La memoria musical de la sabiduría quichua
El violinista santiagueño falleció a los 94 años por una neumonía;
admirado por músicos como León Gieco,
dejó una obra frondosa
El músico y compositor santiagueño Sixto Palavecino falleció ayer, a los 94 años, por una neumonía. El violinista se encontraba internado en la sala de terapia intensiva del Instituto de Cardiología de la capital santiagueña, en gravísimo estado, asistido con respirador artificial. Sólo se esperaba un milagro.
Don Sixto Palavecino, el musiquero de los campesinos quichuistas, admirado por las huestes rockeras que lo descubrieron a partir de su encuentro con León Gieco en el proyecto De Ushuaia a La Quiaca. Fue el violinisto más conocido de Santiago del Estero, tan sacherito como planetario. "Yo nací en 1915, en Barrancas, departamento de Salavina, provincia de Santiago del Estero", así se solía presentar en las notas el difusor, compositor e intérprete, que recibió todos los honores musicales en vida -Konex de Plata, premio Camín de Cosquín, Ciudadano Ilustre de Santiago del Estero y Personalidad Emérita de la Cultura Argentina-, pero se seguía sintiendo un musiquero más del monte en el que se había criado.
"Nosotros hacemos la música naturalmente, no por una necesidad profesional o comercial, sino por difundir la cultura de nuestros antiguos. Eso es lo que me interesó desde siempre. Pero nunca pensé, ni soñé, con hacerme famoso. Todo era en defensa del quichua. Sólo en el último tiempo comencé a vivir de la música." Lo decía el músico que había compuesto más de trescientas canciones, con el quichua como lengua madre, y que había llegado a tocar junto con figuras como Pete Seeger y Milton Nascimento.
Criado en un rancho rodeado de algarrobos y la infinita sequedad del monte, Sixto Palavecino encontró allí su ambiente natural para desarrollarse como músico. "Mis hermanos mayores tocaban y en cada ranchito había un músico. Mi abuelito Tata Martín, que murió de 120 años, tocaba la guitarra y cantaba en quichua, sentadito en su sillita. Hasta sus últimos días, ciego y todo, seguía haciendo música. Yo recuerdo que era muy chico, pero aprendí mucho de él", contaba.
A los trece años, Sixto Palavecino, con la intuición de un luthier, construyó su primer violincito. Tocaba a escondidas. "Yo me iba al monte a tocar, porque mi mamá no me dejaba y guardaba el violincito que me había fabricado en el hueco de un viejo algarrobo." Nadie le enseñó. Tampoco aprendió en la salamanca. "Una vez me quedé toda una noche en medio del monte y nunca apareció nadie", confesaba con simpatía. Sixto decía que aprendió mirando y escuchando a otros en las fiestas y los rezabailes. "Siempre había música y musiqueros por todas partes. En la zona donde vivía había como unos veinte violinistos. De todos ellos aprendí yo. De mirar y escuchar." Cuando su madre lo quiso frenar ya lo pedían los vecinos para que amenizara las fiestas en los ranchos. "Les gustaba mi sonido sacherito y criollo. La mayoría eran canciones en quichua. Toda la gente lo habla en esa zona, pero antes tenían vergüenza de su idioma; ahora se está recuperando".
Esa fue la piedra angular de su tarea. En silencio, sin levantar polvareda, Sixto se dedicó a promover lo que en Santiago era una realidad silenciada: 14 de los 27 departamentos eran quichuahablantes. Lo difundió a través de un centenar de composiciones, una discografía de 30 álbumes y el programa de radio Alero q uichua, conducido por su hijo, que llegó a estar 30 años en el aire difundiendo la cultura de los ancestros. "Soy quichuista desde quién sabe qué tiempo anterior", filosofaba el músico, con ese carácter patriarcal y el pergamino incaico dibujado en su rostro.
Don Sixto fue el primero en la familia en cumplir varios sueños humildes, pero inalcanzables para algunos de sus mayores. Salió de Barrancas para trasladarse 25 kilómetros más cerca de Villa Salavina. Nunca nadie de la familia había entrado ahí. "Para nosotros era como ir a Buenos Aires." Fundó comercios y conoció a su segunda mujer (la primera la había conocido a los 16 y había tenido una hija), tuvo tres hijos y alternó su ocupación de musiquero con la de comerciante. "Tenía un bolichito en las afueras del pueblo, antes de cruzar el río; y en esa época me llamaban de todos los lugares para que participara de las fiestas. A mí me pagaban 50 pesos; al guitarrista, 20, y al bombisto, 10." Fue el comienzo de su increíble historia artística. Ya retirado de los escenarios oficiales, seguía hablando el idioma de los antiguos, seguía transmitiendo la tradición oral de la música nativa, cuando se le acercaba algún joven a visitarlo a su casa en un barrio de la capital santiagueña.
La última vez que lo vi fue en la modesta habitación de un hotel en Cosquín, donde esperaba pacientemente un homenaje en el escenario de la plaza Próspero Molina en 2005. Se movía con dificultad y estaba de buen humor, como siempre. Durante la nota tocó un par de veces el violín. Tenía miles de proyectos. Lo que más me sorprendió es que mantenía la inocencia y el espíritu de niño que se seguía maravillando con todo. Esa noche no había podido dormir extasiado por el armonioso canto de los grillos. Esa era su naturaleza, la resonancia cósmica con la vida. Antes de despedirse, con su penacho blanco de zorrito, dijo, manso: "Estoy tranquilo porque he hecho todo lo que quería con mi violincito".
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