EL ARRIERO
Por Atahualpa Yupanqui/Pablo del Cerro
En las arenas bailan los remolinos,
el sol juega en el brillo del pedregal,
y prendido a la magia de los caminos,
el arriero va, el arriero va.
Es bandera de niebla su poncho al viento,
lo saludan las flautas del pajonal,
y animando a la tropa por esos cerros,
el arriero va, el arriero va.
Las penas y las vaquitas
se van por la misma senda.
Las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas.
Un degüello de soles muestra la tarde,
se han dormido las luces del pedregal,
y animando la tropa, dale que dale,
el arriero va, el arriero va.
Amalaya la noche traiga un recuerdo
que haga menos pesada la soledad.
Como sombra en la sombra por esos cerros,
el arriero va, el arriero va.
“El arriero” de Yupanqui es una de las canciones que más me han conmovido desde siempre. Creo que fue la primera con la que sentí un nudo en la garganta, siendo muy pequeña, cuando la letra me resonaba en el alma repitiendo: “Las penas y las vaquitas, se van por la misma senda / las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas...”
La descripción de aquel oficio de tanta soledad, caminos infinitos, cerrazones, invierno, lejanías, me parecía tan nítida y hermosa entonces como ahora mismo.
Recuerdo la primera vez que la canté a “voz en cuello” fue en la escuela, un 25 de mayo y mi profesora de música me abrazó muy fuerte cuando bajé. Me sentía asustada cuando la cantaba pero aquellos versos poderosos me hicieron poner de pie tan erguida, con la responsabilidad de tener que contar algo que le sucedía a otros. Esos otros que Yupanqui traía a nuestros ojos y nuestro corazón en su bellísima pluma.
Conozco de niña aquellos oficios del campo. Tal vez por eso podía contar la historia con esa certeza.
En los veranos siempre íbamos al campo que tenía mi abuela en el medio de la provincia. Me gustaba oír a la peonada hablando en la cocina grande de la casa. Contaban sus idas y venidas, los pormenores de sus tareas.
Más de una vez, a caballo paseando con mi padre, los veía arreando la tropa, el ganado, en sus caballos briosos. Papá sabía explicarme que aquél era un trabajo duro. Que llevaban días de andar por los caminos bajo el sol o la lluvia, en los veranos calcinantes de Corrientes o en los inviernos de ventolera y llovizna, que no veían a su familia quién sabe por cuánto tiempo, que esto los hacía ser solitarios y silenciosos.
Las penas son de nosotros, pensaba y pienso, las vaquitas son ajenas...
Yupanqui me parecía y me parece un señor que decía las cosas muy claramente, tanto que hasta me dolían y me duelen.
No grabé, sin embargo, nunca “El arriero”. Tal vez porque tiene tantísimas versiones. Tal vez porque en ninguna voz puede sonar tan verdadera como en la de él. Tal vez porque no podía encontrar una manera de hacerla que me resultara a la altura.
Me gustó, en su momento, sobremanera, la versión apasionada y novedosa que hizo Divididos. Le agradecí en el alma que acercaran a Yupanqui a las nuevas generaciones que, estoy segura, no lo conocían.
Mi generación estuvo muy marcada por su música y su poesía. En mi casa esa música, como la de otros tan importantes, fue parte de lo que aprendí con amor. Me lo enseñaron mis padres.
Hoy no sé si Yupanqui y por supuesto aquellos tantos otros son moneda corriente en los medios y en las escuchas cotidianas de los argentinos.
Si alguna vez junto coraje y encuentro un lenguaje sonoro y expresivo que me arrime a lo que siento por esta emblemática canción, no sé pero ojalá suceda, tal vez, digo, me anime y la grabe. Por qué no.
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