Jonathan Mann, el salmón de la web
Con un ingenio cercano al surrealismo, este californiano de 26 años utiliza acordes y estribillos como toma de posición política y a Internet como plataforma para llegar a públicos de todo el mundo. E incluso ofrece ringtones a pedido.
Por Facundo García
No es que Jonathan Mann sea original por inventar, interpretar y grabar un tema cada día. Lo que distingue al muchacho que postea videos en rockcookiebottom.com es su capacidad para hacer que un ingenio cercano al surrealismo se combine con la puntería para la denuncia política y el olfato para promocionarse. Al componer suele considerar las sugerencias de sus fans, y hasta ofrece un servicio pago de “ringtones a pedido”, en lo que sin mucho esfuerzo podría sintetizarse como otra vuelta de tuerca para el oficio de songwriter.
También los periodistas políticos deberían tomar nota del “fenómeno Mann”. Después de todo, su gran hit en lo que va del año no ha sido una de amor, sino “Hey Paul Krugman”, editorial sonora en la que el intérprete le pedía al economista neokeynesiano que se integre a la administración pública para emparchar las trapisondas de Bush. La pieza atrajo cientos de miles de clicks y ahí no paró la cosa, porque Jonathan no dejó de repartir palos. Cuando leyó memos en los que funcionarios justificaban la tortura para detenidos por “terrorismo” hizo “Waterboarding” (“El submarino”), intercalando en la letra extractos de los documentos oficiales. “No interpretamos/ que sumergir la cabeza del detenido en el agua/ sea una forma/ de infligirle sufrimiento severo”, salió a cantar por Internet, con gesto irónico y la mirada clavada en la cámara.
El artista digiere asuntos nacionales e internacionales y los expulsa en una tromba pop que no se calla. “Empecé a los doce años, poniendo versos sobre una caja de pizza”, cuenta. Luego –mientras estudiaba música y grabación– lanzó varios álbumes bajo distintos seudónimos, amén de idear y protagonizar una ópera indie centrada en el juego Súper Mario Bros. “Después estuve en un evento en Filadelfia llamado Fun a Day. La onda es que por varias jornadas los que participan vayan completando obras. Una torta diaria, un cuadro, lo que sea. Terminó el festival y quedé enganchado a ese ritmo”, explica. En tanto, la hecatombe económica se llevó puesta su pequeña empresa de productos audiovisuales. Así se encontró con tiempo y ganas para encarar el proyecto desde su casa en Berkeley (California). Ya difundió más de ciento treinta composiciones: “Hoy por hoy, a cada tema me dedico entre treinta minutos y cinco horas. El objetivo es crear al máximo, con la esperanza de que encuentre lo interesante por una cuestión de probabilidades”.
Al igual que otros ciberfigurines que se subieron a la ola “una por día” –como Eric Strom o Scomber–, Mann invita a sospechar que tras un par de semanas de gimnasia la inspiración puede volverse costumbre. Sobre todo si se vive un presente en el que la ansiedad está a flor de piel. A sus 26, la generación a la que pertenece atraviesa la resaca económica que seguirá a la borrachera hiperconsumista. Por lo tanto, en su catálogo las referencias a videogames, rutinas o programas de la tele comparten espacio con las angustias que conlleva la crisis. En el site y en su canal de Youtube, Jonathan se queja, envía saludos, duda. Interpreta estribillos a favor de despenalizar la marihuana –“la guerra contra las drogas no se detendrá hasta que estemos encerrados eternamente”– o se ensaña con las grandes cadenas informativas. Hace poco, con la gripe porcina en el centro de la escena, dividió en dos la pantalla y dramatizó un careo pimpineliano entre él y la corporación mediática. “No sé por qué sigo teniendo la extraña sensación de que estás intentando venderme remedios”, repetía su personaje.
Noticias, opinión, polémica. ¿Acaso está naciendo una nueva sección para los periódicos? Quién sabe. Por lo pronto, Mann expresa consejos a través de perlitas como “Salvando a los diarios”, en la que insta a la prensa gráfica a “sintonizarse con las tendencias dominantes de la red” y “llenar las hojas de tetas”. Si se permite ironizar así es porque él intenta afirmarse sobre una concepción post Web 2.0. En efecto, su página tiene un apartado para que personas de cualquier ciudad del mundo le pidan un recital y –si hay suficiente demanda– él viaje para concretar la presentación. Asimismo, permite que los usuarios le envíen propuestas o títulos de temas, por lo que se ha ido apilando un extravagario que incluye bizarreces como “Pingüinos de fiesta” o “Los Ponis Zombies”. A eso hay que sumarle el kiosquito de los ringtones. El creativo los vende por cuarenta dólares, con la opción de mencionar las palabras que se le indiquen. La meta a largo plazo –como él mismo confiesa– es integrar sus sonidos a la existencia de quienes lo escuchan.
Es cierto que su producción es dispar. Pero así como es complicado para cualquier laburante presentarse siempre en óptimas condiciones, el hecho de tener que grabar a esa velocidad hace que Jonathan se plante ante los micrófonos bajo la influencia de los humores y estados químicos más variados. Cuando registró “I’m Drunk Because The Economy Sucks” (“Estoy borracho porque la economía es una bosta”), por ejemplo, se había bajado por lo menos media damajuana. Otras veces se lo ve triste, feliz, entusiasmado, jodón o enojado con el capitalismo. Al pie del cañón, pase lo que pase. Como si recibiera telepáticamente lo que soltó Andrés Calamaro cuando le preguntaron cómo hacía para componer tanto: “Si eso te sorprende es porque los artistas suelen ser unos vagos. Yo no lo soy. Y escribo más de una por día. He llegado a hacer diez. Porque si escribo sólo una estoy a apenas una canción de que pase un día sin escribir una canción”.
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