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sábado, 23 de mayo de 2009

CASSANDRA WILSON Y SU LUGAR EN EL MUNDO DEL JAZZ



“Yendo hacia atrás se va para adelante”

Desde su debut en 1985, la cantante nacida en el Mississippi combatió los prejuicios con un color y un poder de interpretación que la distinguen como una de las grandes del género.



Por Diego Fischerman

Tal como sucede con otros músicos de jazz, ella habla del sonido. De su sonido. Esa es una palabra que, en ese género, tiene un sentido mucho más amplio que el de “timbre”. Es, más bien, el estilo. Y es razonable que sea una de sus preocupaciones, como lo fue para Jelly Roll Morton, para Dizzy Gillespie, John Coltrane o Miles Davis. Pero hay dos detalles que la diferencian. Por un lado es cantante, una clase de intérprete a la que no se le suele conceder el mismo rango que a los otros. Y, por otro, algunos le niegan la pertenencia al género. “Cassandra Wilson no canta jazz”, dicen. Hace canciones de Sting, Bob Dylan o Joni Mitchell, aseguran, con velada crítica. Y el reclamo es curioso porque eso, apropiarse de piezas y canciones de procedencias diversas para transformarlas, es lo que el jazz hizo siempre. Desde los rags y blues del comienzo, hasta el “Die Moritat von Mackie Messer” de la Opera de tres centavos de Kurt Weill y Bertolt Brecht convertido en “Moritat” por Louis Armstrong... y, por supuesto, también hasta ese extraordinario “Harvest Moon” de Neil Young o el “Black Crow” de Joni Mitchell que Cassandra incorporó a su universo. Es decir, al universo del jazz.

Su primer disco solista, Point of View, grabado en 1985, es hoy un clásico. Allí tocaban músicos como el trombonista Gracham Moncur III y el saxofonista Steve Coleman, con quien compartió gran parte de sus proyectos de esos años. En 1996 ganó por primera vez la encuesta de críticos de la revista especializada Down Beat, ubicándose por encima de Abbey Lincoln y Shirley Horn. Todavía eran los años en que Wynton Marsalis tenía influencia avasalladora y en que los sellos apostaban a encontrar un nuevo “kid” en la trompeta, el saxo o el piano. Pero el mundo del jazz no tardó mucho en cambiar. Cassandra Wilson comenzó cuando los cantantes eran los parias del mercado y, al poco tiempo, se encontró en el ojo de un huracán impredecible. Ella y, luego, Diana Krall eran estrellas. Y las compañías ahora querían cantantes. “La razón es obvia, si uno lo piensa un poco”, dice Wilson en una conversación telefónica con Página/12. “Los cantantes usan palabras. Y, naturalmente, el público sintoniza con las palabras. Con las letras; con las historias. No digo que no puedan contarse historias instrumentalmente. Pero es más fácil acceder a ellas con palabras.” La cantante subestima, en realidad, algo aún más poderoso que las palabras, como lo prueba el gusto por las cantantes en lugares donde nadie entiende lo que se está cantando: la fascinación por la voz. Y en su caso, además, la voz es algo de un magnetismo particular. Reciente ganadora del premio Grammy por su último Loverly (editado por Blue Note, el sello con el que tiene un contrato exclusivo que inauguró con Blue Light ‘Til Down, en 1993, actuará por primera vez en Argentina hoy y mañana en el Teatro Gran Rex, junto a un grupo en el que se destacan dos colaboradores habituales de Marsalis, el contrabajista Reginald Veal y el baterista Herlin Riley. Junto a ellos estarán Marvin Sewell en guitarra, Jonathan Batiste en piano y Lekan Babalola en percusión.

Nacida en el Mississippi, hija de un guitarrista y contrabajista de blues y jazz, Wilson fue encontrando, en los últimos años, un “sonido” que parece tener el mismo color del sur profundo. Si el jazz es un lenguaje crecido sobre todo en las ciudades, ella rescata una suerte de origen rural, donde la guitarra toma el lugar del piano y los bronces y en que el blues vuelve a ser cantado a la sombra de un árbol junto al río. Y dice con decisión: “Fue absolutamente consciente. Todo lo que hice en mi carrera fue consciente y la búsqueda de ese sonido es consciente. Nada se da sin pensamiento, sin análisis, sin dudas, sin retrocesos y sin meditar profundamente para poder avanzar. Y creo que en esta música, y más cuando se es mujer y afroamericana, el avance sólo puede llegar de un conocimiento muy profundo de las raíces. Yendo hacia atrás se va para adelante”.

Militante del Partido Demócrata y comprometida en la campaña de Obama, Cassandra Wilson no duda en calificarlo como un “héroe civil” y en caracterizar su asunción presidencial como “uno de los acontecimientos más importantes de la historia de los EE.UU.”. Valoriza la manera en que el presidente construyó su lugar político con paciencia y “miró al futuro sin perder de vista el pasado”. Es lo que ella pretende con la música. Y no es casual, entonces, que su modelo más importante sea Betty Carter. “Por cómo cantaba, desde ya, y por cómo pensaba su lugar de cantante como un instrumento más del grupo”, explica. “Pero sobre todo por la libertad. Ella tuvo su propia compañía durante la mayor parte de su carrera. Fue conductora de grupos y formadora de músicos. Siempre la escuché y admiré, pero hubo un período, entre fines de los ‘70 y comienzos de los ‘80, en que no escuchaba nada que no fuera ella.” Hay otros nombres, por supuesto. “Mi instrumento es la guitarra, además de la voz, y siempre canté acompañándome. Y en esa manera más íntima de interpretar, que, de todas maneras, es donde nace la otra, la pública, para mí resultaron fundamentales muchas de las canciones que canto actualmente: Joni Mitchell, principalmente, los blues de Robert Johnson, Bob Dylan.” Si hay una certeza con respecto a los discos de Cassandra es con respecto a lo que no contendrán. Si bien grabó standards -–Blue Skies, de 1988, incluye sólo versiones de clásicos del jazz, junto a un grupo que incluye al pianista Mulgrew Miller, el contrabajista Lonnie Plaxico y la baterista Terri Lynne Carrington-– y dedicó un disco al repertorio cercano a Miles Davis –el excelente Traveling Miles, de 1999–, en la actualidad parece estar muy lejos del modelo de cantante diseñado a partir de los ‘40 y los ‘50 por Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Carmen McRae y Sarah Vaughan. “Pueden aparecer canciones clásicas y pueden no aparecer. No hay reglas fijas”, dice Wilson. “No se trata ni siquiera de que una canción sea extraordinaria o no. Se trata de si le habla al corazón de una. Elijo las canciones con el corazón. O esas canciones me eligen a mí, tal vez.”

–Usted ha cantado junto a músicos como Henry Threadgill, en el grupo New Air, o Steve Coleman, que uno podría suponer alejados del mundo de la canción y de las cantantes de jazz. ¿Qué puede contar de esas experiencias?

–En mis comienzos en Nueva York yo me integré al grupo M-Base Collective. Quizá tenga que ver con la manera en que yo me incluía, muy influida por Betty Carter, pero no me veía a mí misma como una cantante, en el sentido de la solista a la que el grupo debía acompañar, sino como parte del grupo. Por otra parte, Steve Coleman es alguien que ama la voz y a quien seduce muchísimo trabajar con cantantes. No es el modo tradicional de concebir una canción, desde ya, pero sí hubo una gran cercanía entre nosotros, y la sigue habiendo. Porque, además, si un cantante trata de pensar su voz como un instrumento, también es cierto que un saxofonista no hace otra cosa que cantar con su instrumento.

–Cantar jazz y ser mujer es inscribirse en esa tradición que pasa, casi obligadamente, por Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Shirley Horn, Betty Carter, entre muchas otras. ¿Eso significa un peso?

–Todo artista crea a partir de lo que aprendió. Imita por un lado y trata de ser original por el otro. Y la originalidad nace, justamente, en lo que conoce de sus antecesores. Hay una maravillosa tradición en el jazz cantado. No es un peso sino la fuente en que uno bebe. Y no sólo allí. También en el blues tradicional y en las canciones con las que crecimos.

–En sus versiones el acompañamiento resulta fundamental en la definición del concepto interpretativo. ¿Cómo llegó a ese concepto de instrumentación, tan alejado de lo habitual para las cantantes de jazz?

–Un sonido remite a un lugar, un ámbito, un gesto. El piano hace pensar en salones ricos, en salas de concierto; la guitarra en la canción solitaria. Puedo cantar con piano y de hecho en Buenos Aires lo haré en varias canciones, pero me gusta recrear ese mundo un poco perdido en que el cantante canta un poco para sí mismo. Hay mucho espectáculo; mucho pensado desde su origen para gustar o para funcionar en determinados ámbitos. A mí me atrae buscar un poco lo contrario; tratar de que, en ocasiones, el público esté invitado a espiar una ceremonia privada, donde la canción no es un espectáculo sino ni más ni menos que una canción.

–En ese aspecto, podría parecer que su carrera fue en sentido contrario al esperado. A mayor prestigio y mayores posibilidades presupuestarias correspondieron discos cada vez más íntimos.

–Uno decide en qué gasta el presupuesto. Creo que el primer disco en el que fui absolutamente libre, no porque nadie me hubiera impuesto nada sino porque yo estaba un poco prisionera de un molde preestablecido, fue Blue Light ‘Til Down. Allí encontré lo que quería y las mayores posibilidades de producción las utilicé para descartar un disco que tenía terminado, para investigar, para tocar con músicos del Missisippi y encontrar mi voz.

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