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sábado, 16 de abril de 2011

MERCEDES SIMONE: “Cantando he de morir”


Una muestra recién inaugurada rescata la figura de Mercedes Simone, cantante insigne y protagonista de una época de apogeo del tango canción. Un legado vigente.

POR SERGIO PUJOL

UNA VIDA CANTANDO. El director de cine Adelqui Millar aseguró que la Simone era "El Gardel femenino".

Tal vez sus últimas grabaciones no mantengan totalmente intactas aquellas virtudes que la encumbraron a mediados de los años 30, cuando su nombre se convirtió en sinónimo de excelencia vocal. Pero aun así, si uno escucha con atención –sólo atención, no se requiere de ningún tipo de indulgencia– los temas que registró con la orquesta de Emilo Brameri en 1966, su último año discográfico, podrá reconocer una verdad inhallable en la mayoría de los cantantes tardíos: Mercedes Simone no conoció la decadencia. Así lo demuestra una exposición dedicada a su figura, recién inaugurada en el Museo Casa Carlos Gardel y que puede visitarse hasta el 14 de abril.

El timbre se le había oscurecido un poco, pero ella seguía entonando con gran firmeza. Tenía la voz entera –mezzo soprano , tesitura poco corriente en un género de mujeres agudísimas–, no flaqueaba en los vibratos –que, por otra parte, siempre fueron en ella motivo de reserva– y conducía la melodía con un fraseo delicado. Lo demás había corrido por cuenta de los años vividos. “Como ocurre con todos, empezó a bajar mi voz”, confesaba en uno de sus últimos reportajes. “Yo, a la vez, bajé medio tono la interpretación del tema. Pero además de la tonalidad, entiendo que cambié mi manera. Es que con el tiempo se vive, se sufre, se goza y cambia la expresión. No es el mismo el sentimiento de una chica de quince años que el de una mujer que ha vivido.” ¿Cómo era el sentimiento de aquella chica de 15? Aún no cantaba profesionalmente, sólo lo hacía en el coro del colegio de monjas al que asistía. (Cualquier parecido con las grandes del jazz que tuvieron su epifanía sonora en medio de liturgias baptistas y metodistas quizá no sea una mera coincidencia; había algo devoto en la voz de la Simone). Nacida en Villa Elisa, ahí nomás de La Plata, el último día de marzo de 1904, su primer trabajo fue en un taller de modista, y poco después se mudó a un taller de encuadernación. Seguía cantando anónimamente, pero ahora sin coreutas que taparan el brillo de su voz.

Un día la escuchó –y la vio, porque era una belleza– el guitarrista y compositor Pablo Rodríguez. Se enamoraron y salieron de gira con un atadito de valses y canciones criollas. Debutaron en la confitería Los Dos Chinos de Bahía Blanca y desde ahí fueron remontando la provincia sin saltearse casi ninguna localidad. “Hacían los cines”, coronaban los “finales de fiesta” de los sainetes y se les animaban a las fondas menos recatadas. Rutinas de la época. El futuro de las cancionistas de entonces tenía nombre de radio, siempre de radio. En 1928, Mercedes tuvo su oportunidad en Radio Splendid. Allí la escuchó Rosita Quiroga –una estrella del tango arrabalero… y radiofónico– y la recomendó al sello Victor, en el que Mercedes permanecería hasta su paso a Odeón en 1936. Fue generosa Rosita, pero no la única en detectar la potencia artística de Mercedes. Ya le había dicho Alfredo Pelaia al enamorado Pablo Rodríguez: esa chica es un fenómeno.

Pronto hubo consenso porteño al respecto: todos hablaban de la Simone. Cantaba en el café El Nacional, un sitio sin duda consagratorio, y tenía su espacio semanal en Radio Belgrano. Por entonces la bautizaron con un apodo un tanto anodino: “la dama del tango”. Seguramente, lo de “dama” era para resaltar cierto refinamiento –nunca manierismo– que la ponía a distancia de los estilos más enfáticos. Por su parte, el director de cine Adelqui Millar fue un poco más original: investido de autoridad gardeliana –había dirigido a Carlitos en Las luces de Buenos Aires – aseguró que la Simone era “El Gardel femenino” (sic). Más allá de la ambigüedad del artículo, la comparación no era ni descabellada ni extemporánea. Sobresaliente en un panorama pletórico de buenas cantantes –sus coetáneas eran Azucena Maizani, Ada Falcón, Libertad Lamarque, Tita Merello, Tania y muchas otras–, Mercedes terminó encarnando el ideal de la cantante de tango.

Si bien trabajó en cine, empezando por Tango de 1933, y no careció de una presencia escénica interesante –hasta lucía un lunar postizo en la mejilla izquierda, muy cerca de sus ojos cincelados a la manera del expresionismo alemán–, su presencia sonora era autosuficiente. Esto la situó un poco al costado de la gestualidad espectacular de una época marcada por el cine y teatro. Del mismo modo que el genio gardeliano hubiera podido prescindir perfectamente del cine –el cine sonoro lo necesitó a Gardel más que Gardel al cine, salvo que pensemos el asunto en términos de difusión exclusivamente–, Mercedes Simone cifró su arte en la faena vocal.

A partir de 1934, siendo ya muy conocida, empezó a tomar lecciones de canto con el barítono lírico Aldo Rossi, por entonces maestro de cantantes, actores y locutores, y lo siguió haciendo por muchos años. Estas clases testimonian la preocupación artística de Simone, acaso reñida con cierta apreciación populista o romántica sobre lo que debía ser el canto popular. De cualquier manera, en ella la cuestión técnica jamás fue entendida como salvoconducto para escapar del tango en dirección al prestigioso mundo de la lírica. También en ese aspecto la similitud con Gardel es muy notable.

A la hora de visitar otros países del continente –fue muy apreciada en México, Colombia y Cuba–, Mercedes ya tenía una cierta audiencia latinoamericana, a través de los discos. Sus versiones de “Milonga triste”, “Barrio de tango”, “Milonga sentimental” y “Otra noche” fueron aplaudidas como lo que realmente eran: obras maestras del tango. Esto lo sabían, lógicamente, los principales compositores del género, empezando por Luis Rubinstein quien, según se dice, componía pensando en la voz de la Simone. Por si fuera poco, al arte interpretativo se sumó también la rareza de una cancionista que escribía y componía. En efecto, “Cantando” fue su creación hímnica, que abrió camino a “Inocencia”, “Tu llegada” y “Zapatos blancos”.

El ciclo discográfico de Mercedes fue muy fecundo, a lo largo y a lo ancho. A lo largo, porque grabó 240 canciones. (Los adictos a su voz todavía se quejan: dicen que grabó poco, pero la verdadera escasez llegó después, a la hora de las reediciones, las remasterizaciones y demás rituales de exhumación). Y a lo ancho, porque grabó de todo. En este punto vale la pena detenerse.

Se puede leer por ahí que el enorme capital musical de la Simone fue malversado a cuenta de un repertorio extremadamente amplio. Que su eclecticismo a la hora de elegir qué canciones grabar fue producto de presiones de la discográfica. Ella misma reconoció que solía responder a pedidos o encargos de los directivos de la Víctor, especialmente del director de la orquesta estable del sello, Adolfo Carabelli. Probablemente así ingresaron a su repertorio canciones como “Noche de ronda”, “La flor del palmar”, “Háblame de amor, Mariú” y “Triste domingo”.

Estas canciones fueron universalmente populares en su tiempo. El vals “Parlami d´amore”, del napolitano Cesare Andrea Bixio, debutó en una película de 1932, en la voz de Vittorio de Sica y pronto fue adoptada por cantantes populares y líricos en igual medida. Por su parte, “Gloomy Sunday” (“Triste domingo”) llevaba la firma del pianista húngaro Rezso Seress. Mercedes lo grabó en 1937 y Billie Holiday lo convirtió en himno jazzístico del dolor en 1941. Estas últimas fechas indican algo más que oportunismo pop : también una fina sensibilidad para descubrir canciones a las que les faltaba recorrer un cierto trecho antes de convertirse en clásicos populares.

Mercedes Simone protagonizó una época de apogeo del tango canción. La productividad de autores y compositores era por entonces fenomenal: una cultura musical en estado de gracia, pródiga en estrenos y tan capaz de proyectar sus éxitos al mundo entero como de recibir y aclimatar los éxitos del mundo hasta convertirlos en propios. En realidad, aquella cultura del tango no era muy antigua: aún no era tradición. Convivía vampíricamente con las sumas del canto criollo y el menú de la canción internacional.

En su excelente disco Salto mortal , la cantante Dolores Solá explora las referencias trashumantes en los repertorios de Gardel, Corsini y Magaldi: fado, fox trot , pasodoble, vals, canción criolla… y tango, desde luego. Al apreciar esa variedad porteña en la voz de una cantante de nuestro tiempo, podemos entender un poco mejor la operación omnívora que supo ensayar Mercedes Simone. Operación que no sólo pasaba por la amplitud de criterios –en mayor o menos medida, las demás cancionistas también lo tenían–, sino por la fluida relación que el tango como género de canción estaba construyendo con su entorno cultural.

El genio de la Simone consistió en afirmar un estilo propio a partir de esa tensa relación entre localismo y cosmopolitismo. En “Noche de ronda”, una introducción de vals criollo, con el bandoneón doblando la melodía en una típica variación, despista al más conocedor de la obra de Agustín Lara, aunque enseguida entra la voz y los rasgos de identidad de la canción quedan resguardados. En definitiva, Mercedes dejaba que su voz se poblara de melodías de diferentes procedencias, sin deformarlas pero, a la vez, marcándoles determinados límites. Estaban las marcas estilísticas de la voz, así como, en los casos de canciones europeas, de la lengua. (Mucho trabajo tenían los letristas traductores como Francisco Gorrindo.) Y también estaban los límites impuestos por la instrumentación: no es azaroso que en el período de mayor heterogeneidad de repertorio, la dama del tango haya confiado, como único e invariante acompañamiento, en un trío de piano, violín y bandoneón. Tampoco es casual que el pianista de aquellas canciones populares de cámara haya sido nada menos que Sebastián Piana.

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