El artista emergió a la fama mundial tras una tortuosa infancia musical
DIEGO A. MANRIQUE 28/06/2009
Dudo que Michael Jackson y su familia conocieran ese desdichado precedente. Pero eran muy conscientes de que la escalera hacia el éxito se presta a los resbalones. Habían sobrevivido al rudo circuito para proletarios negros, en cuyos escenarios alternaban con strippers: Gary funcionaba como suburbio de Chicago y la mafia tenía esos caprichos. Tras pasar infructuosamente por un sello diminuto, llegaron a Motown, primera división del pop negro. Quizás no les tomaron muy en serio: la prueba tuvo lugar en una fiesta al aire libre, junto a la piscina de Barry Gordy, capo de la compañía. El cazatalentos fue Bobby Taylor, un empleado veterano no perteneciente al sancta sanctorum: tras un año de trabajar con los hermanos, le desplazó un equipo de composición y producción más moderno, con el intimidante nombre de The Corporation.
Los Jackson fueron fichados justo cuando la compañía planeaba levantar el campamento: Berry Gordy abandonaba Detroit por Los Ángeles, un trauma que dejó colgados a muchos históricos de la discográfica y acabó con su cacareado espíritu familiar. Sin lealtades previas, los Jackson aceptaron trasladarse a California. Al año siguiente, tomaban por asalto las listas: ¡cuatro números uno en 1970! Revivían así un olvidado lema de Motown: "el sonido de la joven América". De hecho, rejuvenecieron el perfil de los compradores: solían ser niños, menores de edad en todo caso. El exuberante interludio de ABC explica su magnetismo, con un imperioso Michael gritando: "¡Siéntate, chica! / Creo que te amo / ¡No, levántate, chica! / ¡Enséñame lo que puedes hacer!". Se refería a bailar pero la imaginación juvenil es calenturienta.
De rebote, habían establecido el prototipo de grupo para adolescentes: hasta los Osmonds quinteto de pálidos mormones cantarines- les imitarían en su One bad apple. Curioso que alguien tan astuto como Berry Gordy no apreciara aquel filón. Implicado emocionalmente con Diana Ross, consagraba sus energías a transformarla en superestrella para adultos, con películas tramposas como El ocaso de una estrella. Los Jackson 5 daban más beneficios pero quedaban relegados en términos de dedicación creativa e inversión comercial.
Como casi todas las figuras de Motown, sufrían un contrato miserable: un porcentaje del 6%; cada miembro recibía medio centavo por single vendido o dos centavos por elepé. De las royalties se descontaban los gastos de producción, con lo que andaban siempre en números rojos: registraron 469 canciones, de las que se editaron 175, pero pagaron por todas. Romper con Motown era necesidad económica y urgencia personal. Michael editaba discos bajo su nombre desde 1971, sin input en el producto final. Aunque nunca protestó por su grabación más embarazosa, Ben (1972), canción de amor de un niño a su mascota: una rata. El propio Michael criaba ratas.
Motown les exprimió: se cobró 354.000 euros en deudas y el derecho al nombre The Jackson 5. Hasta rompió la formación: Jermaine Jackson, casado con una hija de Gordy, se quedó en Motown y fue reemplazado por Randy. Pero valió la pena: en 1976, CBS les dio 531.000 euros como fichaje, aparte de 354.000 para grabar cada álbum y un porcentaje de entre el 27 y el 30%, según ventas. CBS era la principal compañía en rock y, en 1972, había encargado un estudio a la Harvard Business School, sobre las perspectivas comerciales del soul. Harvard recomendó que se asociaran con sellos negros y así se hizo.
Rebautizados como The Jacksons, terminaron con Kenny Gamble y Leon Huff, luminarias del suntuoso "sonido de Filadelfia". Dos discos con ese equipo les devolvieron a las listas y les permitieron, ya en 1978, el lujo máximo: la autoproducción. Con Destiny, los hermanos demostraron su dominio de las baladas y los llenapistas (del calibre de Blame it on the boogie o Shake your body). Simultáneamente, Michael maquinaba resucitar su carrera en solitario. Fue lo bastante prudente para ponerse a las órdenes de Quincy Jones: el mundo adulto no se fiaba de aquel veinteañero socialmente virgen. Tim White, uno de los raros periodistas musicales que pudieron entrevistarle, le pilló durante el rodaje de El mago. Quedaron en un restaurante francés de Nueva York, donde el chico se mostró tan desconcertado por el menú como por la cubertería; terminó comiendo con las manos.
A partir de Off the wall (1979), la historia de Michael es patrimonio de la humanidad. Se suele acentuar la aportación de Quincy Jones pero conviene afinar. Las maquetas demuestran que Michael ya manejaba el concepto global: ecos de la disco music, soul vibrante, funk impecable, pop empalagoso, gotitas de rock, hasta algún exotismo (Wanna be startin' something plagiaba Soul makossa, del camerunés Manu Dibango). Para todos los públicos y empaquetado con el perfeccionismo de los estudios californianos, sin reparar en gastos: si BAD requería unas frases de Hammond B3, se convocaba al organista supremo, Jimmy Smith.
En la jerga musical, la jugada de Michael se llama crossover: el salto del mercado especializado al gran público. No fue tan suave como parece: CBS necesitó presionar seriamente a la cadena MTV, que vetaba los videos de artistas negros. El proceso pasó por momentos delicados, cuando el público comprobó que Michael diluía sus rasgos raciales. Había mucho de hipocresía: en los barrios negros son populares los ungüentos para decolorarse la piel o cambiar la textura del cabello. Michael dio un paso más allá, al someterse a la cirugía facial. Fue su gran gesto de libertad: rompía el mandamiento que te obliga a quedarte en el grupo racial o sexual que te tocó en la lotería genética
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