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jueves, 12 de marzo de 2009

VAN MORRISON: El León de Belfast




VAN MORRISON CONCERT

FERNANDO MARTÍN

Ver un concierto de Van Morrison es como adentrarse en Tiffany's. Es pasar, sin solución de continuidad, de la grisura de la calle a un mundo de belleza y lujo, con actitud de arrobada admiración y dispuesto uno a dejarse llevar por el engarce de unas joyas que al profano pueden parecerle siempre iguales, pero que siempre son distintas. Morrison no ha ofrecido grandes sorpresas, pero sí una hora y media de enorme calidad musical, en la que brilló su privilegiada garganta junto al virtuosismo de dos de los músicos que le acompañaban: la intérprete de steel guitar Sarah Jory y el violinista Tony Fitzgibbon.

VAN MORRISON

Van Morrison (voz, saxo, piano y armónica), Crawford Bell (coros, trompeta y guitarra acústica), Karen Hamill y Katie Kissoon (coros), Neal Wilkinson (batería), Ned John Edwards (guitarras y voz), Paul Moore (bajo), Paul Moran (piano y órgano), Sarah Jory (steel guitar y dobro), Tony Fitzgibbon (violín y mandolina) y Robbie Ruggiero (percusión). Palacio de Deportes. 45, 60 y 75 euros. Madrid, sábado 27 de octubre.


Con el público aglomerado en colas en la calle y aún entrando al recinto deportivo, atacó Van Morrison a la hora en punto un delicado This love of mine que iba a marcar la pauta de la actuación. Con la siguiente, I once was my life, se pudo degustar la sutil combinación entre el violín y la trompeta del corista Crawford Bell, otro virtuoso que pasaba desapercibido como corista. En la siguiente canción, Magic time, el siempre huraño Van cogió su pequeño saxofón y dibujó diabluras armónicas de raíz negra.

Sin estirar demasiado los desarrollos instrumentales, ni hacer concesiones de simpatía o acercamiento al público, Morrison abordó el swing lento de Don't worry about a thing, para montarse después en el country leve de In the midnight. A esas tempranas alturas de concierto, el cantante tenía ya metido en el bolsillo a un público tan fiel como entendido; tan degustador de la genialidad de su ídolo, como acostumbrado a sus malas caras y desplantes. Precedido de la magia de Fire in the belly, llegó uno de los momentos más hermosos de la noche con Bright side of the road, y algún iluso manifestó que igual Van Morrison iba a conceder un manojo de grandes éxitos a su audiencia. Pero la ilusión se terminó en cuanto el maestro resolvió Moondance y When the leaves come down. Con Cleaning windows, en cuya mitad insertó una cuña de rock and roll al cantar al final el estribillo del Be-bop-a-lula de Carl Perkins, el maestro fue preparando al respetable para la traca final, una variada selección de temas y estilos en los que destacaron Playhouse, con suculento diálogo entre slide y mandolina incluidos; un St. James preñado de gospel y con bronca a sus músicos añadida, y, para terminar y en clave celta, Star of county down, con el que enfiló hacia el camerino. Finalmente volvió a salir para, con la presencia de pie del público ante él y bailando, poner el punto final con Brown eyed girl. Ése fue el fin de la velada en esa joyería musical que regenta Van Morrison.

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