Por Diego Fischerman
Los hombres inventan dioses extraños. Algunos, como el de los judíos, se complacen en permitirles cualquier cosa a sus enemigos mientras castigan con furia a sus fieles ante las faltas más insignificantes. Muchos prometen la vida eterna, sin demasiado poder de convicción, si se juzga a partir de los llantos de los creyentes durante las ceremonias fúnebres. Y a prácticamente todos, empezando por el bueno de Zeus y siguiendo por Jehová, lo que más les molesta es que alguien quiera parecerse a ellos. Tal vez por eso, cuando los Beatles aseguraron ser más famosos que Jesucristo, Dios repitió uno de sus mejores trucos. Según se cuenta en la Biblia, en el capítulo 11 del Génesis, cuando Jehová advirtió que los hombres, que hablaban un mismo idioma, llegarían al cielo con la curiosa torre que estaban construyendo, separó sus lenguas para que ya no se entendieran y la empresa fracasara. Rodrigo Fresán, en la contratapa del pasado 15 de septiembre, hablaba de los dioses griegos opinando (y actuando) y, también, de dioses que ya no juegan al ajedrez y de cielos vacíos de padres y, claro, de los Beatles. Es posible que pensando en ellos se despierten los ánimos teológicos, pero lo cierto es que Dios volvió a ver que el hombre llegaba al cielo, y que se le parecía demasiado, y nuevamente mezcló sus lenguas e hizo que no se comprendieran. Y entonces llegó Let it Be y los Beatles se separaron, no sin antes usar la hybris una última vez para demostrar con Abbey Road que no todo estaba dicho.
Esa es una explicación. La otra es atómica. Existe una remota posibilidad de que alguien gane la lotería cuatro veces seguidas, de la misma manera que es posible que coincidan, como sucedió, en una época ávida de novedades, cuatro personas entre las cuales dos eran excepcionalmente talentosas como compositores de canciones y como cantantes y una quinta, contratada por un sello discográfico, que, además de tener una enciclopedia más amplia (y desplegada en otras direcciones que la de los cuatro), era capaz de entusiasmarse con lo que ellos hacían y de entusiasmarlos con su curiosidad y sus ocurrencias. Como en la propia vida (y tal vez como en la mismísima materia), todo dependía de la tensión entre los elementos y lo mismo que lo hacía posible (Lennon y McCartney, tan distintos y, al mismo tiempo, tan pendientes de despertar cada uno la admiración del otro) era lo que podía (y pudo) causar la destrucción. Los materiales (las canciones “peladas”) podían provenir de uno u otro –y hasta de George Harrison–, pero en los procedimientos el paradigma McCartney/George Martin fue adueñándose progresivamente del todo. Y si hubo un momento perfecto, en que Lennon logró ser McCartney y Paul consiguió confundirse con John, fue el de ese pequeño disco con dos canciones, luego incluido en la versión estadounidense de Magical Mistery Tour. Allí, con “Strawberry Fields Forever” y “Penny Lane”, el homo gestalt llegaba a su punto más cercano al cielo. Allí y, por supuesto, en “A Day in the Life”, esa canción de Lennon que para ser la obra que fue debió ser inseminada por McCartney / Martin. Y ya se sabe: está la teoría del caos, y eso de que cuanto más compleja es la estructura, más cerca de su disolución andará. Y entonces llegó Let it Be y los Beatles se separaron, no sin que antes McCartney / Martin vampirizaran retazos de aquí, allí y todas partes para decir, con Abbey Road, que los Beatles eran más sus procedimientos que sus materiales.
Los Beatles no se han ido. Pero sin embargo vuelven. Se perfeccionan. Ahora se han remasterizado las tomas originales, antes del proceso de mezcla y no después, como se había hecho hasta el momento para la edición en CD de sus discos. Y todos vuelven a escucharlos y a sorprenderse y a pensar que por ahí los Beatles no fueron sólo los primeros sino también los últimos, o los únicos, o simplemente los mejores. Están los que dicen que prefieren el sonido original (¿el de un Winco o el de una bandeja Thorens con una cápsula altamente sofisticada y un amplificador Audio Research conectado a bafles de cuatro vías?). Están en su derecho. También hay gente a la que le gustan los trencitos en las fiestas de casamiento o que los azoten con látigos de varias puntas rematadas en plomo. Pero en este caso, con la remasterización de sus discos, no se ha hecho otra cosa (la traducción del Quijote a un madrileño vulgar diseñado por Anagrama) sino que se ha mejorado la misma cosa (las letras se hicieron más nítidas y legibles). No se transformó el concepto sonoro, no se llevaron los discos al caldo standard del pop actual, no se los igualó entre sí, ni se les puso nada que no estuviera ya en las grabaciones. No se cambiaron los planos. El bajo sigue estando tan al frente como siempre, pero la diferencia es que ahora suena a bajo. De la misma manera en que suenan las vibraciones –y su permanencia– de los platillos y el hi-hat, en que se distingue el timbre del bombo de pie, en que resuena la trompeta de “Penny Lane”, se escucha el aire y se perciben los ataques en la flauta dulce (o el whistle) de “A Fool in the Hill” y, sobre todo, en que aparecen las voces, con todo el fantasma y el grano que hasta ahora debían adivinarse. Y, ahora, con la restitución del sonido original (que estaba, pero la tecnología original no permitía escuchar), “Helter Skelter” vuelve a impresionar con su dureza. Como impresionan el corno –sus matices, el vibrato– de “For No One”, la guitarra en “Blackbird” y, cada vez que cantan juntos, Lennon y McCartney y Harrison, ahora absolutamente diferenciables entre sí y asombrosamente empastados. Los dioses, algunos dioses, juegan, o jugaban, al ajedrez. Borges decía que “Dios mueve al jugador y éste a su pieza”, y se preguntaba “qué Dios detrás de Dios la trama empieza”. Y parece evidente que hay un Dios detrás de ese Dios vengativo y cruel que mezcló las lenguas. Un Dios capaz de olvidar su propia soberbia y de prosternarse ante los Beatles, los otros inmortales.
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