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martes, 27 de noviembre de 2012

Jimi Hendrix: El nacimiento del mejor guitarrista de todos los tiempos

 

Hendrix influenció a Satriani, Slash, Yngwie Malmsteen, Steve Vai, John Petrucci, Santana, Van Halen, Vinnie Moore, Ace Frehley y hasta el propio Clapton

En octubre de 1942 nació Johnny Allen Hendrix
En octubre de 1942 nació Johnny Allen Hendrix 

Considerado el mejor guitarrista de todos los tiempos según la revista The Rolling Stones, influencia para todos los grandes de las cuerdas eléctricas y referente musical de desenfreno, locura y revolución.
 
Jimi Hendrix nació en 1942 en Seattle-Washington, bajo el nombre de Johnny Allen Hendrix. Sus padres fueron inmigrantes de origen hispano africano. A los dos años de nacido el nombre del pequeño Johnny Allen Hendrix fue cambiado por el de James Marshall Hendrix en memoria de su tío fallecido Leon Marshall Hendrix.

Por: H. Wagner Montalvo Benavides


A los 14 años recibió como regalo su primera guitarra, a partir de ahí su vida cambiaría totalmente. Aprendió a tocar guitarra mirando cómo tocaban otros músicos más experimentados como Muddy Watters, Howlin Wolf y sobretodo BB King. Abandonó la escuela antes de graduarse y a causa de algunos problemas con la ley, se vio obligado a elegir entre un periodo de reclusión o el alistamiento militar. Eligió lo segundo, unirse a la 101 División Aerotransportada. Ya en el ejército, Hendrix empezó a experimentar con sonidos rhythm y blues.
Una de sus primeras apariciones de Hendrix en escena fue nada más y nada menos ante Cream, un grupo bastante posicionado, que la gente por ese tiempo, los denominaban dioses “Jimi tocó una versión de Killing floor, un blues, por supuesto. A Clapton le encantaba la canción pero siempre había pensado que era demasiado difícil y Hendrix la tocó como si nada”. Contó Jack bruce ex bajista histórico de Cream, para un documental de la BBC titulado El día en que Hendrix mató a Dios, referido a este título a la superioridad de Hendrix sobre Eric Claptom. “Eric era un guitarrista, Jimi era una especie de fuerza de la naturaleza, superó a Dios”
La consagración artística de Jimi Hendrix tendría origen durante el festival de Monterrey Cogió su guitarra y comenzó a representar un trance sexual de lo más grotesco, esto acompañado de los chillidos rabiosos que provocaba en la guitarra. La guitarra luego quedó tendida e indefensa en medio del escenario en donde, con un cigarrillo Hendrix la haría arder en llamas. El público presente se rindió a sus pies. Posteriormente se diría que aquél acto lleno de locura, fue debido a una provocación que hiciera Townshend (Guitarrista deThe Who), ya que previo al acto simbólico de Hendrix, éste había roto su guitarra en escena, algo que quedó totalmente opacado por la Guitarra ardiendo en llamas.



Más adelante en el recordado Woodstock Hendrix demostraría por qué no era solo un artista  “Capaz de superar a Dios” si no también un revolucionario, un idealista y un guerrero de paz. “Cogió su guitarra y sorprendió a todos, se pasó la locura y todos reflexionamos de la importancia de la paz” Declaro la mítica Janis Joplin para una revista ingles refiriéndose a el momento en que el himno de Estados Unidos, fue entonado con el fin pacifista de rechazar la disputa armamentista y violenta con Vietnam. La exhibición de la guitarra de Jimi estaba programada para el cierre del evento, y terminó cerrando el recital delante de una audiencia mayor a 180 mil espectadores.
Hendrix ya había hecho historia, cada aparición en escena, cada toque de guitarra, cada manifestación por la paz y hasta sus excesos, le valieron el reconocimiento y los aplausos. El 18 de septiembre de 1970, a los 27 años le llegaría la muerte debido a una mezcla de somníferos y alcohol. Más adelante se sabría que murió en realidad por aspiración de su propio vómito.
En la posteridad Jimi Hendrix ha sido homenajeado en diversas oportunidades, y es que la influencia sobre guitarristas como: Satriani, Slash, Yngwie Malmsteen, Steve Vai, John Petrucci, Santana, Van Halen, Vinnie Moore, Ace Frehley y hasta el propio Clapton; le dan el crédito a ser llamado “El mejor de todos los tiempos”. Su toque libre, su música imperfecta que le dijo no a los parámetros, su deslinde con lo convencional y el desacato al sistema al que se rehusó a venderse convierten a Hendrix en una figura que será recordada por todas las generaciones.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

ENTREVISTA A "JACK EL DESTRIPADOR": JACK BRUCE, LA CREMA DEL BAJO.






La crema del blues

En los ’60 fue uno de los pioneros del blues inglés, fundador del Ealing Club y nombre fundamental de una escena propiciada por el mítico Alexis Korner, de la que salieron The Animals, The Yardbirds y The Rolling Stones. Su propia banda, nacida de aquel nido de blues, es un mito: Cream, con Eric Clapton en la guitarra y Ginger Baker en la batería, el primer power trío superexitoso. Cream duró poco, pero Jack Bruce, bajista fundamental, gran cantante, siguió con su carrera sin parar. Y ahora, a los 70 años, viene por primera vez a tocar a la Argentina con su Big Blues Band, su grupo de músicos jóvenes que mantiene viva la mística y la leyenda.

 Por Sergio Marchi

Poco tiempo atrás, en el mes de julio de 2012, se celebraron los cincuenta años de la creación del blues inglés. El festejo se realizó en el mismo lugar donde todo nació: el Ealing Club, que abrió sus puertas oficialmente el 17 de marzo de 1962, cuando Alexis Korner y Cyril Davies debutaron con la primera banda de rhythm and blues británica que utilizaba amplificación eléctrica, Blues Incorporated. Era toda una rareza que entusiasmaba a un selecto grupo de no más de doscientas personas en todo Londres. Jack Bruce, hoy con un pie en el avión que lo traerá a Sudamérica, estuvo en la celebración del medio siglo; no podía faltar: fue uno de los miembros fundadores de aquel club tocando el bajo en Blues Incorporated, el grupo de Korner y Davis, que de a poco fue atrayendo a lo que sería la crema de la crema de la música británica. Jack Bruce ya era un residente, mientras Mick Jagger, Keith Richards, Brian Jones, Rod Stewart, Eric Clapton y muchos otros eran apenas unos aspirantes.

Medio siglo más tarde, pisando los 70 años, pero con el mismo entusiasmo, Jack Bruce se apresta a visitar Buenos Aires. Su historia no es solamente la de un pionero que estuvo primero en el lugar adecuado sino la de un músico que transformó la historia del bajo eléctrico y que se constituyó en referencia ineludible para instrumentistas como Jaco Pastorius, Bootsy Collins, Flea y Sting, por nombrar sólo algunos. Esto se puso de manifiesto sobre la pulcra pantalla de la BBC en el documental que la señal estrenó a comienzos de 2012: Jack Bruce: The Man Behind The Bass. Se trata del mismo músico que habla con Radar por teléfono desde su casa en Inglaterra y se muestra un tanto escéptico con tanta alabanza filmada. “Sí, vi ese documental, de hecho participé mucho en él, me hicieron un reportaje muy largo y muy completo. Es muy lindo saber que tanta gente reconoce tu trabajo y tu influencia, pero tampoco me tomo muy en serio todo lo que se dice allí. Porque todos hablan bien, lo cual es lógico si aceptan participar en un documental sobre alguien; no vas a aceptar si esa persona te desagrada. Pero, dentro mío, yo sé qué es verdad y qué no es verdad de todo lo que se dice. Es una verdad personal. Sin embargo, me parece que todos los testimonios son honestos y sinceros, y eso me gusta mucho. Aunque no sea para tanto.”




Reducir a Jack Bruce al papel de bajista es olvidarse de que también ha sido muy importante su desempeño como cantante, utilizando un modo novedoso, inédito para los británicos hasta mediados de los ’60, cuando Bruce conformó Cream con Eric Clapton y Ginger Baker. La voz, la intensidad y el tono de Jack Bruce hicieron que Clapton prefiriera cantar solamente unas pocas canciones, pese a que ya se decía que era Dios. Era un estilo completamente nuevo y libre de frasear, alternando rugidos y falsetes de un volumen notable. Un estilo que quedó plasmado en canciones como “White Room” de Cream, en donde muestra una versatilidad vocal asombrosa. “Sí, es verdad que yo cantaba de un modo diferente del que se cantaba en aquel tiempo, pero tiene que ver con mi formación. Comencé a cantar cuando era niño en el coro de la iglesia, donde teníamos un repertorio de lo más variado con hits muy particulares del momento, antes de que apareciera el rock and roll. En ese coro tuve un gran entrenamiento y pude desarrollarme, pero después mi voz cambió, a los 13 o 14 años, así que tuve que cantar de otra manera, con el consiguiente reaprendizaje. Concretamente tuve un entrenamiento bueno en música clásica cuando estudié el cello, con un poco de canto. Entonces, cuando comencé a cantar en Cream, pude encontrar mi voz muy rápidamente por todo el conocimiento adquirido en la música clásica. Sin embargo, lo que salió fue el blues.”

Jack Bruce se ligó con la escena del Ealing Club porque su carrera musical se inició cuando era poco más que un niño. Sus habilidades como instrumentista se pusieron de manifiesto cuando explotaba el jazz en los años ’50 en Gran Bretaña, y había mucha demanda de bajistas. Así que, muy pronto, Jack Bruce comenzó a ser requerido y a ganar más dinero que su padre, lo que no era mal visto en la familia, pero sí en su escuela secundaria. “Yo aprendí a tocar el cello en la secundaria –recuerda Bruce–, tuve una formación clásica y después pasé al bajo. Pero eso duró poco tiempo porque no me gustaba practicar mucho y yo tenía ganas de tocar otras clases de música. Si te fijás en algunas biografías mías que están circulando por Internet, va a aparecer que me echaron del colegio por querer tocar jazz, pero desde ya te digo que eso es una mentira: yo soy el que se fue. Eso sí, me dieron a elegir: ‘Abandonás el jazz o te vas’. Y me fui.”



Lo habitual es que un músico de blues evolucione hacia el jazz, que es una música más sofisticada, pero Jack Bruce realizó el camino contrario y se zambulló de cabeza en el blues, que no dejaba de ser una novedad en Gran Bretaña. “Sí, el blues, pese a ser más simple, era algo más sofisticado. El primer contacto que tuve con algo que genuinamente pudiésemos llamar blues fue con los discos de Ray Charles, que tampoco era blues tradicional sino una mezcla más sofisticada aun de blues, jazz y otras cosas que estaban surgiendo. Y así es como descubrí esa música, ese sentimiento musical. Yo grabé un disco de jazz con un saxofonista británico llamado Dick Heckstall-Smith, que estaba también en una banda llamada The Alexis Korner Blues Incorporated, y me invitó a probarme para tocar con ellos. Así descubrí no solamente a Alexis Korner, que era todo un personaje, sino también que había una escena de blues en Gran Bretaña, lo que me llamó mucho la atención, porque el blues era una clase de música prácticamente desconocida, salvo para aquellos que tocaban jazz, como yo, que teníamos una idea. Pero no había bandas de blues puro. Fue una gran oportunidad tocar con Alexis Korner.”

De esa escena para pocos surgieron grupos para multitudes como The Rolling Stones, The Animals, The Yardbirds y la Graham Bond Organization, que fue el siguiente grupo en el que Jack Bruce participó y donde comenzó a conocerse con el baterista Ginger Baker, que había entrado a Blues Incorporated cuando Charlie Watts dejó ese grupo para sumarse a los incipientes Rolling Stones. La relación Bruce-Baker sería un vínculo de amor/odio; por un lado conformaron una de las bases rítmicas más poderosas de todos los tiempos, pero por el otro siempre tuvieron un enfrentamiento que solían trasladar al escenario, a los discos y a la convivencia dentro de una banda. De hecho, Bruce fue despedido de la Graham Bond Organization (a instancias de Baker) y consiguió trabajo en una banda pop muy exitosa: Manfred Mann, que gozaba de una segunda oleada de popularidad gracias a “Pretty Flamingo” en 1966, cuando Jack Bruce ya era su bajista... a regañadientes. “No fue una buena experiencia la de Manfred Mann porque eran un grupo muy pop. Yo no estaba muy feliz ahí adentro; la música no ofrecía ningún tipo de desafío, pero así eran esos tiempos. Yo tenía ganas de experimentar, tratar de encontrar una dirección poderosa para mi música, y estaba claro que eso no iba a suceder con Manfred Mann. Pero tengo que reconocer que con ellos hice un buen dinero. ¡Y vaya si lo necesitaba! No era mi idea musical, simplemente. Y reconozco que lo hice por la plata.”

John Mayall, otro patriarca del blues inglés, gozaba de un enorme prestigio que ponía a su alcance a lo más exquisito de la escena musical inglesa. Fue allí donde Eric Clapton se cruzó en algún show esporádico con Jack Bruce y tomó nota de sus habilidades musicales; también allí conoció a Ginger Baker, y después de dejar registrado el insuperable Bluesbreaker with Eric Clapton, disco que lo puso en primer plano, Clapton le propuso seriamente a Ginger Baker formar una banda. Pero la condición era que Jack Bruce fuese el bajista, a lo que Baker se rehusó desde el comienzo, pero que terminó aceptando. Ese fue el nacimiento de Cream, un parto inducido por Clapton, que cambió el sonido del rock británico. “Yo diría que mi relación con Ginger Baker no siempre ha sido mala –equilibra Bruce hoy–. Es una cuestión de disciplina; a veces uno estaba más disciplinado que el otro. Y el que estaba más disciplinado a veces tenía el rol del policía malo. Digamos que no nos llevábamos muy bien.”

En 1966, Cream marcó una nueva dirección en el rock inglés, inaugurando el formato de power trío, con excesiva amplificación (para aquel tiempo) y extraordinaria capacidad instrumental, condimentada con especias psicodélicas que llegaban desde Estados Unidos. Sabor que hoy Jack Bruce no reconoce. “En el comienzo de Cream, el espíritu que reinaba era el de hacer algo que fuera realmente bueno. En los primeros tiempos tocábamos blues, lo que estaba muy bien, pero yo quería escribir música que partiera del blues y que se extendiera por fuera del género. Nunca pensé que la música de Cream fuera particularmente psicodélica, ni siquiera ahora sé que es lo que significa la ‘música psicodélica’. Podría nombrarte drogas psicodélicas, ropas psicodélicas, pero no podría decir que nuestra música era psicodélica. Bah, a lo mejor sí, pero no lo sé. Lo que sí creo es que nuestra música era trascendental.”



Pese al impacto que hizo que Cream vendiera millones de álbumes y brindara shows memorables, su vida fue breve debido al conflicto eterno entre Bruce y Baker, que siempre ganaba el primero por disponer de un enorme equipo de amplificación. Baker acostumbraba a hacer un larguísimo solo de batería, y cuando Bruce lo consideraba excesivo, lo interrumpía. Clapton no pudo arbitrar esa querella y el grupo se disolvió. Jack Bruce inició entonces una carrera solista con suerte dispar, que arrancó con un gran disco, Songs for a Taylor, que tuvo mucha repercusión. Pero el espíritu nómade de Bruce lo llevó a formar un grupo de jazz, Lifetime, con el baterista Tony Williams y el guitarrista John McLaughlin, lo que no ayudó a que Bruce pudiera tener una carrera solista estable. Sin embargo, Bruce lo ve de otra manera: “Creo que mi carrera solista ha sido muy feliz porque he podido hacer muchas cosas y tocar con toda clase de gente”. Una de las experiencias más notables fue el haber compartido una grabación con Frank Zappa y el baterista Jim Gordon que terminó convirtiéndose en el clásico Apostrophe. Pero ninguno de los dos la recuerda como memorable. Zappa dijo que le resultaba complicado tocar con Bruce porque metía muchas notas. Bruce dice hoy: “Frank originalmente quería que yo grabase cello en ‘Apostrophe’, pero como no tenía uno utilicé el bajo e improvisamos toda la canción. Yo sabía que Frank tocaba la guitarra, pero pienso que era mejor como compositor”.





Jack Bruce tuvo una larga y fecunda carrera durante los ’80 y los ’90, esporádicamente interrumpida por problemas de salud, algunos de ellos derivados de excesos químicos que finalmente pudo controlar. Pese al castigo que sufrió su cuerpo, hoy, a los 70 años, transmite la misma pasión que en sus años juveniles sin que su habilidad musical haya sufrido en ese largo tránsito. “Tuve buenos y malos momentos –reconoce Bruce–; por ejemplo, la pasé muy bien cuando me sumé a la banda de Ringo Starr, a fines de los ’90. Fue un placer porque primero tocábamos canciones de Los Beatles, después algunas de Ringo, y por último cada uno de los músicos podía tocar tres o cuatro de las suyas. Era como una gran fiesta. Lo disfruté mucho y aprendí bastante trabajando con Ringo, sobre todo a la hora de armar un show.”

Contra todos los pronósticos, Cream volvió a reunirse en 2005 para tocar en el Royal Albert Hall (donde se despidieron en 1968) y en el Madison Square Garden. Los tres miembros consideraron la experiencia como positiva, aunque Bruce ponga alguna distancia. “La reunión de Cream estuvo bastante bien, aunque a la vez creo que tendríamos que haber seguido tocando juntos para llegar al verdadero grado de desarrollo que ameritaba una reunión de Cream. Pero creo que es más una cosa mía, dejémoslo ahí. Podríamos haberlo hecho mucho mejor. Yo prefiero seguir trabajando por mi cuenta, más que seguir pensando en otra reunión de Cream.”

Hoy, al frente de la Big Blues Band, Jack Bruce confiesa haber pasado por Ezeiza, pero siempre en conexión de vuelo. “Esta vez quiero pisar tierra firme –asegura–. Tengo una gran banda, son músicos mucho más chicos que yo, pero muy cuidadosos con lo que tocan, muy entusiastas, y sobre todo son muy divertidos.” Antes de la despedida, una última pregunta lo hace reflexionar a larga distancia. Jack Bruce sobrevivió al éxito, al fracaso, a las adicciones, a un cáncer que lo llevó a requerir de un trasplante de hígado. ¿De donde sacó las fuerzas? “Creo que es amar lo que hacés. Es todo lo que te puedo decir. Dejá atrás todo lo que te haga mal y seguí adelante, hasta que no puedas más. Yo no sé cómo lo hice, pero me di patadas en el culo hasta que arranqué.”
 
 


JACK BRUCE entrevistado por Gloria Guerrero.


 “Amo reencontrarme con mis viejas canciones”


Aunque su fama se estableció durante sus años con Cream, el trío que compartía con Eric Clapton y Ginger Baker, el bajista hizo música con medio mundo, desde Frank Zappa y Lou Reed hasta Ringo Starr y Mick Taylor. “Yo no toco jazz, yo toco Jack”, afirma.

Por Gloria Guerrero

Jack Bruce no había salido aún de la adolescencia cuando ya tocaba con los pioneros del rhythm & blues inglés: Alexis Korner y Graham Bond. A poco de cumplir la mayoría de edad formaba Cream con Eric Clapton y Ginger Baker, el power trío que en lo poquísimo que duró –sólo tres años– vendió 16 millones de discos y terminó inventando una nueva manera de hacer música en serio. Desde entonces, el cantante, compositor y bajista escocés (también guitarrista, tecladista, armoniquista y chelista) ha conseguido una carrera brillante; trabajó con los instrumentistas más respetados y dejó –y sigue dejando– algunas de las canciones más recordadas de la historia. Y también algunas de las zapadas más intensas de la historia: “Sweet Wine”, del primer disco de Cream (Fresh Cream, 1966), cuya duración original era de 3,27 minutos, a lo largo de los años fue estirándose y estirándose hasta alcanzar versiones de 6,40... 7,17... 9,25... ¡y 14,12!, a puro vapor. Hoy muchos críticos prefieren dejar de lado la palabra “rock” y consideran a Bruce “un músico de jazz y blues”. ¿Pero a él qué le parece? “Yo no toco jazz, yo toco Jack”, se ríe el hombre que en mayo próximo cumplirá 70 y que dentro de pocas horas dará un concierto en el teatro Gran Rex de Buenos Aires. Resulta inexplicable, si se habla de un país que ha recibido a prácticamente todo bicho cantor que camine o se arrastre por el orbe, que sea ésta la primera vez que Bruce toca en la Argentina.
Se sabe que detrás de todo gran bajista hay un gran baterista, pero a la hora de preferir a algunos, a Bruce le cuesta: “No me gusta tener que elegir”, admite. “Pero tengo recuerdos maravillosos de cuando toqué con Tony Williams, y con Ringo Starr...” Bruce giró con la All-Starr Band entre 1997 y 2000; con Tony Williams (ya fallecido, ex baterista del gran Miles Davis cuando tenía sólo 17) compartió a comienzos de los ’70 el Tony Williams Lifetime, cuarteto que se completaba con John McLaughlin en guitarra y Larry Young en órgano. Luego de la disolución de Cream, y antes de Williams, Bruce había formado una banda con Larry Coryell y el ex baterista de Jimi Hendrix: Mitch Mitchell. Luego, y hasta ahora, ha seguido siendo el líder de sus propios grupos, que incluyeron valiosos instrumentistas como Mick Taylor, Billy Cobham, Simon Phillips, Carla Bley, David Sancious o Gary Moore. Su discografía propia es apabullante, al igual que sus trabajos en colaboración: entre otros, estuvo con Lou Reed (en Berlin) y Frank Zappa (juntos compusieron las canciones de Apostrophe). Pero cuando se le pide que elija a sus dos guitarristas preferidos, es escueto: “John McLaughlin y Eric Clapton”, dice. Pero hubo otros, claro.

–En 1981, usted editó dos trabajos junto con Robin Trower: B.L.T. y Truce. En 2008, más de un cuarto de siglo después, los temas de ambos discos fueron compilados en 7 Moons, más algunas canciones nuevas. ¿Cómo surgió la idea de este reencuentro y qué tan natural le resulta componer junto al “Hendrix blanco”? –Bueno, Robin quería reeditar nuestros primeros álbumes en CD y le sugerí que compusiéramos un par de temas nuevos. Siempre es un placer trabajar con grandes músicos, y Robin es uno de los artistas más honestos y dedicados que he conocido en toda mi vida; también es un placer tocar junto con el finísimo baterista que participó en 7 Moons, mi gran amigo Gary Husband. El proyecto surgió de un modo tan sencillo y tan natural que decidimos hacer el álbum completo. De paso, Robin muere por las tostaditas de queso que hace mi mujer, Margrit, así que eso terminó de sellar nuestro pacto y escribimos 7 Moons en mi propia casa.

–Hace un par de años, luego de la reunión de Led Zeppelin, las redes sociales y YouTube intentaron hacer un escándalo con una declaración suya: “Cream es una banda diez veces mejor que Led Zeppelin”, dicen que dijo. ¿Lo dijo? Más aún: ¿lo piensa? –No, no... Hice una pequeña broma acerca de Zep y la prensa lo convirtió en una bola de nieve. De hecho, Jimmy Page es un antiguo gran amigo mío, y en las viejas épocas solíamos tocar juntos todo el tiempo. Por cierto, Jimmy vino a mi más reciente concierto en Londres, sólo para saludarme.

–Y, además de admirarlo como guitarrista, ¿qué tal se lleva con Eric Clapton (“God”)? La mayoría cree que el título de su precioso álbum de 2003, More Jack Than God (Más Jack que Dios), es una cargada a Clapton, por aquel “divino apodo” de las épocas de Cream. –Se dijo eso, y es momento de aclararlo... El título More Jack Than God viene de una sesión para aquel disco, donde yo tocaba la guitarra acústica junto con el guitarrista Godfrey Townsend. El ingeniero de grabación quería definir los volúmenes relativos de las dos guitarras y me preguntó si yo prefería “Más Jack que God” (por Godfrey)... ¡y ahí supe que ya tenía el título!

 

–Cream se separó inesperadamente, en su mejor momento; ¡llegó a decirse que Ginger Baker lo corrió a usted con un cuchillo! El trío se ha reunido más de una vez, pero después de los conciertos de 2005 se lo citó declarando: “Cream se terminó”. ¿De verdad cree que se terminó? –Primero, lamento desmentir lo del cuchillo: eso nunca pasó... Cream se separó porque Eric y yo queríamos hacer cosas diferentes. En cuanto a si Cream se acabó, mire: teníamos planes para reunirnos en 2013, pero creo que Ginger dijo o hizo algo que puso furioso a Eric... ¡y entonces ahora no sé qué va a pasar!
–Por más que el público se lo siga pidiendo y no pueda evitarlo, ¿le da placer tocar canciones de Cream en sus shows? –Me encanta hacer algunos de mis viejos temas. Son como mis hijos: ya tienen sus propias vidas en el mundo, pero me gusta encontrarme con ellos y saludarlos, una y otra vez.
–¿Qué música viene escuchando estos días? –Ah, Louis Armstrong Hot Five, el trío folk escocés Lau, Radiohead, Blind Willie Johnson, Nusrat Fateh Ali Khan, el nuevo álbum de Bobby Dylan: Tempest, Astor Piazzolla, las sonatas de piano de Prokofiev y Nikolai Kapuskin.

–La banda que lo acompaña en esta visita (His Big Blues Band) está formada por siete músicos muy jóvenes. ¿Cómo los eligió? –Yo no los elegí, ellos me eligieron a mí, y el destino nos juntó. Son los músicos más maravillosos de la nueva generación inglesa y los adoro. Y me parece que ustedes los van a adorar también.



Jack Bruce: “Soy un gran fan de Piazzolla”

En los ‘60, este bajista escocés conformó el power trío blusero Cream, con Eric Clapton y Ginger Baker. Hoy toca por primera vez en la Argentina y confiesa su amor por el tango.
Por Alfredo Rosso

Jack Bruce lleva más de medio siglo tocando rock, blues, jazz, avant-garde y hasta ritmos latinos. Bajista virtuoso y cantante de voz educada, fue pilar del legendario trío Cream, junto a Eric Clapton y Ginger Baker (de hecho, Clapton optó por dejarle la voz principal de la banda), y compuso clásicos como Sunshine of your Love y White Room . Antes de su debut en la Argentina - hoy por la noche, en el teatro Gran Rex-, el destacado músico escocés habló por telefóno con Clarín . Una verdadera leyenda del rock inglés, cuyo modelo de power trío, con base en el blues, inspiró incluso a nuestro Manal.

Hace cincuenta años entrabas en la Blues Incorporated de Alexis Korner, de donde salieron los propios Rolling Stones. ¿Qué recuerdos tenés de tus días con Jagger y Richards?

Tenía diecinueve años cuando toqué con Korner y fue fantástico hallarme en el centro de la escena musical londinense. Ese período -de 1960 al ‘63- fue un período muy excitante, porque el país todavía estaba bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial, de modo que ser parte del surgimiento de toda esa música fue como salir del blanco y negro hacia el color. Y yo tuve la enorme suerte de pulir mi arte y mi oficio con grandes músicos a mi alrededor.

De allí pasaste a la Graham Bond Organization...

Sí, y fue como ir a la universidad. Tuve una educación formal, en un conservatorio escocés, pero en un momento lo dejé para “salir al camino”. Allí comenzó mi verdadero aprendizaje. Con Graham Bond (un músico con raíces en el jazz que impuso el órgano Hammond en el Rhythm & Blues Inglés), fui acopiando ideas que luego se convertirían en canciones de Cream y de mis discos solistas. Fue una época muy creativa e intensa. ¡Llegamos a tocar trescientos recitales en un año!

Cream eran dos grupos: en vivo abundaban las improvisaciones virtuosas, pero en estudio exploraban nuevas posibilidades musicales. ¿Cómo hicieron todo eso en apenas dos años?

¡Trabajamos muy duro! (risas) Me gustaba estar en el estudio con Cream, porque fue la primera vez que tuvimos la chance de experimentar con sonidos, instrumentos, texturas. Antes simplemente entrabas, grababas y te ibas.

The Sound of ‘65 de la Graham Bond Organization se hizo en apenas tres horas… ¿Como viviste la reunión de Cream del 2005?

Llenó mis expectativas, hasta cierto punto, porque no estaba muy bien de salud. Estaba convalesciente de una operación muy seria y hubiera preferido esperar un poco más para recuperar del todo mis fuerzas, pero los tiempos de los músicos son así. Y aunque quizás no tuvimos la misma intensidad de 1967 o ‘68, fue realmente genial volver a tocar con Eric y con Ginger.

En años recientes tu música incorporó ritmos latinos. Hasta tenés un tema llamado “Milonga” en tu álbum “Shadows in the Air”.

He tocado con grandes músicos cubanos y portorriqueños, como Horacio “El Negro” Hernández y Milton Cardona, de quienes aprendí mucho sobre ritmos latinos. Y soy un gran fan de Astor Piazzolla.
Milonga fue improvisado en el estudio y aunque no sea una milonga, estrictamente hablando, es un homenaje a Astor y también un tributo a la música de la Argentina. Siempre fue mi ambición viajar a Sudamérica y, por una razón u otra, nunca se me había dado, así que estoy entusiasmado con esta visita. Es un sueño hecho realidad.

Has tocado en todos los formatos imaginarios: power tríos, cuartetos de jazz-rock, grandes orquestas. ¿Qué podés decirnos de la Big Blues Band con la que tocarás aquí?

Estamos juntos desde hace dos años, tocando mucho en Europa. Pienso que están entre los mejores músicos jóvenes que ha dado Gran Bretaña en los últimos tiempos. Además de grandes instrumentistas tienen un gran entusiasmo. Debo decir que hacemos un buen ruido juntos...


JACK BRUCE EL MÍTICO BAJISTA DE CREAM PASÓ POR BUENOS AIRES.


 

29 octubre, 2012

 

 Por: Alfredo Rosso

 


Jack Bruce pasó por el escenario del Gran Rex y fue una lección de música superlativa, sin etiquetas. Porque el legendario exCream tiene una base musical asentada sobre tres soportes bien definidos: el blues, el jazz y el rock, pero el repertorio que paseó por Buenos Aires también tiene un rincón especial para “Theme from an imaginary western”, una exquisita, sensible balada que forma parte de su canon musical desde que integrara su primer álbum solista, Songs for a Tailor, en 1969.

 
La estructura de la Big Blues Band permite ese ir y venir pendular cuyos extremos están firmemente asentados en la fusión de jazz y blues: la interacción más común se da entre las ráfagas que dispara el bajo de Jack y los dibujos de la experta guitarra de Tony Remy, pero hubo asimismo salpicadas interjecciones de percusión a cargo del baterista Frank Tontoh, una base poco conspicua pero efectiva en la construcción del sonido global en los teclados de Paddy Milner, y un significativo protagonismo  del trío de vientos –trompeta, saxo y el destacado trombón de Winston Rollins- a la hora de rubricar los arreglos y de trenzarse en el ir y venir de las improvisaciones instrumentales. Que están a la orden del día para dar una nueva dimensión a clásicos marcados a fuego en el ADN musical de Bruce, como “Politician”, “White room”, “We’re going wrong”, “Deserted cities of the heart” y “Sunshine of your love”, baluartes de la era Cream a los que podríamos agregar el blues “Spoonful” de Willie Dixon, hecho famoso por Howlin’ Wolf, y “Born under a bad sign” que popularizó en primer término Albert King. Podemos agregarlos sin dudarlo, porque el famoso trío que completaban Eric Clapton y Ginger Baker supo hacerlos suyos durante los escasos veintinueve meses que duró su arrollador embate de blues eléctrico y psicodelia. Que Jack Bruce aún pueda recrearlos con energía y autoridad, y hacer que conserven la relevancia de su mensaje intacta habla a las claras de que nos encontramos ante un músico verdaderamente excepcional.

 
Aunque el sonido de sala tuvo altibajos, es admirable comprobar que Bruce –además de su virtuosa maestría al comando del bajo fretless- conserva buena parte de su voz intacta en el umbral de los setenta años. Y no es una voz cualquiera: es un registro que puede acomodar la sutileza épica del citado “Theme for an imaginary western”, la intriga de “Ticket to the waterfalls”, la ironía sarcástica de “Politician” y el fatalismo de “Born under a bad sign”, dosificando la potencia y la tonalidad que requiere cada uno de esos temas. Vuelvo sobre el tema del repertorio porque se me antoja que este recital fue, en miniatura, un compendio apretado de la historia musical del gran músico escocés: pasó por sus influencias primales, y aquí a las citadas debo añadir la de Buddy Guy, que estuvo presente en el tema de largada, “First time I met the blues”. Luego Jack honró su pasaje por la Graham Bond Organization haciendo uno de los favoritos de aquella banda pionera de la fusion jazz/blues: “Neighbour neighbour”.
El final fue con otro tema de Willie Dixon, “Mellow down easy” y antes que de que ese estándar cerrase la cortina del Gran Rex, apareció otra muestra del Jack Bruce multidimensional: “The consul at sunset”, la rumba basada en la obra “Under the volcano”, del escritor Malcolm Lowry, que Jack grabara en otro de sus álbumes imprescindibles, Harmony Row, allá por 1971. Uno de los grandes, de todos los tiempos, pasó por Buenos Aires, y fue una noche inolvidable.


Jack Bruce en el Gran Rex 

 

 

Pocas bandas tuvieron una influencia tan notable en los músicos fundadores del rock nacional como Cream. Manal, Pappo’s blues, Pescado Rabioso y tantos otros tomaron muchas cosas del power trío integrado por Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker, poco después de que hubiera revolucionado el mundo del rock con una combinación letal de blues y psicodelia. Hoy, a 45 años de la irrupción de la banda inglesa, el 33 por ciento de esa formación, Jack Bruce, se presentó en vivo en el Teatro Gran Rex acompañado por media docena de músicos que conforman la Big Blues Band.

Baltasar Comotto
Baltasar Comotto, guitarrista del Indio Solari y del fallecido Luis Alberto Spinetta fue el telonero del legendario bajista escocés. Abrió con Sacude tu mente y siguió agitando las cuerdas de su Gibson Les Paul dorada con temas como Milestones y Blindado. Fueron seis canciones en media hora y Comotto y su banda se llevaron un discreto aplauso del público.

Jack Bruce –campera de cuero, camisa y jeans- apareció en escena dando unos pasos cortos, con su bajo a cuestas, mostrando algunas dificultades para caminar. Sólo lo acompañaban el guitarrista Tony Remy y el baterista Frank Tontoh. Comenzaron con First time I met the blues, un tema de Buddy Guy que no sonó para nada bien. La guitarra estaba muy arriba, la voz de Bruce casi no se escuchaba y la batería retumbaba sin piedad. Para el segundo tema -Neighbor, neighbor- subió la sección de vientos y el tecladista Paddy Milner. Aquí sonaron un poco mejor, pero la voz de Bruce seguía perdida, un poco porque el micrófono estaba bajo y otro poco porque los años hicieron mella en sus cuerdas vocales.

Paddy Milner y Jack Bruce
El primer tema que tocaron de Cream fue Politician. Claro que los vientos y el hammond le dieron un marco muy distinto a la versión que estamos acostumbrados a escuchar en Wheels of fire. Born under a bad sign, el clásico de Albert King, fue la siguiente canción que encaró la banda, con la guitarra poco ortodoxa de Remy desafiando a los solos del bajo. Cuando terminó, Bruce se sentó al piano. “Estoy contento de poder sentarme. Estoy algo cansado”, dijo mientras tocaba los primeros acordes de Theme for an imaginary western, ya con Nick Cohen cubriéndolo en el bajo.

Spoonful, de Howlin’ Wolf, fue el siguiente blues de la noche. Aquí el sonido había mejorado un poco y se pudo disfrutar el exquisito solo de trombón de Winston Rollins. Después, para el cierre, vinieron cuatro temas de Cream concatenados: la balada épica We're going wrong, Deserted cities of the heart –con dos bajos en escena- y los clásicos White room, que derivó con un enérgico solo de batería, y Sunshine of your love.

Jack Bruce decidió hacer uno de los bises sentado al piano. Cuando todos esperaban algún tema conocido él optó por The Consul at sunset, editado en su disco solista de 1971, Harmony row. Dejó el piano, volvió a tomar el bajo eléctrico y se acercó al micrófono. Desde la platea le pidieron Strange brew, I’m so glad y otros. Por un segundo pareció que él les iba a dar el gusto pero finalmente eligió Mellow down easy, de Willie Dixon. Y así se fue un show dispar, en el que Bruce hizo lo mejor que pudo y con onda, pese a que el sonido no estuvo a la altura de su leyenda. Pero al público pareció gustarle y él prometió regresar.


 En la noche del jueves 25 de octubre, Jack Bruce & Big Blues Band brindó un excelso recital en el teatro Gran Rex. Marcha te cuenta aquí la primera vez en Buenos Aires de este viejo blusero de ley.





 
 

Por Ariel Hendler. 


Lo mejor, como decía Kafka, es empezar por el medio. Pues bien, ahí al borde del escenario el setentón Jack Bruce machaca el eterno “spoonful, spoonful, spoonful” con voz algo cascada. Como lo hacía 45 años atrás en el primer long play de Cream, el power trío que compartió con Eric Clapton y el baterista Ginger Baker, y al que le debe el 99 por ciento de su fama y su leyenda. Fue su bajista, compositor, motor creativo, hombre orquesta y cantante en los dos o tres años que duró (´66/´68), tiempos vertiginosos y frenéticos. “Spoonful, spoonful, spoonful”, nos martilla ahora directo a los oídos y al corazón, en su primera visita a la Argentina.
La Big Blues Band que lo secunda tiene poco de las dos primeras “B”. Más bien, es un típico cuarteto de rock elaborado con una modesta sección de tres bronces. Recuerda sobre todo a un fugaz grupo que formó a mediados de los 70, que incluía también a Mick Taylor (dejó a los Stones para sumarse), sin nombre y que ni siquiera llegó a grabar, aunque se puede encontrar algo en youtube.
Un rock maduro, bien macerado, casi progresivo. Tal vez, un poco menos crudo que este, el que suena ahora en el Gran Rex,  35 años más tarde, apenas tamizado por el sonido envolvente de un órgano. Y con los bronces en clave asordinada, disonante, para poner unos acentos dark en el momento justo.

En el medio del escenario, con su bajo fretless a alto volumen y bien saturado como protagonista excluyente de la masa sonora, JB lleva la melodía, hace yeite, ordena y distribuye como un director de orquesta, ataca y contrapuntea. Y aparece en toda su dimensión cuando se bate con el guitarrista Tony Remy en unos duelos de cuerdas sin vencedores ni vencidos. Vestido como para ir a hacer las compras, canta, improvisa una especie de scat, bromea y hace gestos de Joe Pesci en Buenos Muchachos. Pega una vueltita canchera por el escenario “como si fuera Bryan Ferry” y se ríe solo de su poca gracia. Sale mucho mejor parado cuando posa de perfil haciendo pata ancha: casi un logotipo de sí mismo.

Antes de JB, el bajo solía recaer en seres oscuros como Bill Wyman (RS) y John Entwistle (Who), o poco dotados como Stu Stucliffe en los proto Beatles. Más tarde, a fines de los 70, lo puso de moda el jazz-rockero Jaco Pastorius. Nadie recordaba entonces que Jack Bruce había inventado todo mucho antes, en Cream cuando se animó a meter su bajo a la misma altura que la viola de Clapton. Porque él es el hombre del bajo por excelencia en la historia del rock, el “Bajo-Man”, aunque su baja estatura de antihéroe, su falta de vocación para el estrellato y su nulo instinto marketinero hayan conspirado contra su beatificación.

Hasta se abstuvo, y se lo agradecemos, de haberse subido al tren del boom tardío del blues entre fines de los 80 y principios de los 90, años vacíos en los que endiosó a los Blues Brothers, Buddy Guy, Stevie Ray Vaughan: una moda retro. Esos años en que un B.B. King reinventado por U2 venía a Buenos Aires a tirarle púas al público en shows que daban vergüenza ajena. Puro circo, puro curro. Pero la historia de Jack Bruce pasa por otro lado, como se va notando a medida que transcurre el concierto, porque acá no hay nada de show.

En esta Big Blues Band, no están las letanías y nostalgias casi for export del blues ortodoxo, más allá de un sentido homenaje al género con “La primera vez que conocí el blues” (First time I Met the Blues), tema que viene de sus inicios en el under londinense con el grupo de Graham Bond. Tampoco nos somete a esa “solomanía” rutinaria que muchas veces se agota ya al segundo tema. Hasta la versión de Spoonful es “oscurísima”, con todo el protagonismo para el trombón. Sin demagogia. Como si no le interesara contarnos el mismo cuento que ya sabemos.

Porque lo de Jack Bruce es otra cosa, como se va notando a medida que transcurre el concierto. Una muralla maciza y compacta de sonido en la que el bajo, siempre en el registro más grave, funciona como al mismo tiempo como la columna vertebral  y la amalgama que llena todos los huecos. Una perfomance demoledora, por citar un lugar común –aunque adecuado en este caso. Pero también hay un descanso cuando el multi instrumentista JB se sienta al piano (y el interés decae), y un gran final a puro Cream, con hits White Room y Sunshine of Your Love atendidos por su propio dueño.
La respuesta es un cantito futbolero, de los más jóvenes, para pedir los bises: “Olé, olé, olé, olé/Jack Bruce, Jack Bruce”. Los cincuentones, amplia mayoría, satisfechos por haberse cobrado una vieja deuda pendiente.

Jack Bruce & Big Blues Band está compuesto por Jack Bruce - Voz, bajo, piano-, Tony Remy - Guitarrra-, Frank Tontoh - Batería-, Paddy Milner - Piano, órgano-, Nick Cohen - Bajo (suplente)-, Winston Rollins -Trombón-, Derek Nash - Saxo Tenor- y Paul Newton - Trompeta-.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

TEMPEST, EL NUEVO DISCO DE BOB DYLAN



La tormenta perfecta

 

A los 71 años, Bob Dylan no se baja de la cumbre. Desde que a comienzos del 2000 volvió a grabar discos de temas propios con un sonido que parecía venir del futuro y del pasado al mismo tiempo, que hundía sus raíces en el blues y su larga descendencia americana, cada uno de sus discos son asombrosos: por su sonido, por su lírica, por su manera de reinterpretar la tradición para hacer algo nuevo y único. Ahora, en Tempest parece haber conjurado los mejores dones de esta etapa: con un sonido suelto, poderoso y sutil, unas letras cargadas de sentido y tragedia y una capacidad de captar la oscuridad del presente con metáforas, historias y versos de sorprendente naturalidad –incluida una alegoría de 14 minutos sobre el hundimiento de EE.UU. y del Titanic, un reflejo ácido de la codicia y un homenaje impresionante a John Lennon–.
  
 Por Pipo Lernoud

La madurez de un artista llega cuando está en pleno control de sus capacidades técnicas, pero no se nota. Cuando sus experimentaciones y sus exploraciones han dado paso a un flujo natural de creatividad, casi sin esfuerzo, como querían los maestros chinos de la dinastía Tang.
Bob Dylan es un artista maduro. Pero tiene una historia.
Fue uno de los grandes artistas del siglo XX. Lo comparan con Shakespeare, por la amplitud y diversidad de su obra, los personajes que la habitan, los muchos estilos de los que se adueña y transforma, las transformaciones que produjo en el lenguaje y en los giros cotidianos del habla popular, empapados de sus metáforas. Pero muchos prefieren equipararlo a Picasso: durante su reinado, lideró todos los cambios que se produjeron en el arte, siempre fue más lejos y más hondo que sus coetáneos.

La revista Newsweek fue aún más lejos: “Dylan es el Einstein de la cultura moderna”. Prácticamente transformó la música popular a partir de comienzos de los sesenta, y el mundo ya no volvería a ser el mismo. Cambió la manera en que vemos el universo que nos rodea y nos vemos a no-sotros mismos. Un día enchufó su guitarra Fender y, con un aullido, dijo: “Algo está pasando aquí y no sabemos qué es, ¡¿no es cierto, amigo?!”.
A partir de Dylan, el mundo dejó de tener interpretaciones rigurosas, verdades indiscutibles, etiquetas y títulos. Todo está en flujo, todo cambia, y vivir es navegar esos cambios.

No sólo en la música. No sólo Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Caetano Veloso, Charly García, John Lennon o Kurt Cobain son hijos reconocidos de Dylan, también mucho del cine que vemos, la televisión que nos invade, las novelas que leemos, la ropa que nos ponemos. La cultura popular de la segunda mitad del siglo XX está empapada de Dylan.
Todo esto es mucho para llevar sobre las espaldas de una sola persona, y hubo épocas en que no pudo soportarlo. Cuando lo llamaron “el portavoz de una generación”, a los veintipico, alucinado, chocó con la moto y pareció que había muerto, que todo había terminado, desapareció del ojo público. Pero se fue para volver, descansado y sano, y batir otro record de vanguardismo: retomó sus raíces y disparó unos discos de folklore actualizado que hicieron que todos los rockeros cambiaran su sonido y en el proceso inventó un nuevo genero, el country rock.

Acaba de cumplir cincuenta años de carrera (en el verdadero sentido de la palabra carrera, de “¿quién me alcanza?”) y muchas veces, entre Oscar y Grammy, entre universidades que lo estudian y celebridades que lo cortejan, tuvo que volver a esconderse, como le gusta decir, “en algún patio trasero de la casa de un amigo, donde crecen los yuyos y tienen su madriguera las ardillas”.

Dylan se construyó una alarma interna, una válvula de seguridad que se dispara cuando el show business o la fama lo están afectando. Parece decir: “Cuando perdés la dirección de tu búsqueda, no mires hacia atrás tratando de recordar cuál era tu camino; mirá para adentro. Andá más hondo, aceptá con más crudeza lo que te pasa, porque ésa es la materia de tu arte”.
Ir más hondo para Dylan es ir a las raíces, a la música que lo prendía fuego en su adolescencia, los viejos negros bluseros y las interminables historias del folklore. Es un chico del interior, criado en Hibbing, un pueblo del helado norte destruido por la minería, casi borrado del mapa. Y siempre se sintió incómodo con las luces del centro, la sofisticación de Nueva York, el glamour de Los Angeles. Aunque fue el más moderno de los modernos y se peinó con los pelos parados antes que nadie, aunque todos imitaran sus saquitos de diseño y sus botitas altas, el mundo del espectáculo no es lo suyo. Un hombre parco y hosco, que no dice una palabra sobre el escenario mientras las multitudes lo adoran, un flaco desgarbado y con cara de pocos amigos, que llega a Buenos Aires y pregunta dónde puede ir a practicar box, antes de escupir sobre el escenario decenas de obras maestras con un rictus que es lo más alejado de la habitual sonrisa de dentífrico de los famosos de turno.
Doblando el codo del milenio, ya un hombre mayor de voz gastada y movimientos lentos, Dylan ha vuelto a brillar con una claridad cegadora. ¿Cúal es la temática de un rockero de setenta años? No va a repetir la consabida “Nena, qué linda sos, vamos a bailar” que ya demolió con sus canciones inspiradas en Rimbaud y los surrealistas, allá por el ’65. No va a hablar del circo beat en el que están metidos los rockeros famosos, porque ya escapó del reality fabricado por los medios. Va a hablar de lo que significa volverse viejo: ser más sabio, tal vez, más experimentado, seguro. Pero también lleno de miedos y torpezas, encerrado en este cuerpo que se escapa, viendo esta película interna del carnaval del mundo, que ha visto pasar, durante tanto tiempo... “No está oscuro todavía”, dijo hace unos años en una canción conmovedora. “Sólo estoy tratando de llegar al cielo antes de que cierren la puerta.”

En la última década, Dylan puso en práctica la máxima de hierro que forjó en el Di Tella nuestro maravilloso Federico Peralta Ramos: “Lo que no está dentro tuyo, no te pertenece”. Y Dylan, uno de los hombres más ricos del show business, dueño de mansiones y ranchos en diversas partes de Estados Unidos, se embarcó en una Gira Interminable. Viviendo en ómnibus y hoteles de pueblo, pasando ciudades como cuentas de un collar, durmiendo, comiendo y cantando, durante años. Porque lo que está adentro suyo son las canciones, no las mansiones y los ranchos. Lo que le pertenece son las palabras, los sonidos, los sentimientos que muestra, sobre el escenario, siempre nuevos, un día tras otro. “Eso es lo que sé hacer”, se justifica Dylan. “I am just a song and dance man.”

Y aquí es donde entra a jugar lo del artista maduro, casi a pesar suyo, que no se considera ni artista ni maduro. Dylan acaba de sacar un disco sólido como una roca, y furioso como un relámpago. Por algo se llama Tempest, tempestad, en disimulado homenaje a la última obra de Shakespeare, en la que las olas van acumulando en la playa de un nuevo mundo los restos del naufragio del viejo. Para contar ese naufragio, Dylan ha vuelto a las raíces otra vez. Regresó a lo que fue, hace cuarenta y cinco años, la palanca con la que movió el mundo: largas canciones exquisitamente tocadas sobre las que se explaya una interminable historia de fracasos, mentiras, esperanzas. Lo de siempre, dicho así, pero con varias vueltas de tuerca. Su voz ya no es el gangoso y monocorde lamento de su juventud, es la ronca confesión de un tipo que las vivió todas, y casi no le queda voz para contarlas. Las canciones son redondas, de melodía perfecta, sostenidas por un tejido sonoro asombroso, llevado adelante por los piratas que lo acompañaron aquí, expertos en sus instrumentos, puestos en función de la palabra, acolchonando las elaboradas creaciones de un maestro que, parece cosa e mandinga, todavía tiene muchísimo para decir.

ENTREVISTA CON ELIADES OCHOA, EL GRAN SOBREVIVIENTE DEL BUENA VISTA


 

SOY LO QUE SON

 

Elíades Ochoa fue músico desde niño, en Santiago de Cuba. Tocó por monedas en las calles, tocó en prostíbulos, tocó como profesional en las radios del Estado después de la Revolución. Cuando en 1997 Ry Cooder llegó a La Habana para grabar el legendario Buena Vista Social Club, era uno de los pocos que no necesitaban ser redescubierto: tenía 50 años y la convocatoria para formar el supergrupo lo encontró en Londres. Después de los 15 millones de discos vendidos con BVSC (Ochoa es la voz de “Chan Chan”) este hombre que es el gran representante de la música rural cubana, el mejor representante del son, sigue al frente del Cuarteto Patria, que lidera desde 1978, y con el que gira por el mundo. En su paso por Buenos Aires, habló con Radar de todas las Cubas que vio, oyó y tocó.

Por Claudio Kleiman

En algún momento, quizá por su costumbre de vestirse de negro y usar sombrero, quizá por el hecho de hacer música campesina –equivalente de la música country–, quizá por la ocurrencia de algún periodista que pensó que era adecuado para presentarlo a una audiencia que lo conoció a través de Ry Cooder, a Elíades Ochoa se lo llamó “el Johnny Cash cubano”. Pero más allá de eso, la importancia de este hombre que deslumbró al mundo a través del Buena Vista Social Club y que encabeza el Cuarteto Patria desde 1978 no precisa de ninguna comparación para fascinar a través del sonido plañidero y evocativo de su voz y el timbre único de su guitarra. El cuarteto representa la música tradicional de Santiago de Cuba, en el oriente de la isla, donde se origina el son. Es una música rural, cuyo sonido se basa principalmente en las guitarras, contrabajo y percusión, que tiene una característica diferente, tanto en la instrumentación como en el ritmo, de la música urbana con base en La Habana, montada sobre un sonido más orquestal y explosivo, derivado del mambo y la rumba, que originaron lo que posteriormente se conocería como “salsa”.

Lo mismo puede aplicarse a la personalidad de este músico, que retomó su contacto con la Argentina luego de varios años de ausencia, al frente de una nueva formación del Cuarteto Patria (que ya no es cuarteto, pero el nombre es una tradición que no debería cambiarse), para dar un recital en Buenos Aires en el Teatro Coliseo, y en varias ciudades del interior a las que llegaba por primera vez. Aunque es una estrella internacional, su cálido temperamento y hablar cansino denotan su origen campesino, con una tranquilidad y sencillez que ninguna agenda cosmopolita podrá sacarle, así como tampoco la costumbre de referirse a sí mismo en tercera persona, quizá como una forma de mediatizar la responsabilidad de tener que hablar de él.
Elíades Ochoa está en una posición única. Con 65 años, es lo suficientemente viejo para haber conocido de primera mano a los grandes de la música tradicional, que le “pasaron la antorcha”, en algunos casos literalmente, como Pancho Cobas cuando le confió el liderazgo del Cuarteto Patria, y lo bastante joven como para relacionarse sin prejuicios con músicos del campo de la world music e incluso del rock. También sucede lo mismo con el Buena Vista Social Club, donde fue la primera voz de varios de los temas más celebrados (y exitosos) de aquel maravilloso álbum original de 1997, como “El cuarto de Tula”, “El carretero”, y por supuesto, el “Chan Chan”, que fue estrenado en su versión original por el Cuarteto Patria con Francisco Repilado –es decir, Compay Segundo– en 1989. En el momento del lanzamiento del BVSC, Ochoa era uno de sus integrantes más jóvenes, que pasaba apenas los 50 años. Actualmente, sólo él y Omara Portuondo continúan en actividad, entre las principales figuras de ese colectivo.

¿Cómo es el trabajo que viene desarrollando en la actualidad con el Cuarteto Patria? ¿Es diferente de lo que vimos en 2001?

–Ha cambiado un poco el sonido. Recuerdo que empecé con Cuarteto Patria, cuatro músicos, pero después me fui volviendo un poco ambicioso y quería que se sintiera la música más fuerte. Porque no era lo mismo bailar con la música que hacía el Cuarteto Patria, que bailar con el cuarteto más dos trompetas, más un piano. El repertorio no ha cambiado y la armonía de cada son, de cada bolero, de cualquier música que hagamos, tampoco. Eso se puede enriquecer, pero golpearlo no. El fuerte de nosotros es ése, el son, la música tradicional cubana, el bolero, la guaracha, el changuí, el afro. Podemos cambiar un músico, sacar uno y poner otro, pero el repertorio se mantiene. Ahora se va a oír cómo estoy trabajando desde hace unos años, sin golpear la armonía que lleva cada tema, pero con más fuerza. No se van a oír cambios raros, ni disonancias, nada de eso, es el son, pero con más música. Hago un solo con la guitarra y detrás de eso vienen las trompetas, entonces se escucha más fuerte y más bonito.

¿Cuáles eran las máximas figuras del son, que usted admiraba cuando empezó a armar sus primeros grupos?

–Yo oía mucho al Trío Matamoros, abrí los ojos oyendo al Dúo Los Compadres, al Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, y a otros, pero siempre en ese estilo. Esa gente tenía una forma de trabajar y un repertorio, y después venía la Orquesta Jorrin, la Orquesta Aragón, que tenían otra forma de trabajar. Gente como Ñico Saquito creó un estilo, si hablamos de Los Compadres de la década del ’50, también crearon un estilo. Y el Trío Matamoros, yo no soy historiador ni musicólogo pero sé oír, y el “Son de la Loma” fue uno de los que dieron a conocer el son.

¿Cómo era su primera guitarra?

–Una que me compró mi padre, pero estamos hablando de unos 55 años atrás. La guitarra aquélla era una guitarra hecha a mano, sin ningún molde, y las clavijas eran de madera, que se metían en un agujero, y cuando el agujero se agrandaba había que meterla en el agua para que la madera se hinchara y así poder afinarla. Y sin embargo, aquella guitarra era una felicidad.

Usted era de familia humilde...

–Yo creo que podría decirse que soy, no que fui. Yo sé que la vida ha cambiado, la música me ha dado la posibilidad de tener lo que yo pensé, porque siendo muy niño recuerdo que oía al Dúo Los Compadres, a Matamoros, en una radiecita así pequeña con una pila, allá en las montañas. Y a través de esa radiecita sentía a aquel grupo trabajando, esa música que salía por ahí, y yo también quería cuando fuera un hombre, tocar y ver si salía por ahí también. Y creo que sucedió, porque he llegado bastante a la radio.

¿Es verdad que tocaba la guitarra en la calle, para pedir monedas?

–Eso fue un encuentro un Día de Reyes, en una esquina del barrio donde vivía, allá en Santiago de Cuba. Nos pusimos a tocar con los muchachos del barrio, uno tocaba una latita, otro con un par de claves y yo cantando y tocando mi guitarra. Hicimos una raya con tiza y pusimos marcas de cinco céntimos, tres céntimos, para que la gente dejara caer monedas. Y empezó a llegar gente, que le llamaba la atención verme porque yo tenía prácticamente el mismo tamaño que la guitarra, y entonces dejaban caer sus monedas, además era el Día de Reyes, día de los niños. En aquel momento, para nosotros, los muchachos del barrio, salir de allí y contar y que hubiera cincuentaitantos céntimos, casi sesenta, era una fiesta. Luego ya esto se hizo un tanto sofisticado, porque me di cuenta de que llamaba la atención cómo tocaba y cantaba, y que la gente se reunía. Entonces empecé a hacerlo, pero ya no en la esquina de mi casa, me iba para acá y para allá, me fui metiendo y metiendo, y llegó el momento en que con 12 o 13 años, tocaba en todos los barrios y en todos los bares, teniendo como prioridad los bares de prostitución, porque las mujeres que se ganaban la vida de esa forma, me ayudaban mucho. Así me pasé muchos años, aproximadamente entre el ’58 y el ’61, tocando en la calle.

O sea que eso fue antes y después de la Revolución.

–Luego de la Revolución todavía estuve como dos años haciendo lo mismo. Después me avisaron, y me hicieron un contrato para trabajar ya como músico profesional en un programa campesino, Trinchera Agraria, en una emisora de radio. Pero ya ahí el Estado me daba un sueldo, tenía un salario. Y después había otra emisora de radio regional en la que me hicieron otro contrato para trabajar en un programa similar. Ya tenía dos programas de radio, y pasé a ser un artista profesional.

La Revolución cambió su forma de trabajo, y le permitió convertirse en un artista profesional. ¿También cambió la música?

–No, para nada. Hubo un momento en que la Revolución hace el Consejo Nacional de Cultura, que agrupa a los músicos que andábamos así, y después pasó a ser lo que es hoy el Ministerio de Cultura, ya se interesaban por el artista y esas cosas, pero la música no cambió. Yo cantaba el “Son de la Loma” en el ’58, y en el ’62, después de la Revolución, la seguía cantando. Los cambios en la música son problemas del músico, la Revolución no se metía con eso.

¿Cómo se produce su ingreso en el Cuarteto Patria? El grupo ya existía antes de que usted se integrara.

–El Cuarteto Patria viene del año ’39, y a mí me entregan la batuta del Cuarteto en 1978, ya el Patria tenía muchos años. Me metí y me dieron la oportunidad de hacer las cosas como yo las entendía. Y así hasta hoy.

¿En qué momento comienza a llamarse Cuarteto Patria?

–El nombre es un homenaje a una revolucionaria, Emilia García. Ella tocaba en el grupo cuando aún no tenía ese nombre; eran Pancho (Cobas) en el tres, Maduro (Rigoberto Echeverría) que acompañaba con la guitarra, y ella tocaba las maracas. Emilia tenía un sobrenombre cuando estaba en la clandestinidad, que era Patria, y después, cuando triunfa la Revolución, ella se queda en la música, que es lo que realmente le gustaba, y le pide a Pancho, el fundador del cuarteto, que quería ponerle Patria en honor a su nombre clandestino. Y así fue que pasó a llamarse Cuarteto Patria.
El papel de Elíades Ochoa como un eslabón entre la tradición y la fusión también es único. Con la misma naturalidad que interpreta la música tradicional de las décadas del ’30, ’40 y ’50 con el Cuarteto Patria, el músico se mezcla con intérpretes de distintas culturas sin perder su sello característico. Además de interactuar con Ry Cooder en el BVSC, y participar en un álbum del gran armonicista de blues Charlie Musselwhite, en años recientes Elíades ha sido invitado por el español Enrique Bunbury para su último trabajo, Licenciado Cantinas (donde interpreta el bolero “Mi sueño prohibido”), y grabado una fantástica colaboración con músicos de Mali, Afrocubismo, proyecto que había sido el concepto original para lo que luego se transformó en el BVSC.

Supongo que el fenómeno del Buena Vista Social Club le cambió bastante la vida.

–Mucho me cambió. Si antes en el año salíamos tres veces de Cuba, y hacíamos entre 15 y 30 conciertos, hoy en día estamos más afuera que en Cuba. Y el Buena Vista Social Club dio muchas posibilidades, porque se vendieron 15 millones de discos, y la película dio la vuelta al mundo varias veces, entonces los contratos son distintos, ahí la vida cambia. Esas son cosas que llegan.

Además, usted era un artista que estaba trabajando, no es el caso de otros, como Ibrahim Ferrer, que estaban inactivos y fueron rescatados por el BVSC.

–Yo estaba trabajando, ya andaba por el Caribe, por Europa y por otras partes. Justamente, a mí me hablan para hacer el Buena Vista Social Club cuando estaba en Londres, estaba trabajando y me fueron a ver allí para plantearme eso, grabar con un extranjero y tal, pero ya andaba por el mundo.

¿Cómo le resultó el contacto con Ry Cooder?

–Pues bien, sin problemas. Nos dijeron que íbamos a trabajar, y que dentro del grupo había un artista muy famoso, y bueno, fuimos a trabajar al lado de él. Lo que pasa es que ese artista famosísimo es un guitarrista excelentísimo, seguro que sí. Pero ese artista tuvo que adaptarse a los músicos cubanos, porque no conocía lo que estábamos haciendo. El tenía otra cosa, de los Rolling Stones y todo eso, entonces tuvo que adaptarse a nosotros.

¿Y la experiencia de Afrocubismo, tocando con músicos de Mali?

–Esto es algo que he dicho muchas veces, pero lo digo una vez más porque es una verdad muy grande. Fue una experiencia para mí y una experiencia para ellos, y una escuela para ellos y para mí. El deseo de hacer algo, eso que nos habían dicho que querían hacer, los cubanos haciendo música africana y los africanos haciendo música cubana, tocando juntos, fue una educación para ambos. Y siempre recordándonos que por muy extraño que sea el pase de la música, las síncopas que ellos tocan, en cualquiera de los instrumentos de ellos, en la kora, el ngoni, el balafon, está el do re mi fa sol la si. Y en mi guitarra están esas mismas notas, y en cualquier instrumento existe esa escala. Entonces sencillamente había que sentir lo que sentimos nosotros, el deseo de hacer las cosas bien hechas, y tener un poco de picardía, si se quiere, porque la música no tiene fronteras, no tiene idioma. Por el idioma no podíamos comunicarnos, era a través del sonido. Nosotros hacíamos un tumbado cubano y ellos empezaban a meterse, hasta que se quedaban. Cuando nos tocaba a nosotros meternos en algo de ellos, lo mismo.

No puedo evitar preguntarle cómo se siente cuando buena parte de los músicos fundamentales del Buena Vista han fallecido, como Compay Segundo, Rubén González...

–No pasa nada. Porque lo primero que tenemos que pensar es que artistas como ellos, como Rubén, como Compay, como Ibrahim, como Pío (Leyva), esos artistas no se mueren nunca. Esa gente siempre están vivos. Entonces, si nos ponemos a pensar eso, que se fue Compay, y se fue éste y el otro, y va a llegar el día que se va a ir Elíades también, porque yo no nací de hierro, soy de carne y hueso igual que todo el mundo, así que no se puede pensar más nada que eso, y tirar para adelante. Esa gente siempre está presente, ahí quedó una familiaridad, esa gente está en tu mente, los recuerdas con cariño. Pero es un día tras el otro, no hay otra forma de vivir la vida.


martes, 6 de noviembre de 2012

EL REGRESO DE EDELMIRO MOLINARI


 

 

Navegante intrépido dentro del cosmos del rock nacional, el ex Almendra y Color Humano fue el que, al decir de Luis Alberto Spinetta, se fue cuando todos se querían quedar y volvió cuando todos se querían ir. Exiliado en Estados Unidos para tocar música negra con los negros durante casi dos décadas, fue quien recibió a Gustavo Santaolalla cuando viajó por primera vez a Los Angeles. Con una ayuda de amigos como La Renga y Skay, Edelmiro Molinari ha regresado a los escenarios con un nuevo disco, Contacto 2012. Afincado definitivamente en San Luis, recuerda el último regreso de Almendra, las razones de su apodo de La Avispa, y explica por qué Color Humano es, más que un tema o un grupo, una filosofía de vida.

Por Sergio Marchi

Es un gigante del rock argentino, en todos los sentidos. Su leyenda tiene la dimensión de aquellos que forjaron la historia, y su estatura física no le va en zaga. Lejos de subirse al pedestal del prócer, elige vivir hoy de acuerdo con los principios que siempre lo han regido por su largo e influyente derrotero musical. En su nuevo disco, Contacto 2012, habla de la importancia de las relaciones humanas, de mirarse a los ojos, advierte sobre los atorrantes del doble discurso que lucen elegantes, y propone el amor como única solución. Ancestrales pensamientos que sostiene contra viento y marea. Se trata de un hombre que ha sido coherente con lo que predicó toda la vida, aun cuando la misma vida le ha dado palo y palo. Hoy se encuentra nuevamente de pie, tras haber superado un duro trance de salud. “Ando muy bien”, dice sonriendo. “Atravesé un momento muy difícil. Ahora estoy en una mejor situación porque antes los porcentajes los tenía en un noventa por ciento en contra, y ahora la cosa se revirtió y el noventa por ciento es a favor. Pero uno no puede descuidarse; sigo bajo cierto tratamiento de mantenimiento, porque el cáncer es una enfermedad que es muy conocida, pero que también sigue dejando interrogantes. Estoy atendido por un oncólogo impresionante, que contacté a través de la mutual de Sadaic. Estas cosas las cuento porque realmente quiero expresar un agradecimiento, porque hay un grupo de trabajo ahí que es de primera.”

Dentro del cosmos del rock argentino de los ’60 y los ’70, Edelmiro Molinari ha sido uno de sus navegantes más intrépidos e impredecibles. Luis Alberto Spinetta, quien fuera su compañero de ruta en Almendra, le dijo en una ocasión: “Te fuiste cuando todos nos queríamos quedar, y volviste cuando todos nos queríamos ir”. Tras su paso por Almendra y Color Humano, Molinari se radicó en California entre 1974 y 1996, en un exilio voluntario, simplemente porque quería tocar con músicos negros. Y después de recalar un tiempo en Buenos Aires y sopesar la posibilidad de radicarse en Chile, se afincó en el pueblo de Carpintería, en la provincia de San Luis, donde ahora reside. “Soy como un gitano loco que mueve su carretón y vive en otro lado y conoce a otra gente”, afirma. El 6 de octubre pasado, Edelmiro volvió al área metropolitana para presentar Contacto 2012 en el Teatro Colonial de Avellaneda, un triunfo (tanto el show a sala llena, como la edición del disco) que alcanzó con una ayudita de sus amigos. Fue la gente de La Renga la que lo volvió a instalar en un escenario en el mes de mayo, después de trece meses de no tocar la guitarra. Además, Chizzo Nápoli y Skay Beilinson participaron en el álbum, aunque no sean los únicos que reconozcan en Molinari a un mentor; Adrián Dargelos de Babasónicos estuvo presente en su álbum anterior (Expreso de agua santa, del 2006) y la carrera solista de Carca siempre acusó recibo del influjo estelar de Edelmiro. “Es emocionante encontrar que lo que hacés les llega a los demás. Los músicos sin la gente que nos escucha no somos nada. Ese es mi concepto de Color Humano. No fue un dúo o un trío: es mi vida de relación con todo lo que me rodea.”

 

LA AVISPA

 

Molinari encarna el sonido más divagante, más flú, más exquisitamente volado del rock nacional. Sus canciones tienen una mística que conjuga las fuerzas de la naturaleza con los designios del cosmos, atravesando las calles y saltando por sobre las bolsas de basura. En Almendra, esos temas conformaron una minoría muy especial, que terminaba de diseñar una personalidad musical fuera de lo común. Era esa peculiaridad la que se destacaba aun teniendo al lado a un compositor del calibre de Spinetta, lo que hacía que se le prestara una especial atención. De alguna manera fue como el Harrison de Almendra. Frases como: “Los patos se alegran al verla regresar, acompañada”, “No te puedo hacer distancia, ni carne bajo mi piel”, “Beso mares de algodón, sin mareas: suaves son”, convocaban la atención del oyente sensible. Edelmiro lo lograba sin proponérselo, simplemente dejando fluir un sentimiento que lo atravesaba. “Es algo que para mí es no identificable. La música tiene muchas facetas, el entretenimiento, la diversión, el baile: a mí me encantan todas. Y después hay otros músicos que nos dedicamos a cantar nuestras vidas a través de esto, y somos instrumentos de algo que nos trasciende. Lo podemos llamar Dios, lo místico, lo inconmensurable. Eso lo sentí desde chico. Me enamoré de la guitarra eléctrica no para ser una estrella de rock: me calentaba el sonido de la guitarra. Es como decir que te gustan las chicas, en ese momento de la vida en que las pibas te vuelven loco. A mí me pasa lo mismo con la eléctrica, y no la toco tan a menudo, porque es como hacer el amor constantemente, y es demasiado. En cambio, prefiero tocar la guitarra criolla, y con ella tocar, soñar, componer. Porque cuando me cuelgo la eléctrica se me dispara un indio; hay algo que yo no entiendo de dónde sale, y dejo que eso fluya, porque sé que no soy yo sino algo que viene a través mío.”
El sonido particular de la guitarra de Molinari en Almendra le valió el apodo de La Avispa. Al recordárselo, Edelmiro se ríe y ofrece una alternativa: “Si antes me decían La Avispa, ahora deberían llamarme El Oso Panda, porque es el ser más lento del mundo. Yo tocaba con púa, y había llegado a un buen nivel técnico de chico, entonces zumbaba entre las notas. Ese estilo yo lo fui amasando antes de Almendra y después ya dentro del grupo, y lo seguí desarrollando en Color Humano. A mí me encanta toda la música, desde Atahualpa Yupanqui hasta el rock más podrido, pero creo que en ese tocar que yo estaba cocinando en esa época influyó mucho el jazz, y los fraseos del estilo. Y entendí que con la púa era muy difícil tocar de esa manera, porque por inercia acentuás el tiempo fuerte. Entonces comencé a hacerlo al revés: a acentuar el tiempo débil. Después, directamente abandoné la púa”.
Almendra tuvo una vida breve pero intensa que marcaría para siempre a Luis Alberto Spinetta, Emilio Del Guercio, Rodolfo García y Edelmiro Molinari. Esa existencia transcurrió entre 1968 y 1971, con dos reuniones posteriores en 1979 y 2009, cuando Spinetta realizó aquel mítico show en Vélez de Las Bandas Eternas. “La reunión de Almendra que hicimos en 1979 me encantó; la de 2009 fue más un viaje de Luis que uno de Almendra, pero yo seguiría tocando con ellos en cualquier otra esfera o nivel telepático. Era un placer. Porque era un grupo que funcionaba del modo en que la raza humana debería funcionar: en armonía, coincidiendo y eligiendo lo mejor para todos.”

 

 

RAICES NEGRAS

 

Cuando Almendra concluyó su ciclo vital, Edelmiro formó dos tríos increíblemente fugaces. El primero, el Trío Pistola, con Claudio Gabis y Pappo, ni siquiera se materializó aunque figura en libros de historia, mientras que el segundo, Viento, lo hizo en una sola ocasión. “El Trío Pistola se dio con Claudio Gabis y con Pappo, porque los tres teníamos un enamoramiento en común. Incluso en el disco nuevo estoy interpretando temas de varios de ellos, porque todos fueron mis influencias. Nos juntábamos con Claudio y Pappo y nuestro saludo era un estiramiento de cuerdas verbalizado: ¡twiiiiing! Un día nos propusimos tocar juntos y creo que el nombre lo puso Pappo. Se adelantó a la prensa y no llegamos a hacerlo nunca: quedó en nuestro sueño. Viento, en cambio, fue el antecedente de Color Humano, con Luis Gambolini, un baterista muy talentoso que terminó viviendo en Noruega, y Vitico, que fue el otro compinche de ese momento. Creo que hicimos una sola actuación: era una búsqueda de los tres, de encontrar un sonido, un punto en común. A mí, esa experiencia me dio una base bárbara para proyectarme a lo que después iba a ser Color Humano.”

Color Humano fue el grupo que terminó de definir la personalidad musical de Edelmiro Molinari, y de enarbolar la bandera más psicodélica del rock nacional. “En la primera sesión de grabación de Color Humano no tenía baterista, entonces le pedí a Rodolfo García que grabara con nosotros ‘Sílbame, oh cabeza’. En el ínterin, aparece Rinaldo Rafanelli, que me cuenta que tiene un flaquito amigo de él, que había llegado de Miami, viviendo en su casa. Probamos al flaquito que tocaba de todo y tenía mucho swing. Era David Lebon a los 18 años. Y con él terminamos la grabación del primer disco de Color Humano. Después David tiene un enamoramiento con Luis Alberto, y se nos escapó; cuando quisimos acordar ya estaba en Pescado Rabioso, una banda impresionante. Y ahí es donde yo me atrevo a llamar a Oscar Moro, que era para mí como John Bonham o Keith Moon. Me daba vergüenza llamarlo, pero su entrada fue fundamental, porque era un baterista arrollador. David era un tipo de varios talentos y podía tocar cualquier instrumento; Moro era una baterista que te arrancaba la cabeza.”

Con el espíritu gitano que lo caracteriza, Edelmiro dio por terminada la experiencia de Color Humano, tras un álbum simple y un espectacular disco doble. Y en 1974 partió hacia los Estados Unidos en busca de los músicos negros con los que siempre soñó tocar, y con quienes siente una conexión que él presiente incluso sanguínea. “Mi abuelo, Edelmiro Molinari, yo soy el tercero, nos gratificó con su nombre a mi papá y a mí. Era comisario, policía, y guardia del general Juan Domingo Perón. Mi abuelo tenía el pelo rizado como el de los africanos. Siempre me tocó el sentimiento de Africa de un modo muy profundo, como si fuera la madre de nuestro mundo. Creo que influyó en la música popular de hoy en día de una forma absolutamente poderosa; la llegada de los negros africanos a la cultura americana influyó en toda la música que siguió después, el blues, el jazz, el rock. Porque, básicamente, la música es ritmo.” Una vez instalado en California, Edelmiro publicó un aviso en The Music Conection, una revista dirigida a la comunidad musical: “Quiero tocar con músicos negros”, decía el anuncio. “Me quedé esperando que el teléfono sonara”, recuerda. “Al tiempo me llamó un afroamericano con cierta prevención, porque era un aviso raro. ‘¿Estás seguro de que querés tocar con nosotros, los hermanos?’ El tipo notó mi acento extranjero, y se relajó muchísimo, porque los problemas raciales los tienen con los blancos norteamericanos, no con los blancos del resto del mundo. Me invitó a una zapada y el primer tema que hicimos fue ‘Superstition’ de Stevie Wonder.”

HOMBRE DE LAS CUMBRES

 

Los años de Edelmiro en California se hicieron décadas, y su casa se transformó en punto de referencia y albergue para todos los otros músicos que volaron más tarde, empujados por la hostilidad de la dictadura militar hacia cualquier expresión juvenil que no encajara con sus dogmas. “Los primeros en llegar fueron los Crucis”, recuerda Molinari. “Después apareció Gustavo Santaolalla, que no tenía dónde estar, y se vino a vivir a casa con su compañera de ese momento, Mónica Campins. Y también vino León Gieco, que terminó viviendo en el edificio enfrente de casa. Hubo visitas inesperadas, como la de Juan Alberto Badía, que siempre me estuvo muy agradecido porque lo llevé a conocer el Hollywood Bowl, donde habían tocado Los Beatles.”

 

Con un nuevo disco en el que condensa parte de su carrera (reactualiza “Hombre de las cumbres”), homenajea a sus amigos (con versiones de “Adónde está la libertad” de Pappo, “A estos hombres tristes” de Almendra), y presenta nuevas composiciones, Edelmiro prosigue, entero y optimista, en su búsqueda musical y vital. “Yo, personalmente, tuve dos choques, donde estuve muy cerca del ojo azul que te pasa del otro lado. Si algo me enseñó eso fue a perder el miedo a la muerte. Me preocupa más lo que sigue: lo que les dejamos a nuestros hijos. Si no nos unimos como raza, vamos destinados al fracaso total. Una sola raza con un solo objetivo. Y la palabra es amor. Es la única que puede destruir lo que está en las cúpulas que dominan el mundo, que son las que dominan la guita y las que dominan las religiones. Ambas cúpulas son las que hacen que todos nos dividamos, y estamos haciendo de la raza humana la peor de todas. Porque estamos haciendo pelota todo. Para mí, el paraíso está en la Tierra.


LA ESTOICA FRAGILIDAD DE CAT POWER: HERIDA PERO ENTERA




LA GATA SOBRE EL TEJADO DE ZINC CALIENTE

 

Por Mariana Enriquez

Nadie era tan triste como ella. Hay que escuchar otra vez What Would The Community Think (1996) o Moon Pix (1998), esa voz flotante, un fantasma sensual, una chica loca cerca de la muerte, romántica y perdida. A la música de Cat Power, en los ’90, se la llamaba sadcore: tristísima y lenta, letanías, guitarras del desierto, un paisaje de desolación. Al mismo tiempo, se hacía famosa por su fragilidad insostenible: shows interrumpidos porque no podía terminar canciones, demasiado alcohol, problemas emocionales, internaciones por episodios psicóticos, timidez patológica, novios-desastre.

Y, lentamente, Cat Power –Chan Marshall, hija de un blusero de Atlanta, Georgia, siempre hermosísima, extraordinaria ahora a los 40– fue cambiando. Despojándose de ese dolor abusivo, de a poco haciéndose fuerte. Hubo un disco muy sólido, You Are Free (2003) menos improvisado –quizá menos atractivo por eso mismo, porque algo del caos de Cat Power es muy bello y es peligroso para ella, ser mejor cuando todo es peor, eso es la desdicha–. En cualquier caso, encontró más fuerza en el soul de Stax, en su lectura del sonido sixties de Memphis, The Greatest (2005): groove depresivo y espíritu de lucha, continuado en Jukebox, los covers de sus héroes –de Joni Mitchell a James Brown, pasando por Highwaymen y Janis Joplin–. Después de un EP que incluía canciones de Otis Reding y The Pogues hubo un silencio. Se enamoró de Giovanni Ribisi, el actor, y se mudó a Los Angeles. Mientras tanto, escribía canciones, pero parecía –y se mostraba– dedicada a su pareja, a la vida familiar con la hija de Ribisi; parecía haber encontrado una suerte de dicha conyugal angelina, al borde de la celebridad chismosa, de la satisfacción rica y aburrida.

 

De pronto, la catástrofe. Giovanni Ribisi decidió terminar la relación. Y, para agregar saña, cuatro meses después de la separación se casó con una modelo británica. Chan Marshall se cortó el pelo –esa señal de cambio y duelo atávica de las mujeres– y se fue a París, a terminar su disco, Sun, el noveno de su carrera, editado hace menos de un mes, muy diferente de todos los anteriores. La separación del famoso y la triste cantante indie llegó a las revistas, parecía que ella no podría manejar esa exposición, que todos los derrumbes emocionales del pasado serían un chiste comparados con el terremoto de este drama. Pero Cat Power lo soportó bien. Increíblemente bien. No se hundió, no se escondió. Aclaró los tantos, eso sí: “No es un disco ‘de separación’. Nos separamos cuando las canciones ya estaban terminadas. Siento que se invalida el disco si es leído en esa clave”. Ahora mismo da entrevistas donde habla del rollo Giovanni, a quien llama “el hombre que amo”, pero no se derrumba. Más bien se burla: dice que no tener el sueño burgués de hijos y casa la liberó, que por fin se consiguió un manager para que la ayude a pagar hipotecas, y que su gran problema es tener más entrañas que cerebro. Toma tequila en bares de Miami, fuma y nadie se asusta, como antes: se la ve divertida, sobrellevando, bah.

 

Y está Sun, el disco nuevo. En la foto de tapa Chan lleva su pelo corto y una expresión mística, una intencional Juana de Arco. Pero las canciones tienen muy poco de dolor y locura y pasión. En todo caso, es una pasión apagada, tenue, en algún sentido similar a sus minimalistas primeros discos, como Myra Lee o Dear Sir. Lo más sorprendente, claro, es que se trata de un disco dominado por los sintetizadores, por las máquinas de ritmo –Sun es un disco de pop electrónico otoñal, mezclado por Philippe Zdar, de los franceses Cassius, incluso vagamente cercano al hip hop que Chan escucha fanáticamente (adora a Mary J. Blige)–. También es una declaración de independencia: no más la reina del indie mínimo y desolado, no más la búsqueda de las raíces sureñas. Sun no es tan hermoso como Moon Pix, un disco compuesto durante una noche de alucinaciones en una casa de Carolina del Sur –que suena como una pesadilla grata y tóxica al mismo tiempo– pero es más gentil: parece que registrara, por primera vez, el mundo a su alrededor, parece que al fin es capaz de salir al sol sin anteojos oscuros. Se atreve a usar el temible autotuning en “Silent Machine” y sale bien. Invita a Iggy Pop para hacer un cameo en la ¡optimista! “Nothing But Time”. Están sus habituales colaboradores Judah Bauer (Jon Spencer Blues Explosion) y Jim White (Dirty Three) pero es ella la que toca todos los instrumentos; en “Manhattan” recibe influencias del feminismo y Brian Eno; en “Sun” envuelve con etéreos sintetizadores su voz intocable y en “Ruin” invita a bailar, puro groove y alguna guitarra. “Es muy diferente de lo que hice antes –dice–, porque a los 40 años, finalmente, tengo ganas de cumplir 42 y 49 y 55 y 68. Quiero dejar de sobrevivir.” Y en Sun no suena como una sobreviviente: suena como una compositora completa, que sabe lo que quiere, una mujer que se encoge de hombros, sigue adelante y puede salir de su cuarto y bailar en la calle, triste pero entera.