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miércoles, 18 de febrero de 2009

JORGE CAFRUNE


Galopador contra el viento

Por Juan Carlos Kreimer

1978. ¿Lo hace para promocionarse y volver a ser tan popular como supo serlo o como sutil repudio a las atrocidades del gobierno militar? Cabalgarse los 750 km de Plaza de Mayo a Yapeyú suena a patriada. Lo mismo transportar unos cascotes de Boulogne-Sur-Mer, por más que lo apoye el Instituto Sanmartiniano, varios círculos tradicionalistas y que el rector de la Catedral Metropolitana, monseñor Daniel Keegan, lo bendiga antes de que monte. El plan es avanzar de a 30 km por día y llegar el 25 de febrero, sumarse a los festejos correntinos por el bicentenario del Libertador. Sin que se diga, compensar ausencia en festivales con reaparición en ese encuadre.

Sale a eso de las 11 de la mañana, con su hijo Facundo adelante en el recado. Unos pocos gauchos lo escoltan los primeros kilómetros, desde ahí sigue solo con su compadre Fino Gutiérrez. El monta un bayo, los guardamontes casi tocan al suelo, Fino un alazán oscuro. Planean hacer noche en Escobar. Adelante, en el Chevrolet de Pedro Vallier, jefe de ruta, va su segunda esposa, la española Lourdes López Garzón, madre del chico; ella está en su octavo mes de embarazo, él tiene cuatro hijas de su primer matrimonio. Yamila, la mayor, tiene 17... Después de cenar en una parrilla junto al camino, el auto se adelanta para organizar la primera escala en El Rancho de Don Pedro. Entre tanto, los jinetes estiran el último sorbo de cerveza.

Avanzan por la banquina izquierda de la ruta 27, al tranco rumbo Pacheco, él tararea a media voz, un aire, por momentos huella, en otros triunfo, cuando dos luces desorbitadas se salen de la ruta y se les tiran encima. El primero en ser embestido es Fino, que vuela unos veinte metros y cae entre los yuyales. En la misma fracción de segundo, el vehículo hace un trompo y roza su caballo: el bayo alcanza a corcovear y lo manda de plano sobre el borde del pavimento. El bayo, antes de desplomarse, lo pisotea. Cuando Fino se le acerca, sus gritos de dolor se confunden con la agonía del animal. Se me reventaron los pulmones, no puedo moverme, balbucea, ayudáme. El lugar, la ruta esquina calle Tirso de Molina, se llena de linternas y soles de noche, serían las once. La camioneta ya ha desaparecido. Hay versiones que los caballos venían por la derecha y fueron embestidos por detrás.

Malherido pero consciente, lo cargan en el hidrante de los bomberos voluntarios de Benavídez. Tiene el tórax hundido, la cabeza no para de sangrarle, las costillas rotas, calculan, son diez. Su gravedad supera los recursos de la sala de primeros auxilios. Lo llevan al Hospital de Tigre, sólo una cirugía especializada puede salvarlo, evalúan los médicos. Cuidámelo al Facundo, le pide a Fino. Minutos después de la medianoche pierde el conocimiento. Cuando llega la ambulancia que lo trasladará al Hospital de Tórax de Haedo, él ya se fue. Al bayo los vecinos deben sacrificarlo.

Ese mismo día, 1º de febrero de 1978, el conductor es identificado. Héctor Emilio Díaz, un muchacho de 20 años. También trasciende que la camioneta, una Dodge roja con chapa de Capital, hasta unos años antes era utilizada regularmente por su padre para retirar papeles usados del Ministerio de Bienestar Social y venderlos por kilo. A Díaz lo dejan en libertad por una ley de tránsito de 1949 que dice que los jinetes pueden ir por la banquina con tal de que lo hagan de uno en fondo. Buen chico, trabajador, el Héctor, dicen los vecinos, pero al poco tiempo su familia desaparece de la zona.

La historia se potencia cuando un cofundador de la Triple A, Salvador Horacio Paino, echa a correr la versión de que López Rega se la tiene jurada desde hace mucho. Si bien ya no es el superministro de Isabelita y se lo hace en Paraguay, Lopecito, dice Paino, todavía moviliza manos negras en el país. Y que lo puso en sus listas porque le tira malas ondas. También le atribuye a López Rega haber dicho: “Ese turco no merece morir en una cama... hay que terminar con él, antes que su voz y su maldita guitarra terminen conmigo”.

Puede que el arrepentido Paino fantasee como estrategia de lavar culpas, pero sus confesiones abrochan otras hipótesis. La de más peso es que durante los últimos Cosquines un escriba anota los nombres de los temas, cuando uno le parece duro, pide la letra y dice esto no va. Nuestro gaucho cantor le canta nombres como “Zamba de mi esperanza”, “Para decir adiós” o “La finadita” y se guarda para los bises temas como “El orejano”, “Hombre con H”. Para su amigo y biógrafo Héctor Ramos, esa última canción, letra del español Rafael Alberti, es su condena: “Hombre con H de horror, dime qué te horroriza más, si el pago por lo que hiciste, o el premio por lo que harás...”.

Otros aseguran que López Rega lo tenía entre cejas desde que, en España, le propuso a Perón asignar un barco de la Marina Mercante y fletarlo por el mundo con cultura argentina. Folklore, ballet, poetas, artesanías... El año que viene vuelvo a Argentina, hablemos entonces, puede haberle respondido Perón. Cuando va a verlo a Gaspar Campos, el séquito no lo deja acercarse. Un cantor es más peligroso que un batallón, porque su fusil es la palabra, López Rega lo sabía.

Accidente o crimen por encargo, su muerte se impregna de dudas, cruza el mito del payador perseguido como en una roadmovie con aire de aquí. Y final anunciado: él mismo, en un asado, tres días antes de subirse al bayo, confirma que viene recibiendo amenazas. No tengo miedo, soy hombre libre, haré la cabalgata y llevaré la tierra francesa aunque me maten. Y se va, al galope tendido.

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