Cuando era todavía un fenómeno local, pero a punto de explotar para partir la cultura del siglo XX en dos, Elvis Presley se presentó en televisión. Era 1956, el año en que sería bautizado “Elvis la Pelvis”, batiría records de audiencia y se convertiría en el primer cantante popular de cantar con todo el cuerpo y poner en llamas a la juventud del mundo. Un joven fotógrafo llamado Alfred Wertheimer y que no lo conocía fue contratado para retratar a esa figura en ascenso. Las fotos, inéditas durante años y desempolvadas para su muerte en el ’77, se exhiben ahora todas juntas en Estados Unidos a partir del 8 de enero, fecha en que habría cumplido 75 años.
Por Maria Gainza
¿Elvis quién?, preguntó Alfred Wertheimer cuando la jefa de prensa Anne Fulchino le pidió que tomara unas fotografías de una joven estrella en ascenso que venía de Memphis y que esa noche daría un show en la televisión. Wertheimer nunca había escuchado hablar de Elvis pero necesitaba el dinero por lo que aceptó la oferta. El fotógrafo que había comenzado su carrera profesional hacía tan sólo un año cargó en su bolso dos Nikon S2. Estas fueron las cámaras que usó –35 mm, lentes de 105 mm– para fotografiar al cantante durante los siete días que pasó junto a él en marzo, junio y julio de 1956: el año en que Elvis se volvió “Elvis la pelvis” y pasó de sensación regional a fenómeno nacional, sacudiendo las inhibiciones sobre raza, sexo y género de una Norteamérica puritana.
Elvis tenía por entonces tan solo 21 años, su belleza intacta, su talento a punto de explotar. Los retratos íntimos y honestos que Wertheimer hizo del joven Presley en el umbral exacto de su carrera se exhiben ahora en una muestra en el Grammy Museum de Los Angeles. Wertheimer recuerda aquella temporada que haría historia: “Llegué al estudio de televisión y Anne me condujo hasta un camarín donde vi a un hombre joven y a un anciano. ‘Elvis, quiero que conozcas a Alfred, él tomará tus fotos’, dijo Anne. Y Elvis murmuró algo como: ‘Ah, bueno, todo bien’. Y siguió en lo suyo. Estaba preocupado por algo. Resulta que el anciano era un joyero y que Elvis había encargado un anillo de la suerte con una herradura en diamantes y en eso estaban cuando llegué”.
Elvis tenía la concentración de un puntero láser, hiciera lo que hiciera. Ya fuera cepillarse el pelo frente al espejo, ensayar un tema o explicarle al padre por qué la plomería de su pileta no funcionaba. Esa noche no haría una excepción porque alguien a quien no conocía decía estar dispuesto a fotografiarlo hasta en el baño. Elvis habrá pensado: si algún día voy a ser muy famoso está bueno que haya alguien cerca para registrarlo. Prefirió enfocarse en lo suyo y olvidarse de la mosca en la pared.
Cuando volvieron del show Elvis se fue al Hotel Warwick y Wertheimer, convertido en su sombra, lo siguió. “Elvis se puso a leer absorto su correo de fans, cartas de seis páginas, y no levantó la vista. Después se tiró encima de las cartas y se quedó dormido. Yo también me dormí. Me despertó el ruido de una afeitadora. Estaba en el baño. Me acerqué y le pregunté: ¿puedo entrar? ‘Sí, claro’.”
Las fotos del show capturan la sensualidad animal de una performance de Elvis. Su magnetismo descomunal sobre y fuera del escenario. Todo su cuerpo está comprometido. Pero gran parte de lo que hace, lo hace con su mirada, con esos ojos azules y melancólicos que piden a gritos que lo salves. Esa noche canta “Blue Suede Shoes” y “Heartbreak Hotel”. Por entonces las estrellas cantaban de la cintura para arriba pero Elvis se mueve. Y cómo. Sus caderas dan latigazos como un cable de alta tensión en el suelo. Todo vibra. Se sarandea epiléptico. Tuerce su labio, ese labio esponjoso como un bizcochuelo. Ataca el micrófono. Es un hombre blanco con un sonido y un sentimiento negro, el de la música que baja por el Mississippi. Los adultos se alarman ante semejante descaro pero los jóvenes lo aman y son los jóvenes quienes compran los discos.
La televisión le dio el empujón final. En 1958 hizo once apariciones incluyendo dos en The Ed Sullivan Show que fueron vistas por más de 60 millones de personas. “Sin ningún talento y vulgar”, dijo el crítico del New York Herald Tribune y la Asociación de Padres y Maestros lo acusó de promover la delincuencia infantil.
Pero esa primera noche junto a Elvis, Wertheimer vio lo que muchos se negaban a ver: el imparable poder que ejercía el artista sobre las personas. Entonces llamó a Fulchino y le dijo: “Me gustaría quedarme un poco más”. Se venían nuevos shows.
Elvis se relacionaba con las mujeres de una manera muy particular. De la manera en que los grandes conquistadores suelen hacerlo: con una mezcla de necesidad maternal y deseo en carne viva. “A él le gustaba la idea de la mujer, no importa si tenía seis o sesenta. Las mujeres parecían calmarlo”, recordó después Wertheimer.
Un día Elvis da un show en el Mosque Theater. Los camarines están en el piso de arriba y Elvis sube a cambiarse. Wertheimer lo sigue pero en un momento se distrae y lo pierde. Se desespera. Entonces baja por las escaleras de incendio y al final de un largo pasillo iluminado por una lamparita de 50 watts ve dos siluetas. Una es una chica en puntitas de pies, la otra es Elvis. Se pregunta si es ético o no fotografiarlos pero se dice qué importa. Comienza a apretar el gatillo. Se sube a una escalera que está cerca y ahora está muy cerca. Elvis le está negociando un beso. Ha tratado de besar a esta chica toda la tarde. En el hotel, en el taxi. Ahora le pone los brazos alrededor del cuello y la aprieta de un modo muy amoroso. Luego le revuelve el pelo y ella le dice: “A que no podés besarme, Elvis” y saca su lengua, apenitas. El le dice: “A que sí”. Y muy suavemente saca su lengua. Se tocan por una décima de segundo. Y después la besa. Mientras esto ocurre se escucha al público gritando: “Queremos a Elvis, queremos a Elvis”. Cuando termina el beso, Elvis sale de la oscuridad del pasillo y se coloca tras bambalinas listo para subir al escenario.
Ese beso ha sido considerado el beso más sexy que jamás haya sido atrapado por una cámara. Wertheimer creía que cuanto menos luz se usaba para la foto más cerca de la verdadera personalidad se podía llegar. Y ahí está la foto, apenas iluminada por la lamparita, bellísimamente privada, un muchacho y una chica franeleando en un zaguán después de una fiesta de graduación. Hace que el beso tan posado y hecho póster de Doisneau parezca de cartapesta. La mujer de la foto nunca fue identificada. Muchas se acercaron a Wertheimer insistiendo que ellas eran la chica pero cada vez que el fotógrafo les hacía preguntas sus historias no cerraban.
Como buen periodista, Wertheimer sabía que para tener una cobertura interesante debía seguir a Elvis hasta sus raíces. Cuando Elvis regresó a Memphis en tren, él lo acompañó. El viaje duró 27 horas. Todo el trayecto Elvis escuchó música en su tocadiscos portátil. Al llegar lo esperaba su abuela y su novia del colegio, Barbara Hearn. Elvis se sentó con ellas a escuchar más discos. No llevaba camisa. Barbara estaba impecable con su vestido blanco con lunares. El la sacó a bailar, estaba muy transpirado. Pero no importó, bailaron el Lindy con la abuela todo el rato allí sentada.
En 1958 Elvis había alcanzado el nivel de fama que sólo John Kennedy o los Beatles alcanzarían. Y luego todo cambió. En marzo de 1958 fue llamado al ejército. En la Armada Elvis se cortó el pelo, enderezó su espalda y su labio ladeado dejó de subir y bajar. La bestia adolescente se trasformó en un lindo gatito. A su regreso sus agallas parecieron esfumarse de su música: dejó de rockear para hacer películas comerciales sobre patriotismo y decencia. Pero como escribió Tony Parsons en el Daily Mirror: “Durante su pico Elvis cambió el espíritu de la música moderna. Sin él, Madonna sería una maestra en Detroit. John Lennon dijo ‘Antes de Elvis no había nada’”.
Con el tiempo Wertheimer se puso a trabajar en cine (fue una de las cámaras detrás de la filmación del festival de Woodstock). Las fotos fueron olvidadas y durante 19 años nadie llamó a pedirlas. Hasta que en 1977 murió Elvis. Entonces la revista Time le pidió una foto y una revista llevó a otra. Hoy una copia de esas fotos vale unos 9000 dólares. Ese año bisagra en la vida del joven Presley, Wertheimer había intuido que el cantante, como Marilyn o Jackie, se volvería un icono en el verdadero sentido de esa vapuleada palabra, un objeto de adoración pagano, un santo en llamas para un rebaño secular.
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