El patriota
Su debut, en 1968, llevaba en su título la ironía, la mordacidad y la originalidad que sólo afilaría cada vez más durante los siguientes cuarenta años: Randy Newman crea algo nuevo bajo el sol. Desde entonces, ha compuesto un puñado de discos excepcionales, con canciones protagonizadas por Dios, habitadas por hombres tristes y sexualmente obsesivos, agudas críticas al racismo e hilarantes radiografías del estado del mundo. Sin embargo, porque el mundo es injusto, Randy Newman es más conocido por su otra vida: la de compositor de bandas de sonido, incluidos los dibujos animados de Pixar con los que ganó un Oscar. Por eso, la salida de Harps & Angels, su primer disco “serio” en casi diez años, es motivo de regocijo. Y más lo sería si el disco se editase en Argentina.
Por Rodrigo Fresán
Lo primero que se escucha es el sonido propio y el fraseo inconfundible de ese piano Steinway. Lo segundo que se escucha es esa voz inmediatamente reconocible diciendo “Nadie me ha visto últimamente / Te diré por qué”. Y el porqué –se explica en la primera canción de Harps and Angels titulada “Harps and Angels”– tiene que ver con que Randy Newman casi se murió, tuvo un ataque de algo en la calle, oyó el sonido de ángeles y arpas y la voz de Dios (tan parecida a la suya, habitual invitada en sus discos) diciéndole que no ha sido un buen tipo, pero que tiene la suerte de que aún no haya llegado su hora. Algo así. No es verdad, claro. De lo que sí llegó la hora –y sí es cierto– es de la edición de un nuevo álbum de Randy Newman. El primero con temas nuevos desde Bad Love en 1999. Entre uno y otro hubo varios soundtracks para series de televisión y largometrajes (en muchos de ellos su música era lo único rescatable), un Oscar (luego de romper el record de haber sido el más veces nominado sin ganarlo en toda la historia de la estatuilla), la revisión a solas de sus muchos standards en The Randy Newman Songbook Vol. 1, una perfecta aparición en Family Guy, y la reedición con honores y extras de sus dos incontestables obras maestras Sail Away (1972) y Good Old Boys (1974), así como de su incomprendido y fracasado musical para Broadway Randy Newman’s Faust (1995) que, por supuesto, nunca llegó a estrenarse en Broadway, aunque Randy Newman lo considere su insuperable magnum opus.
Pero, claro, con todo esto no alcanza y uno quería letra y música nueva. Y aquí está –diez tracks, apenas 34 minutos y 52 segundos con más sustancia y trabajo y gracia que la discografía completa de muchos– descendiendo desde los infernales cielos de este hombre nacido en Los Angeles en 1943 seguro de que, cuando muera, irá a los ángeles.
EL HACEDOR
“Para mí, alguien que escribe muy buenas canciones es Randy Newman. Hay mucha gente que escribe buenas canciones. Y Randy tal vez no sea uno de esos que se sube a un escenario y te deja sin aliento, o hace que se te caigan las medias. Y no va a volver loca a la gente sentada en la primera fila. No va a hacer eso. No le interesa. Pero va a escribir una canción mejor que la mayoría de los que escriben canciones. Sabes, ha elevado lo suyo a la categoría de arte. Y es que Randy sabe de música. No hay cosas mejores que su ‘Louisiana’ o su ‘Sail Away’. No hay algo mejor. Son como himnos clásicos y heroicos. Y son suyos. Hay muy pocos de la categoría de Randy”, dijo alguna vez, en una entrevista, alguien llamado Bob Dylan. Y Dylan tiene razón. Es decir, todos los meses aparece un “New Bob Dylan”, pero el mundo no ha oído de un “New Randy Newman” desde que el “Old Randy Newman” publicó su primer long play en 1968 y tuvo la idea de titularlo Randy Newman Creates Something New Under the Sun.
Cuatro décadas después –los recién llegados harán bien en darse una vuelta por sus dos muy recomendables Best of de 1987 o de 2001 o, mejor, abrir la box imprescindible Guilty: 30 Years of Randy Newman (1998)–, Randy Newman sigue siendo inconfundiblemente Randy Newman y haciendo lo que sólo él hace –tal vez, el único que se le parece sin ser igual, en su capacidad de cantar personajes, de vestirse de otro y, ocasionalmente, mostrarse epifánicamente al desnudo, es el inglés Ray “The Kinks” Davies– porque, seguro, nadie se ha atrevido ni se atreverá a retar a este hacedor de canciones. Canciones ácidas como aquella en la que Dios afirma “no entender cómo creen en mí”, o aquella otra en la que un padre yéndose de casa le dice a su hijo que “sólo quiero que sufras como sufro yo”, o esa que se ríe en la cara de la gente bajita allá abajo, o esa otra, “I Love L.A.”, que puede entenderse como una marcha de amor y de odio a su patria chica. Canciones sexies como aquella del tipo que se mete en una fiesta a la que su madre le recomendó no ir, o aquella otra en la que se concede un “puedes dejarte puesto el sombrero” y que resucitó a Joe Cocker y sentó las bases del soft-porno yuppie de Rourke & Basinger. Canciones maduramente infantiles como esas que cantan en la gran pantalla los toys y los monsters marca Pixar. Canciones históricas que hablan de inundaciones o de traficantes de esclavos o de muertos en Vietnam o de Sigmund Freud imitando a Albert Einstein. Y, finalmente pero no en último lugar, canciones de esas que te rompen el corazón y te lo vuelven a armar con alguna pieza sobrante que pueden llamarse “I Miss you” (el mejor homenaje jamás hecho a una ex esposa) o “I Think is Going Rain Today”, “Marie”, “Guilty”, “Real Emotional Girl” y –en Harps and Angels– “Losing you” y la remozada y ya inmortal “Feels Like Home” de Randy Newman’s Faust, que allí cantaba Bonnie Raitt y que aquí tiene la voz dolida y tan mortal del que la escribió con el sudor de su frente y la sangre de su corazón y la tinta de su cerebro y las teclas de sus dedos sin necesidad de venderle el alma a nadie.
EL MAESTRO DEL JUICIO FINAL
Días atrás. Randy Newman se explicó a sí mismo para la revista Newsweek: “Lo que le gusta a la gente son honestas canciones de amor sin complicaciones. Eso ha sido el 95 por ciento de las canciones desde 1800. Si lo que yo quise fue vender muchos discos y ser famoso, bueno, he cometido el error de ser menos directo que Neil Diamond, a quien Norteamérica ama. Este país nunca va a amar a un compositor tan poco confiable como yo”. Y, así, Randy Newman –con el mismo personal ADN que alguna vez tuvieron Cole Porter y Kurt Weill y George Gershwin y Aaron Copland– sólo puede ser comparado con sí mismo. Como en el caso de Bob Dylan, ese otro vampiro transfusor de sangre para el classic american songbook –para bien o para mal, a la hora de batirse a duelo, tal vez con Mark Oliver “Eels” Everett como honrado y honorable padrino– es Newman versus Newman y la pregunta casi inmediata es si está Harps and Angels a la altura de Sail Away o Good Old Boys. Se me permitirá una respuesta sinuosa: Harps and Angels –con su característico perfume Dixieland y Tin Pan Alley– es mejor que Big Love (buena parte del mérito es la producción del experimental Mitchell Froom junto al tradicional Lenny Waronker) y está a la altura de 12 Songs (1970), y si no supera a Sail Away y a Good Old Boys es porque, por momentos, se les parece demasiado. Me explico mejor: Randy Newman trabaja en un terreno limitado pero que –ya se dijo– es nada más que suyo. Lo que, inevitablemente, produce ciertos momentos de déjà vu no por la falta de ideas sino por la necesidad de repensarlas. Así, “Laugh and Be Happy” (charleston para payaso en anfetas), “Korean Parents” (donde estudiantes orientales compiten con los locales por los restos del botín), “Easy Street” (otra de sus apologías de la contemplación y del no hacer nada de nada) y “A Piece of the Pie” (donde se burla de Jackson Browne y de Bono y de los noruegos) y “Potholes” u “Only a Girl” (sobre el admirable pánico o el cretino amor que despiertan las mujeres hermosas y feas), pueden parecer chistes conocidos. Pero son grandes chistes que hacen de Harps and Angels –conexión directa a Sail Away y Good Old Boys– el disco más político y patriótico de Randy Newman en mucho tiempo. Y por las dudas: Randy Newman es patriótico porque no duda en el amor a su país, aunque éste no deje de producirle las menos mareadas de las náuseas. Buena parte de Harps and Angels –entre el beso y el asco– son canciones para lo que los especialistas ya comienzan a llamar “La Segunda Gran Depresión” y se sabe que los momentos de crisis suelen producir grandes canciones. Y, para Randy Newman, patria y política deben ir, necesariamente, de la mano (con manos limpias), y de ahí que la pieza de resistencia y centro de todo este asunto sea “A Few Words in Defense of our Country”, publicada el año pasado en las páginas editorial de The New York Times. Sucesora directa de aquella “Political Science” (donde se despedía así: “De cualquier modo siempre van a odiarnos / Así que tiremos la atómica ya”) y de la lóbrega “My Country”, retratando el cosmético bienestar de la era Clinton, “A Few Words...” cierra el círculo defendiendo lo indefendible, señalando todo lo malo que hicieron los otros con una letra que arranca como pirueta de stand up comedian y concluye con versos bestiales y dolidos y culposos, pidiendo piedad: “Unas pocas palabras en defensa de nuestro país / Cuyo momento en la cima / Puede estar llegando a su final / No queremos vuestro amor / Y a esta altura el respeto está fuera de toda posibilidad / Pero en horas como ésta / La verdad que nos vendría bien algún amigo (...) Un presidente dijo una vez, / ‘Lo único a lo que debes tenerle miedo es al miedo mismo’ / Y ahora se supone que debemos estar asustados / Es algo patriótico y hasta está codificado por colores / ¿Y a qué es a lo que se supone tenemos que temer? / A temer / Eso es lo que significa el terror, ¿no? / Eso es lo que solía significar (...) El fin de un Imperio siempre es algo confuso / Y este Imperio está llegando a su final / Como todos los otros / Como la Armada Invencible perdida en el mar / Vamos a la deriva por la tierra de los bravos y el hogar de los libres / Adiós / Adiós / Adiós”.
Y –esperemos que así sea– hasta pronto, Randy Newman.
Porque, tarde o temprano, Randy Newman siempre vuelve: nadie escribe y canta tan bien –con la misma pasión y el mismo amor– la palabra money, la palabra home.
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