El empresario que produjo la histórica serie de conciertos en el Teatro Opera tiene una impresión indeleble de lo que significó el regreso de Mercedes, en un clima de supuesta “apertura” que no impidió torvas miradas de los policías.
Por Facundo García
Si se pudiera resumir en un texto el itinerario de la más ilustre cantante que ha dado Latinoamérica, la lucha contra la dictadura ocuparía un capítulo central. Porque así como en los setenta Mercedes Sosa debió irse del país luego de ser amenazada varias veces, tuvo la valentía de encarar el retorno cuando aún no había otra garantía que el horizonte de “libertad” prometido por un tipo de la calaña de Leopoldo Fortunato Galtieri. Corría marzo de 1982 y Mercedes se atrevió a volver de Europa para tocar después de años de miedo. Uno de los jóvenes que estaba a cargo de la producción era Daniel Grinbank, hoy un reconocido empresario del espectáculo.
–¿En qué contexto se organizó aquel regreso?
–La democracia todavía era una ilusión. Sin embargo, Galtieri había estado hablando de libertad para posicionarse políticamente y se nos ocurrió que existía un margen para que Mercedes pudiera encontrarse nuevamente con su público. Era un riesgo, porque los conciertos inmediatamente anteriores, realizados a fines de los setenta, los habíamos tenido que suspender por las amenazas de bomba.
–¿Había diferencias entre la Mercedes que se fue y la que volvía?
–Yo estoy convencido de que su estadía en Europa, a pesar del dolor que causaba la distancia, le amplió el horizonte estético. Para que se dé una idea, yo recuerdo que estaba fascinada con Stevie Wonder. Era una cantidad de datos que sin duda contribuyó a que paso a paso ella fuera ampliando su registro. A partir de ahí, transitó siempre con eje en el folklore, y simultáneamente mantuvo la valentía de acercarse a lo diferente sin perder identidad.
–¿Cuál fue la reacción del público durante aquellas noches?
–No había ninguna duda de que ahí se estaba concentrando una energía excepcional. La estaban esperando. En el primer toque, había una flor en cada butaca. Cuando salió La Negra hubo una ovación de cinco minutos. No es una manera de decir: fueron cinco minutos reales. Estábamos todos llorando y no sé cómo hizo ella, pero se las arregló para arrancar el show ante no sé cuántos chabones lagrimeando. Tengo la imagen de ella cantando “La cigarra” y la sensación de la sangre llena de adrenalina. Cerró con una canción de Atahualpa Yupanqui, “Los hermanos”, que por ahí repite la palabra “libertad”. Era una masa de gente gritando “libertad”. Nadie quería callarse. Y veíamos que los canas se ponían incómodos a la vez que el cantito seguía. Cuando notamos que nos estaban por cagar a palos, algunos miramos a los canas y justificábamos: “libertad, loco, como en el himno, ¿viste?”. Supongo que eso los desacomodó...
–Ya despuntaba la primavera democrática...
–Empezamos con cuatro funciones en el Opera y dio la casualidad de que el sello que tenía contrato con Mercedes, Philips-Polygram, aceptó terminar con el contrato discográfico, lo que nos permitió hacer un registro de aquellas fechas y convertirlo en longplays. Participaron dos o tres invitados por velada, y mes a mes notamos que la marea iba aumentando en todo sentido. Aquellos discos tuvieron proyección continental. De ahí que hiciéramos una gira que no decayó ni por un instante. Y la vuelta fue apoteótica, porque La Negra retornó al país cuando ya había pasado lo de Malvinas y llenó dos canchas de Ferro, cosa que hasta ese momento estaba reservada para los grupos internacionales de primera línea. Era una Mercedes enorme, frente a un pueblo que la había extrañado mucho.
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