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martes, 29 de diciembre de 2009

ANDRES CALAMARO: ARTISTA ARGENTINO DE LA DECADA



“FUE MI DECADRON"

Andrés Calamaro fue consagrado como el “artista argentino de la década” por sus pares, colegas... amigos. Del fin del mundo a la resurrección, de cierto oscurantismo a la recuperación escénica, la relación con sus entornos y sus compadres queda desmenuzada en esta entrevista. Esta fue la década Calamaro. No hay duda.

Por Mariano Blejman

Durante esta década, la carrera artística de Andrés Calamaro estuvo plagada de canciones. Es que le brotan las historias rimadas por los poros. Esos hits indescifrables, inesperados, acuñados primero en España, después en Buenos Aires, o vaya a saber uno en qué barco, percudieron el inconsciente colectivo de un país que fue en caída libre hasta la crisis de 2001, y desde entonces, a duras penas, remontó. Las canciones de El Salmón, en tanto, acompañaron el momento de mayor producción creativa de un músico que ha logrado conectar su inframundo con todos los estratos del rock argentino, como muy pocos. Tal vez como nadie. Porque El Salmón traga la influencia de su entorno aunque sea por ósmosis, se curte de sus amigos del bajo mundo, sale a rockear con el estadio de fondo, no baja el volumen, defiende los códigos del barrio, y pide que éstos se respeten, arma familia y sigue rockeando, pone el cuerpo como un cowboy bien entrenado, que sabe lo que es cabalgar en el infierno, pone un pez a la plancha y hace un boxset de 5 CDs con El Salmón en 2000, les pone voz propia a Estadio Azteca, La libertad y Las oportunidades en El cantante en 2004, y es disco del año, y así la tropa Leloir le da un empujoncito para El regreso en 2005, y desde entonces las cosas se aceleran y pareciera que no hay fin de año en Buenos Aires si no es con un show de Calamaro. Y cuando las cosas parecen calmarse, Calamaro se regodea un rato con el tango y le pone Tinta roja y gana premios, y se inventa El Palacio de las Flores, y por si alguien duda del camino que ha trazado entonces viene La lengua popular en 2007, donde vuelve a dejar frases perennes en canciones como Cinco minutos más (Minibar), Comedor piquetero, Sexy & barrigón; en 2008 se sube al barco del Indio Solari y como para cerrar la década saca un disco ¡séxtuple!, las obras incompletas de un artista completo.

—¿Qué significa haber sido elegido artista de la década por tus pares?

—Confío en los elementos que empujaron a estos colegas a elegirme, fue una década donde mostré un amplio espectro de recursos humanos, patrióticos en términos de integridad rockera; yo me siento músico de rock en lo individual y también como parte de un colectivo de músicos del mundo; fui versátil, fui narcótico, vengo del olvido y podría estar terminando la década en la cárcel o en el hospital; de hecho empecé esta década en el hospital y la terminé en el rico Luna Park; tengo confianza en la balanza que inclina mi parecer y el de mis colegas.

—¿Le tenés miedo al olvido?

—No hay olvido cuando existe la amistad y el respeto. No le temo al olvido, me parece interesante. Empezar de cero, demostrar. No vivo recostado en una celebridad que puede desaparecer o caducar, nunca fui un optimista. Tengo confianza en mis habilidades aunque no sean extraordinarias. Prefiero cuando la distancia y el tiempo fortalecen los vínculos entre varones, entre personas. Tampoco soy un adicto al reconocimiento, ni a la graciosa impunidad del estrellato.

—¿Cómo fue esta década para vos?

—Fue mi “decadrón”; la empecé en ácido y herido por un bate de “hardball” sin remaches, reinventamos la pasión laica para el mito de El Salmón que solamente nadaba contra la corriente, fui narcotraficante, fui el poeta de los gangsters y yonqui, entré con un “Dr. Sampler” al principado flamenco, sacrifiqué un burro, me fumé hasta el cristal de las pipas, dormí en la escalera una Navidad y volví en primera clase, viajando al lado de un amigo con un corazón valuado en 200 millones de dólares, la amistad de Pappo me sostenía y aprendí a nunca quedarme sin el aliento del día siguiente, me dejé llevar por los Decadentes y la psicofarmacia, unos músicos de Parque Leloir (que creía conocer de alguna parte) me llevaron a Mendoza en autobús, cuando volví (en jet privado) seguía sin creer que tanto regreso era posible; promediando la década ya estaba intacto, en pleno uso de mis facultades psicomotrices; pedí prestados grupos musicales a Ariel, a Paco de Lucía, a Emerson Fittipaldi y reuní mi vieja banda como iluminado por el rayo misterioso de John Belushi; cuando abrí los ojos, miles de muchachas estaban en los hombros de alguien cantando Paloma; hace una semana encontré lo que estaba buscando, lo que había buscado en la ceniza de cada porro y en las balas de los suicidas: La Lucille de David Lebon; el rock del rico Luna Park había cumplido su superlógico ciclo, el fin del mundo estaba servido.

—¿En qué momento te diste cuenta que estabas de “vuelta” en la Argentina?

—No quisiera arruinar esa pregunta contestándola. Creo que voy a guardarme algún secreto para mí; prefiero olvidar cuál fue el filo de la navaja por donde se arrastraba el caracol del regreso, aunque lo recuerde.

—En 2004 ganaste la encuesta del NO con El Cantante, tal vez fue un momento de reencuentro...

—No me acordaba. Esperaba mucho de El cantante. Entiendo que los músicos encuentran cualidades extraordinarias en un disco así, con semejante repertorio.

—Ese día ocurrió el incendio de Cromañón.

—Aquella navidad pintaba bien. Fui a ver a Babasónicos al Luna Park y estaba por grabar con Tito V, el Brian Wilson de la Bersuit. Justo esa noche, alguien me llamó para contarme que había muertos en el local de Omar. Cuatro, cinco, treinta... Es imposible digerir una tragedia como Cromañón. En Argentina no distinguimos el límite entre una broma y la realidad, ni nos damos cuenta si estamos hablando en serio o en broma, como trastornados por los personajes de Alberto Olmedo. La propiedad intelectual de las bengalas terminaron siendo una cadena de cosas que, pudiendo salir mal, salieron peor.

—¿Cómo fue el reencuentro con el público? Pienso que tu presencia en el escenario fue de tímida a avasallante en los últimos tres años.

—Nos quedamos escuchando al Luna Park poseído cantando canciones escritas en el fondo de la noche; sabíamos que eran buenas canciones, pero no habíamos imaginado que aquellas canciones oscuras estarían en todas las gargantas finalmente. Antes, la primera vez no fue timidez, estaba buscando por dónde escaparme del escenario. Me quedo detrás del teclado porque sé cómo tocarlo, porque necesito un año de prácticas antes de confiarle, todo el ébano y el marfil, a un compañero; así fue con Ciro Fogliatta y también con Tito Dávila. En 1999 había tocado el año entero en la guitarra, custodiado por el corazón y la magia de Guillermo Martín y Gringui Herrera. Mi estrategia era el desprecio y la entrega. Todos somos tímidos, pero nunca voy a ser avasallante, quizá me vea “avasallado” por la pasión del público y me rinda frente a la gratitud y a la luz anterior a los instantes. Estoy aprendiendo a dejarme caer por el tobogán del delirio, aunque cuesta un poco leyendo las letras.

—¿Cuáles son tus canciones de la década?

—Creo que mi logro indescifrable fue aquel repertorio narcótico de cientos de canciones escritas entre los primeros días del siglo y los siguientes... no sé, dos años. Incluyendo objetos musicales ajenos al formato de canción de rock, también cuadernos enteros escritos con letra de médico; la grabación conceptual y basurera también conocida como “Camboya profundo” y el “dominio de la técnica”, la sensación de poder escribir y grabar cualquier cosa en cualquier momento. Cuatro jinetes, Hop de realidad, El pasodoble vieja, Mi bandera, El tilín del corazón, 22 de agosto y cientos de grabaciones y canciones... La suma de todo.

—Tinta Roja y El Palacio de las Flores son excursiones a mundos no tan explorados, pero tal vez sea La Lengua Popular el verdadero regreso.

—La Lengua Popular es magnífico, un disco grande. Pero Tinta Roja y EPDLF son discos importantes para mí. Compartir discos con Litto y con Limón es un privilegio puro. Cantar con Niño Josele y con Juanjo Domínguez... Eso es, literalmente, tocar el cielo con las manos.

—Hay dos cosas que me siguen sorprendiendo de tu obra: por un lado, la capacidad de conectarte y ser referente en distintos mundos dentro del rock. Sos referencia para eso que se llama incómodamente rock barrial (Toti te votó en el rubro Disco de la Década con El Salmón), para el rock más elegante (diría Abril Sosa), para el rock mainstream (te votó Pepe Céspedes, digamos), el difuso mundo del indie (te votaron los Nikita, Michael Mike). ¿Ves esa conexión?

—Soy versátil, como virtud o como defecto, o porque crezco escuchando géneros y subgéneros, o porque no tengo raigambre suficiente como para ser... BB King. Me hubiera gustado desarrollarme dentro de un grupo, un estilo, fiel a un curso, a un cauce. Asimismo me siento parcialmente barrial y soy del centro, creo que puedo ser sensible a esas corrientes de humanidad bonaerense; vivo en un permanente asalto a una elegancia que se me escapa, pero confío en la nobleza del intento; y me siento conectado con la independencia y su fuerza centrífuga; creo que tengo que interpretar el sentimiento de mi pueblo, no creo que aquello que es sofisticado tenga que pulverizar el encanto de la música popular tampoco.

—Y, por otro lado, tu notable obra construida durante esta década, aquello de lo que hablás, ¿cuándo empezó a gestarse? ¿De dónde sale esa vorágine por grabar?

—Antes de Honestidad brutal sabía que estaba intentando multiplicar mi repertorio, en cantidad y en peso específico; quería descansar sobre un repertorio inabarcable, no podía conformarme con cinco o seis canciones, y como integrante (de grupos) escribir tres o cuatro canciones por año, a veces parece suficiente, incluso es amigable con el resto de los probables compositores de una banda, a veces una sola canción mueve montañas y consagra la existencia de un músico y sus compañeros de ruta. En los últimos días del siglo XX sentí una fiebre distinta, una urgencia por estar despierto, grabando en el instante crucial de los almanaques; terminé comprando teclados baratos pero creativos, y grabadores obsoletos y voladores; y elegí empezar sin compromisos, sin un fax con cuarenta fechas de recitales, sin bienes materiales ni sentimentales males; escribiendo en biromes sin espina dorsal; encontrando y descubriendo el método “tántrico” de consumo responsable. Irresponsable.

—Otra característica es la fidelidad que tenés con tus amigos: denota una capacidad para escuchar al entorno, y defenderlo durante el transcurso del tiempo.

—Aprendí nuevos valores cuando me aparté un poco del ambiente “que rodea a los músicos”; resulta que también se aprende con los errores y con la violación de la confianza, pero la noche me fue llevando por nuevos pasillos de la ley no escrita de los varones; quise sentarme en la mesa de los delincuentes, ser parte de la noche; sobre los pedazos de los códigos rotos es que se reconstruye una moral más sólida, o se intenta; aprendí conceptos que estaban, pero que no había identificado, no en los barrios que había frecuentado, ni en el ambiente del rock nativo. Me curtí un poco.

—Dejame suponer que del mundo del hampa te atraen los códigos de fidelidad.

—Mis vínculos son sinceros y sanguíneos. Soy amigo de mis amigos, no soy fetichista. Buscaba otro mundo y ochenta mundos, y me encontré con la noche, la noche de Buenos Aires, así llegué a los barrios del sur, Pompeya y más allá. La atracción fue mutua y la confianza también. Fui aceptado, respetado, querido. Lo sigo siendo. Soy “poronga” honorario

—Peter Capusotto salió tercero en el rubro (vos lo votaste en “fenómeno”, y tiene muchos votos como artista de la década también). ¿Pensás que ayudó a que el rock pueda reírse de sí mismo? ¿Seremos todos un gran Spinal Tap?

—Una cosa es que el rock se ría de sí mismo, porque la autoironía es una medicina necesaria, reírnos de nosotros nos va a salvar; otra cosa es que cualquiera se ría del rock y de los que lo hacemos; eso tampoco es algo grave, pero no lo hagan desde la inconsistencia de un teclado de blog, los comentaristas espontáneos son “casi humanos”, merecemos mejores enemigos. Y yo ni siquiera tengo Internet, contesto los reportajes desde un Cyber Starbucks en el Once. Capusotto es un artista de esta década, y uno de los mejores, porque el humor es un arte, supongo... Capusotto son nuestras plegarias atendidas, es una suerte que exista un programa tan gracioso y de naturaleza rockera, didáctico en su estupenda selección de videos musicales... Es el equivalente a Spinal Tap, lógico, pero también a The Mighty Boosh y a Ricky Gervais. Lo admiro como humorista y como peronista. Capusotto presidente, Vitico canciller... Soluciones europeas para asuntos internos.

—¿Sos peronista?

—Soy solarista, barcelonista, hedonista ético. El peronismo justicialista es nuestra Roma, es una cuestión compleja y nuestra. Prefiero lo que antes conocíamos como los peronistas auténticos, un discurso y una convicción que sobrevive en el pensamiento de Diego Capusotto o Leonardo Favio (para mencionar dos ejemplos públicos e independientes). Es otra conversación profunda que te voy a seguir debiendo; los soldados montoneros, los erpios, Trelew y las venas abiertas de América Latina.

—En tu último show hablaste de Manu Chao, dijiste algo como “no hace falta que venga Manu Chao a decirnos cómo somos ¿Podrías profundizar la idea?

—También dije “Manu es un diez y lo queremos”. Espero que no necesitemos que nadie nos cuente que existió la Esma, y que hay decenas de miles de asesinados sin tumba; una cuestión realísima, metafísica, histórica y legal. Eso necesita revisitarse siempre. Existe la lucha ejemplar de Madres de Plaza de Mayo y es nuestro orgullo profundo. Ellas nos enseñan lo que es el amor revolucionario.

—¿Cómo será la próxima década?

—La definitiva. Recién estamos descubriendo América.

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