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viernes, 10 de abril de 2009

THE JOSHUA TREE POR SUS CREADORES



El árbol y el bosque

Celebrando los veinte años del disco que puso a Bono y sus amigos en la cima, el año pasado salió una edición especial de The Joshua Tree, que incluía un compact con temas extra, un dvd con un show en vivo y filmaciones documentales y un cuidado libro en el que por primera vez todos los responsables del álbum recuerdan la experiencia. Ahora que esa edición especial llegó a las disquerías argentinas, Radar traduce los textos de ese libro (increíblemente reproducidos en inglés, incluso en su edición local), en los que el productor Brian Eno, el fotógrafo Anton Corbijn y los cuatro U2 revelan secretos de la realización del disco.

Por Brian Eno

La década del ’80 no lucía tan bien cuando estaba sucediendo. De hecho, parecía una época ambiciosa y en la que se pensaba muy en pequeño, con todos los ideales de inclusión y altruismo que habían inspirado los ’60 (e incluso los ’70) denigrados por mal enfocados, sentimentales e ingenuos. Tal vez realmente lo fueran, pero lucían ciertamente más atractivos que el egoísmo que caracterizó los años de Thatcher. La verdad es que, hacia comienzos de los ’80, la sociedad británica estaba en uno de los extremos del péndulo, el vaivén que fue del verano del amor a las huelgas mineras. Se sentía como un tiempo inestable y experimental, donde los valores fundamentales esperaban por alguien que los levantase.

La música estaba en una condición de inestabilidad similar. Por un lado, estaba la larga sombra del punk, que prometió una forma revolucionaria de apasionado arte de agitación y propaganda, y por otro, un movimiento hacia una deshumanización autoconsciente, posmoderna, nueva música electrónica políticamente indiferente: The Clash contra Kraftwerk. Un estilo parecía argumentar a favor del compromiso revolucionario individual. El otro, por una gozosa sublimación dentro del inescrutable panal de la modernidad. Y entonces estaba U2: nacidos en la primera opción, pero cada vez más atentos a la segunda. The Unforgettable Fire había sido un disco que nadie –incluyendo los involucrados– realmente había esperado. Su crudeza y pasión podían ser rastreadas hasta el punk, pero también tenía un eclecticismo, una apertura y una generosidad de sentimiento que no era típica de ese estilo. Sonaba, también, bastante electrónico, pero no la electrónica esculpida arquitectónicamente de Kraftwerk, sino más como el sonido de una maquinaria empujada hasta sus límites. Fue ese inimaginado matrimonio el que hizo germinar The Joshua Tree.

Las contribuciones de Daniel Lanois y la mía no fueron las que normalmente la industria musical denomina “producir”. Trabajamos juntos durante algunos años, éramos buenos amigos, y sabíamos bien cómo nuestras competencias se encimaban. Dan tiene una personalidad profundamente musical y una verdadera comprensión de la música y los músicos. Es alguien al que querés tener cerca cuando estás tratando de dar a luz nuevas ideas. Por mi parte, no conozco mucho sobre instrumentos, pero pienso que soy bueno ayudando a empujar el bote hacia nuevas direcciones y haciéndolas sentir como prometedoras. Por eso, Danny y yo nos superponíamos al menos en un aspecto crucial: aunque teníamos diferentes maneras de encontrarlo, poder emocional era lo que estábamos buscando. Y en esto también coincidíamos con el grupo. A ninguno de nosotros nos convencía la sagacidad o la pulcritud, aunque las cortejamos durante un tiempo hasta que el Larryómetro marcaba rojo y corregíamos hasta encontrar un nuevo curso con más sentimiento. Al final, lo que todos estábamos buscando era impacto emocional: la mejor palabra para eso es “alma”. No queríamos seguir visitando lugares donde ya habíamos estado, pero tampoco perdernos en una interesante incursión académica. Para navegar entre las rocas y el acantilado hace falta un talento poco convencional al timón, pero U2 es un grupo de personas lo suficientemente seguras de su propia identidad como para suspenderla ocasionalmente durante ese viaje. Esto requiere confianza en el propio carácter, algo que en la banda nunca ha faltado.

Y entonces estaba Flood: un genio del sonido que conservaba una pila de cajas vacías de Marlboro –todos los cigarrillos que había fumado durante el proyecto– arriba de la consola de la mezcla. Hacia el final, no alcanzábamos a ver por sobre esa pila. Flood trajo una nueva sensibilidad sonora –más dura, sucia, desestresada, más vaporosa, de hecho– a nuestro trabajo. Pero las más brillantes ideas no dan frutos en un suelo de piedra, mientras que las aparentemente pequeñas pueden transformarse en grandes y fuertes cuando la tierra es rica. Sea lo que sea que nosotros tres agregamos, hubiese sido insignificante si el grupo no hubiese tenido la imaginación y la apertura para nutrirlo y transformarlo.

Para The Joshua Tree, U2 se había convertido en una banda realmente unida y telepática. La química entre ellos era única e irrepetible, como en muchas grandes bandas. Si uno estuviera diseñando un grupo desde cero, jamás hubiese alcanzado algo como U2 o los Rolling Stones o The Velvet Underground, porque la combinación de talentos y limitaciones es demasiado extraña. En las mejores bandas, cada fortaleza y limitación deviene una parte esencial de la mezcla. Cada uno hace que los demás suenen mejor de lo que hubiesen sonado solos.

No debería pintar un retrato extremadamente rosa de todo el asunto. Se extendió durante meses. Había largos períodos durante los que me sentía como un hombre al que le habían pedido que ayudase a lanzar una nave espacial, pero se encontraba atrapado en un alerón, girando la misma maldita tuerca día tras día, sin fecha de lanzamiento a la vista. Hubo discusiones, pero no demasiadas, y no de las que dejan rencores, aunque recuerdo a un altamente frustrado Dan un día levantando una silla pesada y lanzándola hacia unos monitores. Y el tan celebrado incidente con “Where The Streets Have No Name” fue realmente así: habíamos estado grabando esa canción durante meses, reemplazando primero un instrumento y luego otro hasta que no había quedado nada de la grabación original. No podía evitar pensar “¿No sería más fácil si empezásemos otra vez?”, pero nadie quería arriesgar lo que teníamos. Así que concebí la idea del “accidente” –una cinta borrada equivocadamente– para que nadie tuviese opción: teníamos que empezar de nuevo. El accidente nunca sucedió, las calles eran seguras.

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