Sí, soy un careta
Por Roque Casciero
Todavía recuerdo bien la vez del remís “tomado prestado” por Pity Alvarez: esa noche me desvelé –posta– pensando si podía hacer algo, desde el lugar marginalísimo que me toca en esta historia, para ayudar a un tipo que parecía estar pidiendo ayuda a gritos. El fue el primero en reconocer su adicción a la pasta base y hasta repartió en un concierto un manifiesto en contra de esa droga; repitió más de una vez que quería ser “el último intoxicado”, aunque con otras actitudes se desdijera de modo resonante. Mientras tanto, sus conciertos con Intoxicados se diluían por sus vaivenes emocionales (y atencionales), y sus propios compañeros declaraban que no estaban conformes con su último disco. No hacía falta pertenecer al círculo íntimo para saberlo: la separación de esa banda se veía venir. Lo que tal vez no imaginábamos tantos era la reunión de Viejas Locas, aquel núcleo de rock’n’roll suburbano que redefinió los códigos rolingas –esto dicho con la mejor buena leche– a mediados de los ‘90. Una noche, después de la primera vez que entrevisté a ese grupo, me quedé al ensayo en una piecita de la sala de calle Muriondo: fue una de las experiencias más intensas de rock que recuerde.
Pero vuelvo a la noche del remís: me preguntaba qué hacer desde mi lugar de periodista y de admirador del talento natural de Pity, si escribir algo no podría ser interpretado como una careteada, como un acto de vigilantismo parecido al de tanto programa de tele que se mete en la villa para mandar al frente a algún perejil. Lo consulté con algunos colegas, incluso, porque me debatía entre quedar como un botón o sentarme, cínico, a esperar el momento de lamentar para siempre todo el talento y la vitalidad desperdiciados. Al final me callé la boca y sólo escribí algunos de los sentimientos encontrados que me atravesaban cuando tuve que reseñar algún disco o concierto de Intoxicados. Todo esto viene a cuento de que Pity se pegó un palo con su moto –está bien, nos asegura un comunicado–, nada raro si no fuera porque antes estuvo el remís y los tiros con la policía, y antes mil detenciones donde cobraba sólo por ser Pity, y también recuentos de noches en las que andaba calzado por las calles porteñas.
Y entonces, bueno, es el momento de decir que sí, que soy un careta, un vigilante, un botón, pero que prefiero a Pity (o a Charly o al que sea) al comando de su música y su vida, en lugar de aplaudirle cada nuevo golpe y pensar que es gracioso. O, peor, que es inherente a su condición de rockero. Pity no es Pinky Lavié, por más que algún conductor televisivo lo prefiera comiendo sopa podrida antes que cantando Homero o Está saliendo el sol. Cerca de Pity hay gente que lo quiere, que a veces tampoco sabe qué hacer para ayudarlo, gente que sabe de su corazón puro maltratado por años de autoabuso. Ojalá que el palo de la moto haya sido una boludez, un accidente de esos que cualquiera puede tener, y que el raspón sane rápido para que el Pity más enfocado que se vio en la conferencia de prensa de Viejas Locas siga con su vida. Y si no, que tenga a alguien a mano para acomodar los melones, alguien que no dude como éste que escribe y que no se sienta un careta si tiene que decirle que pare la moto.
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