Otra cita con la Historia del rock
Con el primero de sus tres conciertos en River, los australianos dejaron en claro que nadie está a su altura cuando de rock’n’roll básico y contundente se trata.
Por Fernando D´addario
El reloj marcaba las 9 de la noche y la cancha de River comenzó a verse agitada por un clima extraño: sus 66 mil habitantes temporarios comenzaron a moverse en masa, a saltar y a tratar de imitar –inútilmente– el andar psicótico de un mutante llamado Angus Young. Una ceremonia previsible, que justificaba su emotividad precisamente en la falta de sorpresas, en la certidumbre de que todo habría de desarrollarse como lo establecía el canon. Apenas sonó el primer acorde en River, todos asumieron que el rock and roll, en la más básica y contundente de sus acepciones, se habría de apoderar del tiempo y del espacio.
Headbangers con alcurnia metalera, rockeros fatalmente domesticados por el paso del tiempo, padres con sus hijos, jóvenes con ganas de palpar la leyenda, confluyeron en la celebración dionisíaca que AC/DC propuso en la primera noche de su segunda visita a Buenos Aires, trece años después de su debut frente al público porteño. Y si aquella vez la satisfacción general nacía del alivio de haber saldado una cuenta pendiente, en esta oportunidad el carácter de la fiesta obedeció más bien a la confirmación de un idilio. El “Black Ice World Tour” les dio a miles de argentinos la oportunidad de reencontrarse con un código rockero intransferible, algo así como la liberación de un instinto de autoafirmación que se iba reactivando a medida que pasaban los clásicos.
Porque es cierto que la banda australiana presentaba su nuevo disco, Black Ice, en el que recobró bríos perdidos con –apenas– la correcta aplicación del piloto automático. La estética del espectáculo remitía a la presunta actualización del mito, desde el vamos: antes de la irrupción de los músicos arriba del escenario, las pantallas escupían un comic animado con todos los clichés del imaginario AC/DC. Y una locomotora a toda marcha, que amenazaba con llevarse por delante a la multitud, anunciaba el primer tema de la noche: el flamante “Ro-ck’n’Roll Train”. Esta canción funcionó, más allá de su idoneidad autónoma, como una suerte de leitmotiv, que traccionó a fuerza de carbón y combustible rocanrolero, todo lo que vendría después. Pero a despecho de la dignidad reconocible en los cuatro temas correspondientes al nuevo disco (además del la canción del comienzo tocaron las pegadizas “Big Jack”, “War Machine” y “Black Ice”), la cita, anoche, era con la Historia.
Y la Historia se manifestó en el Monumental, corporizada en cinco tipos que parecen, en efecto, haber salido airosos de su pacto con el Maligno. No hay modo de explicar, si no es a través de la hipótesis esotérica, la vitalidad de Angus, un tipo que a los 55 años, con uniforme de colegial y cara de niño poseído, sigue barriendo el escenario y la pasarela llevado por su pasito legendario, blandiendo la Gibson SG con la misma pulsión hormonal que lo convirtió en leyenda hace 35 años. ¿Qué decir entonces de Brian Johnson? A los 61 años, ya cerca del retiro (según anunció), le sigue jugando apuestas a una garganta que ya superó todas las pruebas (la primera y fundamental fue hace 28 años, cuando debió reemplazar a otras cuerdas vocales ilustres, la del mártir rockero Bon Scott).
Johnson canta “Back in Black”, su himno iniciático, y conduce a la multitud al nirvana de los heavies, si es que existe. Se le anima a “The Jack”, emblema de su antecesor en la banda, y consigue el milagro de ensuciar aún más el blues más mugriento de la historia. Allí Angus insinúa un strip tease que por suerte no llega a mayores, mientras las cámaras buscan ávidas los cuerpos femeninos con más curvas para multiplicarlos en las pantallas. En un segundo plano, más lejos de las luces, Cliff Williams y Phil Rudd acompañan con fiereza y algo más. Traen y llevan como nadie el “tempo” de la base rocanrolera, fundamental para decidir el swing de una canción. Es ese groove que define y marca el terreno en joyas como “TNT” (dinamita rockera en su más cabal expresión) y la inmortal “Hell’s Bells”, durante la cual Johnson corre cien metros y se cuelga de un badajo enorme para que una campana atronadora les recuerde a todos la naturaleza del encuentro, ajena a las liviandades celestiales.
No fue necesaria la comunicación explícita del cantante con el público, más allá de las frases y los saludos de rigor. Había una conexión mucho más genuina: la comunión general, compartida arriba y abajo del escenario, con una manera de entender el rock que a esta altura parece impermeable a todos los cambios, humores, estéticas, retrocesos y evoluciones que sacudieron la música popular en los últimos treinta años. Sacudir: un verbo que los 66 mil volvieron a entender, no sólo por la descarga de volumen (¡por fin, después de tanto decibelímetro en manos de inspectores!), sino también por lo que los saltos generaron en el cemento recién pintado del Monumental. El piso se sacudía y nadie quería dejar de disfrutarlo. Después de escuchar “Thunderstruck”, en una versión tremenda (que hubiese sido un buen cierre si no hubiera quedado todavía más de una hora de show sin treguas), se impone la idea de que un hipotético diccionario de sinónimos del futuro debería tener, para la palabra “rock”, una acepción inmune a las discusiones y las internas: “AC/DC”.
La noche inolvidable para los rockeros argentinos tuvo ingredientes a tono con la estética de la banda australiana. Hasta hubo una muñeca inflable con todos los atributos que debe tener una diosa ro-ckera. Hubo solos con el sello inconfundible de Angus. Hubo fiesta de cabezas que se bamboleaban para aquí y para allá, gracias a gemas como “You Shook Me All Night Long” y “Whole Lotta Rosie”. Y se corroboró, finalmente, tras los bises de rigor (las aplanadoras “Highway to Hell” y “For Those About to Rock”, con la tanda de cañonazos al final, como para dejar calentito el Monumental hasta mañana) la sensación de que hay cosas que nunca deberían cambiar. AC/DC es una de ellas.
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