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lunes, 22 de noviembre de 2010

MASSIVE ATTACK PUSO A 20 MIL PERSONAS A BAILAR SIN DEJAR DE PENSAR EN EL HOT FESTIVAL



Verdadera arma de construcción masiva

El combo de Bristol, comandado por el histórico Robert Del Naja y con la presencia del regresado Daddy G, ofreció un show audiovisual en el que brilló una música libertaria, bailable, caliente y consciente. También brilló Catupecu Machu.





Por Luis Paz

El show audiovisual que Massive Attack dio el sábado en Costanera Sur no solamente quedará en la historia de las visitas internacionales de este siglo nuevo, sino también como un concierto impecable por forma y sustancia. El grupo de Bristol llegó a Buenos Aires otra vez comandado por el histórico Robert “3D” Del Naja y, como en la visita anterior, con el productor y ocasional cantante Daddy G. Y en el ida y vuelta constante de visitas internacionales claves –Paul McCartney y Pixies, por nombrar dos recientes–, la sensación que queda es la de una práctica ya naturalizada de consumo musical 2.0, el festival multitodo: en multisedes (el Hot Festival abrió el jueves con Smashing Pumpkins en el Luna Park, siguió el viernes y sábado en Costanera Sur y termina hoy con Pavement en La Trastienda Club), para un multitarget, con una programación multiétnica y un anclaje irremediablemente multimedial.

Esa lógica se inmiscuyó inevitablemente en el comportamiento durante el sábado, cuando cada espacio apareció como una posible ventana en proceso dentro del gran sistema operativo que ha formateado a la generación 20-30 –la de mayor asistencia a los festivales– y actualizado prácticas de las anteriores. Como aplicaciones diversas de un soporte tecnológico cualquiera (PC, smartphone o las flamantes tablets), cada carpa ofrecía al atardecer del sábado una posible acción para pasar el tiempo. La Carpa del Amor, con el Cupido que otrora supo ser acto de culto kitsch en el canal MuchMusic, propició más risas que parejas. La Wedding Chapel (en rigor, un gazebo donde uno podía casarse frente a un Elvis en tamaño XS, con un burro por testigo) se convirtió en un aporte totalmente lisérgico. Y la carpa de karaoke, a cargo de Los Turbinas, terminó de definir el plan jukebox del Hot Festival.

En el gran escenario extramusical de la ex Ciudad Deportiva de Boca Juniors todo pareció seteado de antemano en el modo random: ir de aquí para allá manteniendo la postura (dale, dale con el look); abandonar la insoportable cola para el patio cervecero –una novedad celebrada pero criticada por las callosidades que generó estar parado media hora para comprar un vaso de cerveza a 20 pesos– para entregarse a otra, apenas menos insostenible: la de las hamburguesas. Todo puso en crisis la posibilidad de los asistentes de sostener la concentración en un solo objetivo, que parece notablemente perjudicada por el presente multitarea.

Sí hubo orden en lo musical. Lo de Martina Topley-Bird (colaboradora de Massive Attack, Jon Spencer Blues Explosion, Gorillaz y Tricky, su ex pareja y pieza fundamental de la movida de Bristol) fue programado: pocos de los que se habían acercado a la Costanera antes de las 17 no lo habían hecho para poder comprobar sus grandes dotes vocales, registradas en su reciente The Blue God, en el que incluye una versión de “Karmacoma”, original de Massive Attack. Con ellos en escena, pasada la medianoche, anunciaría su último acto juntos. Luego le tocó intentar conseguir la atención de los ajenos a Benjamin Biolay, con su propuesta renovadora de la chanson (incluso cuando no haya sido la intención del músico y productor francés), que condimenta con hip-hop, historias de Buenos Aires y relatos de amores y desamores en ciernes. El show del francés fue apenas un botón de muestra de lo que replicará mañana en Samsung Studio. En tercera instancia, a Stereophonics (que estrenó a su baterista argentino en un escenario porteño) le cayó el peso de su mediana historia durante una actualidad en la que buscan reflotar como acto de importancia mundial, a fuerza de buenas y fuertes canciones.

El segundo combo de artistas fue, definitivamente, más impactante y compacto: moderno, experimental, agenérico y por momentos brutal. El primero, en esa senda, fue Catupecu Machu, ese grupo argentino que pudiendo entregarse al crecimiento masivo durante la década, se cerró (y abrió) en una cinta de Moebius expansiva de la creatividad de su hoy único miembro original, Fernando Ruiz Díaz, una figura tan explosiva como fundamental para el rock mainstream y el alargamiento de su vida útil en la Argentina. Enojado, el cantante les contestó a quienes pedían más decibeles para un show de todos modos demoledor: “¿Por qué no lo putean un poquitito a Macri, que es el que no nos deja tener más volumen?”. Con un set que revisa tanto sus momentos más populares (“Y lo que quiero es que pises sin el suelo”, “Dale”) como sus incursiones más actuales y expansivas (las piezas inclasificables de su reciente Simetría de Moebius), Catupecu volvió a mostrar grandeza, resto y, lo más relevante, una intención que no se apaga. Como ejemplo alcanza decir que el cuarteto grabó en vivo su próximo videoclip durante el show, con la ayuda de los integrantes de Fuerza Bruta. “Para Gabriel Ruiz Díaz (el bajista que sigue luchando por superar un accidente) y Gustavo Cerati... ¡Dale!”, dedicó Fernando ese final puramente abrasivo.

Los estadounidenses Thievery Corporation lucharon contra un público que no lo tenía contemplado como número grande dentro del esquema de la música etnoelectrónica actual, y por momentos les faltó diversidad para convencer, pero anticiparon la llegada de lo más fuerte de la noche entre cítaras y sintetizadores, con un llamado a la unidad espiritual de todo el mundo en un plan world music que va del acid jazz a la India y Jamaica. La mixtura, de todos modos, sonó demasiado cerebral y provocó algún que otro bostezo.

Hasta que llegó Massive Attack y ya a nadie le importó Cupido ni cantar canciones de Sergio Denis en plan noche de karaoke. Con una base rítmica intratable, un segmento melódico que intenta expandir la conciencia y unos colchones de teclas como para dormir la siesta más psicodélica del año, con el grupo insigne de la movida Bristol el gozo fue masivo y el ataque, letal. Apenas 15 temas, que redondearon un show de 80 minutos, les bastaron para lograr el cometido de poner a la gente a bailar sin que deje de pensar: una magnífica pantalla LED (en la que fue difícil mantener la mirada por el exceso de información, también como alegoría del presente multimedia) alternó estadísticas sobre derechos humanos, gastos dedicados al triatlón armamentista (armas de fuego, químicas y atómicas), paralelos visuales entre Thatcher y Galtieri, el dato de los televidentes del rescate a los mineros en Chile, y los números de vuelos entre Estados Unidos y Medio Oriente tras la caída de las Torres Gemelas.

Todo eso, entre la nostalgia, la actualidad y la felicidad de escuchar “United Snakes”, “Babel” y “Risingson” en vivo; o la sublime angustia de “Teardrop”, una impecable pieza con la voz de Topley Bird anexada en vivo, en el summum de la noche. Ese o “Mezzanine”, epónimo del disco que también incluye aquélla. O “Angel”, con Horace Andy en la voz. O... Y así, en un círculo de nueva política para la información mundial, nuevos lazos emocionales globalizados y la crítica a la realidad virtual de un modelo abrasivo que si sigue funcionando es por la inercia de la especulación, la única arma de construcción masiva posible pareció ser la música libertaria, bailable, caliente y consciente.

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