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miércoles, 30 de diciembre de 2009

BOB DYLAN HABLA DE SU DISCO NAVIDEñO


Bob Dylan revolucionó más de una vez el folk, el rock, el country y el gospel. Pero cualquier fan que afirme no haberse sorprendido cuando Dylan editó un álbum de canciones de Navidad tradicionales les está tomando el pelo. Christmas in the Heart es otro movimiento sorpresivo de un artista famoso por sus sorpresas. Sin embargo, cuando uno escucha las lecturas directas y obviamente sinceras que hace de “O Come All Ye Faithful”, “Little Town Of Bethlehem”, y “The First Noel”, todo suena en perfecta armonía con el resto de la obra de Dylan. Desde sus comienzos, éste es un artista que nos hizo mirar lo familiar con ojos y oídos nuevos. Mientras algunos críticos se enredan en nudos tratando de analizar sus motivos, a menudo ha resultado que Bob Dylan quiere decir exactamente lo que dice. Con la participación de miembros de la banda con la que está en permanente gira y junto a David Hidalgo de Los Lobos y el veterano de Chess Records Phil Upchurch, Christmas in the Heart es una celebración de la familia, la comunidad, la fe y la memoria compartida. Y una celebración más que apropiada: Bob Dylan ha donado todas las ganancias del disco, a perpetuidad, a diferentes organizaciones a lo ancho del mundo que se dedican a ayudar a los hambrientos y a los sin techo. Nos sentamos a charlar en el Waterfront Plaza Hotel de Oakland un día lluvioso y ventoso de octubre. ¿Grabar un disco de Navidad es algo que tuviste en mente durante mucho tiempo? –Sí, se me cruzó varias veces por la cabeza. La idea me la acercó Walter Yetnikoff cuando era presidente de Columbia Records. ¿Te lo tomaste en serio? –Sí, claro. Pero no sucedió. ¿Por qué? –No fue muy específico. Además, había siempre un montón de discos saliendo esa época del año y no veía cómo el mío podía marcar una diferencia. ¿Cómo era Navidad en tu pueblo cuando eras chico? –Bueno, mucha nieve, mucho jingle bells, trineos en las calles, las campanas de la ciudad repiqueteando, pesebres. Ese tipo de cosas. Tu familia era judía. ¿Te sentías afuera de la excitación navideña? –No, para nada. ¿Pasaste alguna Navidad en el extranjero, donde te llamara la atención cómo la celebraban? –Una vez la pasé en México y ahí hacen muchas dramatizaciones de José y María buscando un lugar donde quedarse. ¿Cómo te gusta pasar la semana entre Navidad y Año Nuevo? –Haciendo nada... a lo mejor reflejándome en las cosas. ¿Por qué creés que la Navidad tiene mejores canciones que otras fechas? –No sé. Es una buena pregunta. Quizá porque es mundial y todos se pueden relacionar con ella a su manera. En general, cuando los artistas contemporáneos graban discos de Navidad, le buscan un ángulo novedoso. John Fahey hizo variaciones instrumentales de folk, Billy Idol hizo un disco de Navidad rockero, Phil Spector alzó su Pared de Sonido alrededor del arbolito... Vos lo grabaste del modo más convencional, haciendo canciones clásicas de Navidad con arreglos tradiciones. Cuando entraste en el estudio, ¿sabías que lo ibas a querer grabar así? –Sí, claro: no había otro modo de grabarlas. Estas canciones son parte de mi vida, como lo son las canciones folk. A las dos hay que grabarlas como son. Cuando tu voz suena contra el fondo suave de los coros y los arreglos tradicionales, da una mezcla nueva. Cuando cantás en “I’ll be home for Christmas” suena como si estuvieras cantando en la cárcel y la canción fuera esa llamada telefónica que te permitieron. ¿Alguna vez abordaste una canción como un actor? –No más de lo que lo haría Nat King Cole. Las canciones no necesitan mucha actuación. Actúan por sí mismas. ¿Buscás diferentes emociones en diferentes tomas? –No realmente. Las emociones son más o menos las mismas en cualquiera de las tomas. Pueden diferir las inflexiones si cambiamos la nota, y eso puede afectar la resonancia emocional. Cuando escucho tu versión de “Hark! The Herald Angels Sing”, pienso en un tipo solo afuera de la iglesia, mirando por la ventana al resto de la congregación y deseando estar ahí. ¿Te sorprendió alguna de las canciones cuando las escuchaste ya grabadas? –No: son canciones que ya podés oír en tu mente antes de empezar a grabar. ¿Alguna que te gustara pero no creías poder hacer? –No, había algunas que no quería hacer, pero no alguna que creyera no poder hacer. La idea era grabar las más conocidas. “Christmas Blues” es una vieja canción de Dean Martin. ¿Qué te atrajo de ella? –Es una canción hermosa. Stan Lynch me contó una vez que él y vos se escaparon de un ensayo con los Heartbreakers para ir a ver a Dean, Sinatra y Sammy Davis. ¿Qué te gustaba de ellos? –No sé, quizá la camaradería. Pero por otro lado no estaba muy metido en esa escena: dejaba a mucha gente afuera. “Must Be Santa” es una polka para saltar. Nunca la había escuchado, ¿de dónde la sacaste? –La primera vez fue hace años, en unos discos para cantar encima que se llamaban Sing Along with Mitch. Pero esta versión salió de una banda llamada Brave Combo. Alguien nos mandó el disco de ellos a nuestro programa de radio. Son una banda regional de Texas que toma canciones conocidas y cambia el modo en que pensabas sobre ellas. Deberías escuchar su versión de “Hey, Jude”. El modo en que hacés “Winter Wonderland” me recuerda a Gene Autry y Roy Rodgers, los cowboys cantantes en las películas viejas. Incluso en películas de John Wayne, donde siempre había una escena en el fuerte con una banda de irlandeses tocando, o los hijos de los pioneros cantando. ¿Tenías un cowboy cantante favorito cuando eras chico? –Sí, Tex Ritter. ¿Y qué hay de Gene y Roy? –Sí, estaban bien, pero Tex Ritter era mi favorito: era mucho más heavy, había más gravedad en él. ¿Escuchaste Christmas on Death Row, el disco navideño de rap? –No, me parece que no. ¿Escuchás rap? –No escucho estaciones de radio que pasen rap, no pongo canciones de rap en la rockola, y no voy a conciertos de rap. Así que no creo escuchar demasiado rap. ¿Y qué pensás de esa música? –Amo la rima por el placer de la rima. Creo que es una forma de arte increíble. Hay algo solitario en el modo en que cantás “Silver Bells”. Eras joven cuando te mudaste de Minnesota a Nueva York. ¿Extrañaste tu hogar durante aquellas navidades? –No, porque no pensaba en eso demasiado. No me cargué con mi pasado cuando me mudé a Nueva York. Nada de lo que dejaba atrás tenía un papel que cumplir en el lugar al que me dirigía. Oírte cantar “Adeste Fideles” me recuerda a cuando yo era monaguillo en la Misa de Gallo. Los curas debían guiar el canto, y no importaba si eran cantantes o no. ¿Habías cantado en otro idioma antes? –Canté en francés, italiano y español. A lo largo de los años. Columbia me ha pedido que grabe en esos idiomas, y lo hice un par de veces. Ninguna de esas canciones se editó, sin embargo. Es difícil decidir si cantar una traducción de una de mis canciones o una canción original en uno de esos idiomas –a lo que me inclino más–. Siempre quise hacer algunas de las canciones de Edith Piaf. ¿”La vie en rose”? –Sí, ésa y otra como “Sous le ciel de Paris”, “Pour moi toute seule”, y una o dos más. ¿Qué te lo impidió? –Puedo oirme en mi cabeza haciéndolas, pero necesitaría arreglos hechos por escrito para sacarla adelante, y no estoy seguro de quién podría escribirlos. “Christmas Island” es una canción rara: Santa va navegando con los regalos en una canoa... ¿De dónde salió eso? ¿Dónde queda la Isla Navidad? –No sé, nunca estuve ahí. No tengo idea de dónde salió esa canción, quién la escribió o si existe un lugar así. ¿Alguna vez te sentaste a escribir una canción de Navidad? –No, nunca. Tenés nietos. ¿Qué pensás que pensarán de este disco? –No sé qué piensan mis nietos de ninguno de mis discos. Ni siquiera sé si los escucharon. Quizá los que ya son más grandes... Sos mucho más leal a estas melodías de lo que sos a las melodías que vos mismo escribiste. ¿Creés que no se las puede manosear mucho? –Si querés llegar al corazón de ellas, no. La interpretación de “O’Little Town of Bethlehem” es heroica. Es casi desafiante el modo en que cantás “Las esperanzas y los miedos de todos estos años se encuentran en Ti esta noche”. La cantás como si fueras un verdadero creyente. –Bueno, soy un verdadero creyente. Más de uno pensará que un disco de Navidad de Bob Dylan es irónico. ¿Por qué ahora? –Bueno, me pareció el momento correcto. De hecho, no creo que hubiera tenido la suficiente experiencia antes. Algunos críticos no parecen entender por qué hiciste el disco. La agencia de noticias Bloomberg dijo: “Algunas canciones suenan irónicas. ¿Realmente nos desea una Feliz Navidad?”. –No hay nada irónico. Ese tipo de críticos están mirando adentro desde el lado de afuera. No tienen una comprensión de mí y de mi trabajo al nivel del estómago, de lo que puedo y no puedo hacer. Todavía a esta altura no saben qué soy. Derek Barker, del diario inglés The Independent, comparó este disco con el shock de cuando te volviste eléctrico. Tantos artistas sacaron un disco de Navidad, ¿por qué es un shock que lo hagas vos? –Deberías preguntarles a los shockeados. The Chicago Tribune sintió que el disco necesitaba más irreverencia. ¿No se pierden algo pensando así? –Claro que sí. Y ésa es, además, una afirmación irresponsable. ¿No hay suficiente irreverencia en el mundo? ¿Quién necesita más? Las ganancias de este disco van a pagar cenas navideñas para gente con problemas económicos o financieros. Me hace acordar a la canción de Woody Guthrie, “Pretty Boy Floyd”: “Acá hay una cena de Navidad para las familias necesitadas”. –Exacto: “Pretty Boy alzó el grillete y el policía alzó su arma”. ¿Por qué elegiste Fedding America, Crisis UK y el World Food Programme para que recibieran las ganancias? –Porque hacen llegar la comida directamente a la gente. Sin organizaciones militares, burocracias o gobiernos como intermediarios. Para terminar, ¿tenés un disco de Navidad favorito? –Tal vez el de los Hermanos Louvin. Me gustan todos los discos religiosos sobre la Navidad. Incluso los que están en latín. Son las canciones que canté cuando era chico. Muchos prefieren los discos seculares. –La religión no es para todo el mundo. [Photo] ¿Y cuál es el mejor regalo que te hicieron? –A ver... sí, un trineo.

REDESCUBRIENDO A DAVE BRUBECK Y PAUL DESMOND

















Desmond al saxo y Brubeck al piano en sus comienzos.

Dave Brubeck, se cuenta, empezó a tocar jazz por consejo de un compositor “clásico”, Darius Milhaud, que le daba clase en el Mills College. Paul Breitenfeld, más conocido como Desmond, un apellido que eligió al azar en la guía telefónica, era un graduado universitario en Lengua Inglesa que, según sus palabras, abandonó la literatura “porque sólo era capaz de trabajar en la playa y no dejaba de entrarme arena en la máquina de escribir”. Y, también, un saxofonista que aseguraba haber ganado “varios premios al saxo alto más lento del mundo, así como un galardón especial al silencio en 1961”. No era su única frase genial. “Pasé de moda antes de que nadie me conociera”, aseguraba. Y definía: “Creo que de forma inconsciente quería sonar como un martini seco”. Brubeck y Desmond no siempre tocaron juntos y el pianista, actualmente de 89 años, siguió activo hasta hace muy poco mientras que el saxofonista murió en 1977. Pero, por algún motivo, cuando se habla de uno de ellos es inevitable hacerlo también del otro. Y hasta el tema más famoso de Brubeck es, por supuesto, de Desmond: ese “Take Five” que utilizó un compás de cinco tiempos en el jazz y que convirtió al disco que lo incluía, Time Out, en el máximo hit de la historia del género.

“Soy el saxofonista del cuarteto de Brubeck –decía Desmond–. Pueden reconocerme porque cuando no toco, lo que ocurre a menudo, aún sigo allí, apoyado en el piano.” Empezó a tocar con Brubeck en 1946, integrando un octeto modernista donde ya estaban inscriptas muchas de las obsesiones estéticas del pianista: el uso de acentuaciones irregulares (y nada usuales en el jazz), de la politonalidad, a la manera de Milhaud, y de formas provenientes de la tradición académica, como la fuga. Con ese grupo grabó, por ejemplo, la “Fugue on Bop Themes”. Luego, hasta 1967, integró de manera estable el famoso cuarteto, al que más adelante regresó de manera esporádica. La disolución del grupo también fue objeto, obviamente, de su humor implacable: “Estamos trabajando como si el grupo estuviera pasando de moda, cosa que por supuesto está ocurriendo”, dijo. Una de las últimas colaboraciones entre Desmond y Brubeck fue el notable disco The Duets, de 1975. En 1976 volvió a conformarse el cuarteto, conmemorando los veinticinco años de su fundación. Y en 1977, antes de cumplir 43 años, Desmond murió de cáncer de pulmón. Su comentario ante el diagnóstico había sido el festejo público por lo bien que estaba su hígado de bebedor de whisky: “Impoluto, perfecto, uno de los grandes hígados de nuestra era. Bañado en Dewars y rebosante de salud”.

Entre la abundante producción del cuarteto se destaca el período en que grabó para el sello Columbia, varios de cuyos discos han sido editados localmente por Sony a lo largo de este último año. Uno de ellos, Jazz Impressions of Japan, de 1964 y grabado después de una de las numerosas giras a lugares a los que ningún otro grupo estadounidense llegaba, desde Polonia a Australia pasando por el Lejano Oriente, incluye una de las piezas más perfectas –y más bellas– de todo el jazz. Titulada “Rising Sun” y compuesta por Brubeck, allí puede encontrarse la quintaesencia del estilo de Desmond, tal vez el único saxo alto más cercano a Lester Young que a Charlie Parker. El melodismo de ese sonido puro, cristalino, la facilidad para desarrollar las posibilidades armónicas de una melodía y para llevarla, con la máxima naturalidad, a los lugares más insospechados, la imaginación para subdividir rítmicamente de maneras sorprendentes y jamás sobreactuadas, están allí en su versión más concentrada y exacta.

Ese grupo, conformado además por el baterista Joe Morello y el contrabajista Eugene Wright (un negro, lo que le hizo perder a Brubeck más de un trabajo en una época en que la integración no estaba muy bien vista), está allí en estado de gracia. Otra de las ediciones para no perder de vista es The Great Concerts, con extractos de las actuaciones en Amsterdam y en el Carnegie Hall, en 1963, y en Copenhague en 1968, y donde puede escucharse el exquisito swing que el grupo tenía en vivo, y la forma en que lograba que los ritmos y contrapuntos más intrincados sonaran con la fluidez más extrema. El tercer disco editado aquí hace poco es igualmente extraordinario pero mucho más atípico. Y es que allí no está Desmond. El álbum se llama Brubeck Plays Brubeck, fue grabado en 1956 y el pianista toca a solas un programa compuesto exclusivamente por piezas propias. Como en toda su obra, la amabilidad –en el sentido más preciso de la palabra– puede ocultar, para oídos desprevenidos, el riesgo y la densidad de lo que se escucha. Y como prueba bastaría la hermosa “The Duke” donde, de paso –y, como lo habría hecho Desmond, sin la menor impostación– en los primeros ocho compases la melodía se mueve, con la sutileza de un gato avanzando hacia su presa, por las doce tonalidades mayores posibles.

Dave Brubeck y Paul Desmond, en el cuarteto que los unió pero también en los proyectos solitarios en que no pudieron dejar de mirarse, encarnaron uno de los más grandes –y más bellos– misterios del jazz: la máxima naturalidad para los experimentos más extremos. La edición local de varios de sus discos históricos es un buen motivo para volver a prestarles atención a la originalidad y el riesgo escondidos bajo la amabilidad de estos responsables del máximo hit del jazz.

martes, 29 de diciembre de 2009

SHOW ARGENTINO DE LA DECADA: Spinetta y las Bandas Eternas en Vélez



La noche del kamikaze

Spinetta y Las Bandas Eternas, en el inolvidable show que dio en Vélez, fue consagrado como el espectáculo más importante de los últimos diez años, en una votación arrasadora, que arrastró otros rubros.

Por Eduardo Fabregat

A nadie puede extrañar que en una encuesta realizada entre músicos se considere a Spinetta y sus Bandas Eternas el “Show de la década”. Bastó ver sus caras en aquel encuentro en Vélez, el modo en que figuras realmente grandes del rock argentino se despojaban de todo hasta convertirse en auténticos fans, aliados, admiradores extasiados por lo que sucedía arriba del escenario. Para ellos, también, fue saldar cuentas con un rico pasado. Ellos también crecieron escuchando a Almendra, a Pescado Rabioso, a Invisible, a Jade: para ellos también fue imposible no dejarse llevar por el peso histórico del momento.

A los 40 años de carrera, a los casi 60 de vida, Luis Alberto Spinetta nos ofreció aquello que en otras etapas de su carrera era un imposible. Mejor aún: no fue un revival fácil ni un festival de covers. Esa mágica noche de Liniers permitió encontrarse no sólo con la historia sino con la potente actualidad que podía tener un trío separado en 1976, una banda que marcó un quiebre en los ‘70 o el cuarteto con el que empezó todo. Por eso, más que por la relevancia de semejantes reencuentros o la cercanía en el tiempo, es que ese concierto merece largamente el rótulo de “Show argentino de la década”. Spinetta no sólo volvió a cantar Lo que nos ocupa es esa abuela, la conciencia que regula el mundo, o Serpiente (viaja por la sal) o A estos hombres tristes, o Ella también, Cementerio Club y Alma de diamante. Lo hizo en el contexto de poderosas reencarnaciones, en las que había más fuego del presente que pergaminos del pasado. Una contundente demostración, cinco horas y cuarto de música que ejemplificaron mejor que cualquier párrafo por qué Spinetta es una figura central del rock hecho en la Argentina.

De vuelta: ¿a quién podría extrañar? En los días posteriores al show, en foros de Internet, en blogs y grupos de Facebook, abundaron los comentarios de gente anónima que fue aun más allá y habló de “el show de mi vida”. Que sucediera sobre el cierre de la primera década del siglo XXI le dio forma de moño, pero podría haber ocurrido en cualquier otro momento y la sensación sería la misma. Spinetta ya puede seguir adelante —aunque muchos no se resignan, no nos resignamos, a que eso haya sido todo— porque, él mismo lo repitió, un guerrero no detiene jamás su marcha. Pero nada podrá diluir el efecto 4-D, la noche del kamikaze y sus aliados, una gratificante sensación a la que le cabe la misma palabra que nutrió la convocatoria: eterna.


SHOW ARGENTINO DE LA DECADA

1. Spinetta y las Bandas Eternas en Vélez (‘09) (29 votos)
2. Soda Stereo en River (‘07)(15 votos)
3. Los Redondos en River (‘00) / Andrés Calamaro en Club Ciudad de Buenos Aires (‘05) / Massacre en Obras (‘08) (3 votos)



DISCO INTERNACIONAL DE LA DECADA



Esto es todo, amigos

Kid A de Radiohead (‘00), Songs for the Deaf de Queens of the Stone Age (‘02) y Is this it? de The Strokes (‘01) comparten el triple empate.

Por Daniel Jimenez

Ahí se va una nueva década para el rock. Sin grandes estridencias, sin grandes sorpresas y sin una escena lo suficientemente fuerte —estética, conceptual y musicalmente— para desviar mínimamente el curso de la historia o marcar un punto de inflexión en el desarrollo de esa cosita loca llamada rock and roll. Desde la irrupción del grunge a finales de los ‘80 y la renovada respuesta de la cool britannia en los primeros ‘90, no se generó hasta hoy un movimiento de ruptura medular como para marcar una tendencia en el fin de siglo. Pero siempre hay excepciones que confirman la regla.

Radiohead había finalizado 1998 con un gigante tour mundial que significaba la presentación de OK Computer. Agotados por un año de gira, flashes y una exposición impensada, decidieron parar la pelota y trabajar sin presiones ni plazos, dedicándose a experimentar junto al productor Nigel Goodrich y tratar de gambetear el bloqueo creativo. Así registraron un mosaico de 40 canciones que luego formarían sus dos siguientes discos: Kid A y Amnesiac.

Kid A no fue lo que todos esperaban, pero sí fue el golpe que Radiohead necesitaba para recibirse de Radiohead. El formato de la canción aquí desaparece para dejar que los climas y las atmósferas de temas como Everything in it’s Right Place, The National Anthem, How to Disappear Completely, In Limbo e Idioteque sean la clave dominante, a través de una fusión arty entre la electrónica y el jazz deforme. Minimalista, volado, complejo, claustrofóbico y brillante, Kid A estuvo listo a fines de 2000; sin videos promocionales ni cortes de difusión, redefiniendo la postura anticomercial del grupo. Así como Achtung Baby, el reconocimiento a Kid A llegaría algunos años más tarde, como una pieza fundamental para leer el futuro desarrollo de Radiohead y alcanza el Top of the Pops de esta encuesta con 5 votos.

También con igual cantidad de votos pero a kilómetros de Oxford y con el áspero sabor del cemento de Nueva York, Estados Unidos recibiría en el agitado 2001 el debut de un quinteto de garage que recuperaba el espíritu de The Velvet Underground con canciones simples, directas, rockeras y frescas. Porque así suena, aún hoy, Is this it?: rápido, urgente, joven y necesario. Sobre un rico tramado de guitarras y con un cantante desfachatado que transformó sus falencias en un recurso, los Strokes le cantaban a la vida moderna (The Modern Age), a las aventuras nocturnas (Last Nite) y a la yuta de la Gran Manzana (New York City Cops), con el desparpajo de quien se siente dueño del mundo desde su centro mismo.

Compartiendo el primer lugar y entre lo mejor de la década asoma uno de los trabajos más asfixiantes y tortuosos de los últimos diez años. Porque Songs for the Deaf le dio a Queens of the Stone Age en 2002 la chance de llevar su rock de las cavernas a un público más amplio y consolidarse, junto a Foo Fighters, como la banda definitiva del rock norteamericano de estos tiempos. Y no es casualidad que Dave Grohl —cantante, guitarrista, compositor, actor, productor y showman— se encuentre detrás de los parches y nos entregue la introducción de batería más hija de puta de la historia del rock (Songs for the Deaf) sobre el soundtrack del Día del Juicio Final. Hoy, Grohl comparte un nuevo proyecto con Josh Homme (voz de QOSA) y John Paul Jones (ex bajista de Led Zeppelin) llamado Them Crooked Vultures, que guarda la misma intensidad demoníaca y sexual que Queens.


JESSICO DE BABASONICOS: DISCO ARGENTINO DE LA DECADA


“Fue nuestro último disco barroco”

Un disco que se editó en el arranque de la década, resistió el paso del tiempo y fue elegido por los músicos. Sin embargo, Adrián Dárgelos redobla la apuesta para la década que viene: “Ahora viene el delirio”.

Por Roque Casciero

Adrián Dárgelos se sorprende cuando se entera de que Jessico resultó elegido como Disco Argentino de la Década en la encuesta del NO. ¿Por qué no Infame?, se pregunta. Y lleva más de una hora de conversación “convencerlo” de lo bueno que es el disco que Babasónicos hizo en 2001. ¿Tendrá que ver el hecho de que no lo escucha hace mucho? “No quiero quitarle méritos al disco, pero en ese año se editó muy poco”, se ataja. “Es cierto que era un disco fresco para la época, era desaforado y moderno, pero nuestros discos anteriores ya habían sido así. Creo que es la levedad la que hizo llegar a Jessico, porque nuestros discos anteriores eran más densos y, por lo tanto, un poco más pretenciosos. También había cierta desesperanza en nosotros, porque no había mercado, no había mundo, crecer costaba mucho...” Babasónicos venía de un período de muchos cambios: se habían ido el DJ Peggyn y el manager de la banda, estaban sin sello discográfico y el panorama del país era desalentador. Sin embargo, en 2000, la banda había multiplicado su público. “No sé por qué”, admite el cantante. “Supongo que tuvo que ver que fuéramos los únicos que sobrevivíamos de nuestra generación, y en una postura muy radical, que era tratar de hacer cosas nuevas, cosa compleja para lo que se mostraba acá.”

—Desde que salió, quedó claro que el disco tenía una síntesis y que era más directo que los anteriores.

—No veo mucho eso. Veo que Miami (1999) era un disco más disperso, que trataba de ser más abarcativo y visitaba lo eventual. Tenía muchos temas más atmosféricos y más lentos, había como diez temas que me aburrían en vivo, entonces tratamos de hacer un disco que me divirtiera más para tocar. Así fue como empecé, por eso saqué todas las canciones lentas del disco. Igual no había tantas, fue un período en el que no hice tantas lentas porque estaba horrorizado con todas las que tenía Miami (risas). Sin embargo, el simple fue El loco, que era un tema lento. Igual, fue así porque fue el primero que les mostramos a Roberto (Costa) y a Alberto (Moles, ambos de PopArt). Creo que les llevaron ése y Fizz. Yo les decía: “Esperen que me falta mezclar Los calientes y Deléctrico”... Lo que pasa es que eran los más largos de mezcla, Los calientes tenía 48 tracks. En ese sentido, Jessico fue nuestro último disco barroco.

—¿Te parece?

—Bueno, 48 tracks es bastante barroco. Algunas canciones eran muy barrocas, aunque no lo parecían. No sé si se llegó a usar, pero en Los calientes hay una guitarra acústica debajo de todo el tema, por ejemplo. Había cosas que no se usaban, pero estaban ahí, molestando. Por eso llevamos los temas más fáciles de mezclar y automáticamente decidieron que el simple fuera El loco. Estaba pensando que otro cambio importante en esos años fue que la tecnología había avanzado muchísimo...

—¿En qué se nota en Jessico?

—Las formas de grabación eran muy distintas a la época de Miami. Ya se grababa directamente en protools, en discos rígidos, aunque nosotros lo grabamos en cinta y lo pasamos a disco rígido. Ese fue el primer disco que grabamos en nuestro estudio de Tortuguitas, que no sé cómo se llamaba, me parece que no tenía nombre. El primero que habíamos tenido era Grabaciones Marxistas, pero después no les pusimos más nombre. Al estudio lo armamos justo para hacer ese disco, unos días antes. Gabo no vino a algunos ensayos porque se fue de vacaciones, estuvo ensayando Carca en bajo unos diez días.

—A Gabo no le gustaba Fizz...

—Pero Fizz no le gustaba a nadie, no sabían cómo tocarlo. Cuando llegó Andrew (Weiss) y escuchó las canciones que quedaban afuera del disco, les dijo que Fizz estaba bueno. Al final, Gabo le encontró una mínima vuelta más y Panza después grabó arriba. La canción fue abriéndose paso. Lo que pasa es que fue de las primeras que se mezclaron, después de El loco, y como la mezcla había quedado linda, terminó gustándoles. Yo creía un poco en la canción, un poquito, me parecía que estaba bien, que contaba algo, pero como no le podían hacer una versión, quedaba muy despareja en el contexto de los temas que sí tenían versión. Igual no me doy cuenta del click interno que hace mi cabeza para cambiar la forma narrativa al escribir, pero supongo que ahí los temas empiezan a hablar cada vez menos de mí.

—¿Seguro?

—Y sí... Los calientes ni siquiera está en primera persona. El loco lo escribí para hacer reír a los que tocaban, quería que se equivocaran y volvieran a empezar. Para mí, el hallazgo dentro de eso es Pendejo, aunque ya tenía una raíz en Viva Satana o Desfachatados, que llega ahora hasta El ídolo. Aunque son todos distintos, ¿no? Lo que quería era generar grandes personajes que protagonizaran las canciones para poder divertirme más. Casi siempre la base del porqué es egoísta: la explicación es que yo quería divertirme más. Durante mucho tiempo definí la ruptura y hacía manifiestos de cómo me plantaba ante las cosas. En ese punto empecé a entender que era preferible usar mi voz para determinados personajes que me divirtieran más. Eran personajes mucho más extremos y con ellos llegué a lo que deseaba desde el principio: transgredir la moral. En los discos anteriores lo intentaba, pero creo que en Jessico encontré los personajes que no tienen ninguna clase de moral, que la atraviesan, que no escarmientan, ni sienten culpa.

—¿El contexto interno y el externo influyeron directamente en el disco?

—En esa época, las compañías discográficas devolvieron los contratos en forma masiva. Nosotros nos fuimos de Sony porque no nos interesaba más estar ahí; teníamos unas ofertas de Universal México, pero cambió la gente y no nos servía más ese arreglo. De todos modos, estábamos bastante escépticos con el mercado, con la forma en que las multinacionales veían al rock. Cuando salió Jessico, agarró la peor etapa de todas. A las dos cadenas de disquerías principales no les vendían CDs por las deudas que tenían con las discográficas, y tenían el 80 por ciento del mercado. Jessico se vendía en cualquier lado, en casas de ropa, donde fuera, porque no teníamos forma de distribución. Pero en el intermedio entre Miami y Jessico habíamos vendido como 10 mil copias de Groncho, Vórtice Marxista y Vedette. Eran discos en los que todas las ganancias iban para nosotros y con eso hicimos el estudio.

—En el que había un “Deléctrico” que era Gabo, que había estudiado en un industrial.

—Estábamos Panza y yo hablando con los electricistas que venían a hacer el cableado del estudio, y esperábamos a Gabo para que tomara las decisiones, porque nosotros no sabíamos cómo hacerle los circuitos y demás. Pero Gabo nos decía que venía un día y llegaba al otro... No era por informal, a veces no llegábamos a arreglar: nadie de nosotros tenía celular. En esa época, a Gabo le robaron el auto por Temperley: pinchó una rueda y, cuando terminó de cambiarla, vino uno y lo asaltó. Entonces que fuera a Tortuguitas dependía de que lo llevara Panza, y supongo que Panza lo torturaría un poco (risas). Con Panza nos burlábamos de que el otro nos decía que iba a venir y no venía. Panza fue el primero que dijo esas palabras, lo que pasa es que yo estaba al lado, agarré eso e hice una canción. Pero para canción no calificaba, era un micro-tema...

—Hasta que le agregaste la parte de “qué parte de ‘no’ no entendés”.

—Esa es una anécdota que me contó Ciro Pertusi en la gira que hicimos antes. Parece que en un momento había uno que no entendía razones, que quería agarrar los instrumentos de Attaque, y un tosco que ellos llevaban como stage le contestó: “Pero, ¿qué parte de ‘no’ no entendés?”. Con eso y el otro poquito hice una canción... Es una canción que me duró muchísimo, creo que debo haberla sacado este año de los shows, y si fuese por mí no la sacaría, seguiría tocándola siempre.

—Y casi no entra en el disco.

—Es que las primeras versiones duraban quince minutos, era como una especie de zapada tipo Chic. Fue evolucionando, recortándose, hasta que en un momento cambió drásticamente, mientras se mezclaba el disco. Así que rearmamos el set de grabación con una batería electrónica, rehicimos el ritmo y le pedimos a Mariano que tocara “un riff así, medio country”. El entró, tocó ése en primera toma, “ya está, listo, andate”. Entre Gabo y Tuñón lo fueron armando de a poco. Grabé la voz antes que todo porque, cuando quise regrabarla, me dijeron que íbamos a usar la de referencia.

—Otro tema importante en el disco es Soy rock.

—Es que detestaba las operaciones de cultura que se hacían en esa época. O sea, a (Abel) Posse lo detesto más que a todos. Si hubiera sabido que el destino me depararía a Posse, capaz que habría pensado que menos mal que había gente que creía que el rock era cultura. Lo que pasa es que siempre es peligroso que una música que tiene que ser un grano del sistema se transforme en solamente subvencionada, porque no había shows de nada. Entonces, el precio del mercado de las bandas lo fijaba el Estado. Y era obsceno lo que se planteaban quienes lo fijaban, las teorías de la amistad que tenían para decidir qué banda valía más o menos. Nosotros nos autoexcluimos de ese sistema, como al fin de esta década terminé autoexcluyéndome de los festivales.

—¿Cómo es eso?

—Y, de a poco me fui. Hace ya dos años que no tocamos en los festivales en Buenos Aires. En Cosquín toco porque me gusta, incluso me gustan los de acá, pero ya no tiene sentido que toque yo: no tiene más novedad. No me interesa que me paguen, nada.

—Volvamos a Soy rock: es casi un manifiesto de época.

—Me doy cuenta de que la canción plantea una divisoria de aguas, pero no hacia los demás sino a nosotros mismos. Era sentir que estamos haciendo rock cuando a nadie le importa. También hay meta rock en el disco, que es una veta nuestra que empieza ahí, con Soy rock y Camarín. Pero hablan de nosotros mismos dentro de una escena que se diluye y que sólo importa como imagen de los gobiernos. Después me puse más sarcástico, pero en Soy rock sólo trataba de definirme a mí. Igual, el solo hecho de encontrar una canción que pudiera cantarse en primera persona y en femenino era un hallazgo más grande que todas las otras cosas que decía: ya había encontrado algo que me gustaba.

—Camarín partió de una frase de tu mujer.

—Sí, porque un día nos levantamos y ella me dijo que había entendido una crítica de rock. Ella es académica, del Conicet, sólo se dedica a investigación, y nunca había leído notas de música. En un momento me dijo: “¿Por qué la crítica de rock es una cosa subjetiva y tan poco seria, sin ningún parámetro?”. Porque la crítica literaria se hace en base a parámetros, a estructuras de pensamientos, hay un método, pero para la crítica de rock no.

—Lo cual es muy bueno.

—Claro, pero pasa a ser una opinión.

—La crítica es parte del género de opinión, claro.

—Bueno, yo ya lo sabía de antes, desde que leí las primeras críticas de Wadu Wadu, pero ella descubrió en ese momento que acá critica cualquiera desde su resentimiento (risas). Ella me dijo que había soñado y que se había sentido tan mal como un crítico de rock. Entonces me dio risa y terminé de escribir esa canción. ¿Ves que no todo me pasa a mí? Catalizo lo que sucede alrededor de mí. No puedo tener una vida con tantas canciones diferentes. Aparte, es aburrido hablar sólo de uno mismo. Lo mejor de todo es el farsante que puede estar en todos lados, pero entiendo que el farsante es muy chocante, se lo entiende como alguien que engaña a los demás para sacar provecho. No es el caso del rock.

—En el momento en que ganaron la encuesta 2001 del NO...

—Ya había saqueos, era pleno diciembre. Ganar la encuesta en un momento en el que querían matarse unos a otros... Se acabó todo, qué me importa. A mí me hubiese gustado ver qué repercusión podía tener el mejor disco del año en un momento en que había un corralito y querían colgar al presidente. Era un desastre.

—Bueno, ahora al mismo Jessico lo eligen Disco de la Década...

—(Hace una pausa) Me voy a fijar qué otros temas tiene el disco. Atomicum y La Fox no me gustan, supongo que Atomicum fue al final porque nunca me gustó: quería hacer otra cosa con ese tema y no me salió. Pero están Tóxica, de Mariano (Roger) y Yoli, que está bien, plantea algo muy complejo sobre lo que todavía no se canta: parece hablar del triple crimen. Sí, es bueno el disco, es bastante parejo, equilibrado.

—¿Y los discos de Babasónicos de la próxima década?

—Nos toca cambiar. Lo siento así. También, bueno, no tengo a Gabo... No sé si eso es un condicionante más o qué. Lo que empecé a vislumbrar en Jessico llegué a entenderlo mejor en Mucho, que es el disco que quería hacer en ese momento; los demás eran lo que me salía en el medio. Mucho es lo más parecido a lo que pienso. Las letras de Mucho reflejan la libertad del caos en que pienso: no hay hegemonía en la narración, salta de un lado a otro. Y eso me da a pensar en que el próximo disco voy a poder utilizar eso, pero ya sin formas. No quiero dar la pista, prefiero mostrarlo cuando esté hecho, pero entiendo que voy a un contenido nuevo, a otro formato de música. En estos momentos podemos hacerlo. Tenemos un estudio nuevo y vamos a radicarnos ahí, así que ahora viene un período rarísimo. Para comprarlo entregamos el de Tortuguitas como parte de pago y al día siguiente volvió a venderse y se convirtió en una granja de rehabilitación (risas). Pero ahora tenemos el nuevo y vamos a vivir ahí adentro; ya no sabemos si vamos a hacer giras: vamos a hacer música. Por eso viene el delirio.


ANDRES CALAMARO: ARTISTA ARGENTINO DE LA DECADA



“FUE MI DECADRON"

Andrés Calamaro fue consagrado como el “artista argentino de la década” por sus pares, colegas... amigos. Del fin del mundo a la resurrección, de cierto oscurantismo a la recuperación escénica, la relación con sus entornos y sus compadres queda desmenuzada en esta entrevista. Esta fue la década Calamaro. No hay duda.

Por Mariano Blejman

Durante esta década, la carrera artística de Andrés Calamaro estuvo plagada de canciones. Es que le brotan las historias rimadas por los poros. Esos hits indescifrables, inesperados, acuñados primero en España, después en Buenos Aires, o vaya a saber uno en qué barco, percudieron el inconsciente colectivo de un país que fue en caída libre hasta la crisis de 2001, y desde entonces, a duras penas, remontó. Las canciones de El Salmón, en tanto, acompañaron el momento de mayor producción creativa de un músico que ha logrado conectar su inframundo con todos los estratos del rock argentino, como muy pocos. Tal vez como nadie. Porque El Salmón traga la influencia de su entorno aunque sea por ósmosis, se curte de sus amigos del bajo mundo, sale a rockear con el estadio de fondo, no baja el volumen, defiende los códigos del barrio, y pide que éstos se respeten, arma familia y sigue rockeando, pone el cuerpo como un cowboy bien entrenado, que sabe lo que es cabalgar en el infierno, pone un pez a la plancha y hace un boxset de 5 CDs con El Salmón en 2000, les pone voz propia a Estadio Azteca, La libertad y Las oportunidades en El cantante en 2004, y es disco del año, y así la tropa Leloir le da un empujoncito para El regreso en 2005, y desde entonces las cosas se aceleran y pareciera que no hay fin de año en Buenos Aires si no es con un show de Calamaro. Y cuando las cosas parecen calmarse, Calamaro se regodea un rato con el tango y le pone Tinta roja y gana premios, y se inventa El Palacio de las Flores, y por si alguien duda del camino que ha trazado entonces viene La lengua popular en 2007, donde vuelve a dejar frases perennes en canciones como Cinco minutos más (Minibar), Comedor piquetero, Sexy & barrigón; en 2008 se sube al barco del Indio Solari y como para cerrar la década saca un disco ¡séxtuple!, las obras incompletas de un artista completo.

—¿Qué significa haber sido elegido artista de la década por tus pares?

—Confío en los elementos que empujaron a estos colegas a elegirme, fue una década donde mostré un amplio espectro de recursos humanos, patrióticos en términos de integridad rockera; yo me siento músico de rock en lo individual y también como parte de un colectivo de músicos del mundo; fui versátil, fui narcótico, vengo del olvido y podría estar terminando la década en la cárcel o en el hospital; de hecho empecé esta década en el hospital y la terminé en el rico Luna Park; tengo confianza en la balanza que inclina mi parecer y el de mis colegas.

—¿Le tenés miedo al olvido?

—No hay olvido cuando existe la amistad y el respeto. No le temo al olvido, me parece interesante. Empezar de cero, demostrar. No vivo recostado en una celebridad que puede desaparecer o caducar, nunca fui un optimista. Tengo confianza en mis habilidades aunque no sean extraordinarias. Prefiero cuando la distancia y el tiempo fortalecen los vínculos entre varones, entre personas. Tampoco soy un adicto al reconocimiento, ni a la graciosa impunidad del estrellato.

—¿Cómo fue esta década para vos?

—Fue mi “decadrón”; la empecé en ácido y herido por un bate de “hardball” sin remaches, reinventamos la pasión laica para el mito de El Salmón que solamente nadaba contra la corriente, fui narcotraficante, fui el poeta de los gangsters y yonqui, entré con un “Dr. Sampler” al principado flamenco, sacrifiqué un burro, me fumé hasta el cristal de las pipas, dormí en la escalera una Navidad y volví en primera clase, viajando al lado de un amigo con un corazón valuado en 200 millones de dólares, la amistad de Pappo me sostenía y aprendí a nunca quedarme sin el aliento del día siguiente, me dejé llevar por los Decadentes y la psicofarmacia, unos músicos de Parque Leloir (que creía conocer de alguna parte) me llevaron a Mendoza en autobús, cuando volví (en jet privado) seguía sin creer que tanto regreso era posible; promediando la década ya estaba intacto, en pleno uso de mis facultades psicomotrices; pedí prestados grupos musicales a Ariel, a Paco de Lucía, a Emerson Fittipaldi y reuní mi vieja banda como iluminado por el rayo misterioso de John Belushi; cuando abrí los ojos, miles de muchachas estaban en los hombros de alguien cantando Paloma; hace una semana encontré lo que estaba buscando, lo que había buscado en la ceniza de cada porro y en las balas de los suicidas: La Lucille de David Lebon; el rock del rico Luna Park había cumplido su superlógico ciclo, el fin del mundo estaba servido.

—¿En qué momento te diste cuenta que estabas de “vuelta” en la Argentina?

—No quisiera arruinar esa pregunta contestándola. Creo que voy a guardarme algún secreto para mí; prefiero olvidar cuál fue el filo de la navaja por donde se arrastraba el caracol del regreso, aunque lo recuerde.

—En 2004 ganaste la encuesta del NO con El Cantante, tal vez fue un momento de reencuentro...

—No me acordaba. Esperaba mucho de El cantante. Entiendo que los músicos encuentran cualidades extraordinarias en un disco así, con semejante repertorio.

—Ese día ocurrió el incendio de Cromañón.

—Aquella navidad pintaba bien. Fui a ver a Babasónicos al Luna Park y estaba por grabar con Tito V, el Brian Wilson de la Bersuit. Justo esa noche, alguien me llamó para contarme que había muertos en el local de Omar. Cuatro, cinco, treinta... Es imposible digerir una tragedia como Cromañón. En Argentina no distinguimos el límite entre una broma y la realidad, ni nos damos cuenta si estamos hablando en serio o en broma, como trastornados por los personajes de Alberto Olmedo. La propiedad intelectual de las bengalas terminaron siendo una cadena de cosas que, pudiendo salir mal, salieron peor.

—¿Cómo fue el reencuentro con el público? Pienso que tu presencia en el escenario fue de tímida a avasallante en los últimos tres años.

—Nos quedamos escuchando al Luna Park poseído cantando canciones escritas en el fondo de la noche; sabíamos que eran buenas canciones, pero no habíamos imaginado que aquellas canciones oscuras estarían en todas las gargantas finalmente. Antes, la primera vez no fue timidez, estaba buscando por dónde escaparme del escenario. Me quedo detrás del teclado porque sé cómo tocarlo, porque necesito un año de prácticas antes de confiarle, todo el ébano y el marfil, a un compañero; así fue con Ciro Fogliatta y también con Tito Dávila. En 1999 había tocado el año entero en la guitarra, custodiado por el corazón y la magia de Guillermo Martín y Gringui Herrera. Mi estrategia era el desprecio y la entrega. Todos somos tímidos, pero nunca voy a ser avasallante, quizá me vea “avasallado” por la pasión del público y me rinda frente a la gratitud y a la luz anterior a los instantes. Estoy aprendiendo a dejarme caer por el tobogán del delirio, aunque cuesta un poco leyendo las letras.

—¿Cuáles son tus canciones de la década?

—Creo que mi logro indescifrable fue aquel repertorio narcótico de cientos de canciones escritas entre los primeros días del siglo y los siguientes... no sé, dos años. Incluyendo objetos musicales ajenos al formato de canción de rock, también cuadernos enteros escritos con letra de médico; la grabación conceptual y basurera también conocida como “Camboya profundo” y el “dominio de la técnica”, la sensación de poder escribir y grabar cualquier cosa en cualquier momento. Cuatro jinetes, Hop de realidad, El pasodoble vieja, Mi bandera, El tilín del corazón, 22 de agosto y cientos de grabaciones y canciones... La suma de todo.

—Tinta Roja y El Palacio de las Flores son excursiones a mundos no tan explorados, pero tal vez sea La Lengua Popular el verdadero regreso.

—La Lengua Popular es magnífico, un disco grande. Pero Tinta Roja y EPDLF son discos importantes para mí. Compartir discos con Litto y con Limón es un privilegio puro. Cantar con Niño Josele y con Juanjo Domínguez... Eso es, literalmente, tocar el cielo con las manos.

—Hay dos cosas que me siguen sorprendiendo de tu obra: por un lado, la capacidad de conectarte y ser referente en distintos mundos dentro del rock. Sos referencia para eso que se llama incómodamente rock barrial (Toti te votó en el rubro Disco de la Década con El Salmón), para el rock más elegante (diría Abril Sosa), para el rock mainstream (te votó Pepe Céspedes, digamos), el difuso mundo del indie (te votaron los Nikita, Michael Mike). ¿Ves esa conexión?

—Soy versátil, como virtud o como defecto, o porque crezco escuchando géneros y subgéneros, o porque no tengo raigambre suficiente como para ser... BB King. Me hubiera gustado desarrollarme dentro de un grupo, un estilo, fiel a un curso, a un cauce. Asimismo me siento parcialmente barrial y soy del centro, creo que puedo ser sensible a esas corrientes de humanidad bonaerense; vivo en un permanente asalto a una elegancia que se me escapa, pero confío en la nobleza del intento; y me siento conectado con la independencia y su fuerza centrífuga; creo que tengo que interpretar el sentimiento de mi pueblo, no creo que aquello que es sofisticado tenga que pulverizar el encanto de la música popular tampoco.

—Y, por otro lado, tu notable obra construida durante esta década, aquello de lo que hablás, ¿cuándo empezó a gestarse? ¿De dónde sale esa vorágine por grabar?

—Antes de Honestidad brutal sabía que estaba intentando multiplicar mi repertorio, en cantidad y en peso específico; quería descansar sobre un repertorio inabarcable, no podía conformarme con cinco o seis canciones, y como integrante (de grupos) escribir tres o cuatro canciones por año, a veces parece suficiente, incluso es amigable con el resto de los probables compositores de una banda, a veces una sola canción mueve montañas y consagra la existencia de un músico y sus compañeros de ruta. En los últimos días del siglo XX sentí una fiebre distinta, una urgencia por estar despierto, grabando en el instante crucial de los almanaques; terminé comprando teclados baratos pero creativos, y grabadores obsoletos y voladores; y elegí empezar sin compromisos, sin un fax con cuarenta fechas de recitales, sin bienes materiales ni sentimentales males; escribiendo en biromes sin espina dorsal; encontrando y descubriendo el método “tántrico” de consumo responsable. Irresponsable.

—Otra característica es la fidelidad que tenés con tus amigos: denota una capacidad para escuchar al entorno, y defenderlo durante el transcurso del tiempo.

—Aprendí nuevos valores cuando me aparté un poco del ambiente “que rodea a los músicos”; resulta que también se aprende con los errores y con la violación de la confianza, pero la noche me fue llevando por nuevos pasillos de la ley no escrita de los varones; quise sentarme en la mesa de los delincuentes, ser parte de la noche; sobre los pedazos de los códigos rotos es que se reconstruye una moral más sólida, o se intenta; aprendí conceptos que estaban, pero que no había identificado, no en los barrios que había frecuentado, ni en el ambiente del rock nativo. Me curtí un poco.

—Dejame suponer que del mundo del hampa te atraen los códigos de fidelidad.

—Mis vínculos son sinceros y sanguíneos. Soy amigo de mis amigos, no soy fetichista. Buscaba otro mundo y ochenta mundos, y me encontré con la noche, la noche de Buenos Aires, así llegué a los barrios del sur, Pompeya y más allá. La atracción fue mutua y la confianza también. Fui aceptado, respetado, querido. Lo sigo siendo. Soy “poronga” honorario

—Peter Capusotto salió tercero en el rubro (vos lo votaste en “fenómeno”, y tiene muchos votos como artista de la década también). ¿Pensás que ayudó a que el rock pueda reírse de sí mismo? ¿Seremos todos un gran Spinal Tap?

—Una cosa es que el rock se ría de sí mismo, porque la autoironía es una medicina necesaria, reírnos de nosotros nos va a salvar; otra cosa es que cualquiera se ría del rock y de los que lo hacemos; eso tampoco es algo grave, pero no lo hagan desde la inconsistencia de un teclado de blog, los comentaristas espontáneos son “casi humanos”, merecemos mejores enemigos. Y yo ni siquiera tengo Internet, contesto los reportajes desde un Cyber Starbucks en el Once. Capusotto es un artista de esta década, y uno de los mejores, porque el humor es un arte, supongo... Capusotto son nuestras plegarias atendidas, es una suerte que exista un programa tan gracioso y de naturaleza rockera, didáctico en su estupenda selección de videos musicales... Es el equivalente a Spinal Tap, lógico, pero también a The Mighty Boosh y a Ricky Gervais. Lo admiro como humorista y como peronista. Capusotto presidente, Vitico canciller... Soluciones europeas para asuntos internos.

—¿Sos peronista?

—Soy solarista, barcelonista, hedonista ético. El peronismo justicialista es nuestra Roma, es una cuestión compleja y nuestra. Prefiero lo que antes conocíamos como los peronistas auténticos, un discurso y una convicción que sobrevive en el pensamiento de Diego Capusotto o Leonardo Favio (para mencionar dos ejemplos públicos e independientes). Es otra conversación profunda que te voy a seguir debiendo; los soldados montoneros, los erpios, Trelew y las venas abiertas de América Latina.

—En tu último show hablaste de Manu Chao, dijiste algo como “no hace falta que venga Manu Chao a decirnos cómo somos ¿Podrías profundizar la idea?

—También dije “Manu es un diez y lo queremos”. Espero que no necesitemos que nadie nos cuente que existió la Esma, y que hay decenas de miles de asesinados sin tumba; una cuestión realísima, metafísica, histórica y legal. Eso necesita revisitarse siempre. Existe la lucha ejemplar de Madres de Plaza de Mayo y es nuestro orgullo profundo. Ellas nos enseñan lo que es el amor revolucionario.

—¿Cómo será la próxima década?

—La definitiva. Recién estamos descubriendo América.

Bandas que hacen folclore y rock: Desde adentro




Tendencia. Arbolito, Semilla, Tremor, Fanfarrón, Terraplén, Tonolec, Humahuaca Trío y muchos más, profundizan la línea iniciada por Arco Iris, León Gieco y Los Jaivas, entre otros. La movida ya tiene sus lugares de culto y está en pleno ascenso. En esta producción, las claves del fenómeno y sus protagonistas.



Por: Juan Manuel Strassburger

Un punk con cresta bailando una chacarera. Un coro de tobas cantando sobre bases electrónicas. Un carnavalito espacial. Una peña eléctrica. Y, en todos los casos, un público joven interesándose por los ritmos más tradicionales del país. ¿Qué está pasando con el folclore? ¿Revitalización? ¿Moda? ¿Redescubrimiento? Seguramente, un poco de todo eso. Pero sin duda la puesta al día de una música que hasta hace poco parecía recluida a la escuela o los festivales tradicionales y que hoy avanza -de la mano de nuevas fusiones y mestizajes inesperados- sobre espacios antes casi vedados para el género, como las fiestas rockeras, el circuito de música electrónica o los grandes festivales.

"Evidentemente hay una relectura, una intención de buscar algo hacia atrás, lo que todos llevamos adentro, pero teníamos latente", le dice a Clarín Leonardo Martinelli, más conocido como Tremor, el trío de folclore experimental que lidera y que ya cuenta con dos discos editados y varias giras por el exterior. Tremor se vale de las texturas electrónicas para elaborar una chacarera, un malambo o un huayno marca siglo XXI, e integra junto a otros exponentes como Tonolec, Fanfarrón y Terraplén (el nuevo proyecto de Gaby Kerpel), la avanzada de un folclore que no teme digitalizarse para evolucionar.

"A mí me parece que está bueno que la tradición no sea una pieza de museo. Hay que apropiarse de las tradiciones desde el hoy", remarca Tremor, en una postura que es compartida por sus pares. "Por ahí la música electrónica está vacía de contenido. Por eso cuando la dotamos del mensaje toba se da algo más espiritual", considera Charo Bogarín, cantante del dúo chaqueño que comparte con Diego Pérez y que, entre otros hitos, logró ser celebrado tanto en el Personal Fest (donde compartieron cartel con sus adorados Massive Attack, combo inglés de trip-hop) como en el tradicionalísimo Cosquín. "Así como el público canta Britney Spears sin saber inglés, a nosotros nos pasa con los cantos tobas: muchos cantan sin saber la letra. Hay una profundidad que va más allá del lenguaje", sostiene la cantante.

Sin duda, uno de los pioneros de esta avanzada de folclore electrónico es Gaby Kerpel, ex integrante del grupo de teatro experimental De La Guarda, que ya a principios de esta década -y bajo la dirección de Santaolalla, gurú del folclore de raíz alternativa- editó Carnabailito, un álbum que anticipó varias de las tendencias modernas y digitales que vendrían después y que le dio estatus global a las músicas del altiplano como el huayno, la baguala y el carnavalito. "En esa época me llamaban de afuera para hacer notas, porque para ellos eso era folclore argentino. Acá, no", distingue, a propósito de la tensión siempre latente entre tradición y modernidad cuando se apuesta por la fusión. Sin embargo, hoy ese debate tiene mucho menos peso. Fabio Rey, por ejemplo, cara visible de Fanfarrón, dejó un pasado de rock alternativo y tecno-pop (Los Brujos y Adicta, respectivamente) para saltar a un proyecto que combina folclore con todos esos elementos. Y no sufrió fuertes reproches por eso. Al contrario, sus dos discos (Fanfarrón y Volumen 2) fueron bien recibidos por la crítica. "El cambio tuvo que ver con redescubrir nuestra cultura, que es muy rica en cuanto a ritmos, poesía y pintura", explica.

Kerpel, por su parte, está por lanzar el debut de Terraplén, su nuevo proyecto de folclore electrónico que comparte con los productores Daniel Martín y Diego Vainer, y trae también el impulso de Santaolalla. "El nos animó y nos insistió en que concretáramos el disco", reconoce el ex De La Guarda.

"Yo siento que hubo una primera etapa donde la gente se enganchaba con la experimentación. Ahora, en cambio, aparecen muchos que se conectan más con la cosa tribal y la experiencia que se da en vivo", acuerda Tremor. Y es que el show, la experiencia "en vivo", es una de las grandes fortalezas de estas bandas electrónicas de raíz folclórica (o viceversa), pero también de aquellas que hacen folclore, pero desde una actitud y electrificación rockera. En esa corriente, se encuadran Arbolito y Semilla, dos grupos que, provenientes del rock, le marcaron el pulso a cierto folclore de la década, retomando las banderas de Arco Iris y Los Jaivas en los '70.

"El quiebre de 2001 nosotros lo vivimos en el '97. Ahí nos dimos cuenta de que ningún dueño de un sello o de un boliche nos iba a dar el espacio que necesitábamos", cuenta Agustín Ronconi, voz, guitarra, vientos y principal compositor de Arbolito. "Eramos demasiado quilomberos para una peña y demasiados folclóricos para un boliche rockero", detalla risueño, a propósito de la formación con bombo legüero, quena, charango y violín, que espanta a más de un ortodoxo. Sin embargo, los Arbolito lograron hacerse fuerte en plazas y fiestas de amigos. Y sus letras de reivindicación (de los pueblos originarios, pero también de la presente realidad social) tuvieron eco en todo un nuevo público post crisis de 2001. "La mayoría son jóvenes: rockeros, fiesteros y solidarios", cuenta Ronconi, con orgullo. "Aunque también varios vienen con sus padres", observa.

El caso de Semilla guarda algunas similitudes: no sólo porque también cuentan con excelentes canciones (disponibles en su homónimo disco debut de 2007), sino también por los espacios que debieron generar para poder mostrar su música. "Al principio nos miraban raro", confirma Bárbara Palacios, cantante de Semilla. Por eso, desde hace varios años, autogestionaron dos peñas con nombre propio que hoy son clásicos de esta promisoria escena: el Semillero y las Peñas Eléctricas.

En el primer caso, la cita es en La Catedral, reducto tanguero-folclórico de Almagro, y la idea es compartir una tarde de empanadas y vino con la banda, además de ensayar algunos pasos de baile. "Si vas a nuestras peñas todos bailan: los que saben, los que no y los que están aprendiendo", cuenta Bárbara.

Las Peñas Eléctricas, por su parte, componen la otra gran apuesta cultural de Semilla. El espacio donde su folclore electrificado pudo expresarse sin la desaprobación de los puristas ni el desconcierto de los no iniciados. Iniciativa original de Camilo Carabajal, batería de Semilla y nieto ilustre de Carlos, uno de los padres de la chacarera, las Peñas Eléctricas empezaron en el 2003 en un sótano del Abasto y poco a poco fueron creciendo hasta llegar a Niceto Club, en el corazón de Palermo Hollywood. Sin embargo, no perdieron identidad. Y hasta le abrieron las puertas a grupos que no sólo mestizan el folclore con el rock, sino que también incorporan ritmos y géneros del resto de Latinoamérica. Son los casos de Imperio Diablo (folclore andino más hip-hop, reggae), Doña María (folclore más dub, rap, cumbia) y Chancha Vía Circuito (folclore más cumbia latinoamericana).

"Yo nunca perdí mi raíz de familia, mi espíritu de bombista, por eso necesité generar algo como las Peñas Eléctricas", explica Camilo. Y puesto a comparar ambos eventos, evalúa: "El Semillero es más de vino tinto, mientras que en las Peñas Eléctricas circulan más las cervezas y los tragos". Dos espíritus festivos para el mismo público. "Un mix de provincianos, rockeros y estudiantes extranjeros", sintetiza Tremor, quien cuenta con el bombo de Camilo Carabajal en su propio proyecto.

Fabio de Fanfarrón sintetiza así la espontaneidad de la escena: "De repente podes ver a una chica de jeans y un chico con bermudas y zapatillas bailando folclore con una maquina de ritmos sonando o una banda con pulso de rock tocando un aire de chacarera".

Sin duda, la gran afluencia de estudiantes extranjeros que produjeron la devaluación de 2002 y el dólar alto posterior, le otorgaron a este nuevo folclore un marco más amigable y afín que el que hubiera tenido de haber mediado otra situación socio-económica. Y es lógico: tanto el rock como la electrónica son dos lenguajes afines a oídos occidentales. ¿Cuánto le debe al hostel este nuevo folclore? "Nos recordaron que lo nuestro es bueno", asevera el baterista de Semilla. "Aportaron una mirada más abierta a lo que sucede", agrega Kerpel, y marca una paradoja, que tal vez dé indicios del futuro: "Para nosotros este ambiente puede llegar a tener un sentido alternativo. Para ellos, en cambio, es nuestro color local. Y eso nos coloca en el mundo".«

miércoles, 23 de diciembre de 2009

EL TRIBUTO A ANDRES CHAZARRETA EDITADO POR MELOPEA




Un rescate para el patriarca

A casi cincuenta años de su muerte, el santiagueño es el centro de un homenaje motorizado por Litto Nebbia, que busca recordar su labor incansable para que casi cuatrocientas obras del folklore argentino no se perdieran en la noche de los tiempos.

Por Cristian Vitale

No es que Andrés Chazarreta “inventó” el folklore argentino. Incluso, casi como a Robert Johnson con el blues del norte, se le reprochó apropiarse de obras ajenas. De viejos temas del cancionero popular criollo, anónimos dada la impronta de una época preindustrial. Fundadas o no las acusaciones, lo concreto es que nadie pudo ni podrá ir contra la importancia medular que este hombre –santiagueño, nacido en 1876 y muerto en 1960– tuvo para el amplio, rico y heterogéneo universo de la cultura nacional. Varios hitos lo abonan: la tozuda labor como difusor del folklore a través de su conjunto de arte nativo, originado en Santiago, diseminado por todo el NOA, y admitido como fundacional –para el status portuario– cuando recaló en el Teatro Politeama de Buenos Aires, el 16 de marzo de 1921. Treinta y cinco artistas, entre músicos y bailarines, que dieron cuenta de que el país era demasiado más que la música de salón, la academia europea y un tango casi naciente. Que existían, también, múltiples ritmos, danzas y subgéneros que ampliaban y enriquecían el mapa: el escondido, el pala pala, el triunfo o la media caña –su proyección– se le debe a él.

Maestro normal, director e inspector de escuelas, músico autodidacta, investigador y aventurero, “bárbaro” para los bravos civilizados, recopilador obsesivo, Chazarreta publicó once álbumes y a él se le atribuye, en tanto compositor o recopilador, la instalación en el imaginario de obras que, de no ser por su labor, hubiesen quedado en el olvido. De entre ellas, casi 400 en total, el siempre movedizo Litto Nebbia rescató un puñado, convocó a varios músicos y armó un disco tributo –Melopea mediante– con la misma intención: evitar que a Chazarreta le pase, por la acción corrosiva del tiempo, lo que a sus incógnitos inspiradores. Y entonces las muestra. A veces, por dos: “La Telesita” –chacarera de Agustín Carabajal publicada en la década del 30– a cargo de César Franov & El vuelo (Gustavo Liamgot + Carlos Rivero), en clave jazzeada. O por el Eduardo Lagos Trío, más folklórica. Y la “Zamba de Vargas”, tal vez la más emblemática de la obra total de Chazarreta, en la versión ortodoxa –solo voz y guitarra– de Atahualpa Yupanqui. U otra, percusiva, renovada, pianística, al mando de Manolo Juárez.

El tester de Nebbia también enfocó hacia otras perlas tal vez menos versionadas, pero igual de importantes para el acervo de la música criolla. Entre ellas “La Arunguita”, una danza quichua abrillantada por la voz de Victoria Díaz y la percusión del infinito Domingo Cura; una climática versión de la bella vidala “Te’i de olvidar”, por el mismo Nebbia y la participación intensiva de un heredero casi directo del maestro: su sobrino Manuel Monroy Chazarreta en “Vidalita del santiagueño”; “7 de abril-Zamba alegre”, junto a Patricio Chazarreta y “Ciudad de Córdoba”, un vals de los ’40 que –según consta en la info del disco– formó parte de una serie de valses dedicados a cada una de las provincias argentinas, casi una síntesis perfecta del andar de Don Andrés. Nebbia, al cabo, no hizo más que volver a poner en su eje lo que todo Santiago dijo cuando Chazarreta murió: “Es el patriarca del folklore argentino”.

MAMA PULPA, UNA “NUEVA-VIEJA” BANDA DE ROCK



Conectados por la afinidad musical

Empezaron a tocar en 1988 pero luego, por diversas razones, se fueron dispersando. Están juntos otra vez, ayudados por Internet.

Por Leonardo Ferri

Hay bandas que luego de estar juntas por 10, 15 o 20 años, se cansan, se pelean, se separan y después vuelven, por el motivo que sea. Hay otras que después de muchos años siguen juntas. Y existen grupos que están sólo separados por la distancia física, pero unidos por la afinidad musical, las ideas y –según ellos mismos– por el quilombo. Mama Pulpa es una nueva-vieja banda que nació en 1988, cuyo espíritu se mantuvo vivo durante los años en que sus integrantes se dedicaban a viajar y a hacer otras músicas, y que hace tres años decidió que era el momento de volver a juntarse, virtualidad mediante.

“Nuestra propuesta no es sólo la música, sino que hay una estética y una imagen que la hacen más artística, que mostramos mejor en vivo”, explica a Página/12 Martín “Moska” Lorenzo, conocido por ser uno de Los Auténticos Decadentes y productor y percusionista de Mama Pulpa. El cantante y guitarrista Pablo Milberg y el tecladista Gonzalo Mazar explican a qué se refieren con artística: “Siempre tratamos de hacer más que música. Cuando tocamos en el Pepsi Music, por ejemplo, tuvimos bailarinas en el escenario y proyecciones”, cuenta Milberg. Mazar recuerda cuando hicieron un show que se llamó Flores y Pescado, en el cual combinaron una cabeza de tiburón con unas flores de plástico que encontraron por ahí: “El dueño del lugar nos dio plata para ir a comprar sahumerios, porque el olor que había era insoportable”, ríe. Un espectáculo multisensorial, con olfato incluido.

A pesar de haber tocado bastante seguido en los siete años posteriores a su formación, Mama Pulpa nunca grabó un disco. “En aquel entonces estuvimos a punto de entrar a estudio, e incluso se nos acercó Gustavo Cerati con la idea de producirnos un disco, pero por esas cosas de la vida sólo grabamos un tema, ‘Sr. Ogro’”, explica Milberg. Este año editaron un EP de dos temas y medio, ya que el tercer track es una continuación del segundo, “una deformación”, como les gusta decir. “Nunca en nuestra historia las cosas fueron de una sola manera, hubo y sigue habiendo cambios todo el tiempo, y de hecho, lo que está grabado no es una versión definitiva, sino como quedó ese día”, cierra Mazar.

Después de aquel comienzo prometedor, los integrantes de la banda se repartieron por Estados Unidos, Uruguay y Argentina, aunque siguieron hablando e intercambiando material. El método de grabar y enviarse casetes fue reemplazado por herramientas de Internet, y ahora las reuniones creativas se hacen mediante Skype o msn, con toda la banda de un lado y el cantante del otro. “Sí, Internet facilitó todo, e incluso a veces trabajamos mejor así que estando todos juntos, pero si no hubiese existido Internet, nos hubiéramos hecho señales de humo, algo habríamos inventado”, afirma Milberg.

En lo estrictamente musical, Mama Pulpa es una mezcla de rock, funk, electrónica, candombe, murga y música gitana. Las letras combinan el humor y la ironía con las historias y sentimientos personales. “Podemos hacer lo que queremos, tocar cualquier cosa, la idea es no ponernos ningún límite”, explica el cantante. Pero por tratarse de una banda con integrantes compartidos con otros grupos, a veces surge la cuestión de ser un proyecto principal o uno paralelo. “En este momento el proyecto principal son Los Decadentes”, dice Lorenzo, pero aclara que hay momentos para todo y quizás en febrero y marzo, entre la gira y la grabación, el proyecto madre sea Mama Pulpa, y después quizás haya otro parate. “En la medida en que esto se transforme en un disco y haya que promocionarlo, esto se va a convertir en algo más estable, por ahora lo hacemos por gusto”, afirma.

La banda, completada por Diego Capelluto en batería, Rafa Franceschelli en bajo y coros y Alejandro Bruzoni en guitarra, acaba de tocar en La Trastienda, donde hicieron temas de todas sus épocas y reversiones deformes de temas conocidos. Cada vez que tocan conviene aprovechar para ver de qué se trata, antes de un próximo viaje, o de que la improvisación cambie todo.



martes, 22 de diciembre de 2009

ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO: BIOGRAFIA




Enrique Santos Discepolo (27 de marzo de 1901 - 23 de diciembre de 1951) Nombre completo: Discepolo, Enrique Santos Poeta, compositor, actor y autor teatral ctor, autor, compositor y director.



A pesar de haberse iniciado en el teatro, sus éxitos y por ende su fama los logró en la canción; éxitos que se mantendrán por siempre en el favor del pueblo.

Hijo de Santos Discépolo, músico del 900 nacido en Nápoles y autor de algunos tangos ("No me Empujes, Caramba!" el más popular), y hermano de Armando Discépolo, uno de los grandes del teatro argentino, elevó la jerarquía del apellido con tangos inmortales.

Debutó como actor en la obra "El Chueco Pintos" de Armando Discépolo y Rafael José de Rosa, estrenada por Roberto Casaux en el teatro "Apolo" el día 22 de octubre de 1917.

Al año siguiente estrenó su primera obra teatral, "El Duende" escrita con Mario Folco, en el teatro "Nacional" el 3l de julio de ese año 18 con la compañía Vittone-Pomar. En períodos intercalados dio luego "Wunder Bar", "Caramelos Surtidos", "¡Blum!", "El Hombre Solo", "El señor Cura", "Día Feriado", "El Organito" (éste con su hermano), y otras.

Colaborando, actuando o dirigiendo para el cine estuvo en "El Alma del Bandoneón", "El Pobre Pérez", "Mateo", "Cuatro Corazones", "Melodías Porteñas", "Confesión", "Caprichosa y Millonaria", "El Hincha", "Yo no Elegí mi Vida", "Fantasmas en Buenos Aires", "Un Señor, Mucamo", "Cándida la Mujer del Año", "En la Luz de una Estrella".

Dirigió la orquesta que amenizó los primeros bailes de carnaval del teatro "Colón" (1932) y por radiotelefonía popularizó el personaje de "Mordisquito".

En 1925 escribe su primer tango, "Bizcochito", que estrena Carlos Marambio Catán en el teatro "Nacional" en la obra de José A. Saldías "La Porota"; tango que no tuvo éxito alguno, por eso se dice que el titulado "¿Qué Vachaché?" es el primero que hizo. Pero su formidable pegada de 1928 con "Esta Noche me Emborracho", lo sacó del anonimato y "encarrilado" en el grotesco obtuvo éxitos que ni el más avesado autor hubiera imaginado crear.

Carlos Gardel, su amigo de tantas horas, llevóle al surco del disco "¿Qué Vachaché?", "Esta Noche me Emborracho", "¡Yira, Yira!", "¡Chorra!", "¡Victoria!", "Secreto", "Confesión", "Malevaje", con música de Filiberto, "Sueño de Juventud" (vals) y cantó "El Carrillón de la Merced" (con Le Pera) y "¡Justo el 31!" (con Ray Rada).

También hizo "Tres Esperanzas", "Soy un Arlequín", "¿Qué Sapa Señor?", "Alguna Vez", el formidable "Cambalache", "Desencanto", "Martirio", "Tormenta" "Infamia", "¡Uno!", "Canción Desesperada", "Cafetín de Buenos Aires", "Noche de Abril" (zamba), la mayoría suyas totalmente; "Sin Palabras", "El Alma del Bandoneón", "Condena" y otras hechas en colaboración con Luis César Amadori, F. García Jiménez, Marianito Mores, Francisco Pracánico.

Su primera incursión cinematográfica la realizó junto a Carlos Gardel en 1930, en los cortos donde el gran Carlitos incluye su mejor tango, "¡Yira, Yira!", y mantiene con él un diálogo interesante cuyo texto es más o menos así: "Decíme Enrique. ¿Qué has querido hacer con el tango «¡Yira, Yira!»?, pregunta Gardel. El contesta: "¿Con «¡Yira, Yira!»? Una canción de soledad y esperanza". Gardel: "Hombre... Así lo he comprendido yo". Discépolo: "Por eso es que lo cantás de una manera admirable". Gardel: "Pero el personaje es un hombre bueno. ¿Verdad?" Discépolo: "Sí; es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante 40 años y de pronto un día ¡a los 40!, se desayuna con que los hombres son unas fieras". Gardel: "Pero dice cosas amargas". Discépolo: "Carlos, no pretenderás que diga cosas divertidas, un hombre que ha esperado 40 años para desayunarse".

Discépolo nació en Buenos Aires el 27 de marzo de 1901 y allí falleció el 23 de diciembre de 1951.

ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO: LA TRAICION DE JULIO SOSA






Por Roberto "Tito" Cossa






Fue contra “Cambalache”. No sólo por la cantidad de estropicios, sino también porque se metió con una de las letras emblemáticas de la poesía tanguera. Y encima la consagró como su versión más famosa.

Quien conoce algo de la historia, sabe que a Enrique Discépolo los tangos no le salían como hongos, ni que los escribía en una servilleta de bar, después de tomarse un par de ginebras.

Trabajaba sus letras con el buril de poeta. Y si algo le obsesiona al poeta es la palabra. Y para el poeta, ninguna palabra es igual a otra, aunque se le parezca.

Puedo imaginarme el momento en que Discépolo tuvo que seleccionar los nombres donde se mezclaban “biblias” y “calefones”, es decir, símbolos opuestos del mundo desquiciado que asomaba allá por los años 30. Es muy probable que Discépolo haya elegido con gran cuidado los personajes emblemáticos de su época (debe haber anotado y tachado nombres una y otra vez) hasta escribir finalmente: “Mezclao con Stavisky, van Don Bosco y la Mignon/ Don Chicho y Napoleón/ Carnera y San Martín”.

Es evidente, que el Varón del Tango confundió a Stavisky (Alexandre, un estafador ruso de alto vuelo) con el músico también ruso Igor Stravinsky. Con ese convencimiento, reemplazó al supuesto Stravinsky por Toscanini (Arturo), un nombre más cercano al oído de su público que el del autor de “La consagración de la primavera”.

De paso, sacó de la lista a Carnera (Primo Carnera, campeón mundial de box en la década del 30, de origen italiano) y lo reemplazó por Carrera (probablemente el billarista argentino casi contemporáneo de Sosa).

Pero ahí no para la cosa. Además del incalificable “se vamo a encontrar” (cuando el original decía “nos vamo a encontrar”), Julio Sosa traiciona la ideología anarquista del viejo Discepolín. En la última de las antinomias, el autor pone del lado de los “calefones” a los que “viven de los otros” y no a los “que viven de las minas”. Es decir, a los patrones y no a los cafishios.

Extracto del artículo "Cantori Traditori", publicado en Página/12 el 5/11/2000 (www.pagina12.com.ar).

ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO: 27 de marzo de 1901 – 23 de diciembre de 1951

Enrique Santos Discépolo



por Sergio Pujol



Poeta, compositor, actor y autor teatral
(27 de marzo de 1901 – 23 de diciembre de 1951)
Nombre de familia: Enrique Santos Discépolo



Hace unos años, en su ensayo Les assassins de la mémoire -un agudo estudio sobre el revisionismo neonazi en la Europa contemporánea-, el escritor francés Pierre Vidal-Naquet reprodujo la letra de "Cambalache", el tango emblemático de Enrique Santos Discépolo. ¿Una cita descabellada? ¿Acaso un rasgo de exotismo de un intelectual en busca de oxígeno fuera del ámbito de la cultura europea? Según lo confesaría el autor, Discépolo cayó en sus manos a través de unos amigos latinoamericanos. Y él decidió incluirlo en un libro que nada tenía que ver con el tango. La imagen del cambalache como escenario del azar insolente, de la confusión de valores y la desacralización le pareció la más adecuada para sellar su texto de denuncia.

No fue aquella la primera vez que la obra de Discépolo despertó interés en el campo del pensamiento. El español Camilo José Cela lo incluyó entre sus poetas populares preferidos y Ernesto Sabato no ha dudado en identificarse con la filosofía pesimista de quien supo escribir en "Que vachaché": "El verdadero amor se ahogó en la sopa". Muchos años antes de estas reivindicaciones, los poetas lunfardos Dante A. Linyera y Carlos de la Púa definieron a Discépolo como a un autor "con filosofía". Otro escriba de Buenos Aires, Julián Centeya, al reseñar unos de sus filmes, habló de "filosofía en moneditas", a la vez que arriesgaba una analogía -sin duda desmedida- entre Discépolo y... Carlitos Chaplin.

A diferencia de otros creadores populares que desplegaron su talento de modo instintivo y un tanto naif, para luego ser reivindicados por futuros exégetas, Discépolo fue siempre consciente de sus aportes. Podría incluso asegurarse que toda su producción artística está articulada por estilo común, un cierto aire o espíritu discepoliano que la gente reconoce inmediatamente, con afecto y admiración, como si su obra -más de una vez definida como "profética"- expresara el sentido común de los argentinos. La singularidad de Discépolo sigue inquietando, tanto dentro como fuera del universo del tango. Mientras la mayoría de sus coetáneos hoy suena extraña para las nuevas generaciones, el hombre que escribió y compuso "Cambalache" persiste, está vigente. O para decirlo con una de sus imágenes preferidas: sigue mordiendo.

Enrique se formó viendo teatro de la mano de su hermano Armando, el gran dramaturgo del grotesco rioplatense, y poco después se sintió atraído por las artes populares. Llegó al tango después de haber probado, con suerte dispar, la autoría teatral y la actuación. En 1917, debutó como actor, al lado de Roberto Casaux, un capo cómico de la época, y un año más tarde firmó junto a un amigo la pieza Los duendes, mal tratada por la crítica. Luego levantó la puntería con El señor cura (adaptación de un cuento de Maupassant), Día Feriado, El hombre solo, Páselo cabo y, sobre todo, El organito, feroz pintura social bosquejada junto a su hermano, al promediar los años 20. Como actor, Discépolo evolucionó de comparsa a nombre de reparto, y se recordaría con entusiasmo su trabajo en Mustafá, entre muchos otros estrenos.

Si bien los mundos del teatro y el tango no estaban divorciados en la Argentina de Yrigoyen y Gardel, la decisión de Discépolo de convertirse en un autor de canciones populares fue resistida por el hermano mayor -Armando se había hecho cargo de la educación de Enrique después de la temprana muerte de los padres-, y no puede decirse que las cosas le hayan sido fáciles al debilucho y tímido Discepolín. Una tibia influencia familiar (Santo, el padre, fue un destacado músico napolitano establecido en Buenos Aires) puede haber sido una primera señal hacia el arte combinado de la organización sonora y la letrística, pero la revelación no fue inmediata. Por el contrario, tanto el insípido "Bizcochito", su primera composición hecha a pedido del dramaturgo Saldías, como el notable y revulsivo "Que vachaché", editado por Julio Korn en 1926 y estrenado en un teatro de Montevideo bajo una lluvia de silbidos, fueron un mal comienzo, o al menos eso se creyó en el Buenos Aires que aclamaba los tangos de Manuel Romero, Celedonio Flores y Pascual Contursi.

La suerte del obstinado autor cambió en 1928, cuando la cancionista Azucena Maizani cantó en un teatro de revistas "Esta noche me emborracho", un tango de ribetes horacianos (por el Horacio de las Odas) y tópico netamente rioplatense: aquella vieja cabaretera que el tiempo trató con impiedad. Días después del estreno, los versos de aquel tango circularon por todo el país. Los músicos argentinos de gira por Europa lo incluyeron en sus repertorios, y en la España de Alfonso XIII la composición gozó de gran popularidad. Había nacido el Discépolo del tango. Ese mismo año, la actriz y cantante Tita Merello retomó el antes denostado "Que vachaché" y lo puso a la altura de "Esta noche me emborracho". Finalmente, 1928 sería el año del amor para un intelectual cargado de inseguridades. Tania, una cupletista española radicada en Buenos Aires que se revelaría como una muy adecuada intérprete de sus tangos, acompañaría a Discépolo el resto de su vida.

En una época en la que la autoría y la composición estaban claramente diferenciadas en el marco de las industrias culturales, Discépolo escribía letra y música, aunque esta última era imaginada con apenas dos dedos sobre el piano, para luego ser llevada al pentagrama por algún músico amigo (generalmente Lalo Scalise). Esta capacidad doble le permitió a Discépolo trabajar cada tango como una unidad perfecta de letra y música. Con un agudísimo sentido del ritmo y de la progresión dramática, con un gusto melódico impecable (Carlos de la Púa lo definió como un "Pulgarcito Filarmónico"), Discépolo se las ingenió para hacer de sus breves y muchas veces violentas historias una auténtica comedia humana rioplatense. Abandonó gran parte de la influencia modernista que hacía estragos en otros letristas (Rubén Darío fue el héroe literario de cientos de poetas argentinos, durante muchos años) y tradujo al formato "menor" de la canción ciertas ideas dominantes de la época: el grotesco teatral, el idealismo crociano, el extrañamiento pirandelliano...

La proliferación de ideas en cada letra hallaba en el humor socarrón y en el lirismo de la música un cierto equilibro, una compensación sensorial, un modo de "decir cosas" en y a través del tango. Ningún otro autor llegaría tan lejos.

Desde luego, el hecho de que Carlos Gardel grabara casi todos sus primeros tangos ayudó en gran medida a la difusión y legitimación de Discépolo como autor y compositor de un género lleno de autores y compositores. En ese sentido, la versión gardeliana del 10 de octubre de 1930 de "Yira yira" figura entre los grandes momentos de la música argentina. La intensidad de la grabación, en la que no hubo recursos teatrales especiales y el cantante evitó todo énfasis innecesario, está dada por la inmediatez de la expresión gardeliana. No hay preámbulos instrumentales que familiaricen al oyente con el material, más allá de una apretada introducción de los guitarristas que exponen el estribillo con los trémolos y fraseos de bordonas típicos de los acompañamientos de la época. La línea melódica, con sencillez engañosa irrumpe de golpe, con una fuerza que excluye la queja.

"Yira yira" fue escuchado e interpretado como una denuncia cargada de escepticismo. El militante ridiculizado en "Que vachaché" vuelve a la carga, pero esta vez respaldado por una crisis material profunda. Ahora, el "engrupido" que se resistía a creer que "el verdadero amor se ahogó en la sopa" ocupa el lugar de la voz cínica. Los principios han sido trocados por la realidad. Es el triunfo del descrédito, pero ya sin el cinismo - y mucho menos el grotesco- de unos años antes. El personaje de "Yira yira" confió en el mundo, y este lo defraudó. Como en otros tangos de Discépolo, la letra cuenta una "caída", un desalmado amanecer: ya no hay espacio para el engaño y la impostura. (Desde esta perspectiva, no están del todo equivocados quienes han visto en Discépolo a un moralista decepcionado por la modernidad, aunque tal vez sea mucho más que eso).

La línea que empieza con "Qué vachaché" y madura en "Yira yira" se continúa en los tangos "Qué sapa señor" y, en 1935, "Cambalache" Pero no es este el único "estilo" del arte compositivo de Discépolo. Este supo ser romántico en el vals "Sueño de juventud", burlón en tangos "cómicos" como "Justo el 31" y "Chorra", expresionista en "Soy un arlequín" y "Quién más, quién menos", pasional en "Confesión" y "Canción desesperada" y un tanto nostálgico y elegíaco en "Uno" y "Cafetín de Buenos Aires", ambas creaciones escritas conjuntamente con Mariano Mores. No fue tan prolífico como Enrique Cadícamo, y una parte considerable de sus creaciones carece de interés. Es indudable que la variedad musical de Discépolo tuvo que ver con sus inquietudes teatrales y cinematográficas. Su puesta de "Wunder Bar" y sus películas más conocidas - "Cuatro corazones", "En la luz de una estrella"- dieron a conocer canciones -algunas casi olvidadas- que el director y actor escribió con su sentido "programático".

Enrique Santos Discépolo nació en el barrio porteño del Once, el 27 de marzo de 1901, y murió el 23 de diciembre de 1951, en el departamento céntrico que compartía con Tania. Su compromiso con el peronismo, hecho público a través de su breve y fulminante participación en un discutido programa de radio, lo distanció de varios de sus viejos amigos. Dos años después de su muerte, cuando las trincheras políticas ya no lo necesitaban pero varios de sus tangos seguían golpeando en la conciencia colectiva, Discépolo fue recordado por el escritor Nicolás Olivari en una nota memorable. Allí Olivari aseguraba que el autor de "Yira yira" había sido el perno del humorismo porteño, engrasado por la angustia. En cierto modo, aquella era una definición discepoliana.

Sergio A. Pujol es historiador y crítico musical. Entre otros libros, publicó "Discépolo. Una biografía argentina" (Emecé, 1997).