohemia calma que los puede encontrar en un bar de Almagro fumando y tomando champagne con amigos, o viendo bandas de rock en cualquier sucucho (“Hay dos bandas que me parten la cabeza: La Doblada, de Javier Lecumberry, el tecladista de Los Fakires, y Les Inestables, de Daniel Amiano”, comenta con entusiasmo). Ahora 2013, en verdad, también, el pasado y el presente es una trama deshilachada. Hasta da la sensación de que la etapa de Patricio Rey funciona más como un recreo que como el episodio central de sus vidas. Hubo y hay vida más allá de los Redonditos de Ricota, porque la existencia de Skay y Poli fue configurada por una cadena azarosa pre-rock más que por una estrategia predeterminada. Concientizados en la más impoluta filosofía de los años ’60 –cuando en La Plata el maoísmo, el foquismo, el peronismo, el siloísmo, el situacionismo, la poesía, el sexo, la droga y el rock and roll se escudriñaban de cerca, con mayor o menor desconfianza, en caminos paralelos que a veces llegaban a cruzarse–, se hundieron y vivieron a tope la experiencia hippie. Por eso, cuando a Skay se le pregunta cuál fue el instante más feliz de su vida, pasa de largo de cualquier historia relacionada con los Redonditos, o con algún disco, o con el dinero. Skay dice: “Pigüé”.

¿Pigüé?
  –Sí, con la Negra nos fuimos a vivir en comunidad en medio de las sierras, en Pigüé. Eramos un grupo de siete viviendo solitos, sin nada, bajo el cielo y las estrellas. A la noche tocábamos la guitarra en un fogón. Habrá sido 1970. Creo que muchas de las cosas que hago todos los días tienen que ver con recrear ese momento alucinante.

Skay en concierto



¿Qué cosas?
–Salir a caminar, escuchar los pájaros del jardín, meditar. No medito de un modo ortodoxo, pero sí lo hago cada mañana a mi manera. Es ni más ni menos que estar un poco conmigo, cuestionar una y otra vez mis creencias, ponerme en paz con la gente que quiero.
De la experiencia de Pigüé, en la que vivían de la caza y de la nada, fueron “rescatados” por los padres de Skay bajo el diagnóstico de neurosis mística. Skay sonríe: hace tiempo que está reconciliado con la figura de Aarón y Berta, sus padres. Es más, no es alocado analizar su estilo guitarrístico en relación con una genética definida. Lo dice Kubero Díaz: “Skay toca como un judío errante”. Lo escribió Daniel Curto: “Skay hace rock árabe”. Lo cierto es que las escalas orientales están cada vez más presentes en su obra. “Es así –concede Skay–. Yo lo relaciono con mi viejo. En casa éramos judíos casi sin serlo, porque no se profesaba nada, no se celebraban fiestas, ni siquiera fuimos bautizados. Mis viejos eran ateos. Curiosamente, de grandes, la cosa cambió. Mi hermano Guillermo se volcó al estudio de judaísmo, de la Cábala. Me pasó un montón de textos, y descubrí una cultura riquísima. Te contaba lo de mi padre: él nació en Azerbaiján, en Bakú, en el Mar Caspio, que es la zona de los kurdos. Siempre pensé que había algún gen dando vuelta por ahí que me llevaba a hacer este tipo de escalas de Medio Oriente. Me salen solas, me resultan familiares.”

¿Y tu madre?
–Ella sí era una melómana total. Dejaba el dial clavado en la radio uruguaya El Sodre, y escuchaba música clásica, ópera. Tenía una gran colección de discos mi madre. A mí me apasionaban Carmina Burana, y Mozart y Vivaldi. Mi viejo fue uno de los impulsores de la Fundación del Teatro Colón, y supongo que no fue más que un gesto hacia mi mamá. Con toda esa data, genética y adquirida, a los ocho años me puse a aprender guitarra con un muchacho que tocaba jazz. El me tiró los primeros acordes y me enseñó temas de Eduardo Falú y Atahualpa. Cuando descubrí a Los Beatles largué todo. ¡Se me quemó la cabeza! Empecé a tocar solo, como un loco. Autodidacta total.
Los Beatles han sido el kilómetro cero de músicos tan disímiles que ya nadie sabe bien qué quiere significar esa influencia. La luna hueca, el quinto disco en once años de vida solista de Skay, ciertamente no escapa a la órbita beatle pero incursiona también en el Led Zeppelin más folklórico. Oriente es una omnipresencia tanto en letra como en música: “La fiesta del karma” profundiza la huella mística abierta por el Harrison de Sargent Pepper y que transitó con autoridad y a su manera Robert Plant y desata, como canta Skay, “una danza cósmica”. “El redentor secreto” narra una leyenda infantil sufí y “La nube, el globo y el río” –la perla del disco– es una alegoría zen con orquesta dirigida por Alejandro Terán, un cuarteto de cuerdas más trompeta y flauta que se eleva en un crescendo cinematográfico. “Es curioso, el concepto de los discos lo descubro después. Primero me voy guiando por el abanico rítmico, armónico y sonoro que reconozco como propio de mi mundo: quiero que en todas las canciones quede reflejado ese abanico. Con el título pasa algo similar. Estaba barajando títulos posibles y de repente me apareció La luna hueca. Me gustó la sonoridad. Después me pregunté qué sería una luna hueca, qué ocurriría en ese vacío. Lo fui llenando de ideas. Mi respuesta fue que lo que hay en esa oquedad es misterio, magia. En un momento pensaba ponerle al disco Después del fin del mundo. Hay una idea apocalíptica en el disco.


Skay y su Gibson Les Paul



Es además un disco bastante corto...
–Media hora, sí. Yo me acostumbré a escuchar música con el viejo formato del longplay. Para mí es un tiempo justo de atención, lo que se puede tolerar. No es que no tenga material, quedaron un montón de ideas afuera, que las descarté en el estudio. Yo entro con demos, con bosquejos, y es en el estudio donde las canciones empiezan a tomar carácter, a tomar forma. Algunas prosperan, otras quedan atascadas por ahí y las abandono, otras van mutando... Juego mucho en el estudio en ese sentido. El carácter es importante. “Ya lo sabés”, por ejemplo, lo pensé como un tango, y después varió en una rítmica muy Police.

Ahora que ya pasó el tiempo, ¿qué sentís que ganaste desde tu debut solista?
–De movida, estoy cantando mucho mejor. Como banda –Los Fakires– hemos avanzado muchísimo, creo que el tiempo hace bien a las bandas, entran a tomar cierta personalidad. Además, toda la complicidad que empieza a haber en la intimidad se refleja en la manera de tocar y de llevar adelante los arreglos en las canciones. En las letras también, creo que aprendí un poco a sacarme la ansiedad de que las letras tienen que ser una especie de manifiesto o que tienen que aparecer de un tirón, como una inspiración que viene del cielo. Las trabajo muchísimo. Siento que este disco es muy parecido a quien soy.

¿Qué te pasaba en ese sentido en los Redondos?
–A veces compartir la autoría con otra persona tiene sus glorias y sus desventajas. Tenés que conciliar tus mundos con los del otro. Componer solo me da la libertad de ir adonde mi corazón me lleve. Esa es la ventaja. En sentido contrario, laburar con el Indio me liberaba de cualquier preocupación letrística. El Indio es un gran letrista. Y la gente le presta atención a una buena letra. Aunque nunca supe bien cómo llegan. Es poesía, pero no específicamente poesía... La canción llega con letra y música, y a veces lo que la palabra no dice lo completa la música, o al revés. Para mí fue un desafío tratar de hacer una letra que no esté tan distante de la poesía que yo admiré, que es la poesía del Indio, y asimismo encontrar un lenguaje propio.

¿Y con la voz te pasó algo similar?
–No. Es que yo siempre canté. Tengo una voz en la que me reconozco, una especie de carraspera. Bueno, fumo y tomo alcohol.
¿Qué sentís cuando en tus conciertos la gente pide que se vuelvan a juntar, algo que también ocurre en los recitales del Indio? –Es una tradición. Si no lo cantan es como si faltara algo. Pero la gente sabe que ya fue, que fue otro tiempo.

¿Te da tristeza cómo se desarrolló la historia?
–Las amistades son así. Fuiste amigo de alguien y los caminos se bifurcaron. Una mira al Norte y el otro al Sur. Fueron años muy intensos, muy ricos, pero la vida sigue. Lo que pasó en los últimos años, de cierta disputa, es lógico de alguna manera. Nada que el tiempo no suavice.

¿Ahora vislumbrás algún motivo del final que destaque sobre otro?
–Cuando las cosas se vuelven tan gigantes a veces empiezan a desnudar miserias, y te hace perder de vista las razones por las que te metiste en esto, qué es lo más importante, por dónde pasa todo. El hecho de empezar de nuevo en una escala pequeña me permitió volver a recuperar la pasión, el gusto por tocar, por estar con mis compañeros. Para mí tocar una o dos veces al año con los Redondos era doloroso. Me hacía mal. A mí me gusta tocar, para mí el escenario es vivir, es un sitio terapéutico. Entonces esperar un año para tocar, con el quilombo agregado de estar atentos a un montón de cosas menos a lo fundamental, que es el arte, las canciones... Fue raro. La gente siempre nos decía: “Los Redondos son el pretexto para que nosotros podamos vivir esta aventura, para que nosotros podamos viajar, conocer gente y lugares”. Eran claros: “No se preocupen por nosotros”. Pero sí nos preocupábamos: por los enfrentamientos, por la puerta, por la policía. Cuando ves que gente que querés está sangrando, tiene heridas, en vez de una fiesta es un padecimiento. Siempre estuvimos al borde de la catástrofe.

¿Ves imposible un regreso?
–Yo lo veo como: “¿Volverán los Reyes Magos?” ¡Qué sé yo!

EL BLUES DE LA LIBERTAD

Los Fakires suenan como una añejada banda viajera. La voz nocturna de Skay parece llegar de otra dimensión: también sugiere viaje, ruta, nomadismo. Rocambole eligió para la portada una trama como de telaraña roja y negra, y un holograma que pendula entre el título del disco y una imagen lunar. Adentro los dibujos conceptualizan las letras y todo –música, letra, diseño– convierten a esta Luna hueca en un artesanal artefacto de rock and roll a la vieja usanza. El disco como un todo.


Skay caricaturrizado con su Gibson 335


¿Qué te pasa con los viajes?
–Me pasa que descubro la música propia de cada lugar. Creo que cada ciudad tiene un sonido propio: Montevideo tiene un sonido propio, que no es el de Buenos Aires, por ejemplo... Hay algo en el aire, y no hablo de música. Es como un espíritu, un pulso, que es posible traducir en músicas. La cultura se refleja en esas atmósferas. Mi fascinación por Oriente y Medio Oriente tiene que ver con eso. Hicimos con la Negra un viaje a Marruecos que fue revelador. Fez me mató. Fue un viaje al pasado. Fez es del año 1100 y siguen viviendo igual. Es un pueblo profundamente religioso. En Occidente se abandonó la religiosidad, sólo se adora al dinero. De Fez me traje instrumentos de percusión, varios tipos de flautas. Ahora venimos de Turquía. En Estambul conocí una especie de sitar de tres cuerdas dobles. Cuando me puse a tocar fue como si lo hubiera conocido de toda la vida. Me gustan los folklores. El tango, por ejemplo, lo descubrí hace poco.

Tal vez tapado, o aplastado, por el peso específico de los Redonditos de Ricota, Skay quedó envuelto en esa especie de logia endogámica que sugería la banda. Pero es una falsa impresión, porque en estás décadas grabó en discos de innumerables artistas –de Edelmiro Molinari y la Galletita a Dancing Mood, pasando por la banda uruguaya Níquel, de Jorge Nasser– y subió a muchísimos escenarios ajenos. Skay practica también el arte de compartir. Habla de una noche extrañísima junto a Pappo, Black Amaya y Alejandro Medina en Arpegios, y se acuerda de Luis Alberto Spinetta. “Siempre me fascinó. Es un artista que iba más allá. Siempre un poco adelantado a sus fans. Para mí fue una escuela, un camino a seguir, el que yo prefiero transitar. Me pasa a mí. En algún momento del show me parece que es bueno ser cómplice de un instante, y tocar dos o tres temas de los Redondos, no más. Después creo que si mis canciones son buenas tarde o temprano la gente las va a disfrutar. Por suerte, ya pasa con muchas. Charly García igual, un gran artista. Hace poco grabé para el nuevo disco de Daniel Melingo... Para mí a Melingo hay que ponerle el ojo: dio una vuelta de tuerca impresionante, pasó los límites de lo previsible y está haciendo cosas totalmente deformes, dementes y bellas.”

En definitiva, Skay Beilinson siempre habla de la libertad: la musical y la otra. Cree que luego de su muerte va a ser olvidado rápidamente, y que no hace discos para trascender. “Son, otra vez, actos de libertad. Estoy muy conforme con mi vida, pero sé que esto se acaba, al menos de la forma que conocemos. Lo demás es misterio.”
Uno de los últimos libros que lo atraparon del cuello y no lo soltaron hasta el final es Sobre Sánchez, la notable biografía escrita por Osvaldo Baigorria que, en su propia telaraña, fue también angustiosa autobiografía. El libro intenta enlazar la increíble y errática vida de Néstor Sánchez, el escritor de Siberia blues y Cómico de la lengua, que pintaba para gran revelación literaria argentina, pero que se perdió en una vida peregrina, alucinada, extrema. Entre el jazz y la devoción por el Cuarto Camino de Gurdjieff, Néstor Sánchez se deslizó en un delirio místico que surcó la década del 60. El libro, finalmente, habla de la libertad radicalizada, abismal. No cuesta entender por qué a Skay le gustó tanto Sobre Sánchez. De Pigüé a Fez, este hombre que no da 61 años y que concede que hizo de su limitación guitarrística un estilo, querría estar en cualquier lado menos en el centro de la escena. Como Sánchez, su vida tiene sentido en la experiencia, en el viaje. Por momentos parecería que el fenómeno de los Redonditos fue un gran malentendido: una noche Skay se fue a dormir luego de haber tocado con amigos en el teatro Lozano de La Plata a puro ácido, y se despertó al día siguiente en el medio de la cancha de River a punto de estallar. “La luna hueca, el vacío, ¿con qué llenarlo? Mi única arma es la música”, dice. Canta en “Cicatrices”: “Siempre me ha tocado estar en el fuego /el fuego cura y también deja cicatriz / Soy una gota en el mar de la historia /sólo un destello fugaz en la eternidad”.
Entre el amor y el dolor, entre el fuego y la cicatriz, en la fugaz eternidad, Skay parece un hombre feliz.