Por Diego Fischerman
Los músicos del primer rock lo odiaron, pero tomaron de él mucho más que lo que durante años estuvieron dispuestos a reconocer. Después se puso de moda considerarlo un precursor. Sandro, sin embargo, es una figura mucho más compleja. Los ídolos populares funcionan en múltiples direcciones y pueden gustar, o no, por un montón de razones. Las hay sentimentales, históricas y, también, a veces, artísticas, aunque, en los hechos, resulte casi imposible –y bastante inconducente– intentar aislarlas. Mucho más que sus contemporáneos (Palito Ortega, Leo Dan) resulta difícil ubicarlo, aun ahora que ha muerto.
Algunos lo valoraron por cierta idea de libertad sexual que encarnó –o facilitó encarnar–, otros por su introducción del rock cantado en castellano, los más por toda esa sobreactuación de lo sentimental que tomó forma en sus canciones y en la manera de interpretarlas. Y él fue todos ellos a la vez. El inventor de una estética fundada en el exceso, en una época en que el exceso era un sinónimo de “mal gusto”. Una estética, además, que fue perfeccionando trabajosamente a lo largo de su carrera, a partir de una mezcla que hoy se considera inclasificable –rock’n’roll à la Presley, bolero, balada, melodrama cercano al radioteatro– por la única razón de que las clasificaciones en uso (y sus categorías) son posteriores.
Era una época donde Los Beatles (“Anochecer de un día agitado”, “Amame”, “Perseguiré al sol”), The Kinks (“Un hombre bien respetado”) o Roy Orbison (“En línea”, “Volando en dos ruedas”) podían estar al lado –lo estaban en el gusto de un chico suburbano de los ‘60– de la proto protesta de “Me he preguntado muchas veces”, de Bonifay y Schoepen (“A veces me pregunto yo / por qué un negro habrá de ser / sólo inferior / por su color”), de la pronunciación abolerada donde “io” reemplazaría para siempre a “yo”, y del melodrama de “Como caja de música”, incluido en el disco Alma y fuego, de 1966, y tal vez el primer tema donde Sandro fue el que después sería. Ese era un mundo donde Jorge López Ruiz tocaba el contrabajo con el Gato Barbieri y la banda, casi calcada, improvisaba en el Bop Club, o acompañaba a Sandro. O donde uno de los arregladores de la CBS, Félix Villa (en realidad Félix Lipesker), podía pasar de haber compuesto tangos con Manzi, y alguna pieza con Atahualpa Yupanqui, a traducir las canciones de Los Beatles al castellano (como Ben Molar, que lo hacía para RCA) o a compartir con Sandro la autoría de “Johnny”, incluido en El sorprendente mundo de Sandro, de 1965, donde se cuenta la misma historia que en la novela Johnny fue a la guerra, de Dalton Trumbo, que aquí tradujo Rodolfo Walsh y más adelante cantaría Metallica en “One”. Más allá de que el texto es de 1939 y su personaje es una víctima de la Guerra del ‘14, cuando Sandro canta “Johnny por la causa fue a luchar, por un falso ideal de libertad, dejando sus tierras y su hogar, fue con ansias locas de matar, (donde estará) derramando sangre fraternal”, la letra no suena ajena a la politización juvenil creciente, a la condena a la participación estadounidense en Vietnam y, tampoco, a los comienzos del rock nacional. El tema que Los Beatniks grabaron en 1966 junto a “Rebelde” y “No finjas más” (y que quedó inédito) se llamaba “Soldado”. Y mientras Sandro llamaba “Johnny, vuelve”, Los Beatniks reclamaban: “Soldado, ya regresa, ven y no luches más”.
Esa cercanía de mundos que después fueron especializándose (y separándose) tampoco era diferente para gran parte del público, sobre todo en las afueras del recoleto ámbito que convirtió en manual de instrucciones los diálogos que Landrú pergeñaba entre María Belén y Alejandra –con la participación necesaria de Mirna Delma, la prima mersa– y donde no existía lugar para que se cantara en castellano (salvo boleros y si eran cubanos, un poco más finos que los mexicanos, mejor). No cuesta imaginarse en la versión que hace Sandro de “La casa del sol naciente” (en Al calor de Sandro y los de fuego, de 1965) la matriz de “Presente”, cantada por Ricardo Soulé al frente de Vox Dei, un grupo nacido en Quilmes. Y en cuanto a la especialización de Sandro, al hallazgo definitivo de su estilo, podría pensarse que empieza a aparecer en el primer tema que firma junto a Oscar Anderle, “Muchacho de la cara triste”. Hay, desde ya, una ilusión autobiográfica: la cara triste es la suya, en la tapa del disco, y la palabra “muchacho” volverá a aparecer en 1970, como título de una de sus películas. Pero además allí se plasma un modelo de canción nuevo, narrativo, con abundantes alusiones al paso del tiempo, que hará su eclosión en la mencionada “Como caja de música”, se cristalizará en el disco La magia de Sandro, de 1968 (el primero donde todas las canciones le pertenecen) y que será su sello en los grandes éxitos posteriores. Un modelo, curiosamente, muy cercano al de la ópera, con sus teatralizaciones amplificadas de la risa y el llanto, con sus cambios de patrones melódicos y rítmicos para representar lo hablado en el medio de lo cantado. Una manera de interpretar que estaría presente incluso en su versión de “Sus ojos se cerraron”, de Gardel (en Sandro espectacular, de 1971), donde evitó cualquier intención de parecerse no sólo al autor sino al tango en su conjunto. Sandro convirtió a esa canción ni más ni menos que en una canción de Sandro, tal como tempranamente había hecho con “Unchained Melody”, de la película Unchained (1955), un éxito que él grabó en 1965 y que volvería a ser famoso mucho después, en otro film, mientras una mujer lloraba, observada por un fantasma.
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