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miércoles, 7 de noviembre de 2012

TEMPEST, EL NUEVO DISCO DE BOB DYLAN



La tormenta perfecta

 

A los 71 años, Bob Dylan no se baja de la cumbre. Desde que a comienzos del 2000 volvió a grabar discos de temas propios con un sonido que parecía venir del futuro y del pasado al mismo tiempo, que hundía sus raíces en el blues y su larga descendencia americana, cada uno de sus discos son asombrosos: por su sonido, por su lírica, por su manera de reinterpretar la tradición para hacer algo nuevo y único. Ahora, en Tempest parece haber conjurado los mejores dones de esta etapa: con un sonido suelto, poderoso y sutil, unas letras cargadas de sentido y tragedia y una capacidad de captar la oscuridad del presente con metáforas, historias y versos de sorprendente naturalidad –incluida una alegoría de 14 minutos sobre el hundimiento de EE.UU. y del Titanic, un reflejo ácido de la codicia y un homenaje impresionante a John Lennon–.
  
 Por Pipo Lernoud

La madurez de un artista llega cuando está en pleno control de sus capacidades técnicas, pero no se nota. Cuando sus experimentaciones y sus exploraciones han dado paso a un flujo natural de creatividad, casi sin esfuerzo, como querían los maestros chinos de la dinastía Tang.
Bob Dylan es un artista maduro. Pero tiene una historia.
Fue uno de los grandes artistas del siglo XX. Lo comparan con Shakespeare, por la amplitud y diversidad de su obra, los personajes que la habitan, los muchos estilos de los que se adueña y transforma, las transformaciones que produjo en el lenguaje y en los giros cotidianos del habla popular, empapados de sus metáforas. Pero muchos prefieren equipararlo a Picasso: durante su reinado, lideró todos los cambios que se produjeron en el arte, siempre fue más lejos y más hondo que sus coetáneos.

La revista Newsweek fue aún más lejos: “Dylan es el Einstein de la cultura moderna”. Prácticamente transformó la música popular a partir de comienzos de los sesenta, y el mundo ya no volvería a ser el mismo. Cambió la manera en que vemos el universo que nos rodea y nos vemos a no-sotros mismos. Un día enchufó su guitarra Fender y, con un aullido, dijo: “Algo está pasando aquí y no sabemos qué es, ¡¿no es cierto, amigo?!”.
A partir de Dylan, el mundo dejó de tener interpretaciones rigurosas, verdades indiscutibles, etiquetas y títulos. Todo está en flujo, todo cambia, y vivir es navegar esos cambios.

No sólo en la música. No sólo Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Caetano Veloso, Charly García, John Lennon o Kurt Cobain son hijos reconocidos de Dylan, también mucho del cine que vemos, la televisión que nos invade, las novelas que leemos, la ropa que nos ponemos. La cultura popular de la segunda mitad del siglo XX está empapada de Dylan.
Todo esto es mucho para llevar sobre las espaldas de una sola persona, y hubo épocas en que no pudo soportarlo. Cuando lo llamaron “el portavoz de una generación”, a los veintipico, alucinado, chocó con la moto y pareció que había muerto, que todo había terminado, desapareció del ojo público. Pero se fue para volver, descansado y sano, y batir otro record de vanguardismo: retomó sus raíces y disparó unos discos de folklore actualizado que hicieron que todos los rockeros cambiaran su sonido y en el proceso inventó un nuevo genero, el country rock.

Acaba de cumplir cincuenta años de carrera (en el verdadero sentido de la palabra carrera, de “¿quién me alcanza?”) y muchas veces, entre Oscar y Grammy, entre universidades que lo estudian y celebridades que lo cortejan, tuvo que volver a esconderse, como le gusta decir, “en algún patio trasero de la casa de un amigo, donde crecen los yuyos y tienen su madriguera las ardillas”.

Dylan se construyó una alarma interna, una válvula de seguridad que se dispara cuando el show business o la fama lo están afectando. Parece decir: “Cuando perdés la dirección de tu búsqueda, no mires hacia atrás tratando de recordar cuál era tu camino; mirá para adentro. Andá más hondo, aceptá con más crudeza lo que te pasa, porque ésa es la materia de tu arte”.
Ir más hondo para Dylan es ir a las raíces, a la música que lo prendía fuego en su adolescencia, los viejos negros bluseros y las interminables historias del folklore. Es un chico del interior, criado en Hibbing, un pueblo del helado norte destruido por la minería, casi borrado del mapa. Y siempre se sintió incómodo con las luces del centro, la sofisticación de Nueva York, el glamour de Los Angeles. Aunque fue el más moderno de los modernos y se peinó con los pelos parados antes que nadie, aunque todos imitaran sus saquitos de diseño y sus botitas altas, el mundo del espectáculo no es lo suyo. Un hombre parco y hosco, que no dice una palabra sobre el escenario mientras las multitudes lo adoran, un flaco desgarbado y con cara de pocos amigos, que llega a Buenos Aires y pregunta dónde puede ir a practicar box, antes de escupir sobre el escenario decenas de obras maestras con un rictus que es lo más alejado de la habitual sonrisa de dentífrico de los famosos de turno.
Doblando el codo del milenio, ya un hombre mayor de voz gastada y movimientos lentos, Dylan ha vuelto a brillar con una claridad cegadora. ¿Cúal es la temática de un rockero de setenta años? No va a repetir la consabida “Nena, qué linda sos, vamos a bailar” que ya demolió con sus canciones inspiradas en Rimbaud y los surrealistas, allá por el ’65. No va a hablar del circo beat en el que están metidos los rockeros famosos, porque ya escapó del reality fabricado por los medios. Va a hablar de lo que significa volverse viejo: ser más sabio, tal vez, más experimentado, seguro. Pero también lleno de miedos y torpezas, encerrado en este cuerpo que se escapa, viendo esta película interna del carnaval del mundo, que ha visto pasar, durante tanto tiempo... “No está oscuro todavía”, dijo hace unos años en una canción conmovedora. “Sólo estoy tratando de llegar al cielo antes de que cierren la puerta.”

En la última década, Dylan puso en práctica la máxima de hierro que forjó en el Di Tella nuestro maravilloso Federico Peralta Ramos: “Lo que no está dentro tuyo, no te pertenece”. Y Dylan, uno de los hombres más ricos del show business, dueño de mansiones y ranchos en diversas partes de Estados Unidos, se embarcó en una Gira Interminable. Viviendo en ómnibus y hoteles de pueblo, pasando ciudades como cuentas de un collar, durmiendo, comiendo y cantando, durante años. Porque lo que está adentro suyo son las canciones, no las mansiones y los ranchos. Lo que le pertenece son las palabras, los sonidos, los sentimientos que muestra, sobre el escenario, siempre nuevos, un día tras otro. “Eso es lo que sé hacer”, se justifica Dylan. “I am just a song and dance man.”

Y aquí es donde entra a jugar lo del artista maduro, casi a pesar suyo, que no se considera ni artista ni maduro. Dylan acaba de sacar un disco sólido como una roca, y furioso como un relámpago. Por algo se llama Tempest, tempestad, en disimulado homenaje a la última obra de Shakespeare, en la que las olas van acumulando en la playa de un nuevo mundo los restos del naufragio del viejo. Para contar ese naufragio, Dylan ha vuelto a las raíces otra vez. Regresó a lo que fue, hace cuarenta y cinco años, la palanca con la que movió el mundo: largas canciones exquisitamente tocadas sobre las que se explaya una interminable historia de fracasos, mentiras, esperanzas. Lo de siempre, dicho así, pero con varias vueltas de tuerca. Su voz ya no es el gangoso y monocorde lamento de su juventud, es la ronca confesión de un tipo que las vivió todas, y casi no le queda voz para contarlas. Las canciones son redondas, de melodía perfecta, sostenidas por un tejido sonoro asombroso, llevado adelante por los piratas que lo acompañaron aquí, expertos en sus instrumentos, puestos en función de la palabra, acolchonando las elaboradas creaciones de un maestro que, parece cosa e mandinga, todavía tiene muchísimo para decir.

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