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jueves, 14 de julio de 2011

FACUNDO CABRAL: LA DESPEDIDA A UN TROVADOR.






Frente al féretro se amontonaron longplays de su cosecha, mensajes y poemas. Fue en el teatro ND/Ateneo, donde sus seguidores se juntaron con los viejos amigos del mundo de la cultura y la canción.









Por Karina Micheletto

Los restos de Facundo Cabral fueron velados, en el mismo lugar en el que sonaron sus canciones en vivo, por última vez en Buenos Aires, el teatro ND/Ateneo. Desde el mediodía hasta las 22, miles de personas desfilaron por la capilla ardiente, con flores, imágenes de Cabral, mensajes escritos a mano, reproducciones de sus poesías, y también con longplays que fueron dejando bajo el féretro. La frase que lanzó el autor de “Vuele bajo” en la última de sus presentaciones en este teatro porteño, el 7 de mayo pasado, también apareció como un posible símbolo místico de los que abundaron en su vida: “Si ésta es la última vez que subo a un escenario, pinten el cajón de rojo y celebren, porque mi vida es una fiesta”. Hoy por la mañana los restos partirán desde el teatro hasta el cementerio Jardín de Paz, donde serán cremados.

Ayer temprano en la mañana, los restos llegados de Guatemala fueron recibidos por la esposa del cantautor, Silvia Pousa, el canciller Héctor Timerman y la embajadora de Guatemala en Argentina, Rosa María Mérida de Mora, entre otras autoridades. Al mediodía, la calle Paraguay al 900 fue cortada y decenas de personas comenzaron a hacer fila frente al teatro, para luego ir pasando a lo largo del día, en un desfile incesante. Entre ellos, personalidades de la cultura y la política como Nacha Guevara, Víctor Laplace, Lino Patalano, Jean Franco Pagliaro, Leonor Benedetto, Marcelo Simón y Daniel Filmus.

Jorge Mazzini, productor y director de los últimos espectáculos que dio Cabral en la Argentina, recordó la alegría que le producía al cantautor cada posibilidad de estar sobre un escenario, la forma en que este espacio “lo energizaba”, aun en momentos en que su salud estaba deteriorada, como en los últimos tiempos, en que padecía un cáncer en la vejiga y las vías urinarias. “Cuando me enteré de su muerte sentí, como todos, una mezcla de dolor e impotencia. Pero después de un rato, conectándome con la forma en que funcionaba su cabeza, pensé que acababa de hacer su último gran acto de servicio, haciendo visible la violencia que existe en Centroamérica, y particularmente en Guatemala”, estimó el productor. “Creo que tuvo una muerte cercana a la que hubiera deseado. No lo imagino pasando sus últimos días en un hospital, sin poder moverse. El no le tenía miedo a la muerte, pero sí a la decrepitud. Le fue concebida la posibilidad de evitar lo que imaginaba como un final infeliz.”

Una vida intensa, trashumante, la imposibilidad de fijar raíz en un lugar, la capacidad de cortar con todo en momentos de éxito, para empezar de nuevo en otro lado fueron los rasgos de la personalidad de Cabral que destacaron quienes fueron a darle el último adiós. Discos como Pateando tachos, Entre Dios y el Diablo, El mundo estaba bastante tranquilo cuando yo nací también fueron recordados, mientras sonaba amplificada su voz grave recitando sus textos. También libros como Borges y yo, Ayer soñé que podía y hoy puedo, Cuaderno de Facundo, o la autobiografía que tenía planeada y dejó sin publicar.

La Presidenta dispuso decretar tres días de duelo nacional, durante los cuales la bandera permanecerá izada a media asta en todos los edificios públicos. En los considerandos de la medida se destaca “la larga e importante trayectoria en la escena musical nacional e internacional” de Cabral, y que “su infatigable labor como mensajero de la paz y unidad de los pueblos del mundo le valió el reconocimiento, no sólo como cantautor, sino también como promotor de los valores pacíficos”. Cabral fue nombrado Mensajero Mundial de la Paz por la Unesco en 1996. La bandera de Naciones Unidas, de hecho, cubría junto con la argentina el féretro, ubicado en el foyer del teatro. Se vieron coronas enviadas por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Sadaic, la Secretaría de Cultura de la Nación y el teatro que abrió sus puertas para la capilla ardiente.

En la página de Facebook que abrieron sus seguidores, cientos siguieron despidiendo a Cabral, contando la vigencia que tenían sus canciones en sus vidas cotidianas. Las historias, relatos, anécdotas se acumularon. Muchos volvieron a escribir aquellas frases que el hombre de anteojos negros lanzaba como aforismos. “Si los malos supieran qué buen negocio es ser bueno, serían buenos al menos por negocio.” “El día que yo me muera no habrá que usar la balanza. Pues pa’ velar a un cantor... con una milonga alcanza.” Bajo la tierra, en el subte B, un espontáneo homenaje sonó en la ciudad de Buenos Aires. Un guitarrero y cantor anunció que no estaba allí “para amenizar el viaje”, sino para despedir a quien sentía como un amigo, aun sin conocerlo. Allí mismo invitó al coro compartido: “No soy de aquí, ni soy de allá...”.


















El mercado no mata a balazos


Por Fernando D´addario

Fueron necesarios 25 balazos para sustraer a Facundo Cabral del silencio mediático que lo envolvió en las últimas dos décadas. La despedida de sus restos, transmitida ayer prácticamente en cadena nacional, consolidó la idea de que ya no alcanza con los pergaminos artísticos para asegurarse minutos de televisión. Para algunos, ni siquiera alcanza con la muerte. Es necesario un asesinato espectacular, ambientado en paisajes exóticos, rodeado de especulaciones sobre mafias centroamericanas y ajustes de cuentas del submundo criminal.

Si de visibilidad mediática se trata, Facundo Cabral ya estaba muerto desde hacía rato. Su arenga juglaresca y su retórica heterodoxa habían quedado obsoletas para el estándar 2.0 que rige las comunicaciones actuales. El trovador autodidacta hablaba demasiado, se iba por las ramas pero no era hipertextual, no tenía glamour, no daba ni para Showmatch ni para YouTube. Era pura historia. Necesitaba una muerte violenta, de película de Oliver Stone, para que esa historia fuera contada otra vez.

Y ayer, entonces, Facundo Cabral volvió a ser el gran cantautor que a principios de los ‘80 cautivó a miles de argentinos con su oferta sincrética de misticismo y melancolía barrial. Llegó a ser inclusive –hasta dentro de unas pocas horas, cuando el caso policial languidezca y el olvido, entonces sí, sea irreversible– uno de los grandes referentes de la música popular argentina. Sus canciones sonaron en las radios. Los figurones de turno ensalzaron su riqueza poética y su compromiso con la humanidad sufriente. Pasó a ser el profeta incomprendido que –valga el cinismo– eligió caminar en silencio para desparramar su sabiduría por todo el continente. Un outsider que se desligó del corset de la industria cultural para transmitir mejor su mensaje.

Nunca se sabrá si ese nomadismo romántico que cultivaba era producto de su filosofía existencial o de la imposibilidad de anclar su propuesta en el sistema. Lo que sí se sabe es que las discográficas, las productoras y los medios le cerraron el camino hace muchos años, incorporándolo a una lista negra que no respondió esta vez a la intolerancia política sino a la libertad de mercado. Vaya paradoja: en el caso de Cabral, “la mano invisible” del mercado fue más cruel que la censura tangible sufrida en los años de plomo; así como la prohibición explícita ayudó sin querer a cimentar su leyenda y terminó potenciando su figura, el sistema se valió luego de una herramienta más sutil –el marketing– para bendecirlo con la invisibilidad. La industria cultural modeló otro arquetipo de “cantautor”, televisable, progre y políticamente correcto. Cabral no podía competir en ese terreno con los Kevin Johansen y los Jorge Drexler. El mercado no mata a balazos: excluye, ningunea y condena a la errancia como última estrategia de supervivencia. Genera cartoneros de la cultura.

Sin embargo, el azar y la necesidad terminan alterando esa normalidad aparentemente inexorable. Una muerte espectacular, regada en sangre, le devolvió a Facundo Cabral la centralidad que había perdido su música. Fue un ratito, nomás, porque enseguida el caso Solange lo volvió a postergar. Pero el asesinato le concedió el raro privilegio de revivir sus días de gloria.
















El trovador de sus aventuras

Nació en la pobreza más baja y ganó una fama muy peculiar y duradera con sus canciones de un estilo autobiográfico.


Por Karina Micheletto

Trovador, juglar, poeta, admirado cantautor. Trotamundos, aventurero de guitarra al hombro. Suerte de gurú espiritual de la música, “maestro”, según le decían sus miles de admiradores. Entre las muchas definiciones que podían caberle a Facundo Cabral, la más precisa fue quizá la que él mismo se dio: “Un narrador de historias, viajes, sueños, pesadillas”. Cabral perteneció a una raza de artistas de las que no abundaron: aquellos cuyo arte estaba en directa relación con la experiencia vivida y acumulada, o más precisamente, se nutría de ésta. Las circunstancias de su muerte muestran la vigencia que mantenía el cantautor en toda Latinoamérica. Será recordado por temas que fueron himnos unas décadas atrás, canciones con la capacidad de transmitir un mensaje humano amplio y abarcativo, contendor de las diferencias: “No soy de aquí, ni soy de allá, y ser feliz es mi color de identidad”. “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”. “Vuele bajo, porque abajo, está la verdad”.

En los ’80, Cabral alcanzó el lugar de figura mítica del espectáculo y también de la cultura, que en su caso ambos mundos le cabían. Cumplía con las condiciones simbólicas que impone ese lugar mítico. Un origen muy humilde, una infancia de exclusión, una marca de vida sufriente. Una carrera que lo llevó a alcanzar reconocimiento internacional. Y un don diferencial: el de componer y cantar canciones a partir de sus reflexiones y también para narrar historias que lo tenían como protagonista. Era un hombre que se había hecho a sí mismo, que de la nada había llegado al reconocimiento de muchos. Y que, como otras figuras míticas de distintos momentos de la cultura argentina –Yupanqui podría ser un ejemplo– tuvo a su propio cargo el relato de esa construcción.

Sus shows eran como extensas entrevistas que él mismo se formulaba, entre canción y canción. Un hombre solo con su guitarra, una silla y un micrófono. Ya no hay muchos, tampoco, que puedan sostener una función con estos únicos elementos. En los últimos conciertos que dio en Buenos Aires, en abril en el teatro ND/Ateneo, le pidió a su amigo el periodista especializado en música popular Marcelo Simón que lo relevara en el rol de entrevistador. “Facundo Cabral comparte el escenario con un amigo dilecto”, anunciaba el show Canciones conversadas. Quienes lo vieron (fue a sala llena) siguieron sus aventuras de vida con entusiasmo, en el clima íntimo que siempre sabía crear.

Cabral había nacido el 22 de mayo de 1937 en La Plata y contaba que este nacimiento se había producido, literalmente, en la calle. El relato que hacía de su infancia variaba en los detalles, pero mostraba que todo le había sido dado para que su vida fuera otra cosa. Su padre lo abandonó antes de nacer, junto a su madre y siete hermanos. La familia emigró a Tierra del Fuego, donde vivió sus primeros años. Fue un chico de la calle, analfabeto y alcohólico, pasó por reformatorios y cárceles. Contaba que a los nueve años escapó de su casa para llegar a Buenos Aires. Quería conocer al presidente, porque sabía que “les daba trabajo a los pobres”.

Los detalles de aquella travesía que duró cuatro meses son un relato épico que llegó a las puertas de la Casa Rosada, a burlar el cerco de seguridad presidencial, a una charla con Juan Domingo Perón y Eva Duarte. Finalmente había logrado que su madre obtuviera empleo y que el resto de la familia se trasladara a Tandil. “Evita me brindó su afecto y se preocupó para que tuviéramos una casa con mi madre y hermanos en Tandil. Allí comenzó la buena para los Cabral”, contaba.

Hubo otra figura importante en su relato de vida, y fue la de un sacerdote jesuita que conoció estando preso, cuando era un adolescente. El cura le enseñó a leer y escribir, lo impulsó a estudiar, a amar la literatura. Estaba también aquel vagabundo que siempre mencionaba: “El 24 de febrero de 1954, un vagabundo me recitó el sermón de la montaña y descubrí que estaba naciendo. Corrí a escribir una canción de cuna, ‘Vuele bajo’, y empezó todo”. La idea de Dios era recurrente en su obra, aunque él se declaraba librepensador, sin adscripción a ninguna iglesia en particular.

Su figura estaba también hecha en base a las amistades que había cultivado, tan amplias como para abarcar a la Madre Teresa de Calcuta y Fidel Castro, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, entre otros notables a los que siempre se refería en sus espectáculos. A lo largo de su carrera editó decenas de discos con títulos como Cabralgando, Pateando tachos, Entre Dios y el diablo, El mundo estaba bastante tranquilo cuando yo nací, Recuerdos de oro, además de los que resultaron de sus multitudinarias presentaciones de Lo Cortez no quita lo Cabral y Ferrocabral. También escribió los libros Conversaciones con Facundo Cabral, Mi abuela y yo, Salmos, Borges y yo, Ayer soñé que podía y hoy puedo, el Cuaderno de Facundo, entre otros.

ADIOS A FACUNDO CABRAL (1937 - 2011)










Lo que vieron en mí

Por Pipo Lernoud

“En la época de los café concerts, yo era cantante de protesta para señoras con tapados de visón –define Facundo entre mate y mate–. Ahora estoy sumergido en la gente, y eso me hace feliz.” Y algo de eso debe haber, porque el galpón de Arrecifes en el que actuó anoche estaba lleno de gente de campo, gauchos de bombacha y boina, mujeres con caras curtidas por el sol. Todos coreaban “Vuele bajo” con los ojos cerrados, como rezándolo para adentro. Había algo de ceremonia religiosa en el aire, aunque después dijera que “Yo quiero hablar de Jesús o Buda como rebeldes, como personas libres, no como parte de una religión organizada”. Todos sus cuentos, que se hilvanan uno detrás del otro entre canción y canción, a veces dentro de las canciones mismas, tienen algo de realismo mágico latinoamericano. Un desfile de personajes extraños y grandes nombres (Borges, la Madre Teresa, Atahualpa, Lennon, Whitman, García Márquez...) enhebrados con bromas que parecen espontáneas y rematados con moralejas “edificantes”.

Estamos en 1984, Facundo disfruta su momento más popular, con un éxito arrasador después de los recitales masivos de Ferro, que fueron posteriormente registrados en el disco en vivo Ferrocabral, que se vende como pan caliente. Con el reciente regreso de la democracia, sus historias que mixturan ritmo de milonga con misticismo han encendido los ojos de un público que despierta a la libertad de expresión y la alegría de volver a juntarse.

En esos días yo vivía en el campo, cerca de Junín, y cuando supe que tocaba en la cercana Arrecifes me fui a verlo y saludarlo. No lo había visto desde el ‘68 o ‘69, cuando circulábamos con Miguel Abuelo curioseando en los circuitos de café concert, en La Botica del Angel y otros lugares de la noche top porteña, y veíamos a una Nacha Guevara de protesta, a unos I Musicisti que se convertirían en Les Luthiers, a Piazzolla, a Mercedes Sosa. Con ellos, Facundo, que venía de ser el Indio Gasparino, estaba saliéndose de los moldes de la “industria del entretenimiento” con canciones como “John Parker Dimitrinsky”, una burla a los imperialismos americano y soviético, o “Dale, dale, Federico” que lo hizo muy popular.

Facundo tenía una especie de monólogo permanente, como si estuviera siempre en el escenario, y yo quería sacarlo de sus carriles y hablar de su papel de rebelde, algo que lo acercaba a la actitud el rock.

Te estás volviendo una especie de líder o profeta religioso a los ojos de la gente. ¿Cómo te sentís en ese papel?

–Creo que la gente me escucha porque soy un triunfo de la fe. Se me acercan y me dicen: “Yo tenía miedo a la muerte, y a través suyo perdí el miedo. Cuando me siento mal escucho sus cassettes”. Vienen a verme en sillas de ruedas, porque saben que yo fui paralítico. Los ciegos saben que tuve desprendimiento de retina. Y soy como un mal ejemplo de triunfo de la fe, porque en mi vida hice las peores cosas, y con todas las enfermedades que tuve estoy vivo y tengo muchas ganas de vivir. Antes era inmensamente desdichado, porque no había compuesto una gran canción como “Eleanor Rigby”, de Los Beatles. Después me di cuenta de que yo estoy acá para dejar una experiencia: una vida desastrosa que se pudo recuperar hacia la felicidad. Yo he cambiado porque me he dejado invadir por cosas que antes sólo respetaba en los libros y no creía posibles en la vida cotidiana. Quiero salir con más fuerza a decir todo esto, por eso me compré una viola eléctrica (saca una Fender Telecaster, típica guitarra de rock and roll) y si le agarro la mano voy a hacer el Apocalipsis con una banda de rock a toda potencia, invitando a Pappo y a Moro, mostrando cómo se está cayendo el mundo de la ambición y el autoritarismo. Y terminar con una música calma, porque la vida siempre vuelve a empezar, renovada.

Vos decís que sos anarquista, y te tirás contra los poderes terrestres y contra los dogmas, no te hacés el santito como te pinta la gente...

–La gente me ha ido poniendo en ese lugar. Y la gente fue eligiendo, de lo mío, lo religioso. Yo creía que lo más fuerte de mi trabajo era esa rebeldía de cagarme en las formas sociales y ser un francotirador. Pero la gente no escuchó la parte de odio que había en mi mensaje. Eligieron el diez por ciento de amor a Dios, lo que tiene que ver con la armonía. ¿Qué pasó? Yo no subí al escenario para hablar de Dios, subí para cagarme en todo. Siempre cuento que llegué a Jesús a través de una puta de mi pueblo, la Cardo Seco. Mi lenguaje sigue siendo rebelde y violento. Porque yo no le veo salida a este mundo. Veo al socialismo como castrando al individuo y al capitalismo convirtiendo a todos en ovejas consumidoras. Los ciudadanos sueñan con la jubilación y la televisión del fin de semana, están atrapados. Hemos perdido virilidad, hemos perdido la fuerza de hacer nuestra vida a nuestra manera. Los hombres hoy son timoratos y cobardes. Y no encuentran satisfacción, porque por más cosas que tengan, sus vidas son pobres. Y están dejando que los gordos destruyan el mundo. Yo quiero volver a la vida simple, a las verdades humanas básicas. El campesino de aquí, de Arrecifes, es el mismo campesino de Polonia. Es la gente que está cerca de la tierra, de la vida, de las cosas simples.













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