Ultimo retrato del eslabón perdido
El otrora manager de los Sex Pistols, a quien Johnny Rotten calificó como “la persona más maligna de la Tierra”, es ahora una figura respetada que hace películas y unipersonales por los que la crítica lo trata de “artista cuyo tiempo ha llegado”.
Por Jonathan Brown *
¿Está Malcolm McLaren en peligro de integrarse a la categoría de Stephen Fry, Alan Bennett y la fallecida Reina Madre al convertirse en un tesoro nacional británico? Treinta años atrás, como manipulador de la banda de rock más notoria del mundo, los Sex Pistols, la sola noción habría sido impensable. Pero en una era atiborrada de nostalgia y hambrienta de autenticidad cultural, la sugerencia no parece tan fuera de lugar. Seguro, McLaren tiene conexiones con el establishment. Es el ex socio de la diseñadora Dame Vivienne Westood, con quien tuvo un hijo, el empresario de ropa interior Joseph Corre. Ha presentado sus propios programas en la BBC, que alguna vez prohibiera los discos de su banda; apareció en un reality junto (aunque rechazó a I’m a Celebrity... Get Me Out of Here!) y ha sido invitado a interpretar su unipersonal de anécdotas e historias en el Royal Festival Hall y la Opera de Sidney después de debutar exitosamente este año en el Festival de Edimburgo. En 1999, incluso jugó con la idea de ser alcalde de Londres.
Al momento de encontrarse con este cronista en el Baltic Centre for Conteporary Arts de Gateshead, McLaren estaba ocupado con la première mundial de su nueva película, Paris: Capitol of the 21st Century, que reveló en persona frente a una sala colmada. El mismo público llegó a apreciar el gran ingenio y la sabiduría de McLaren en una discusión con un crítico cultural importante tras la función. Aunque, sorprendentemente para alguien con el famosamente reconocido ego de McLaren, la noción de ser un tesoro nacional parece ser algo que sólo ha considerado a medias.
Vestido con un traje caro de tweed y pañuelo gris anudado, con aspecto más cercano al de un respetable decano de una de las antiguas universidades que al del tipo que John Lydon (también conocido como Johnny Rotten) alguna vez describió como “la persona más maligna de la Tierra”, los dichos volubles de McLaren les proveyeron entretenimiento a los que estaban cerca –y también lejos– en el restaurante de la galería Tyneside. De todos modos, formuló la valoración de su lugar en la historia moderna de la cultura británica en términos extrañamente modestos. “Lo más probable es que yo sea un eslabón perdido que mucha gente no conoce. Alguien tiene que atar esos cabos sueltos entre los ’60 y los ’90. Eso ha quedado vacante (para mí) porque nadie está al tanto de lo que los artistas tuvieron que enfrentar en los ‘70”, explica.
Según los curadores del Baltic, es como a un artista “cuyo tiempo ha llegado” que ahora debemos ver al padrino del punk, de 63 años, convertido en parisiense adoptivo. Allí vive en un exilio autoimpuesto con Young Kim, su compañera de origen coreano-norteamericano, de 37 años. Con el recuerdo fresco de la buena recepción de su secuencia de “pintura musical” Shallow 1-21, una serie de escenas descoloridas tomadas de películas porno caseras de los ’60 y acompañadas con música, su última pieza continúa en una vena similar: una repetitiva apropiación de clips de un archivo privado de avisos televisivos franceses y otras películas “perdidas”, de 62 minutos de duración. Algunas de las (por momentos) divertidas secuencias fueron creadas por héroes artísticos de McLaren como Max Ernst y Marcel Duchamp, de las primeras épocas de sus carreras, cuando debían aceptar cualquier trabajo que les ofrecían. Fue este episodio previamente muy poco conocido de la historia del arte lo que disparó la imaginación de McLaren y –se espera– lo ayudará a asegurar sus credenciales tardías como artista serio que por fin llegó al lugar adecuado para ser apreciado.
En el currículum de McLaren preparado por el Baltic se habla mucho acerca de los ocho años que pasó en escuelas de arte en los ’60 y principios de los ’70, una odisea a través de instituciones suburbanas alejadas, que por entonces no habían cambiado demasiado desde los ’30, y que culminó en un curso de bellas artes de tres años en Goldsmiths. Según él, todo lo que le siguió a su traumática partida de la academia –en la cual se había refugiado del mundo del trabajo como si fuera “una enfermedad espantosa” o “una visita al dentista”– ha sido una expresión de su arte.
Aun así, el antiguo comerciante de King’s Road, que ayudó a imponer la idea de “dinero del caos”, tiene poco tiempo para aquellos que van a la escuela de arte en busca de fama o fortuna, del tipo cosechado por megaestrellas artísticas de hoy como Damien Hirst. El y sus contemporáneos, por el contrario, eran versados en el “noble arte del fracaso” y McLaren recuerda con brío admirable las oportunidades que tuvo su generación de “bebés de la guerra disfuncionales” a la que le dieron el tiempo y el espacio para experimentar antes de que la Thatcher entrara en acción para cerrar las viejas escuelas de arte, poner de patitas en la calle a los estudiantes perennes, y convertir a la cultura en un producto de mercado y al arte en una carrera respetable. “Thatcher” es una palabra que aparece varias veces durante la conversación. La Dama de Hierro llegó al poder cuando se agotaba la llama punk, de todos modos, y McLaren tiene un secreto respeto por ella, en crudo contraste con el mundo deprimente de Gran Bretaña en los ’70 en el cual él finalmente se graduó. “Este era un país fracasado y miserable cuya infraestructura estaba a punto de morir. La industria estaba colapsando, no había nada”, dice. Pero ella, como él, fue una revolucionaria cultural. “Sin ella, nunca habríamos tenido a Blair o Cameron. Ellos son sólo imitadores.”
Aunque, pese a toda su admiración por aquel tiempo en la escuela de arte, no fue allí donde la inspiración iba a llegarle. Estaba muy bien aprender cómo hacer pegamento subsidiado por el Estado en base a piel de conejo o dibujar en el departamento de Egiptología del Museo Británico si uno había elegido encaminarse en la distintivamente no thatcheriana “aventura solitaria en la cual no podría haber éxito” que era la vida de un artista. Pero la acción real estaba en otro lado en las instituciones en descomposición. Fue a través de escuchar música pop y de visitar los pequeños bares y galerías cercanas a Oxford Street que emergió su futuro destino. “Un nuevo mundo estaba disponible con sólo sintonizar la radio o simplemente cruzar la calle. El mundo estaba hechizado por la música pop que conectaba con ciertos artistas contemporáneos con cierta moda contemporánea y con ciertas políticas contemporáneas, todo ellos completamente desconectado con la escuela de arte”, recuerda.
La relación entre arte, música, moda y política son la mejor explicación de por qué las bandas más famosas con las que estuvo asociado –primero los New York Dolls, después los Pistols– podían generar semejante entusiasmo en los ’70. Y por qué eso falta tanto hoy, en un mundo de la música dominado por X Factor, aunque él ve a la creación extraordinariamente lucrativa de Simon Cowell como cansador más que como preocupante, sintomática de una cultura que “no está en buena forma” e invadido por la “polución” de la globalización. El mundo de la música era uno en el que sintió que “no valía la pena quedarse”, además de que los medios estaban en contra de cualquier “intervención” siguiente suya mientras que los jefes de compañías discográficas “escondían la vajilla de plata” cada vez que él les golpeaba las puertas.
Inevitablemente, le ha costado mucho sobrepasar la notoriedad que disfrutó en tiempos del punk, una que nunca podría haber vislumbrado el día que por primera vez salió a caminar por King’s Road con un traje de lamé azul eléctrico, a ver qué le ponía la fortuna en su camino. La historia de ese día en que buscaba su primera salvación es tan fantástica como entretenida. Acompañado por la adolescente Westwood (se habían conocido en una casa tomada de Londres y pronto ella había quedado embarazada de él), fue conducido hasta un agujero en una pared de Chelsea por un misterioso empresario norteamericano que le dio las llaves del local y a quien nunca volvió a ver. La clase de cosas que aparentemente sucedían con regularidad en los ’70, dice McLaren. Al vender algunos discos y libros de arte, pudo construir la leyenda en la que se convirtió Sex, la boutique que fundó con Westwood, donde se creó el look punk. Allí, pronto estaba echando a los fotógrafos de Vogue, contando a Keith Richards entre sus primeros (e insatisfechos) clientes, e incluso llamándole la atención al joven Charles Saatchi.
En las décadas posteriores a la despelotada separación de los Sex Pistols, la trágica muerte de Sid Vicious y su novia Nancy Spungen, una batalla legal amarga con Lydon –que lo vio ceder el control del grupo y 880 mil libras esterlinas a su antiguo protegido–, sí tuvo éxito comercial y de crítica. Estuvo el enojado post-punk Bow Wow Wow (aparentemente, una apropiación del Desayuno sobre la hierba, de Manet). Fue uno de los primeros conversos a la causa del hip hop, que consiguió un hit global enorme con Buffalo Gals, un pionero de los sonidos africanos y para el fin de la década estaba ocupado en rearmar la música para las campañas publicitarias de British Airways. También tuvo incursiones en el cine: Nación Fast Food, de 2006, fue un éxito respetable, y la música para Kill Bill Vol. 2, de Quentin Tarantino, basada en un sample tomado del hit de The Zombies “She’s Not There”, que aparece en la secuencia Shallow. Pero es poco comparado con sus buenos tiempos al timón de los Sex Pistols. “No es cuestión de llegar a un pico. Es que simplemente es muy difícil sobrepasar eso –concede–. Todo empieza a parecer muy pequeño en comparación y, salvo que uno se amigue con la idea de que lo pequeño es bello, uno puede sentirse muy traumado.”
* De The Independent de Gran Bretaña
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