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lunes, 31 de mayo de 2010

EXILE ON MAIN STREET: THE ROLLING STONES EN LO MAS ALTO.


¿Recuerdas haberte molestado por alguna de las críticas negativas de Exile cuando salió?.
OH, yo veo todas aquellas como una maravillosa colección de equivocaciones. Cualquier tío que me entrevistase y hubiera escrito una de esas le decía: ¿Así que tú lo sabes todo?.
Pero es comprensible, teniendo los discos dobles un montón de cosas en contra. Sabes que va a haber un cierta confusión con tanto material. Al mismo tiempo, lo que hizo Exile fue ir creciendo hasta que dejó su marca sobre un cierta época. Lentamente se fue filtrando. Quiero decir que no quieres hacer este tipo de cosas muy a menudo. Al principio no pretendíamos hacer un disco doble. Sólo surgió "
(K. Richards a Barney Hoskyns, Mojo Noviembre 1.997)

Por: Enrique martinez

Lo queramos admitir o no, todos nosotros escogemos un desahogo de la miseria cotidiana que puede ser la vida. Ya sea un arte, un deporte o un vicio. Ya sea una persona, un animal o una cosa Ya sea convertir un arte, un deporte, una persona, un animal, o una cosa, en nuestro vicio. Y mi mayor vicio es la música. Pensar en cuantas horas y billetes he quemado (o aprovechado) en la música es algo que prefiero evitar: creo que me asustaría descubrir la verdad.

Y si uno tiene por vicio mayor la música, lo normal es que no sólo tenga un grupo, compositor, intérprete, género, estilo o periodo favorito. Además, y yo creo que sobre todo, tiene un disco favorito. Un disco con el que mantienes una relación que va mucho más allá de la contemplación admirada de una gran obra. Se trata, en realidad, de una relación sentimental profunda y duradera, tal vez eterna. Pues como dijo un sabio: "Se cambia de novia, pero no se cambia de equipo de fútbol". Pues de disco, tampoco.
Y la verdad, podría dar el nombre de muchos discos que me han acompañado todos estos años y de los que nunca me he cansado. Son esos selectos discos de los que no concibo vivir separado mucho tiempo, de los que necesito tener la absoluta certeza de que están a mano y de que en cualquier momento puedo recurrir a ellos. Esos discos que me impedirían en última instancia participar en algo como "Gran Hermano" o "Supervivientes" para no tener que dejar de escucharlos cuando quisiera. Esos discos que en caso de naufragar algún día y avistar tierra firme a mi alcance, pero con la terrible certeza de que no me iban a acompañar a mi isla desierta, seguramente me llevarían a optar por ahogarme con ellos sin remedio. Pero si, reducido al absurdo, tengo que decantarme por un único disco, elegiría sin duda ninguna "Exile On Main Street" de los ROLLING STONES, su L.P. doble de 1.972. Mi disco favorito.

Si recordamos cuándo, cómo y por quién se grabó, entonces hay que decir que pocas veces se ha acertado tanto con el título de un disco: este es la obra de unos músicos exiliados de algo más que los altos impuestos británicos, y en otro lugar que no era realmente la Costa Azul Francesa. Exiliados y encerrados en sus lujosas mansiones, en los mejores hoteles, de espaldas al mundo, imbuidos en su desquiciado y decadente modo de vida, los STONES abandonaban entonces definitivamente la vanguardia del rock, de la que se había ido alejando progresivamente y que sólo habían llegado a liderar cuando dejó de importarles hacerlo. Con Keith Richards perdido en sus drogas y obsesiones musicales (el country que le enseñaba Gram Parsons en aquella época, el fantasma de Robert Johnson que le visitaba de vez en cuando, el soul en el que reconocía a sus hermanos espirituales), con Mick Jagger disfrutando de su ingreso en la High Society internacional de la mano de Bianca Pérez, y con Charlie Watts y Bill Wyman frecuentemente ausentes de las sesiones, Sus Satánicas Majestades construyeron su obra maestra, su cumbre artística, sin casi darse cuenta.


Los STONES llegaron a la Riviera francesa en el año 1972, con el viento del éxito reciente de "Sticky Fingers" soplando a su favor, pero a la vez huyendo de la presión de las autoridades fiscales británicas y de una Scotland Yard y parte de la INTERPOL que estaba muy interesada en el enorme negocio de drogas que representaba toda la "familia gitana" que acompañaba a los STONES. Después de localizar cada Stone su respectiva mansión en la privilegiada zona, la peculiar lógica que representaba la dinámica interna del grupo decide que Villa Nellcôte, la mansión del matrimonio Keith Richards-Anita Pallemberg, se convierta en el centro de operaciones para todo, incluido (aunque tal vez no como máxima prioridad) grabar el nuevo disco. Así que el ROLLING STONES Mobile Unit (un camión, vamos), una joya para la grabación de conciertos y que también emplearon en alguna ocasión los propios LED ZEPPELIN, se instala en el exterior de la casa, alimentado por suministro eléctrico sustraído con un chapucero montaje a la red general, y se comienzan a grabar, con toda la calma y las interrupciones del mundo, un álbum que finalmente se hizo tan extenso e intenso que se convirtió en el único disco doble de estudio de su carrera. De ahí que el paralelismo a veces trazado con "The Basement Tapes" de BOB DYLAN no resulte nada gratuito.

Los estudios se improvisaron en los sótanos y, de hecho, en cualquier habitación de aquella casa poblada de gorrones y malas compañías. Porque, en realidad, la vida en Villa Nellcôte incluía de un modo casi accidental la grabación y composición de canciones, que era más bien parte de un estilo de vida que incluía todo el sexo y las drogas que se pudiese concebir. Por sus vastas dependencias pululaba todo el mundo en busca de diversión, STONES incluidos: desde John Lennon y Yoko Ono a los amigos más aristócratas de los STONES, pero también el camello más tirado o el último mono. De hecho Gram Parsons vivió dentro de Villa Nellcôte durante casi la mitad de la grabación, completando definitivamente el aprendizaje country que Richards terminó de plasmar en canciones como "Torn And Frayed" o "Sweet Virginia"

Pero la cruda realidad es que la situación interna del grupo durante la grabación de "Exile On Main Street" comenzaba a ser preocupante, sobre todo en lo referente al estado de salud de Keith Richards. Sin embargo la factura de sus excesos no la comenzó a pagar su música hasta después de este último festín de rock´n´roll music y rock´n´roll lifestyle sin parangón. Richards estaba tan enganchado a la heroína que por momentos parecía en ocasiones el Brian Jones de su peor época, acompañado en su descenso a los infiernos por Anita Pallemberg, aún más colgada del jaco. Ante el patético panorama de verlo desplomarse sobre su guitarra mientras estaba grabando, Jagger comenzó a considerar la posibilidad de plantear un ultimátum cuando finalizase una grabación en la que se involucró algo menos que su compañero, que pese a su estado físico y mental se adueñó del disco y de su proceso creativo para llevarlo a su terreno. A fin de cuentas aquel desmadre era, y lo seguirá siendo hasta que se muera, el hábitat natural de Richards, y además ya sabemos que en el caos no hay error. Como tampoco hay fallos en este disco.

Por eso y pese a toda esta dejadez, abandono y desenfreno (o tal vez debido a ello) "Exile On Main Street" terminó convirtiéndose en una obra repleta de una vitalidad desbordante y contagiosa que lo recorre de principio a fin. Desde el tópico "OH Yeah!" que acompaña a los aún más tópicos todavía primeros acordes de "Rocks Off" que te animan a decir tú también "sí", antes de que el redoble de la batería de Charlie Watts te invite a un irresistible "tour". Un viaje que pasará por la inefable y desafinada voz de Richards entonando ese himno definitivo a la mala vida que es "Happy", y que culminará en el siempre lamentado final del disco, el "fade out" de la guitarra de Keith en "Soul Survivor". Pero un "tour" que, sobre todo, explorará toda esa música que tanto fascinó a Richards y Jagger en la adolescencia y que, finalmente, había salvado sus vidas para siempre de la gris mediocridad que les correspondía por origen, del mismo modo que alivia momentáneamente de ella a algunos de nosotros.

Pero también es de justicia reconocer algunos méritos más ocultos y ya casi olvidados. Porque hay que tener en cuenta que ésta fue la última de las ocasiones en la que el dúo Jagger-Richards estuvo bajo la supervisión y el control del equipo formado por el siempre injustamente ignorado Jimmy Miller en la producción, y los Johns, Glyn y Andy, a los mandos, con los que ya es obvio a estas alturas que los STONES grabaron sus obras cumbres. "Exile On Main Street" es la última cumbre (tal vez la mayor) de una racha de L.P´s ("Beggar´s Banquet", "Let It Bleed" y "Sticky Fingers") que colocaron definitivamente a los ROLLING STONES en el panteón de ilustres. Y en cierto modo es el disco que mejor recoge el sonido que desde entonces es atribuido por la memoria colectiva como característico a los STONES, sin casi rastro de aquellas veleidades psicodélicas, o del pop de la British Invasion.


Ya no eran aquella pandilla de adolescentes fanáticos del blues de Chicago que intentaban calcar los discos que les gustaban. Tampoco aquellos aspirantes al codiciado y volátil trono del pop, perseguidores de la estela siempre adelantada de unos BEATLES que inevitablemente les dejaban atrás. Aquí estaban ofreciendo su visión, la plasmación de lo que realmente les gustaba, y además con una libertad completa para hacerlo. No había ya competidores para el disputado título de "la más grande banda de rock´n´roll del mundo": habían sobrevivido (y no sin pagar un precio) a todos y a todo, y ahora se podían dedicar tranquilamente a vivir su regalada existencia, ignorar todo lo que aconteciese fuera de ella y grabar aquello que les apeteciese.

Y así "Exile On Main St" es un disco tan emocionante que, por momentos (especialmente en la que antes de la desaparición del vinilo era conocido entre algunos como "La Cara 4 del Exile") desarrolla las virtudes espiritualmente curativas del mejor Gospel. Se introduce en tu interior y te eleva el alma de maneras incomprensibles pero ciertas, tan rotundas que resultan casi físicas. Por ejemplo en ese luminoso momento de "Shine A Light" en el que Mick canta aquello de "When you´re drunk... in the alley, baby,... with your clothes all torned....", y esas providenciales pausas son punteadas por golpes de batería que parecen más los latidos que te mantienen vivo que un sonido surgido de los altavoces de tu equipo de sonido. O como el solo de saxo de Bobby Keys en "Sweet Virginia", o las guitarras dobladas en mitad de "Tumbling Dice", o la manera de mezclarse las voces y la "steel Guitar" en "Torn And Frayed", o la entrada del piano y los coros en "Loving Cup"....

La amplia nómina de colaboradores (los impagables teclados de Nicky Hopkins y Billy Preston, los eufóricos vientos de Jim Price y Bobby Keys, esos coros negros que parecen sacadas de una Iglesia consagrada a la Perdición) y la profusión de instrumentos diversos (habituales en los discos de rock, aunque en algunos momentos situados en lugares inéditos pero nada desubicados) están aquí completamente al servicio de toda la emoción que la música rock es capaz de transmitir. Y ya sabemos que es mucha. Que, en realidad, es toda: como la que contiene ese largo coda de "Let It Loose", con el órgano, el piano, los vientos y las voces, al principio sonando al unísono con Mick, pero después separándose y a la vez resultando más armónicos de este modo.

De hecho cuando los Glimmer Twins se dirigieron a los Estados Unidos para ordenar aquel desorden de grabaciones y canciones, para mezclar aquel caos, dudaron de si debían editar un disco doble o no, de si realmente el material sostenía un repertorio lo suficientemente brillante. Incluso de si estaba a la altura de sus últimos discos. Finalmente se arriesgaron a publicar todo esto, y los palos de la crítica no se hicieron esperar. Pero los STONES acertaron en no editarse o censurarse, en no aplicar el pudor o la mesura. Es obvio que, en ese momento, comprendieron lo que sólo el tiempo y tantos cambios que no cambian nada han hecho tan evidente que resulta innegable: que este disco, como en realidad todo el rock´n´roll, no sólo es música, una mera colección de canciones; sino que también, y sobre todo, es un estado de ánimo, una inconsciente disposición del espíritu para abrazar la vida con tanta fuerza como desesperación por no dejarla escapar.

Por eso es más que probable que toda esa emoción de la que hablaba se contagie de un modo tan infeccioso e incurable porque "Exile..." es, sobre todo, una labor de amor. De un amor ya maduro, después de años de tonteos y flirteos, por una tierra mas imaginada que vivida (América) y una música más soñada que real (el Rock´n´Roll); elaborada por unos extranjeros a muchas millas de un país que añoran pero que, realmente, no es el suyo. Y que en esa, siempre relativa, distancia física y cultural incurren en la errática y confundida fascinación que es todo enamoramiento. Fascinación que les lleva a presentarnos al sujeto amado idealizado, deformado, transmutado en lo que creen ver en él, más que en lo que es realmente. Por eso aquí no hay ni country, ni folk, ni soul, ni gospel, ni siquiera blues en sus formas más puras: el Rock´n´Roll, la auténtica Tierra Prometida para estos peregrinos, es deconstruido en sus elementos constituyentes y vuelto a ensamblar, sonando de este modo más antiguo y eterno que las montañas, pero tal vez fingiendo esa autenticidad que creemos percibir en él.

Este truco, esta mentira, nos engaña también a nosotros, pues no somos pocos los que consideramos a éste, tal vez, como el mejor disco de Rock´n´Roll jamás grabado. Somos débiles, somos crédulos, gente de fe ciega e ignorante, presas de un autoinducido fervor. Pero también puede ser que hayamos bajado la guardia a propósito, que nos hayamos dejado engatusar de un modo sumisamente consciente y entregado, pues como cantan en "Torn And Frayed": "Mientras suene la guitarra, deja que te robe el corazón".

ROLLING STONES: Se reedita su mejor disco EXILE ON MAIN STREET.


Un lugar soleado para gente sombría

Treinta y ocho años después de su edición original, los Rolling Stones por fin se decidieron a remasterizar el disco considerado unánimemente como el mejor de su carrera, Exile on Main St. El nuevo lanzamiento viene además con un puñado de canciones nuevas y un documental en DVD. Pero sobre todo revive las discusiones sobre este excesivo trabajo que Keith Richards considera su favorito y Mick Jagger desprecia. Y sirve para recordar esos meses en la Costa Azul en que los Stones se metieron en el sótano de una mansión y salieron con una obra maestra.

Por Mariana Enriquez

La casa era hermosa. Blanca, del siglo XIX, con 16 habitaciones y techos de 9 metros de altura. La había construido un almirante inglés, sobre una colina desde la que se veía el Mediterráneo, frente al puerto de Villefranche-sur-Mer, la Costa Azul, el sur de Francia. El almirante no había sido feliz en su magnífico hogar: en algún momento sintió que su vida no valía la pena y se suicidó arrojándose desde los tejados. En los años ’40 había sido ocupada por la Gestapo y dice la leyenda que la policía nazi llevó a cabo interrogatorios en el sótano. Pero sobre esa oscuridad subterránea se elevaban palmeras y cipreses, una larga escalera que llevaba a la playa privada, arañas impactantes, terrazas amplísimas, jardines colgantes. A Keith Richards le encantó la casa: decidió que sería su guarida y se instaló allí en junio de 1971 con su hijo Marlon, su mujer Anita Pallenberg y sus perros. Enseguida llegó Gram Parsons, uno de sus mejores amigos, de visita por tres meses junto a su esposa Gretchen. El alquiler costaba 10 mil libras al mes; se escuchaba música country día y noche –Merle Haggard, George Jones– y el chef francés contratado para cocinarles, el gordo Jacques, también era dealer de heroína. Era un refugio perfecto, una estampa de dolce vita para el joven guitarrista mitad forajido, mitad millonario. Cuando el periodista Robert Greenfield visitó Nellcôte –el nombre de la casa–, escribió que le recordaba a la Costa Azul de Suave es la noche, la novela de F. Scott Fitzgerald.

Pero había problemas bajo la fachada de mármol, sol y mar. A Keith Richards le gustaba estar allí, pero no había alquilado una casa en la Costa Azul por placer. El y el resto de los Rolling Stones habían tenido que dejar Inglaterra porque no podían cumplir con la estricta ley fiscal británica. Debían impuestos. Debían más de lo que tenían, y más de lo que podían ganar. Richards, que entonces estaba en un estado de dócil paranoia, creía que les habían lanzado los sabuesos para perseguirlos. Es posible que así fuera: en lo cierto o no, Richards y los Stones tenían motivos para estar con los nervios de punta. Allen Klein, su ex manager, era el responsable de no haber pagado los impuestos; pero, además, no podían separarse de él. ABCKO, la compañía de Klein, era dueña de todas las canciones de los Stones hasta 1969, de las cintas master del catálogo original hasta Get Yer Ya Ya’s Out y de los discos recopilatorios posteriores. Esto significaba que el dinero que les quedaba a los verdaderos autores era poco, aunque ellos vivían como aristócratas. Estaban en pleno juicio con Klein, un hombre extremadamente astuto. Hacia 1970 ya habían fundado sello propio, Rolling Stones Records –Jagger, siempre inteligente para los negocios, le había encargado el diseño del logo, la famosa lengua, a Andy Warhol– y tenían contrato de distribución con el sello Atlantic de Ahmet Ertegun, pero aquella nueva etapa recién empezaba. ¿Y si salía mal? ¿Y si no podían sobrevivir? Marshall Chess, el primer presidente de Rolling Stones Records, un decidido hombre de Chicago, no tenía dudas. Pero los Stones sí. Gran parte de la inseguridad provenía del no superado trauma de Altamont: el concierto gratuito en California, con su saldo de un joven asesinado frente al escenario –el cierre negro de los años ’60–, había ocurrido apenas un año y medio antes, en diciembre de 1969. Los Stones, especialmente Jagger, todavía recibían amenazas de muerte de los Angeles del Infierno. Y luego estaba la adicción de Keith y Anita. Ambos se inyectaban heroína tres veces por día; Keith además gustaba de los speedballs, una mezcla de heroína y cocaína que, decía, lo ayudaba a componer. Antes de partir hacia Francia, Keith se había sometido a una cura con una integrante del equipo que había ayudado a dejar la heroína a William Burroughs; pero se mantuvo limpio tan sólo tres días, hasta que llegaron a su casa de visita Gram Parsons y Michael Cooper, sus compañeros de correrías. Cuando llegó a Nellcôte, sabía que no iba a volver a intentar desintoxicarse, y que iba a grabar el disco que debían entregarle a Atlantic en menos de un año completamente sumergido en la adicción.

Y finalmente estaba el problema Bianca. En mayo de 1971, Mick Jagger se casó con la exquisita heredera nicaragüense Bianca Pérez Moreno. A la ceremonia no acudió ningún Rolling Stone salvo Keith Richards, que se la pasó roncando y se negó a tocar para los novios. Bianca luego se negó a pisar Nellcôte y alquiló, ya embarazada, un departamento en París. Y entonces empezó la histeria. A Jagger no le gustaba que Richards pasara tanto tiempo con Gram Parsons (“Quería protegerme; pero también, y sobre todo, estaba celoso”, le dijo Richards a la revista Classic Rock hace menos de un mes). Bianca odiaba a Anita y no soportaba a Keith. Anita odiaba a Bianca con pasión: dicen que intentó hacerle brujería. Jagger no sabía qué hacer, ni cómo mediar entre su mejor amigo y su esposa. Nada bueno podía salir de todo este drama, pensaban todos.

Pero salió Exile on Main St.


Los subterraneos

El productor Jimmy Miller y el ingeniero de sonido Andy Johns –que sólo tenía 21 años en ese verano de 1971– pasaron meses buscando un estudio en el sur de Francia para poder grabar el sucesor de Sticky Fingers, pero no encontraron nada que fuera adecuado. Además, poco a poco iba quedando claro que la mansión de Keith Richards funcionaba como imán, especialmente porque su dueño no quería salir de allí. Así que tomaron una decisión: instalar el equipo de grabación móvil de los Stones en la puerta de la casa –un camión enorme que albergaba la tecnología más avanzada de la época–, y tirar cables hacia el oscuro y húmedo sótano de Nellcôte, donde el grupo iba a componer el disco, el lugar que funcionaría como sala. Hicieron falta más cables, sin embargo: la endeble instalación eléctrica de la mansión no podía aguantar las nuevas exigencias energéticas, por lo que el equipo se conectó ilegalmente a las líneas eléctricas de los ferrocarriles franceses, que pasaban cerca. Esos cables robados pasaban a través de la ventana de la cocina. Era ciertamente incómodo: los Stones ya eran un grupo aburguesado, acostumbrado a grabar en situaciones principescas. Mick Jagger odiaba particularmente todo el asunto. “Todos estaban drogados con algo. Así que no era agradable. Era una cosa comunitaria, no sabías si estabas grabando o viviendo o cenando. Yo no la pasaba bien. No sabía cuándo iba a tocar, cuándo tenía que cantar. Era muy difícil, había demasiados parásitos. Me dejé llevar por la corriente y el disco se empezó, pero fue casi imposible. Todos tenían la cabeza en otra parte. Y los productores, los ingenieros, toda la gente que se suponía debía ser la más organizada, eran los más desorganizados de todos.” Del sótano tampoco guarda buenos recuerdos; cuenta en el libro Keith Richards: The Biography de Victor Bockris: “Grabábamos en el desagradable sótano de Keith, que parecía una cárcel. A mí me gusta grabar en salas muy grandes. Había una humedad increíble. No podía soportarlo. En cuanto abría la boca para cantar, me quedaba sin voz. Era tan húmedo que todas las guitarras se desafinaban antes de llegar al final de la canción”. Las guitarras se grababan en la cocina, donde había azulejos que proveían una mejor acústica. Bill Wyman tenía un cuartito para tocar su bajo, pero era tan chico que debía dejar el amplificador del otro lado de la puerta. Toda la rutina se acomodaba a los horarios del dueño de casa: si se despertaba a medianoche, entonces se tocaba hasta el amanecer; si se despertaba al mediodía, entonces se tocaba hasta la hora de cenar. Los técnicos alquilaron casas en los alrededores. Los Stones solían quedarse en Nellcôte (Jagger vivía en París, Charlie Watts en Cervennes), pero cuando se iban, no volvían en unos cuantos días. Jagger desaparecía con mucha frecuencia, cosa que enfurecía a Keith. Así fue que algunas canciones emblemáticas, como “Happy”, se grabaron casi sin los Stones: Richards en guitarra y voz, Jimmy Miller en batería y bajo, saxo a cargo de Bobby Keys. “Rocks Off” se registró a las nueve de la mañana, en dos tomas: Richards despertó a los gritos a los ingenieros para que grabaran lo que recién había sacado, esa canción sobre la decadencia y la pereza y la adicción que parecía resumir el fatal verano francés: “Siempre escucho voces por la calle / Quiero gritar, pero apenas puedo hablar... / Pateame como lo hiciste antes, ya ni siquiera puedo sentir dolor”. Jamás faltaba droga, porque Marsella estaba muy cerca y era la capital europea de la heroína, el hogar de la mafia corsa. Los dealers iban a Nellcôte con heroína tailandesa, llamada “algodón de azúcar” por su tono rosa y su calidad. Otros pasaban cocaína dentro de regalos para Marlon, el primogénito Richards (dentro de un piano de juguete, por ejemplo). Keith se compró un yate, al que llamó Mandrax, y trataba de acercarse a otros buques en el puerto de aguas profundas, convencido de que debían contar con cargamentos de hachís y opio de gran calidad. En general no conseguía nada, chocaba el yate contra otros barcos y contra el muelle, y en ocasiones se quedaba sin combustible. Anita Pallenberg recuerda esa época de combustión creativa en la biografía de Bockris: “Fue un maratón musical increíble, pero también fue una pesadilla. Creativamente era genial, todo el mundo en su sitio, y entonces llegaba Mick y se ponía a cantar ‘Sweet Black Angel’, y eso podía continuar dos días seguidos; pero durante todo el tiempo que pasamos en la casa nunca estuvimos solos. Día tras día éramos diez personas para comer, veinticinco para cenar. Creo que nadie durmió en todo el verano. Yo tenía que ocuparme de todo. Era la única persona que hablaba bien el francés. Y luego estaban los delincuentes del lugar, que en cierto modo se mudaron con nosotros. Decían: ‘Vamos a venir aquí y vamos a destrozar la casa, vamos a hacer esto y aquello’. Y yo pensé: mejor que los contratemos y los hagamos trabajar para nosotros. De modo que teníamos a un montón de lugareños, peligrosos, trabajando en la cocina. Al final nos encontramos a traficantes de drogas en la puerta de casa haciendo todo tipo de negocios, y así fue como todo se fue al carajo. Habíamos abierto las puertas; estaban abiertas porque todo el mundo entraba y salía (los músicos, todo el mundo). Un día entré en el salón y vi a esos tipejos que llevaban medio kilo de heroína cada uno en las botas, y los eché a patadas. Era una locura”.

Hoy, Keith Richards insiste en que no era para tanto, que mucho es leyenda, que un disco doble como acabó siendo Exile on Main St. no habría podido lograrse sin cierta ética de trabajo y alguna disciplina particular. Pero reconoce que fue la primera vez que trabajó como quería, sin horarios, con los músicos más o menos en el mismo lugar todo el tiempo, con tiempo, dejando que las cosas ocurrieran, capturando los accidentes. “A esta banda se le saca lo mejor cuando cree que no está trabajando. Hice un disco doble cuando más metido estaba en la heroína. Puedo asegurar que no afectó en absoluto mi capacidad como músico. Y creo que también influyó que yo viviera sobre la fábrica. A lo mejor debería intentarlo de nuevo, a lo mejor debería meter a los Stones en el sótano otra vez.”


El lento despertar



Se terminaba el verano, y el nuevo disco iba tomando forma. En el sótano, algunas noches la temperatura subía hasta los 40, y así se escribieron canciones como “Ventilator Blues”, de Mick Taylor, un homenaje al único ventilador de la sala. La música se escuchaba todo el día desde la calle. Los vecinos no se quejaban, pero la policía estaba atenta. Y se pusieron mucho más en alerta cuando una tarde Keith, en una pelea con un guardia costero porque quería ver el yate de Errol Flynn, sacó el arma de juguete de Marlon para amenazar al efectivo. Agentes de la policía visitaron Nellcôte tras el incidente, y se fueron con la promesa de buena conducta y algunos discos autografiados. Pero ahora estaban sobre aviso.

Mick Jagger, que acababa de ser padre de su segunda hija, Jade, anunció que él daba por terminadas las sesiones de Nellcôte, cosa que enfureció a Keith. No hubo vuelta atrás. El paraíso artificial se ensombreció más cuando una noche, y a pesar de que había más de diez personas durmiendo en la casa, alguien entró y se llevó las atesoradas once guitarras de Keith Richards (además de un bajo y un saxo de Bobby Keys). ¿Una deuda de droga no saldada? Probablemente. Días antes, Keith y Anita habían incendiado accidentalmente su cama; ella estaba embarazada de tres meses, y no podía dejar la heroína. Bill Wyman ya había dejado de ir a Nellcôte: odiaba el ambiente. Gram Parsons también se había marchado, entre otras cosas por presión de Jagger, y porque no había conseguido grabar el planeado disco de country con Richards –¡y qué disco hubiera sido!–: su adicción era demasiado profunda. Moriría dos años después, en 1973. Richards no volvió a verlo. Un segundo robo dejó a los inquilinos de Nellcôte sin ropa ni dinero. La policía ya estaba lista para acusarlos de tenencia de drogas, y de posible tráfico (o de permitir que se traficara bajo su techo). Escaparon por un pelo: el primer intento de salir del país casi les fue negado, pero los poderosos abogados de los Stones convencieron a las autoridades judiciales francesas de que Keith y Anita volverían, presentando como garantía algunos meses más de contrato de alquiler en Nellcôte.

Richards y Gram Parsons en un balcón de Nellcote.

Para noviembre, todos estaban en Los Angeles, en el Sunset Studio, terminando el disco con colaboradores como Billy Preston y Dr. John. A nadie le gustaba mucho cómo sonaba lo obtenido en el sótano francés, pero coincidían en que el disco tenía algo, cierto filo, una suciedad espectral, una mezcla de pereza y oscuridad con iluminaciones creativas. Exile on Main St. se editó en mayo de 1972. Fue el último gran álbum de los Rolling Stones, el final del gran período iniciado con Beggar’s Banquet en 1968, “los cimientos en donde todavía descansa su carrera”, como escribe el biógrafo Stephen Davies en Old Gods Almost Dead. El mejor disco de los Rolling Stones, para muchos; ciertamente el gran testamento de una era, la puerta de entrada, hermosa y desenfrenada, a los terribles años ’70.

Los Rolling Stones nunca volvieron a sacar un disco que estuviera a la altura de Exile on Main St. O cerca siquiera. Fue, también para ellos, el inexorable final de la magia negra.

Exile on main street la reedición

Cuando los Rolling Stones se decidieron a reeditar Exile on Main St., hicieron cosas arriesgadas, sobre todo teniendo en cuenta que son, como grupo, increíblemente reacios a entregar material de archivo e insólitamente pudorosos acerca de sus años más legendarios. En primer lugar se permitieron revolver el pasado, cosa que no les gusta, especialmente a Mick Jagger, que ha hecho un culto del mirar para adelante para evitar –dentro de lo posible: su margen de maniobra es mínimo– el exceso de autoparodia, convertirse en un grupo de covers de sí mismos. En segundo lugar manosearon un álbum legendario cuya leyenda consiste, en parte, en que suena sucio, en que suena mal. “La voz está tan enterrada en la mezcla de ‘Tumbling Dice’, por ejemplo –dice el productor Don Was–, que es ridículo. Ridículo. No hay ningún estándar de grabación que permita una cosa así. Y sin embargo funciona. Y cómo.” Y en tercer lugar incluyeron diez temas nuevos, outtakes y canciones descartadas que completaron cuando hizo falta. Eso incluyó grabar la voz en la mayoría de los nuevos temas, es decir, grabar a Mick Jagger treinta y ocho años después de la edición original. “Intentamos –cuenta Jagger– no usar ningún músico nuevo, usar en lo posible a los que estuvieron entonces. Así que en ‘Plundered my Soul’ le hice grabar la guitarra a Mick Taylor, en Londres.” En esa canción, que es muy buena, muy sensual, con la inconfundible guitarra rítmica de Keith Richards definiendo el sonido stone, Jagger logró parte de su objetivo, logró un empate: suena limpia, con la voz muy clara, ya no más hundida en la mezcla, todos los instrumentos perfectamente diferenciables y con esos extraños ecos ausentes. ¿Es mejor? No. Y eso que Bob Clearmountain “afinó” la voz de Jagger para hacerla parecer más joven (y Jagger sigue siendo un cantante excelente cuando tiene ganas). Pero podría haber sido peor. Incluso hay canciones “nuevas” como “I’m not Signifying” –muy conocida en ediciones pirata– que es tan buena como cualquier tema del disco original. El resto, como las versiones alternativas de “Loving Cup” –más lenta y más country– o “Soul Survivor” –cantada por Richards–, son interesantes, pero definitivamente inferiores a las que terminaron en el disco. Hay que puntualizar algo para no ser injustos: son muy buenas las canciones nuevas. Pero no pueden hacerle frente a “Sweet Virginia”, los maravillosos aires gospel de “Shine a Light”, la efervescencia de “Rip this Joint”, el blues clásico de “Shake your Hips”, la delicia de “Let it Loose” o la versión de Robert Johnson, “Stop Breakin’ Down”. O “Torn and Frayed”, una de las mejores canciones de la historia del rock. ¿O era “Sweet Black Angel”, ese hermoso calipso dedicado a Angela Davis? No hay muchas canciones que puedan compararse a éstas. De modo que a las “nuevas” y a las versiones alternativas no les alcanza. La remezcla del original, por suerte, es elegante, cuida la mística del álbum, es sutil. Algo le quita algo de esa aura, pero no tanto. Exile on Main St. sigue sucio. No gana nada escuchándose mejor. A pesar de que Jagger no entienda por qué tanto escándalo con la obra maestra que él se niega a reconocer como tal. “No comprendo por qué fans y críticos son tan unánimes. Les gusta la amplitud, los diferentes estilos, dicen que ninguna banda pudo jamás abarcar con tanta maestría todos los géneros de la música norteamericana... Les gustan los detalles raros, el sonido crudo... Yo no sé qué es...” Pero su amigo Keith, que lo conoce mejor que nadie, duda de esta ambigüedad. “El es así. Evasivo hasta la locura. Mick nunca va a decirle a nadie la verdad. No considera que nadie merezca conocer lo que él piensa realmente. Duda de que algo sea ‘la verdad’. Yo creo que ya no sabe cuál es la verdad.”

La edición deluxe de Exile on Main St. incluye los 18 temas originales remasterizados, diez canciones nuevas entre outtakes e inéditos –todo producido por Don Was, Jimmy Miller y Jagger-Richards–, un booklet de 64 páginas y un DVD documental, Stones in Exile. En la Argentina se editó el 27 de mayo. También hay una reedición remasterizada en vinilo, pero no será tan fácil de encontrar en las bateas locales.

Stones in Exile, el documental

Ahora que los discos se venden menos, una de las estrategias de la industria es agregar valor a las ediciones. Eso, generalmente, significa sumar un DVD documental o un show en vivo a los lanzamientos. Con frecuencia son un acompañamiento discreto; a veces son producciones originales que valen la pena. Es el caso de Stones in Exile, la película, que se estrenó en Cannes hace apenas una semana. Arranca con las clásicas cabezas parlantes que opinan –algunas diciendo pavadas, como la de Caleb Folowill de Kings of Leon–, entre las que se cuentan Jack White, Martin Scorsese, ¡Benicio del Toro! Es Don Was el primero en decir algo interesante: “Exile... atrapa el espíritu de la época, la sensación de que los ’60 no funcionaban. Coppola estaba filmando Apocalypse Now! al mismo tiempo. Había algo en el aire”. Y entonces se entra al documental propiamente dicho, que recuenta la leyenda y recupera las voces de Jimmy Miller, Andy Johns, Bobby Keys –que suena tan desquiciado como siempre– y hasta Jake Weber, uno de los niños presentes en Nellcôte, hijo del dealer y playboy Tony Weber, un habitué. Jake recuerda las noches llenas de música, las ganas y el miedo que les daba a los muchos chicos que correteaban por allí bajar al sótano de los grandes, y los porros que él armaba con mayor habilidad que cualquiera de los adultos presentes. Están, claro, las fotos de Dominique Tarlé, el fotógrafo que convivió con los Stones durante seis meses y que los fotografió bajo la fantástica luz del sur de Francia (muchas de esas fotos están en la tapa de este suplemento). Apenas se ve a los Stones de hoy: el director Stephen Kijack prefiere dejar a los viejos de hoy en apariciones espasmódicas en blanco y negro, como fantasmas del futuro; prefiere dejarle la pantalla a esa juvenil realeza en el exilio, en el Súper 8 y las fotos de Robert Frank, el fotógrafo legendario por su libro The Americans, que diseñó la tapa de Exile... y luego los seguiría en la gira de 1972 para filmar el documental Cocksucker Blues, que hasta el día de hoy los Stones no permiten exhibir, salvo que Frank esté presente en la proyección. Fue Charlie Watts, claro, el que sugirió a Frank para el arte del disco; Watts siempre fue el stone con mejor gusto. Hay imágenes de la boda de Mick Jagger; hay un protovideo de “Loving Cup”. Jagger cuenta que las letras se hicieron con la técnica del cut-up de William Burroughs, otro de los visitantes asiduos de Nellcôte. No se menciona a Gram Parsons, se menciona poco a la heroína; y esa otra heroína, Anita Pallenberg, aparece apenas sugerida, envuelta como siempre en un tapado de leopardo, con crueles arrugas sobre ese rostro que supo ser el de la chica más linda del mundo. Probablemente no sea un gran documental, pero es un enorme regalo para todos los que quieran asomarse a esa época en que los Stones eran hermosos y malditos.

CAT POWER VOLVIO A CANTAR EN BUENOS AIRES




Esta vez el hechizo tuvo un tinte espartano







Por Roque Casciero

Algo pasó el año pasado entre Chan Marshall, la princesa indie también conocida como Cat Power, y sus seguidores argentinos: en el Gran Rex se selló el comienzo de una historia de amor. Ella, con su encantador flequillo, su rostro redondeado, sus ademanes de freak y su aspecto de girl next door, sedujo a toda la platea. Pero el sentimiento fue correspondido, porque fue Marshall quien insistió en volver tan pronto. Eso contaba después el promotor de la velada que, claro, ¿cómo iba a negarse a los deseos de la hechicera Cat Power? Si su voz puede lastimar cuando acaricia y ofrecer refugio en el dolor, mientras ella baila con un ritmo que sólo escucha en su mente o decide que es buen momento para bajar a cantar en los pasillos del teatro. Todo eso se repitió el sábado pasado en el Coliseo, a sólo diez meses de la visita anterior de la cantante: hasta tenía la misma camisa verde militar, la corbatita suelta y los jeans negros. También volvió sobre el ritual de regalarle rosas a su público al final (en el inicio la habían sorprendido entregándole una camiseta de la selección) y hasta repasó varias de las canciones que ya había transitado en su segunda visita. Pero las similitudes entre uno y otro show llegaron hasta ahí.

La diferencia más profunda fue que esta vez sólo la acompañaron dos músicos de Dirty Delta Blues, el cuarteto con el que grabara el disco de versiones Jukebox y que la acompañara en julio pasado. El guitarrista Judah Bauer (Blues Explosion) y el pianista Gregg Foreman (The Delta 72) construyeron, de manera sencilla, un entorno de blues y soul desnudos, casi esqueletos de canciones de la propia Marshall y de clásicos como “Sea of Love” (Phil Phillips) y “Satisfaction” (Rolling Stones). Los fans ya están avisados de que la cantante no sigue los parámetros convencionales a la hora de los covers, pero lo del sábado fueron versiones de versiones, reinterpretaciones ligeramente basadas en los originales... incluso en los temas que llevan la firma de Marshall. A “Lived in Bars” le sentó muy bien ir a la médula, pero “The Greatest” se contrajo tanto que perdió algo de encanto. “Song for Bobby” también se diluyó por el tratamiento espartano, aunque la voz resultara suficiente para mantener el encantamiento. Yclaro, esos desplazamientos de niña grandota incómoda con su cuerpo. “¡Qué lindo movés los piecitos!”, le gritaron. Es cierto: esas “dificultades”, como los chistes a medias y los gestos que intentan en vano una comunicación, aportan a su embrujo.

La ausencia más notable con respecto al show anterior fue la del enorme Jim White, hecho acentuado cuando un asistente de escenario se hizo cargo de la batería en un par de temas: los fills del batero de Dirty Three no son para cualquiera. En varias de las canciones, el tempo era marcado por la pandereta que pisaba Bauer, a la manera de los viejos bluseros. De todos modos, Marshall va a su propia velocidad, y a veces maravilla que logre fundirse con lo que tocan los músicos. Las melodías se desarman y reaparecen en fragmentos, como piezas de un rompecabezas mágico que sólo ella puede hacer encajar. No tiene por qué cantar exactamente lo que compuso y la “obligación” es incluso menor si se trata de un cover: costó reconocer el riff de “Satisfaction” y a “Fortunate Son” (Creedence Clearwater Revival) bien se le podía cantar “Sympathy for the Devil” encima. Además, si en la edición argentina de Jukebox incluía una versión en español de “Angelitos negros” (del venezolano Andrés Eloy Blanco), en el Coliseo eligió un spanglish difícil de seguir. Sin embargo, de algún modo misterioso, con el áspero terciopelo de su garganta y su aspecto de haber cerrado apenas vaya uno a saber qué heridas, ella se erigió una vez más en esa sirena adolorida por la que tantos no dudarían en dejar que sus naves se hicieran pedazos.

CAT POWER

Músicos: Chan Marshall (voz), Judah Bauer (guitarra) y Gregg Foreman (teclados y guitarra).eatro

Público: 1600 personas.

Duración: 90 minutos.

Lugar: Teatro Coliseo.

sábado, 29 de mayo de 2010

LOS TIPITOS PRESENTAN EL CLUB DE LOS MARTES ESTA NOCHE EN EL LUNA PARK



“La canción debe atrapar una verdad”

El cuarteto publicó un álbum más introspectivo y con una sonoridad diferente después del éxito de Armando Camaleón. Sin embargo, los músicos aseguran que lo que los mueve a componer “es siempre lo mismo, desde el primer disco hasta ahora”.

Por Matías Córdoba

Los Tipitos, inconscientemente o no, dejaron de lado la composición y se metieron en un brete: desde mucho tiempo atrás se mezclaron en la realidad apabullante de todos los días para hacer letras de canciones. Es cierto que en algunas de ellas hay bronca, pero el amor, al fin y al cabo, siempre es el que triunfa. Y ellos nunca perdieron su encanto: siempre fueron un grupo popular y a la vez “comprometido” con lo que estaba pasando en las calles. Le propusieron a su público –y a los miles que los escucharon por la radio– baile, fiesta y unos minutos de sosegada reflexión. El brete, más que un problema en sí, se presentó a la hora de seleccionar –junto a Alfredo Toth y Pablo Guyot, los productores– las trece canciones que integrarían El club de los martes, el nuevo disco de la banda que conforman Walter Piancioli (voz, teclados), Raúl Ruffino (voz, guitarra), Federico Bugallo (bajo) y Pablo Tévez (batería). Están a punto de presentarlo en el Luna Park (esta noche, a las 21). Pero durante la entrevista los cuatro se relajan sobre un sillón. Nadie puede sacarlos de su sala de ensayo del barrio de Flores. “Estamos acá desde hace tres años y ya nos acostumbramos”, confiesan, mientras recorren con la vista las paredes. Sin embargo, el mundo Tipito vive inmerso en el sueño que les deparó su nueva producción, un álbum más alejado de lo que habían hecho anteriormente, pero que no traiciona el espíritu cancionero del grupo.

–En este último disco, hay canciones como “La paz” o “No viene hasta mí”, que poseen una sonoridad nueva para la banda, y que también atraviesa todo el disco. ¿A qué se debió el cambio?

Raúl Ruffino: –Se nota que hay otra búsqueda. Nos gusta delirar. En el demo que hicimos antes de grabar había muchas propuestas, éramos otra banda, directamente. Eso viene de la exploración. A la sala traemos otros sonidos que no tienen mucho que ver con la banda. Pero hay veces que no sabemos cómo resolverlos, pero está en la búsqueda de otras cosas. No es que nos proponemos explorar, sino que vamos para esos lugares casi sin saber qué puede llegar a pasar.

Walter Piancioli: –Sí, son ritmos que no veníamos haciendo muy seguido, pero son momentos que se presentan en la sala. No sé, es como el hit: es difícil proponerse hacer un éxito, se da o no se da. Una vez Guyot me dijo: “Es difícil superar el primer éxito porque es el primero”. Muchos medios se quedan con esa primera fotografía de una banda y después cuesta sacársela de encima, hay que remar. Cuando nosotros decidimos hacer un disco, no está en nuestra cabeza la decisión de superar lo anterior, sino hacer algo que nos convenza en el momento.

–El club de los martes parece un disco más introspectivo. ¿Es una respuesta a todo lo que pasó con Armando Camaleón?

W. P.: –No lo sé. Como decía recién, son momentos que atraviesa cualquier grupo. No sé si uno se replantea cosas después de cinco años. Se puede hacer un análisis posterior y en ese punto sí se puede decir “Ah, esta canción es una respuesta a tal cosa”, pero es algo del momento compositivo. Es muy difícil hacer canciones y mucho más escribir letras. En una canción, uno tiene que atrapar una verdad, una realidad. La composición, como la entendemos nosotros, es más exploratoria que proposicional.

–Sin embargo, el espíritu de la banda parece no haberse modificado.

R. R.: –Lo que nos mueve a hacer canciones es siempre lo mismo, desde el primer disco hasta ahora. Muchas de nuestras canciones tienen la misma idea, como la idea del laberinto. Tal vez estén cambiadas algunas palabras, pero la locura está siempre presente como una obsesión. Lo que se plantea cualquier artista es cómo hacer una obra para que sea todavía más bella.

W. P.: –A los escritores o a los cineastas o a cualquier productor de objetos artísticos les pasa que tienen preocupaciones de toda la vida que van a llevar hasta el final. El espíritu está en las herramientas que van adquiriendo a través de que pasa el tiempo, y que toman forma de una manera determinada. La esencia del tipo que se sienta a hacer un tema va siempre por el mismo lugar, desde el primer momento hasta el último. En las canciones de Raúl uno se encuentra con el mismo grupo de palabras, desde la primera que compuso hasta la última. A veces agrega alguna nueva (risas).

–En la Argentina son contados los grupos populares, aquellos que son festejados por todos en cualquier festival. Ustedes parecen formar parte de ese grupo selecto.

W. P.: –Puede ser. Nos gustan los objetivos de plantear una popularidad, pero también con un poco de reflexión. Siempre pienso en Roberto Fontanarrosa: su estilo era humorístico y tenía un costado muy popular, y verdaderamente profundo. Nunca decía boludeces.

–La letra de “Pueblo” es polémica: hablan de una ciudad en donde “manda el hambre” y “hay que matar o te matan”. ¿Qué quisieron decir con eso?

Federico Bugallo: –La letra habla de lo que pasa todo el día, de lo diabólico del planeta. Es la ley que rige en una selva. Describe esa obligación de sí o sí comerte a alguien o si no te van a comer a vos. Básicamente, la ley de la vida. Tenés que alimentarte de algo a lo que previamente tuviste que matar. Es una ley planetaria y que hace a la vida misma. Es tan fuerte esa ley que en la canción se puede llegar a pensar en la inseguridad, en estar atento, pero también con otros problemas: es un mensaje para que te cuides de los cagadores, de los que les serruchan el piso a los compañeros de trabajo.

W. P.: –Además, lo cruel es tener que morirse. La canción hace referencia a que es feo vivir con la idea de que un día vamos a dejar de existir, que tenemos a la muerte presente, ahí, en la vereda de enfrente, que estamos a un paso de ella.

–De alguna manera, “Laberinto” también trata el tema de la violencia y la muerte...

W. P.: –Sí. En principio la idea era más universal, después salió como algo más nacional. Surgió con la Campaña del Desierto y el asesinato de muchos indígenas. Fue escrito desde ese lugar y puede que tenga una connotación, pero da una idea más nacionalista. En realidad, la letra original hablaba de la venganza, de ese rencor que se transmite de generación en generación. Ese rencor que a cualquiera lleva a decir: “Si hace doscientos años mi abuelo mató al tuyo, tu papá se va a vengar del mío”. Y que, creo, es algo que hasta hoy persiste. Es una idea que no está muy lejos de la realidad.

–A sus recitales asisten jóvenes, adultos y hasta chicos de primaria. ¿Qué representa para ustedes todo esto y, además, tocar en el Luna Park?

F. B.: –La verdad, no nos importa cuánta gente vaya, sino cuánta gente haya escuchándonos. Nos preocupa la cara que pongan y si están disfrutando o no.

jueves, 27 de mayo de 2010

KWAITO: El reggaetón sudafricano



El género musical kwaito captó atención internacional cuando la película Tsotsi ganó el Oscar en 2005. Surgió en los ’90 y es una mezcla de ritmos tradicionales, música electrónica y la métrica rap.




Por Yumber Vera Rojas

Tras enterarse de que el tema Grito mundial de Daddy Yankee fue rechazado por los organizadores de la inminente Copa Mundial como posible himno del certamen, el astro puertorriqueño del reggaetón tendrá que conformarse con ver los 64 partidos del Mundial desde su casa. Es para Daddy Yankee que lo mira por TV. No obstante, quien sí disfrutará y amenizará la Copa será su par de Soweto, Zola, la súper estrella del kwaito: el equivalente sudafricano del reggaetón y que captó la atención internacional a partir del Oscar recibido (en la categoría “Mejor película extranjera”) por Tsotsi en 2005. La película de Gavin Hood (X-Men Origins: Wolverine), que se desarrolla en los suburbios de Johannesburgo, retrata, al igual que lo hicieron la realización argentina Pizza, birra, faso, la brasileña Tropa de elite o la boricua Talento de barrio, la realidad del gueto al son de la música parida en el seno de la marginación.

Así como el reggaetón, el funk carioca o el grime, el kwaito surgió en la década del ‘90 y es una consecuencia de la conjunción de ritmos tradicionales (de allí lo percusivo), la música electrónica (toma de la base rítmica del house, especialmente su línea de bajo) y la métrica del rap (aunque es más beligerante en su forma). Creado en la capital sudafricana, su nombre proviene del vocablo afrikáans kwaai, que significa “estricto” o “enojado”, pero que actualmente se tornó en una adaptación de la palabra inglesa cool. Este género es la banda de sonido de la era post–apartheid (el punto de partida fue la asunción de su primer presidente elegido democráticamente, Nelson Mandela), por eso fue adherido rápidamente no sólo por el proletariado de Soweto sino por la clase media de los centros urbanos y de otras ciudades del interior. Si bien se aboca a reflejar la realidad de los asentamientos marginales, ha sido criticado por su actitud apolítica, mostrando a una juventud que pareciera estar más interesada en el disfrute que en la lucha social.

Debido a su poderoso alcance, a su carácter de referente por excelencia de la cultura urbana contemporánea africana y a su accesibilidad, esta manifestación musical, ante las limitaciones laborales y educativas que padece el Estado, ha ayudado a insertar a los adolescentes desposeídos en el sector productivo. En una nación donde la mayoría de la población sucumbió durante casi un siglo al sometimiento de la minoría blanca, el kwaito les permitió a los chicos negros convertirse en líderes generacionales. Aparte florecieron sellos discográficos, estaciones de radio, programas televisivos y líneas de ropa dedicadas exclusivamente a éste, lo que estimuló la creación de nuevas fuentes de trabajo. Cantado en afrikáans, zulú e inglés, su importancia llega a tal extremo que hasta el presidente Thabo Mbeki, para impulsar la integración comunitaria, aceptó el reto de bailar junto a una de las grandes figuras del género, Mzekezeke, durante la celebración del Día de la Libertad en 2003.

A pesar de que comparte el carácter reivindicador del hip-hop, casi todos los exponentes del kwaito, que tiene asimismo en la vecina Namibia su otro foco de desarrollo, coinciden en tomar distancia del hip-hop, puesto que en Occidente se empeñaron en establecer una analogía entre ambos debido a su origen periférico y a su atadura con la raza negra. Sucede también, y posiblemente allí radique la especulación, que el ritmo sudafricano apareció en una época en la que el dial local cobijó a géneros afroestadounidenses como el house, el R&B y el rap. Sin embargo, mayor es la relación entre Sudáfrica y la música jamaicana, al punto de que el dancehall es hoy, junto con el criollo mbaqanga, el baile que representa al kwaito. Además de Zola o Mzekezeke, en este próximo Mundial seguramente se hagan frecuentes nombres como los de Mandoza, Mahoota, Boom Shaka, Spikiri, Mzambiya, Msawawa, DJ Mjava, DJ Cleo, Mshoza, Seite Thembi, Brikz, Tkzee o Unathi. Y por qué no: la respuesta africana a Gasolina.

EZEQUIEL CUTAIA: Una linda oscuridad


Ezequiel Cutaia Es hijo de Carlos Cutaia, de Pescado Rabioso, y ahora se lanza como solista con "Solitaria felicidad".

Por: Guillermo Zaccagnini

UN VIAJE Y UN LIBRO DE JOYCE FUERON LOS QUE LO LLEVARON A LA CREACIÓN DEL DISCO, EN EL QUE TOCÓ TODOS LOS INSTRUMENTOS.

Los búhos no son lo que parecen". La revelación que tuvo el agente especial Dale Cooper en Twin Peaks se hace carne en la estética de Solitaria felicidad, el disco debut como solista de Ezequiel Cutaia. Porque si en la tapa aparece Cutaia de espaldas mirando las aves, en el disco prima una música con clima misterioso y lánguido con tanto de Lynch como de Syd Barrett. "Tampoco me gusta la mano John Cage, un acorde menor que dure media hora y eso es el tema. Me gusta el balance. Me interesa más que te tiren una punta, encontrás un lugar para pararte y después quedás en un lugar medio extraño. Me gusta más Blue Velvet que Inland Empire".

Si el adjetivo lyncheano quedó bastardeado en el mismo momento que se inventó como sinónimo de "no entiendo", la referencia sirve para entenderlo por el lado de la belleza enrarecida. Algo está podrido debajo de las canciones de Solitaria felicidad, un disco oscuro, pero cálido. "El balance lo busqué: me gusta la música tonal, me gustan las melodías simples que te pueden emocionar. Dentro de mi gusto y mi visión encontré armonía en un disco escuchable que puede ser raro para algunas personas. Bueno, depende la información que uno tenga adentro. Tal vez, un tipo que está acostumbrado a otras cosas te dice '¿qué onda, hermano?' y para otro no es raro. Para mí no es raro. Tiene algunos puntos que lo colocan en otro lugar, pero de alguna manera es un disco de canciones".

Cutaia tocó diez años en Open 24, junto con su hermano Lucas en lo que empezó como un cuarteto de funk y terminó como un trío más rockero. Es el hijo de Carlos Cutaia, ex Pescado Rabioso y ex La máquina de hacer pájaros. "Mis padres son músicos y en mi casa, cuando yo tenía 8, estaban tocando el piano, había gente tirada en el sillón con las páginas amarillas en la panza respirando por las lecciones de canto. A los 20 empecé a dedicarme más en serio, me puse a tocar el contrabajo, a estudiar música, armonía y qué sé yo. Pasé por un montón de cosas y ahora fue como empezar de cero y juntar todo lo que viví en todo este tiempo. Yo toqué en el Colón, en la fila de contrabajos en la orquesta, así que empecé al revés: primero lo serio y después la boludez. La boludez linda".

En Open 24, Cutaia usó textos de Walt Whitman para ponerle letra a la música como Syd Barrett hizo con Golden Hair, de James Joyce. Y la forma de trabajo se trasladó a Solitaria felicidad. "El disco empezó con un viaje que hicimos con mi mujer, al sur, a las montañas, y me fui con una guitarra, con un cuaderno en blanco. Me había comprado Chamber Music, un libro de poemas de Joyce. Y me di cuenta que el tema de Barrett salió de un poema de ese libro. Ahí empezó, el año pasado. Me despojé de todo, quise hacer algo bastante delirante, sin ningún parámetro de cómo tienen que ser las cosas, ni cuánto tienen que durar los temas. Bueno, se encontró algo medio experimental y viajero. Y con ese halo de misterio en todo el disco, que es una consigna que sigue a todos los temas".

Para el disco, Ezequiel tocó y grabó todos los instrumentos. "Pero yo soy contrabajista, el resto lo toco de oreja. No me considero un multiinstrumentista", dice. También hay un guitarrista invitado y un extracto de El arpegiador, un viejo tema de su papá. "Tengo muy buena relación y muy buen diálogo. Tengo una conexión importante con él. La verdad es que mi viejo no es Spinetta, no tengo ese karma 'no me vinculen con...', nah. Con mi papá tengo una relación musical desde siempre, yo toco con él desde los 20. Es lo más natural del mundo, o sea, es raro que él no esté en algo que hago yo. Lo tengo muy cerca y lo quise poner ahí". ¿Por qué solo? "En principio tampoco dije que quería hacer un disco todo solo. Lo empecé a bocetear y dije 'acá voy, acá estoy'. Siento que con este disco estoy empezando de nuevo y estaba bueno hacerlo solo para ver qué pasaba conmigo y también probarme en lugares que para mí son nuevos".

SARGENTO GARCIA: Al ritmo del salsamuffin



Bruno García, el músico franco español llega por primera vez hoy a Buenos Aires, enamorado de los ritmos latinos. Su ritmo rebelde fusiona rock, salsa, reggae y cumbias en busca de la fiesta perfecta, a la que quiere sin diferencia entre público y artista.










Por: Pedro Irigoyen

"Yo soy Salsamuffin", último corte de Sargento García.

Los primeros pasos de Bruno García en la música fueron agitando los sótanos de París como guitarrista del grupo punk Ludwig Von 88. En su adolescencia, había vivido en Barcelona, donde se nutrió de mucha música urbana, reggae y hip hop dando vida a su alter ego, el Sargento García, que no era ni más ni menos que él en formato Soundsystem haciendo raggamuffin en español -cantando sobre pistas grabadas- como parte de un colectivo de Djs. Sólo faltaba el toque latino de cumbias, salsa y merengue que sumaría un tiempo después para dar forma definitiva al proyecto musical. Hoy, el músico francés, llega por primera vez a la Argentina de la mano de su Salsamuffin Tour.

¿Cómo surge tu interés por la música latina?

Mis padres escuchaban mucha música latinoamericana. Se intensificó en Barcelona, y luego cuando volví y empecé a frecuentar fiestas latinas en París. Entonces descubrí bandas como los Van Van, y empecé a vivir el ambiente que se respiraba con esa música. Apenas puse un dedo ahí, me tomó todo el brazo. Cada vez que abría una puerta, había diez más. Fue un mundo para mí.

¿Algún músico argentino en especial que te guste en esta sintonía?

Muchos, me vienen a la mente Los Fabulosos Cadillacs, Alika y Nueva Alianza, Bersuit... En ese estilo.

¿Cómo describirías la evolución de la banda a través de los discos que fueron editando?

Cada disco tiene su identidad y gira alrededor de la música de un país. Salvo Un poquito quemao, que es el lugar donde volqué todo lo que ya traía acumulado. Sin fronteras se concentró en la fusión de la música de Cuba y de Jamaica, salsa y reggae; para La seña escondida decidí ir a grabar directo al Caribe, fue interesante ver cómo los músicos latinos interpretaron mi música de fusión. Para este último trabajo, Máscaras, nos enfocamos en una música urbana, continental, cumbia enfocada en Colombia.

Hace meses que estás instalado en Bogotá, ¿te gusta Latinoamérica como lugar para vivir?

Uf, mucho. Si no fuera por mis niños, me quedaría aquí. Me gusta mucho la energía que tiene este continente. A veces siento que en Europa tenemos mucha historia, pero que la llama está un poco apagada. La gente está como dormida. Aquí siento esa energía del que quiere cambiar las cosas, de avanzar, montar proyectos, hacer cosas nuevas...

Será tu primera vez en Argentina, ¿qué tipo de show nos espera?

Tengo dos formatos, uno con una banda de diez músicos, y este que llevamos a la Argentina que es como nuestro equipo todo terreno tipo comando. Vamos con la pequeña fórmula para abrir puertas, y hacer un viaje por todas nuestras canciones, con percusión y con un Dj. La idea es hacer una fiesta sin que haya diferencia entre tarima y público.

LOS JAIVAS LLEGAN A Bs. As.


Los Jaivas La banda chilena vuelve, después de once años, a tocar en Buenos Aires. Habrá temas clásicos y nuevos.

Por: Marcos Mayer.

HERMANADOS CUANDO ESTALLÓ EL GOLPE DE PINOCHET EN CHILE, LOS JAIVAS ESTABAN EN BUENOS AIRES. Y SE QUEDARON AQUÍ.

Luego de once años, vuelven Los Jaivas a Buenos Aires y durante dos noches -el 28 y el 29 en el N/D Ateneo- renovarán un ritual que era costumbre en los primeros años de la década del 70, cuando formaban parte del rock nacional, pese a provenir de Chile. El golpe de Pinochet los encontró de gira por la Argentina, se instalaron en Zárate y fueron presencia habitual en los escenarios porteños con su fusión de ritmos latinoamericanos con rock.

Luego volvió el exilio, muchos años en Europa, la pérdida de algunos músicos y un recambio generacional. Sin embargo, Los Jaivas parecen indestructibles.

"El grupo es una elección de vida. Algo que empezó como un juego en la adolescencia. A diferencia de otros grupos que se arman alrededor de una propuesta musical, el lenguaje y nosotros mismos crecimos juntos. La opción por la música es lo que nos ha mantenido unidos tanto tiempo y nos ha permitido superar todas las dificultades", explica Claudio Paz, tecladista y el único veterano que participa de la entrevista. El resto está conformado por una nueva generación que incluye a Juanita Parra, que toca la batería, Carlos Cabezas (guitarra y charango) y Francisco Bosco (saxos y flauta). El grupo se completa con Mario Mutis (bajo y voz) y Ankatu Alquinta (guitarra), ambos ausentes con aviso. La dama del grupo es la que toma la palabra: "Todos estamos aprendiendo. Para mí, Los Jaivas ha sido y sigue siendo una escuela."

Sobre esta idea, Paz insiste en que "la creación es colectiva, el grupo es el ente que crea. Las pérdidas que sufrimos (la muerte de dos de los fundadores) quiebra la armonía. Las generaciones que llegan traen una nueva armonía."

Pero no hay quiebre generacional, los viejos tiempos marcan los actuales. Lo deja claro Bosco: "Me gusta más Jimi Hendrix y Led Zeppelin que Oasis."

A la hora de pensar cómo encaja el rock con los ritmos latinoamericanos, la respuesta se toma un tiempo: "Tanto el rock como las músicas étnicas comparten una cosa mántrica, por eso se fusionan tan bien. Uno podría estar horas con una guitarra eléctrica, un tambor o una flauta", dice Paz que monopoliza la palabra, pero Bosco alcanza a acotar "Lo que hay de rock es el sonido, lo que estamos tocando es folclore."

¿Y cómo reciben la propuesta públicos poco familiarizados con los ritmos latinoamericanos?

Juanita Parra: En general, hay curiosidad y sorpresa, sobre todo ante la mezcla, porque lo que están esperando es algo más tradicional. Nos pasó en China, ver a los niños bailando. En Europa hay más distancia, allí somos exóticos, pasan nuestra música por el intelecto. En Latinoamérica, nos escuchan directamente con el corazón.

¿Qué significó la estadía en la Argentina?

Para el grupo fue el momento de la madurez. En Chile no teníamos feedback. El periodismo de espectáculos no se ocupaba de gente como nosotros. Y nos diferenciábamos de Quilapayún o Inti Illimani, que acentuaban lo político, mientras que nosotros apuntábamos más a lo humano. Y el rock era bien anglosajón. Llegar aquí fue encontrar quien nos escuchara y una tecnología que no había en Chile. Creo que mi forma de tocar el piano -con grandes acordes- se debe a tratar de hacerme escuchar en medio del barullo (risas). Nos quedamos alucinados con la gran diferencia con Santiago que nos parecía tan provinciano. Tomamos contacto con Arco Iris, con quienes teníamos mucha afinidad de lenguaje musical y de filosofía. Decidimos quedarnos y ponernos a aprender a vivir en un medio profesional. Y nos llevamos una base fundamental para continuar con lo nuestro en Europa.

Bosco no se muestra muy de acuerdo cuando se le menciona que no hay muchos continuadores de su propuesta musical. "Hay un montón de gente que se acerca a nuestros recitales para traernos su material. Son los medios los que no toman en cuenta que hay toda una movida que busca trabajar con los ritmos folclóricos dándoles una nueva forma. Y el estado chileno se ha desligado de la cultura, lo que resta espacio y posibilidades para las nuevas expresiones, pese a la cantidad de músicos que hay en el país. Esperemos que lo que no hacen los medios y el gobierno, lo resuelva Internet."

Hay tiempo para que Cabezas salga del silencio y se refiera en términos entusiastas a la versión que hizo Soledad de Todos juntos -grandes éxito de Los Jaivas- y para que Paz prometa un recital que mezcle los viejos temas con algunas novedades. Al fin y al cabo, es lo que ocurre en los reencuentros cuando son demorados.

lunes, 24 de mayo de 2010

ENTREVISTA AL MUSICO DANIEL RAFFO



EL DESQUITE DE UN GUITARRISTA

Melómano blusero, acaba de publicar un demoradísimo disco que resume su historia junto a su banda, King Size. Referente ineludible del género y siempre en la línea de sus admirados T-Bone Walker y BB King, Raffo ya anuncia un nuevo CD, esta vez instrumental.



Por Cristian Vitale

Para llegar a la médula sonora de Daniel Raffo, primero hay que dejar que se descargue duro y parejo sobre su pasión blusera. Que hable de todo. De su pasión casi neurótica por T-Bone Walker y BB King. De los tres King que influyeron en toda la guitarra blusera británica de los sesenta. De los negros estadounidenses que, en esa época, corrían a Europa porque en su tierra los consideraban “de cabotaje”. De las performances de Sonny Boy Williamson con los Yarbirds. Del bar de Alexis Korner donde se conocieron Jagger y Richards. De Peter Green... En fin, este experimentado guitarrista que ya lleva 27 años de labor en el ramo, se planta como un biógrafo. Y no cesa de tirar data. “Si no me pedís que pare, no paro”, se ríe, mientras el único freno posible a sus parrafadas bluseras pasa por un enorme sandwich de crudo y queso. “Yo era un enfermo que tocaba la guitarra arriba de los discos de los Bluesbreakers y Fleetwood Mac. Después, cuando descubrí al BB, llegué a tener 35 de sus discos cuando él iba por los 50”, destaca.

Hay más blues. Dado su amor por el más exitoso de los King, Raffo fundó una banda llamada como uno de sus discos (King Size), que operó como una especie de “orquesta escuela” para los adoradores del género. Con ella, a través de distintas formaciones, giró por todo el país y fue la plataforma de lanzamiento que lo ubicó de lleno en el ojo del huracán. Además de ser el primer músico en rendirle un show homenaje al creador de “The Thrill is gone” (en 1992), fue elegido para acompañar a una gran cantidad de bluesman que llegaron al país cuando se le abrieron las puertas al género: Billy Branch, Eddie Kirkland, Eddie Campbell, Phil Guy, Jimmy Rip, Duke Robillard y Lorenzo Thompson, entre ellos. Pero el máximo “raye” no pasa por aquí. En casi 30 años, y pese al agite permanente de toques, clases, clínicas y talleres, Raffo nunca había grabado un disco. “Fue por falta de decisión, básicamente... No le echo la culpa a nadie. Llevaba grabados como 90 temas y, en un principio, no encontraba quién me produjera un disco. Después, cuando me di cuenta de que lo iba a producir yo, no me gustaba... Era muy autoexigente e iba dejando cosas grabadas sin terminar siquiera de mezclar”, explica.















El desquite acaba de llegar, tardío, a través de Daniel Raffo (King Size y otros), un impecable muestreo del género que el guitarrista expondrá hoy en Mr Jones (Saavedra 399, Ramos Mejía). “Estoy contento porque venía muy demorado”, se ríe, irónico. “Finalmente pude resumir la historia que llevo con King Size en un disco. La verdad es que mantuve una línea durante tanto tiempo que me negaba a no dejarla registrada.” La línea T-Bone-BB King, quedó expresada en 15 piezas de ajustados blues que van de ciertas composiciones propias (“Es la guitarra de Raffo” o “Guitar Jump”) hasta respetuosas versiones de Magic Slim (“Living in my neighbourhood”), Otis Rush (“Right place, wrong time”), el mismo BB (“The Trill is gone”) y, claro, el viejo Walker (“Are you gonna find my baby” y “Woman you must be crazy”). “Es jodido apropiarse de las versiones de los grandes, porque hay que ajustarse a las limitaciones que el género tiene a nivel estructural. Pero, por otro lado, te abre una puerta de libertad absoluta a la hora de improvisar. Tiene las dos puertas y hay que saber abrirlas.”

–Que marca la diferencia, es cierto, pero hacia adentro del blues. A veces son difíciles de identificar...

–Exacto, porque hay quien te dice, incluso dentro del género, que los blues son todos iguales... Nada que ver.

–Hay un mundo de matices... ¿cuál es el suyo?

–El que me sale. No puedo evitar nombrar la amalgama de T-Bone y BB y todo lo que viene detrás. Todo lo que me gustó está metido en mi piel.

–Muy simpático eso de ponerle a un tema “Es la guitarra de Raffo”. ¿Guiño a Miranda!?

–Un homenaje (risas). Me causaba gracia... ese tema lo fui armando con solos que me gustaron mucho, y tiene partes totalmente mías. Es un mosaico blusero, un collage de fraseos de guitarra que siempre toco nota por nota. Nada de zapada.

Otro raye de blues: en el disco de Raffo participan 17 músicos que lo han rodeado en todos estos años. Desde Enrique Varela hasta Gabriel Gratzer, pasando por Ricardo Tapia y Luis Robinson, con quienes comparte un lúdico trío acústico que suele versionar temas de JJ Cale, Beatles o Ben Harper, y –fundamental– el estadounidense Duke Robillard, que le agregó brillo al disco con dos temas compuestos, in situ, durante la grabación: “King Size Blues” y “Bye Bye Argentina”, una zapada de casi diez minutos. “Lo acompañé la última vez que vino al país y, cuando terminamos de tocar, me dijo: ‘Me gusta cómo tocás y quisiera grabar dos temas con tu banda, antes de irme’. El disco ya estaba masterizado, pero no me importó nada. Hicimos una grabación rapidísima, nos dio las pautas de los temas y los grabamos totalmente en vivo. Incluso, en la letra de ‘Bye Bye’, él le está diciendo a la mujer ‘Querida, estoy con unos amigos tocando, espero volver pronto’ (risas). La terminó y se fue directamente a Ezeiza, porque perdía el avión. Duke me cambió la cabeza totalmente. Para mí es el nuevo Walker.”

–Ha dicho que se negaba a no dejar un registro grabado de la línea que había mantenido siempre. ¿Esto implica un cambio en lo que vendrá?

–Digamos que el nuevo King Size, por su formación (Darío Soto en voz, Gustavo Villegas, en piano; Machi Madco en bajo y Julián Villegas en batería) le da un golpecito de modernismo que me despega de lo tradicional. Además, el próximo disco, que ya estamos grabando, va a ser todo instrumental y con temas propios.

Antes de levantarse de la mesa, satisfecho, Raffo no resiste tragarse el último bocado. Y se vuelve biógrafo otra vez. “Todo esto no tiene sentido si no digo que Steve Ray Vaughan y Robert Johnson fueron los eslabones, los símbolos de cada era. Entre ellos dos se explica el todo”, define y se pierde con la puesta del sol, con un nuevo raye de blues consumado.

sábado, 22 de mayo de 2010

JUANSE REVISITA LA LEYENDA FUNDACIONAL DE LOS RATONES PARANOICOS: LOS CHICOS QUIEREN ROCK CUMPLIO 21



DE RATONES Y HOMBRES


A fines de los ’80, en una Buenos Aires ardiente, un grupo de chicos callejeros hacía algo que no hacía nadie: darle un sonido y una voz al rock’n’roll puro y directo de la ciudad áspera. Herederos de Lou Reed, Iggy Pop y la escena neoyorquina de los ’70, sacaron por esos meses un segundo disco que se convirtió en un hito musical y cultural: Los chicos quieren rock. Desde entonces, a los Ratones Paranoicos se los emparentó más con los Stones, Juanse se convirtió en una estrella única, llegaron a la cima, bajaron un rato y ahora disfrutan de un regreso que los encuentra a la vez vivos y clásicos. Pero el año pasado, en el estudio Norberto Napolitano de la Rock & Pop, volvieron a grabar aquel disco mítico en vivo y en directo. Ahora, con la salida del disco, un DVD con la histórica presentación en Cemento y a punto de tocar en el Luna Park, Juanse y el productor Gustavo Gauvry recuerdan aquellos años en que refundaron el rock de acá más solos que un ratón paranoico.

Por Juan Manuel Strassburger

Imaginemos una realidad paralela en donde los Ratones Paranoicos no son la mejor banda stone sino la perfecta encarnación de un grupo callejero y cuasi punk. Una escena en la que Juanse se tiñe el pelo como Lou Reed, aporrea la guitarra como los New York Dolls y se tira al público como si fuera Iggy Pop o Johnny Rotten en sus visitas al CBGB, epicentro punk en Nueva York. Es cierto, por más buena voluntad que pongamos, la escena probablemente nos parezca falsa o irreal. Es tan fuerte el imaginario stone alrededor de la banda, está tan instalado, que resulta difícil imaginarse a Juanse, Sarco, Memi y Roy –los Ratones Paranoicos a pleno– enfundados en camperas de cuero y asolando la ciudad. Sin embargo, sucedió. Una realidad muchas veces olvidada (o prejuzgada) que ahora puede chequearse en un sorpresivo DVD que recupera la presentación en Cemento de Los chicos quieren rock, el segundo y fundamental disco del grupo.

“Grabé esas imágenes con la intención de editarlas en algún momento como video. Mi idea era hacerle justicia a ese show salvaje y muy punk que los Ratones tenían en vivo cuando empezaron. Por suerte, muchos años después, pude cumplir ese deseo”, cuenta Gustavo Gauvry, histórico productor y alma mater de la banda, además de fundador del entrañable estudio Del Cielito, sobre este material que incluye, a su vez, otro rescate: la reversión en vivo del mismo disco que los Ratones Paranoicos brindaron en la Rock & Pop el año pasado, de nuevo con Pablo Memi en bajo, tras su alejamiento por casi diez años. “La intención no fue nunca tanto reproducir el disco sino condimentarlo”, sostiene Juanse. “Con una banda que sabe dominar extraordinariamente bien el arte de los tres tonos, es lo mejor que podés hacer.”

De todos modos, lo más revelador, lo más jugoso del lanzamiento, está en el DVD: un viaje directo a la Buenos Aires árida y en descomposición de fines de los ‘80, una década en la que el rock nacional se debatió entre el pop alegre y masivo de Soda Stereo, Los Enanitos Verdes o Virus; o el más oscuro y “underground” de Los Encargados, La Sobrecarga; o incluso aquellos primeros Redondos de Gulp! y Oktubre en los que participaba Melero. En ese contexto, los Ratones Paranoicos irrumpieron con un rock crudo a la velocidad del post-punk –guitarras cortantes sobre bases nítidas y constantes–, que tenía poco que ver con la imagen que después se formó de ellos.

“Mick Jagger nunca se tiró al público como hacía Juanse cuando empezó con los Ratones. Nunca se tiñó de verde, ni se vestía de negro, ni lo escupían en los recitales”, enumera Gauvry. Y levanta la apuesta: “La escena de los Ratones del principio era más parecida a lo que había pasado en Nueva York en los ’70, con Lou Reed, los New York Dolls y los Stooges. El movimiento de Juanse cuando se descolgaba la guitarra, por ejemplo, era igualito al de Iggy. Y toda esa forma de vestirse, con esas camperas de cuero y esos lentes negros, era la misma que tenía Reed”.

Sin embargo, el malentendido terminó por imponerse: “La estética y el sonido imitando a los Rolling Stones tienen lugar desde el mismo momento en que Juanse decidió dedicarse a la música, y su semejanza con ese grupo hizo que su sonido fuera particularmente reconocido”, dice por ejemplo la página dedicada al grupo en Wikipedia. Y otro tanto puede escucharse en foros, blogs o cualquier conversación rockera de a pie cada vez que se recurre al asombroso parecido entre Juanse y Mick Jagger (“serás un rolling stone”, parece haberle ordenado la naturaleza al líder paranoico), o se cita aquella frase del Indio Solari cuando se le preguntó por la banda y contestó: “¿Los Ratones? Los Danger Four de los Rolling Stones”, alimentando una rivalidad que existió desde siempre.

Por supuesto, los propios Ratones Paranoicos aportaron su granito (y a veces todo un médano) de arena a la confusión con una serie de decisiones artísticas y hasta de management que luego de ese primer período más punk profundizaron hasta la hipérbole su veta stone. Principalmente después del éxito de “Rock del gato”, su primer hit nacional, y tras la asociación artística con Andrew Loog Oldham, el histórico productor de los Rolling Stones. Una veta que, no hace falta aclararlo, les sentó muy bien y que, más allá de algunos baches, pocas bandas llevaron con tanta gracia y personalidad.

Pero eso fue después. Bastante antes –entre el ’84, cuando se consolidaron como banda para empezar a tocar, y el ’90, cuando lanzaron Tómalo o déjalo, ya en una multinacional y con un logo stone creado por Marta Minujín–, los Ratones Paranoicos prácticamente inauguraron y llevaron a la cima ese rock de veredas rotas, alumbrado público y zapatillas de lona que marcaría un antes y después en la historia argentina del rock a secas. Y que, sin duda, tendría una influencia notable en las siguientes décadas: “Lo nuestro, con Los chicos quieren rock, fue el 17 de Octubre del rock and roll. El verdadero. Porque el cabecita se vino a lavar los pies a la fuente de nuestra plaza. La otra era una plaza llena de demagogia”, dice Juanse en un momento de la entrevista. Y lo que sigue es un poco la historia de ese acontecimiento.

Como empezo todo





1988

Es la grabación de Ratones Paranoicos, el homónimo primer disco de la banda. Y un jovencísimo Juanse le discute a Gauvry cómo quiere que suene el álbum. En realidad, la discusión no es tanto por el sonido en sí, ya que en ese punto ambos están de acuerdo, sino sobre cómo tienen que escucharlo. O sea, con cuáles parlantes. “Juanse estaba empecinado en usar los Audinac, una vieja marca nacional que había sido buena en su momento, pero que a mediados de los ’80, cuando grabábamos el disco, ya estaba en desuso”, recuerda Gauvry. “El tema es que me torturaba tanto con que en sus bafles los temas sonaban diferente, que un día me harté y le dije: ‘Mirá, flaco, me tenés podrido. ¿Por qué no traés los Audinac y hacemos la escucha ahí? ¡Pero por favor no me rompás más las pelotas!’. Y así fue que grabamos y escuchamos todo el primer disco de los Ratones.”

Si los Audinac fueron tan cruciales para las grabaciones de este primer disco y el siguiente, Los chicos quieren rock, tal vez nunca se sepa con certeza. Lo que sí es seguro es que momentos como ése fortalecieron el vínculo entre este productor respetado (que por esa época ya había grabado con Lebon, Spinetta y Charly García, entre otros) y ese rockero todavía casi adolescente que ya tenía claro lo que había venido a hacer al mundo. “Cuando lo conocí, enseguida me llamó la atención porque era alguien muy inquieto, muy personaje”, contó Gauvry en El Cabildo del Rock, el libro que recupera la historia de Del Cielito. “Tenía apenas 22 años, pero ya me mostraba la determinación de una estrella.”

El productor remarca que Juanse era “muy obsesivo y controlador. Estaba encima de cada detalle”. Y aporta pistas sobre esa manera adusta y recitada de cantar –muy en la vena de Lou Reed– que prácticamente no existía en el rock argentino: “Juanse me decía todo el tiempo que quería ‘sonar normal, como un tipo cantando delante de un micrófono’”, revela Gauvry. “¿Viste que hay como un tartamudeo antes de cada estrofa? Es porque le costaba entrar a tiempo en los temas. Y para repararlo hacía un especie de amague con la voz que terminó dándole un estilo muy especial a su manera de cantar. A mí me parece que en todo cantante de rock tiene que haber una identidad, un actor que interprete el tema, que lo diga. Y Juanse, sin duda, tenía eso.”

Sin embargo, la música en boga entonces no ayudaba. “Era la época de Soda Stereo y estaban todos con los pelos así”, retrata Juanse y hace el gesto de la cresta con la mano. “Parecía el Botánico”, suelta con malicia. Y sigue: “Hoy es muy fácil hablar de rock and roll. Pero en ese momento a nadie se le ocurría siquiera decir la palabra rock porque era un quemo”. Gauvry coincide: “Lo que pegaba era el pop de máquina, los grupos tecno y los discos con mucho clap y batería electrónica, ese sonido a tambor con cebita, como decía (el ex Color Humano) Rinaldo Rafanelli”.

El productor cuenta que llevó ese primer disco “a Grinbank, a Ohanian, a toda la gente de la productora Abraxas”, pero sin resultado. “No voy a decir que a nadie le gustó, porque es verdad que les caían simpáticos, pero no pasaban de ahí”. Y cuenta cómo Bernardo Bergeret, un reconocido hombre de la industria de entonces, productor de Viudas e Hijas de Roque Enroll y propulsor de la Z-95 (la FM que puso de moda al tecno), llegó incluso a jugar una apuesta contra la banda. “Me dijo que si los Ratones triunfaban, él se retiraba del negocio. Por supuesto, nunca lo hizo”, relata con sorna.

Ante ese panorama (y tras un breve intento con Umbral, el sello de Los Violadores), Gauvry hizo lo que desde sus inicios como productor se había resistido a hacer: fundar su propio sello, Del Cielito Records, con el cual editar a los Ratones. “Por ese tipo de cosas yo siempre le voy a estar agradecido –subraya Juanse–. Porque es el primero en darse cuenta de que somos los Ratones Paranoicos, el que se pone en el riesgo de no tener los resultados comerciales e igual apostar por nosotros.”







Los chicos quieren rock

Pese a que se grabaron en distintos momentos, el autor de “Enlace” ve a sus dos primeros discos como parte de un mismo proceso. “Se mezclan las aguas a la hora de definir cuáles son los temas de cada uno. Por ahí la diferencia es que en el primer disco tuvimos que adaptarnos un poco al sonido del momento para atrapar a alguien. En el segundo, en cambio, ya salimos con el sonido que realmente queríamos.”

Y esa diferencia se notó en el sonido un poco más opaco que tuvo el debut respecto de Los chicos quieren rock, que –como destacó el periodista José Bellas en el texto introductorio a un compilado especial sobre la banda– los emparentó con grupos de esa época como Los Pillos o Fricción, aunque –-en el caso de los Ratones– con un pulso decididamente más callejero, más Lou Reed, más palo y a la bolsa, que no tenían aquellos grupos. “Ya en el primer álbum dejamos en claro que no éramos hijos de nadie”, sostiene Juanse. “Los temas eran nuestros, el sonido era nuestro. Era la primera vez que se escuchaba algo así. No ibas a encontrar ese sonido en ninguna parte del mundo.”

Para muchos, esos primeros discos de los Ratones tuvieron algo de vanguardista, porque plasmaron un rock que no existía entonces y que recién fue asimilado después. ¿Coincidís?

–Sí, vanguardia total. Siempre lo fuimos. Y por eso muchos reaccionaban y no nos querían pasar por la radio. Pero al final fue peor, porque la gente quería saber de qué se trataba, cómo era eso de que yo me acostaba o me desnudaba en los recitales.

De alguna manera llamaron al malón...

–Mirá, nosotros encendimos la mecha de un explosivo terrible. Lo nuestro, con Los chicos quieren rock, fue el 17 de Octubre del rock and roll. El verdadero. Porque el cabecita se vino a lavar los pies a la fuente de nuestra plaza. La otra era una plaza llena de demagogia.

Juanse hace una pausa y sigue: “Yo al Indio lo respeto muchísimo, eh. Como músico y como corriente ideológica. Y ese mismo respeto que yo le tengo me hace ser muy sincero a la hora de saber que es uno de los mejores artistas pop que yo conozco. Eso está clarísimo y no tiene retorno”.

Cuando se le pregunta por las influencias locales de aquellos primeros discos, el cantante se detiene en Javier Martínez. “Y Javier Martínez solo, eh. Ni siquiera como Manal”, puntualiza. “El se despegó dentro de esa banda, se transformó en el único antecedente de lo que yo hice después, la referencia concreta. Creo que jamás se va a poder recuperar lo que él hizo. Yo lo intenté. Lo que pasa es que lo combiné con los New York Dolls y otras cosas.”

Escuchando los primeros discos de los Ratones, da la sensación de que también le prestaste mucha atención a esa escena callejera de los ’70 en Nueva York. ¿Es así?

–A mí Patti Smith nunca me gustó. Lou Reed, sí. Mucho. Los Sex Pistols, también. Los Ramones, no. Y eso que los fuimos a ver la primera vez que tocaron acá. Todavía tengo la entrada, eh. Eran callejeros, totalmente. Pero lamentablemente se involucraron con un aparato de merchandising cultural en el que nosotros no nos sentíamos incluidos. O sea, yo, como ellos, me ponía la campera de cuero negra. Pero generalmente la usaba con un par de jeans británicos. No me disfrazaba...

¿Y cuánto de la vida que llevaban acá se asemejaba a esa cultura callejera, de deambular sin rumbo por la ciudad?

–Y... vivíamos cosas desopilantes. Recuerdo estar hablando horas con un amigo que no tenía ventanas porque su casa estaba en construcción y vivía al lado de la vía. Yo trataba de convencerlo de que iba a ser una estrella de rock y él, que quería tener vidrios en su casa (risas). Nuestra vida era así. Salíamos de Devoto y por ahí no volvíamos durante días. Encima no había rock en ningún lado, ni música, ni nada. Y en los pocos lugares donde se podía tocar nos tenían como unos pendejos totalmente dados vuelta, que tomábamos ácido y la pasábamos bien. Por suerte nunca pasamos la necesidad de tener que lamerle el culo a alguien para que nos den bola. Nunca.



2009

Sin embargo, en su momento fueron bastante ignorados por la crítica especializada.

–Y... teníamos dos opciones: una, mandarlos a romper todo. Porque vos sabés que con 500 mangos podés hacer un desastre con cualquiera. Y la otra, romperles el culo tocando, que fue lo que finalmente hicimos. Lo que pasa es que siempre hubo totalitarismos en el rock. Ahora, por ejemplo, está este canal Arte, que tendría que llamarse canal Orto porque nunca nos llaman cuando hacen esos especiales sobre Pappo. Siempre consultan a otros, gente que tendría que estar en el catálogo del Temaikèn. Pero bueno, es la oligarquía del rock que todavía sigue, como ese golpe del campo que hubo hace poco. Como no hay violas corvas, a nosotros nunca nos entregaron nada. Cosa que tampoco pretendemos, por otra parte.

La posta de la antorcha

Pero, a años luz de aquella primera incomprensión, Los chicos quieren rock se convirtió en un clásico. Y esta reversión en vivo, grabada el 16 de abril de 2009 en el estudio Norberto Napolitano de la Rock & Pop, de alguna manera cierra el círculo. “Tuvimos la suerte de que Mario (Pergolini) tuvo esta brillante idea de hacer un broadcasting con nosotros tocando el disco de punta a punta, y salió bárbaro. Desde el nombre del estudio hasta el sonido y la vuelta de Pablo (Memi), todo coincidió”, dice Juanse. Y destaca: “No hubo que hacer ninguna corrección, ningún overdub. Por primera vez fui a la mezcla con la idea de corregir algunas cosas, como la voz, pero no fue necesario”.

La grabación contó el histórico guitarrista de Mick Jagger, Jimmy Rip, en “Rainbow”, “Líder algo especial” y “Una noche no hace mal”, además de una sección de vientos y las participaciones del tecladista –y a esta altura ya casi un quinto ratón paranoico– Germán Weidemer y del maestro armoniquista Rubén Gaitán. También se reprodujo el mismo arte de tapa del original, con Gabriel Rocca de nuevo a cargo de la sesión de fotos. “Queríamos un poco congratularnos, un poco decir: teníamos razón”, admite Juanse. “Una reconciliación con ese pasado.”

En el medio –un lapso de veinte años, nada menos–, los Ratones Paranoicos crecieron hasta volverse una banda de estadios con Fieras lunáticas y “Rock del gato”; coquetearon con el pobre glamour tinellista con Hecho en Memphis y “Vicio”; ampararon la naciente patria stone con la primera visita de Mick Jagger y Cía. en el ’95 (y antes, como teloneros de Keith Richards en el ’92); y se replegaron un tiempo tras el surgimiento de Los Piojos, La Renga y, sobre todo, Viejas Locas, que ostentaban un perfil barrial que el grupo liderado por Juanse nunca tuvo, ni pretendió tener. Fueron los años en que el líder paranoico descolgó frases como: “Hay gente que piensa que ‘Me gustas mucho’ es mío, y eso es horrible” (al Suplemento NO de este diario), y la convocatoria de la banda mermó al ritmo de la recesión económica y el deterioro social.














Sin embargo, en los últimos años, la situación cambió radicalmente. Y los Ratones Paranoicos no sólo recuperaron popularidad –primero con “Para siempre”, coescrito con Calamaro, y luego con “Sigue girando”, su último gran hit– sino que la propia figura de Juanse adquirió un status de performer rockero más allá de toda crítica, incluso de aquellas mal intencionadas que aprovecharon la parodia de Pomelo (nunca dirigida específicamente al cantante, según aclaró el propio Capusotto) para dañar su imagen cuando su música ya había triunfado. A ellos, a los contreras, Juanse cada tanto les devuelve momentos sublimes, como el histórico recital de Spinetta y las Bandas Eternas en Vélez el año pasado, cuando subió al escenario y dejó boquiabierto a todos con una actuación rockera para el recuerdo. “Imaginate que yo, a los 11 años, iba a ver todos los shows de Invisible, no me perdía ninguno; y hasta que no estaba lleno no me sentía bien”, asegura. “Fue uno de esos altos momentos que te da esta historia. Lo que soñás cuando sos chico.”

Conforme a lo anterior, la posición de Juanse ahora es mucho más matizada respecto de las bandas que los precedieron. “Los chicos quieren rock es genial, el primer disco nacional con ese sonido. A partir de ahí aparecieron un montón que birlaron nuestra inocente intención”, recapitula Juanse. “Es como cuando comprás un auto importado de alta gama y lo sacás unos metros a la calle. Automáticamente pierde el 20 por ciento de su valor. Y más si es robado. Y eso pasó con nosotros: se desarrolló un gran negocio autopartista. Algunos supieron reproducir muy bien las puertas, pero les quedó un poco alta la trompa. Y otros sacaron un buen motor y caños de escape, pero tanto anhídrido carbónico los ahogó. Nosotros somos responsables, no culpables.”

Igual, en el último tiempo, les reconociste mérito a varios de esos grupos...

–Sí, porque lograron vivir de eso. En Estados Unidos por mucho menos te ejecutan. Y acá podés ganar plata. Lo que pasa es que a mí la palabra herencia no me gusta. Porque la herencia está en la sangre y nosotros no pasamos la sangre, lo que me gusta es la idea de antorcha: pasarse la posta de la antorcha. Aunque igual... nuestra antorcha es muy difícil de llevar porque tiene mucha combustión (risas).

También existe todo otro sector del rock argentino, bandas como Babasónicos, Catupecu Machu, Fantasmagoria, Carca o los ex Látigos, que a priori tienen otros horizontes, pero que sin embargo te reconocen y hablan con admiración de los Ratones. ¿Cómo ves eso?

–Hay una erótica que compartimos con varios de ellos, que se parece muchísimo. Y también, en el caso de Babasónicos, una mirada del cine muy parecida. No por nada grabaron varios videos nuestros. O Carca, que cantamos un tema juntos. Lo que pasa es que nosotros no manejamos esa erótica de manera explícita. Aunque en un principio sí lo hicimos.

A punto de presentar en el Luna Park su último disco –en el que contaron con Andrew Loog Oldham otra vez en las perillas y estrenaron “Sacrificio japonés”, escrita junto a Spinetta–, no hay duda de que se trata de un gran momento para la banda. “Tenemos un buen recuerdo de todo lo que pasó. Lo bueno y lo malo”, reflexiona Juanse. “Y no porque al final hayamos tenido éxito sino porque fue divertido. Lo mires por donde lo mires”, remarca. “Aunque Los chicos quieren rock hubiese fracasado, igual lo recordaríamos con gracia porque seguiríamos siendo amigos.”