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miércoles, 23 de septiembre de 2009

DISCOS: EL ARBOL Y EL COLIBRI, LO NUEVO DE RAUL BARBOZA



EMBAJADOR DE LA NATURALEZA

El músico radicado en Francia retoma su clásico cóctel de tradición y modernidad, en un CD que tiene como eje temático la defensa del medio ambiente. Dentro de ese esquema conceptual conviven nuevos y viejos temas, propios y ajenos.

Por Fernando D´addario

El chamamé es un género mayor con mala prensa. A los porteños no los convence así nomás. Tiene fama de grasa y viene acompañado, en el imaginario prejuicioso y racialista, del “cabecita negra” que purga sus añoranzas en bailes suburbanos de cuarta categoría, regados con vino barato. Se permiten, eso sí, algunas licencias, habilitadas por la corrección política. Se la quiere a Teresa Parodi porque es “progre y militante”; se lo acepta al Chango Spasiuk porque es rubio, se dejó el pelo largo y tiene un apellido raro, casi de “jazzero”. Y a Raúl Barboza se lo distingue porque se consagró en Francia. ¡Pobre de él si viviera en Curuzú Cuatiá! Jamás se lo hubiese escuchado en Buenos Aires, que es, vueltas del destino, su ciudad natal. Muchos se habrían perdido, claro, a un músico exquisito, como se pierden cotidianamente a Ernesto Montiel o a Isaco Abitbol o a Cocomarola. Hay un componente de pertenencia cultural que precede a la valoración artística. Del mismo modo, muchos puristas chamameceros, fundamentalmente los que manejan en el Litoral el aparato promocional del género, no terminan de digerir a Barboza. Dicen que su música es “rara”. Pero es probable que antes de haber escuchado sus discos hayan dictaminado que no es del palo, porque... le gusta el jazz y vive en París. ¡Debería vivir en Curuzú Cuatiá! ¿Dónde toca? ¿En La Trastienda? No es lugar para el chamamé.

Así las cosas, el acordeonista se limita a seguir haciendo su música, aquí y allá, con las herramientas de que dispone: talento intuitivo, digitación notable y, fundamentalmente, sensibilidad para dosificar su virtuosismo, como si cada vez necesitara de menos notas para expresar su singularidad artística. En su nuevo disco, El árbol y el colibrí, Barboza brinda una nueva lección de “música litoraleña”, ese particularismo argentino que lleva la universalidad en sus entrañas: a partir de su lenguaje sincrético, nutrido de las más diversas fuentes criollas y europeas, el chamamé –en este caso Barboza, que tiene los recursos técnicos y emocionales para hacerlo– puede hurgar a gusto entre tradiciones y modernidades. En este disco se mezclan, sin una aparente lógica subyacente, viejos himnos del repertorio, como “Alma guaraní” (de Damasio Esquivel) con nuevas canciones de Barboza, como “Colores del monte”, así como reaparecen melodías propias (“La tierra sin mal”) y se incluye “El pombero”, una bella composición del guitarrista Horacio Castillo, recientemente fallecido.

Todo, lo “propio” y lo “ajeno”, atravesado por una suave melancolía, enriquecida a través de esos tonos menores que Barboza deja filtrar con maestría. Hay aquí, como en casi toda su obra, una conmovedora celebración de la naturaleza. Una naturaleza tal vez idealizada, vista, escuchada y recordada desde Buenos Aires o desde París. Barboza reivindica esa arcadia de árboles y pájaros, amenazada por la voracidad de la vida moderna. En los pliegues de esos dos mundos hay una música que deja en suspenso el final de esa pelea.

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