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miércoles, 6 de mayo de 2009

CASSANDRA WILSON EN ARGENTINA





Por Diego Fischerman

No se sabe por qué una cantante de jazz debe ser sensual pero así son las cosas. Es posible que las escalas de blues, que los arrastres de una nota a otra, los quiebres rítmicos y hasta la idea de africanidad que subyace en el género se toquen en más de un aspecto con lo que el sentido común presume erótico. Puede ser que sean las canciones, que al fin y al cabo son “de amor”, cubriendo un amplio espectro que va de la declaración y la súplica al desgarro. Pero los mohínes, los labios abrazando casi el borde del micrófono e hinchándose como plantas carnívoras, las caderas hamacándose en el vacío hacia la sombra de un amante imaginario, forman parte de lo que se entiende por “cantante de jazz”, algo tan funcional a la musicalización de citas amorosas como a los shows en hoteles de lujo.

Podría pensarse, con algo de maldad, que, además, la profusión y exageración de estos componentes, junto a la cortedad de las faldas y el alto de los tacos, es inversamente proporcional no sólo a las cualidades vocales sino a la propia belleza. En todo caso, no importa. Están las que cantan mal y ésas directamente no cuentan. Están quienes ni fueron hermosas ni quisieron aparentarlo, pero cantaron como los dioses –suponiendo que los dioses alguna vez hayan cantado tan bien como Ella Fitzgerald o Sarah Vaughan– y están aquéllas, como Billie Holiday, Abbey Lincoln o, ahora, Cassandra Wilson, en las que la belleza pasa a segundo plano. Y es que si son sensuales no es por su representación de la sensualidad sino porque sus voces están cargadas de sentido, porque son capaces de inquietar; porque el fraseo, a veces al borde de la crueldad, deja a quien escucha sin aire y suspendido en el aire.

Cassandra Wilson cantará por primera vez en Buenos Aires los próximos 20 y 21 de mayo, en el Teatro Gran Rex. Llegará con un grupo que incluye a dos colaboradores habituales de Wynton Marsalis, el contrabajista Reginald Veal y el baterista Herlin Riley, junto a Lekan Babalola en percusión, Marvin Sewell en guitarra y Jonathan Batiste en piano. En sus últimos discos, su voz oscura, untuosa, y una manera de cantar situada en el improbable punto medio entre Sarah Vaughan y Joni Mitchell, van más atrás del jazz. Se hunden en el blues, pero no en la versión urbana, virtualmente domesticada por el mercado, sino en sus vertientes rurales, salvajes, crecidas en las orillas del Mississippi. En todo caso, la cantante de jazz más importante entre las surgidas en las últimas décadas, nunca fue exactamente eso –una “cantante de jazz”–, ni siquiera en sus comienzos. Sus primeros pasos fueron junto a un grupo que juntaba el funk con el free, el M’Base Colective del saxofonista Steve Coleman, y con el trío New Air, del multiinstrumentista de viento Henry Threadgill, el contrabajista Pheroah AkLaff –que había reemplazado al fallecido Fred Hopkins– y el baterista Steve McCall. Sin embargo, si una de las características del jazz es su núcleo evolutivo, la manera en que sintetiza músicas de las tradiciones más diversas y las hace propias, Cassandra Wilson es, sin duda, quien, entre las cantantes, mejor expresa el género. Ella hace algo, eventualmente, que resulta constitutivo del jazz: piensa la versión como una auténtica composición, como ya era evidente en su primer disco, Point of View. Pero fue a partir de su entrada en el sello Blue Note, con Blue Light Til Dawn, en 1993, que fue profundizando su buceo en el jazz antes del jazz, en las músicas del sur profundo de los Estados Unidos y, sobre todo, en una tímbrica donde estaban totalmente ausentes los grandes instrumentos de la tradición jazzística más reciente –trompeta, saxos– y, en cambio, aparecían, dominantes, las guitarras. En Thunderbird, Belly of the Sun Glamoured y el más reciente Loverly, se mantiene en ese mundo estético y, de alguna manera, lo profundiza. Y su mirada sobre un repertorio amplio, por otra parte, seculariza el jazz haciéndolo parte de un paisaje cultural que incluye a Joni Mitchell, a Dylan, los cantos de trabajo, el blues carcelario recopilado a mediados del siglo pasado por Alain Lommax y, también, los timbres que el jazz fue dejando de lado. Pero está, sobre todo, su voz. Los graves profundos, el color aterciopelado, la densidad de interpretaciones que juegan con los acentos y que se deslizan por el ritmo la ubican en una genealogía demarcada por las figuras de Betty Carter y Nina Simone. De la primera, Wilson toma esa concepción según la cual la línea del canto no está separada del acompañamiento y la cantante es una integrante más de la banda a cargo de otro instrumento: la voz. De la segunda, esa forma de entender la interpretación por la cual la voz, más que tomar las notas de una melodía, las invade y prolifera dentro de ellas hasta hacerlas propias

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