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martes, 8 de febrero de 2011

KEITH RICHARD: SU AUTOBIOGRAFIA.





¿Quién hubiera dicho que Keith Richards se acordaba de todo? Ni siquiera él. Pero cuando el periodista James Fox lo entrevistó para ayudarlo a poner por escrito sus memorias, el resultado fue sorprendente: desde su infancia de posguerra y los primeros shows por cerveza, hasta la caída del árbol y el fantasma del retiro, pasando por los años de gira y desayunos de heroína, Life evoca con detalles inesperados una vida como pocas en este siglo. Mientras se espera una edición en castellano, traducimos algunos de sus mejores pasajes.









Por Mariana Enriquez

A los 67 años, Keith Richards deja en Vida más que una autobiografía: deja un testamento. No es estrictamente un set the record straight, no parece tener demasiadas intenciones de dar su versión de los hechos. Incluso es escueto sobre los eventos más conocidos de la mitología stone, desde Altamont hasta la muerte de Brian Jones. Quiere contar lo que fue importante: su infancia entre las ruinas de la posguerra, sus años como chico de coro y boy scout –en los que fue feliz–, la estrecha relación con sus padres, la vida en un deprimente suburbio londinense. Se ha dicho que Life es especialmente magnífica cuando Richards habla de música y es cierto: cuando explica la afinación abierta o cómo grababa en casetes o su relación con Johnnie Johnson, el pianista de Chuck Berry, es deslumbrante y es la memoria de una época que ha quedado irremediablemente atrás. Pero Life es también fascinante por lo que no dice: las referencias a Jagger, de las que tanto se ha hablado (sí, en chiste los Stones le dicen Brenda y Su Majestad), son breves comparadas con el tiempo que les dedica a sus parejas con Anita Pallenberg y con Patti Hansen, o a Freddie Sessler (dealer de cocaína farmacéutica y amigo que acaba de morir), o a sus aventuras con el salvaje saxofonista Bobby Keys. Sus propias canciones ocupan muchas menos líneas que las dedicadas a Jimmy Reed o Scotty Moore, el guitarrista de Elvis Presley, su principal influencia. James Fox entrevistó a Richards y a sus amigos y familia durante cinco años para este libro: ambos se conocen desde 1973. Quizá por eso puede hacer que las páginas parezcan una larga conversación, divertida y triste y asombrosa; lo conoce bien, conoce su voz. Y no hay nada de autocompasión en el libro. Es la vida de un hombre feliz que solamente se queja porque en los años ‘70 la policía lo persiguió mucho, y tiene razón después de todo. James Fox asegura que, cuando terminó el libro, se lo leyó a Richards en voz alta, y él decidió qué cortar, qué dejar, qué enfatizar. Y probablemente le dio ese tono amigable, seco, humilde: eligió cómo quiere quedar en la Historia. Y este hombre que habla parece amar la música y la vida, parece un gran tipo. No parece un pirata desquiciado ni un drogón quemado ni un bravucón: parece lo que seguramente es, un caballero.

Salvo cuando se le vuelan las chapas y se acuerda de las maldades que le hizo Mick y dice sí, bueno, yo me acosté con su novia y me dijo que la tiene chiquita. Tomá.


Mis mascotas














Soy hijo único. De chico, como compañía, tenía mascotas. Tenía un gato y un ratón. Es difícil creer que tenía esos animales –puede explicar un poco de lo que soy–. Un pequeño ratón blanco, Gladys. La llevaba a la escuela y hablaba con ella en la clase de francés cuando se ponía aburrida. La alimentaba con mi almuerzo y mi cena y volvía a casa con el bolsillo lleno de mierda de ratón. La mierda de ratón no importa. Es dura y redondeada, no tiene nada pegajoso ni asqueroso. Gladys era verdadera y confiable. Rara vez sacaba la cabeza del bolsillo para exponerse a la muerte instantánea. Pero mi madre Doris mató a Gladys y a mi gato. Mató a todas mis mascotas cuando yo era niño. No le gustaban los animales: me amenazaba con matarlos y lo hacía. Colgué una nota de la puerta de su dormitorio con un dibujo de un gato que decía “asesina”. Nunca la perdoné por eso. La reacción de Doris fue la usual: “Callate la boca. No seas tan blando. Meaba por todas partes”.

El blues



Hay algo en lo que produjeron los sobrevivientes de la esclavitud que es muy elemental, y eso es lo que yo buscaba. No es algo que se sienta en la cabeza, sino en las entrañas. Va más allá incluso de la musicalidad del blues, que es muy variable y flexible. Hay blues ligero y hay blues pantanoso y tantos otros. Yo existo en el pantanoso. Escuchen a John Lee Hooker. Tiene una forma de tocar arcaica. La mayoría del tiempo ignora los cambios de acordes. Los sugiere pero no los toca. Si está tocando con otra persona, es el otro el que cambia de acorde, él no, él se queda. Y es implacable... Escuché a Robert Johnson por primera vez gracias a Brian (Jones). Lo que escuché me dejó estupefacto. Llevaba la guitarra, la composición, la interpretación, todo a una nueva altura. Y al mismo tiempo me confundía, porque era música de banda, pero tocaba una sola persona. ¿Cómo podíamos hacerlo? Y nos dimos cuenta de que los tipos que habíamos estado escuchando, como Muddy Waters, también habían crecido con Robert Johnson, y lo habían traducido a formato banda. Era una progresión. Johnson es una orquesta de un solo hombre. Sus mejores composiciones tienen una estructura al estilo de Bach. Es una plataforma. Pero por brillante que sea, en el blues nada es un chispazo de genio. Un tipo escucha a otro y produce una variación. Todos están conectados. Y cuanto más lejos en el tiempo se va con el blues –apenas es hasta los años ‘20, porque uno escucha los discos–, uno piensa: “Gracias a Dios por la música grabada. Es lo mejor que nos pasó desde la escritura”.

Así nació la banda

Si pudiera elegir encontrar un diario íntimo sobre cualquier período de tiempo de la historia de los Stones, sería el momento en que la banda se estaba formando. Y lo encontré: un diario que cubre de enero a marzo de 1963. La mayor sorpresa fue que haya guardado algún registro de esa época. Recorre el momento crucial entre que Bill Wyman llegó o, más importante, cuando apareció su amplificador Vox y él lo acompañó y cuando estábamos tratando de reclutar a Charlie Watts. Incluso registraba la cantidad de dinero que nos pagaban en los shows, las libras, los chelines y los centavos. Con frecuencia decía “0” y eso significaba que habíamos tocado por cerveza en pequeños bailes de fin de curso. Pero las entradas también muestran enero 21, Ealing Club: 0. Enero 22, Flamingo: 0. Febrero 1, Red Lion: una libra diez centavos. Por lo menos conseguimos una fecha. Mientras consigas shows, la vida es maravillosa. ¡Alguien nos había llamado y nos había contratado! Estábamos haciendo algo bien. De otra manera, robar en los negocios, juntar botellas de cerveza vacías para canjear y tener hambre eran la orden del día. Juntábamos dinero para comprar nuestras cuerdas, arreglar nuestros amplificadores y válvulas. Sólo seguir adelante era terriblemente caro.

En la solapa del diario de bolsillo están las muy remarcadas palabras “Chuck”, “Reed”, “Diddley”. Ahí tienen. Era todo lo que escuchábamos en ese momento. Solamente blues americano o rhythm & blues o country blues. Cada hora de vigilia de cada día era sentarse frente a los parlantes tratando de aprender cómo se hacía el blues. Nos desmayábamos en el piso con la guitarra entre las manos. Uno nunca deja de aprender su instrumento, y ese era un momento de búsqueda. Uno tiene que encontrar un sonido si quiere tocar la guitarra. Elegimos el sonido del blues de Chicago, lo más fielmente que pudimos –dos guitarras, bajo, batería y un piano– y nos sentamos y escuchamos todos los discos que alguna vez editó el sello Chess. El blues de Chicago nos pegó entre los ojos. Habíamos crecido con lo mismo que había crecido todo el mundo, con el rock and roll, pero nos focalizamos en eso. Y mientras estábamos todos juntos, podíamos pretender que éramos hombres negros. Nos empapábamos de la música, pero no cambiaba el color de nuestra piel. Algunos incluso se volvieron más blancos. Brian Jones era un rubio de Cheltenham. ¿Y por qué no? Se puede venir de cualquier parte y ser de cualquier color, pero eso lo averiguamos después. Y no queríamos hacer dinero. Despreciábamos el dinero, despreciábamos la prolijidad, solamente queríamos ser negros. Afortunadamente dejamos atrás esa etapa. Pero esa fue la escuela. Ahí nació la banda.

Las chicas

Yo no colecciono mujeres. No soy ni Bill Wyman ni Mick Jagger, que cuentan y anotan con cuántas chicas estuvieron. Nunca me pude ir a la cama con una mujer solamente por sexo. No me interesa. Quiero besarlas y abrazarlas y hacerlas sentir bien y protegerlas. Y dejarnos notas cariñosas al día siguiente y quedar en contacto. Prefiero masturbarme antes que echarme un polvo pasajero. Nunca pagué por sexo. Me pagaron, sin embargo. “Te amo, ¡y acá está la heroína!” En general, siempre me interesaron las chicas que no se me tiran encima. Y casi nunca doy el primer paso, porque no sé hacerlo. Sólo sé provocar tensión en el aire, la tensión del deseo. Eso es todo. En general, ellas toman la iniciativa.

La heroína



Con Anita empezamos esnifando heroína, durante un año o dos, junto con cocaína pura. Se llaman speedballs. Una hermosa y bizarra ley de la época, cuando empezó el Servicio de Salud nacional en Inglaterra, decía así: si eras un yonqui, te registrabas con tu médico, y él te registraba en las listas del gobierno como adicto a la heroína. Así obtenías pequeñas píldoras de heroína junto con la cantidad correspondiente de agua destilada para inyectarte. Y, por supuesto, todo yonqui va a pedir el doble de lo que necesita. Y había más: al mismo tiempo, lo quisiera uno o no, te daban la cantidad equivalente de cocaína farmacéutica. La teoría era que la cocaína iba a contrarrestar la heroína y a lo mejor convertir a los yonquis en miembros productivos de la sociedad, pensando que si tomaban nomás la heroína, se iban a tirar en una cama a meditar y leer y cagar y apestar. Y los yonquis por supuesto vendían la cocaína. Duplicaban su necesidad real de heroína, entonces vendían la mitad del envío, más la cocaína. Una estafa hermosa. Y fue sólo cuando el programa se terminó que empezó el problema con las drogas en Gran Bretaña. Así fue cómo yo me puse en contacto con la cocaína. Era May & Baker pura, salida de la botella. Una botella que solía decir: “puros cristales mullidos” más tibias y calavera, la advertencia de veneno. Una etiqueta bella y ambigua. La razón por la que todavía estoy acá es que siempre tomamos, dentro de lo posible, lo más puro, lo de mejor calidad. En esa época uno no se preocupaba por con qué estaba cortada o cosas por el estilo. A veces, claro, uno se iba al fondo del pozo y se metía cualquier cosa, pero eso fue cuando la heroína me tenía agarrado del cuello. Cuando me andaba drogando con Gram Parsons caí muy bajo, por ejemplo. Pero mi introducción a la heroína fue muy crème de la crème.

Crecer con papá


Marlon Richards, el primogénito, cuenta por primera
vez los detalles de su infancia forajida.










‘‘La gira del ‘76 fue en Europa y por eso me fui con ellos de gira todo el verano y terminé en el concierto con Zeppelin en Knebworth, en agosto. Me pidieron que despertara a Keith, porque tenía malhumor, no le gustaba que lo levantaran de la cama. Así que Mick o alguno venía y me decía ‘tenemos que irnos en un par de horas, por qué no despertás a tu papá’. Yo era el único capaz de hacerlo sin que él te arrancara la cabeza. Le decía ‘arriba papá, tenemos que seguir, te espera un avión’, y él lo hacía. Era muy dulce. Ibamos a los shows y volvíamos. No recuerdo bacanales, la verdad. Compartíamos una habitación con dos camas. Lo despertaba y pedía desayuno del servicio de habitación. Helado o torta. Y las empleadas eran muy condescendientes, pobre niñito, y yo las mandaba a la mierda. Encuentro la condescendencia muy molesta. Y enseguida me avivé acerca de los colgados y la gente que quería llegar a Keith a través mío. Me acostumbré a sacárnoslos de encima diciéndoles ‘no los quiero ver por acá, váyanse’. Yo tenía siete años. Y a las chicas o a los drogones de mal aspecto les decía ‘al carajo, papá duerme, déjenlo en paz’. No sabían qué decirle a un chico, así que obedecían.

Recuerdo que Mick fue muy dulce en esa gira. Estábamos en Hamburgo, Keith dormía y Mick me invitó a su habitación. Yo nunca había comido una hamburguesa, y él mandó pedir una. “¿Nunca probaste una hamburguesa, Marlon? ¡Tenés que probar una en Hamburgo, entonces!” Cenamos juntos. Era muy amigable y encantador en esa época. También era muy bueno con Keith. Era muy paternal, lo cuidaba. Eso era muy evidente. Y en ese punto Keith estaba en un estado deplorable. Recuerdo, por ejemplo, que yo sólo tenía un par de zapatos y un solo pantalón, que usé hasta que se desintegraron.

Nunca me interesaron las drogas. Encuentro a todos los drogadictos terriblemente ridículos. Siempre me pareció que lo que hacían era muy tonto. Anita me dice que yo fumaba un poco de marihuana cuando tenía cuatro años en Jamaica, pero no me lo creo, me parece que es una típica historia de las que inventa mi madre.

Unos años después, mis padres ya estaban separados y yo vivía en Nueva York con Anita, que tenía un novio de 17 años. Recién se había estrenado la película El francotirador. Y estaba esa escena de la ruleta rusa, y él se puso a imitarla. Muy oscuro. Era un chico. Solía decirme –era un chico malvado– que iba a dispararle a Keith y eso me ponía mal, así que me alivió cuando se pegó un tiro. Me acuerdo la fecha, 20 de julio de 1979, porque era el décimo aniversario del alunizaje y lo estaba mirando por tele. Anita estaba en muy período muy autodestructivo. Estaba mirando la tele, entonces, y escuché un pop. No sonó como bang o nada, fue un pop. Y después Anita bajó las escaleras corriendo, cubierta de sangre.

Yo grité ‘Dios santo Jesús’. Pero tenía que mirar. Así que subí y vi todo el cerebro embadurnando en las paredes. Después me mandaron a París con Keith.

A principios de los ‘80, Keith empezó a alquilar mansiones en Long Island para que viviéramos Anita, mi abuelo Bert –el padre de Keith–, nuestro asistente Roy y yo. Al principio vivimos en una casa de Sands Point por seis meses. Allí se filmó la primera versión de El gran Gatsby, donde Sands Point es East Egg, con acres de césped, una gran playa y una pileta de agua salada en diversos estados de decadencia. Solíamos escuchar música de jazz de los años ‘20 que emergía del mirador, ruidos de fiesta y risas y vasos brindando que se disipaban cuando uno se acercaba... Hacia 1983, Anita se volvió a Inglaterra por problemas de visa y se quedó ahí. Así que no estuvo presente en la última y gigante casa con doce o trece habitaciones, terriblemente fría en invierno. Teníamos estufa en el living. La habitación de Roy estaba calefaccionada, la de Bert también, y nos reuníamos en la cocina. Pero en cualquier otra parte había que ponerse una campera abrigada. Esta casa tenía un ascensor que nos llevaba a las habitaciones donde vivíamos. Una vez se rompió y no salimos por dos semanas. Después descubrimos que la puerta principal había quedado abierta y que todo el piso de abajo se había congelado, como una pista de patinaje, que había carámbanos colgando del candelabro. Era como Narnia. Era como Gormenghast. Encontré a los sapos africanos que tenía como mascotas congelados en su pecera, muchos años antes de que apareciera Damien Hirst.

La muerte de su hijo Tara

Estaba en París con mi hijo mayor, Marlon, de gira, en 1976, cuando me enteré de que mi hijito Tara, de apenas dos meses, había sido encontrado muerto en su cuna. Recibí la llamada cuando me estaba preparando para hacer el show. Y empezó con un “lamento informarle...”, palabras que son como un disparo. Y después, “sin duda querrá cancelar el concierto”. Y lo pensé durante unos segundos y dije, por supuesto que no cancelamos. Hubiera sido lo peor, porque no tenía ningún otro lugar adónde ir. ¿Qué iba a hacer? ¿Manejar hasta Suiza para averiguar qué había pasado? Ya pasó. Se terminó. O sentarme y llorar y volverme loco y entrar en ¿qué? ¿Por qué? Llamé a Anita (Pallenberg, mi mujer) y ella estaba deshecha y los detalles eran confusos. Anita se tuvo que quedar ahí y ocuparse de la cremación y todas las molestias de los burócratas suizos antes de poder venir a París y todo lo que yo podía hacer entonces era proteger a Marlon, tratar de que no le cayera todo el drama por la cabeza. Lo único que me hizo seguir adelante fue Marlon y el trabajo de cuidar a un chico de siete años todos los días estando de gira. Subí al escenario esa noche. Me apegué a Marlon con locura. Había perdido a mi segundo hijo, no iba a perder al primero.

¿Qué pasó? Sé muy poco sobre las circunstancias. Todo lo que recuerdo de Tara es a ese niño hermoso en su cuna. Le dije, mierdita, te veo cuando vuelva de la gira, ¿sí? Parecía perfectamente robusto, un Marlon en miniatura. Nunca lo conocí, o muy poco. Le cambié los pañales dos veces, creo. Fue insuficiencia respiratoria, muerte súbita infantil. Anita lo encontró a la mañana. No le hice preguntas en el momento. Solamente Anita sabe. Yo siento que nunca debí dejarlo. No creo que sea su culpa: fue una muerte blanca. Pero abandonar a un recién nacido es algo que nunca me voy a perdonar. Es como si hubiera abandonado mi puesto de vigilancia.

Anita y yo no hemos hablado del tema jamás, hasta el día de hoy. Yo lo dejé, no quiero abrir viejas heridas. Si Anita quiere sentarse y sacar el tema quizá pueda hablarlo, pero yo nunca tomaré la iniciativa. Es demasiado doloroso. Ni ella ni yo lo hemos superado. Uno no supera cosas así. En el momento erosionó más nuestra pareja y ella se hundió todavía más en el miedo y la paranoia. No hay duda de que perder un hijo es lo peor que puede pasarte. Al principio te anestesiás. Muy lentamente aparecen los sentimientos de cariño por el chiquito. No se puede lidiar con eso al principio. Y no se puede perder un hijo sin que esa pérdida te persiga. Nunca te deja descansar. Ahora es un espacio frío dentro de mí. Es un pensamiento egoísta pero pienso que, si tenía que pasar, me alegro de que haya pasado entonces. Cuando era demasiado pequeño para que tuviéramos una relación. Su recuerdo me golpea una vez por semana, más o menos. Me falta un chico. Podría haber sido un compañero. Escribo el día de su cumpleaños en mis anotadores. Tara vive dentro de mí, pero ni siquiera sé dónde está enterrado, si es que lo está.

Mick Jagger













Cuando me limpié de heroína, a principios de los ‘80, perdí a Mick. Me di cuenta de que Mick había disfrutado una parte de que yo fuera un yonqui, la parte que no interfería con el negocio. Ahora aquí estaba yo, limpio. Volví con la actitud de OK, muchas gracias, de verdad. Quiero aliviarte del peso. Gracias por llevar la carga estos años en los que estuve ido. Te voy a recompensar. Nunca me mandé una enorme cagada, siempre te di buenas canciones para cantar. La única persona que se arruinó fui yo. Creo que esperaba una especie de explosión de gratitud, algo como ‘gracias a Dios, compañero’. Pero me encontré con que él era el jefe. Yo preguntaba qué está pasando acá, por qué hacemos esto, y no me respondía nada. Nada de nada. Y me di cuenta de que Mick tenía todas las cuerdas y no quería soltar ni una sola. No sabía que el poder y el control eran tan importantes para Mick. Siempre pensé que trabajábamos sobre lo que era mejor para nosotros. Mick se había enamorado del poder mientras yo era... artístico. La frase de ese período que todavía me resuena en los oídos es “Oh, Keith, callate”. La usaba mucho, muchas veces, en reuniones importantes, en cualquier lado. Incluso antes de que yo empezara a expresar una idea, era “Callate, Keith, no seas estúpido”. Ni se daba cuenta de lo que hacía. Era tan violento y grosero. Lo conozco hace demasiado, y se lo podía dejar pasar. Pero pensaba en eso todo el tiempo y dolía.

Mick se volvió inseguro, empezó a dudar de su talento, y ésa es, en mi opinión e irónicamente, la raíz de su arrogancia. Durante muchos años en los ‘60 Mick fue increíblemente encantador y gracioso. Era natural, fascinante. En algún momento, sin embargo, se volvió artificial. Se olvidó de lo bueno que era en espacios pequeños. Se olvidó de su ritmo natural. Sé que no está de acuerdo conmigo. Se olvidó de que él era novedoso, que creaba e imponía las modas, que lo hizo durante años. Es fascinante. Yo no lo entiendo. Es como si Mick aspirara a ser Mick Jagger, persiguiendo su propio fantasma. Nadie le enseñó a bailar hasta que tomó lecciones de baile. Charlie y Ronnie y yo solemos reírnos cuando lo vemos hacer un movimiento que aprendió de un instructor en vez de uno propio. Sabemos al instante cuándo se vuelve de plástico. Mierda, Charlie y yo venimos viendo ese culo desde hace 40 años: sabemos cuándo se sacude y cuándo le dijeron qué hacer... Me encantaba estar con Mick, pero no visito su camarín desde hace 20 años. A veces extraño a mi amigo. ¿A dónde demonios se fue?

Las drogas


A lo mejor el estilo de vida frenético tenía mucho que ver, pero yo tenía un sistema a fines de los ‘60. Tomaba un barbitúrico para despertarme, un subidón recreativo en comparación con la heroína, aunque igual de peligroso a su manera. Ese era el desayuno. Un Tuinal, inyectado, así pegaba más rápido. Y después una taza de té caliente, y después considerar si levantarse de la cama o no. Y más tarde a lo mejor un Mandrax o un Quaalude. De otra manera, tenía demasiada energía para quemar. Así que me despertaba despacio porque tenía tiempo. Y cuando el efecto se va, después de unas dos horas, te sentís más relajado, tomaste el desayuno y podés trabajar. Y a veces tomaba tranquilizantes para seguir adelante. Cuando estoy despierto, sé que los tranquilizantes no me van a dormir, porque ya dormí y porque es difícil dormirme. Lo que hacen es suavizar mi camino para los siguientes tres o cuatro días. No tengo intenciones de volver a dormir por un tiempo y sé que hay suficiente energía en mí que, si no desacelero, voy a quemar antes de terminar lo que sea que tenga que terminar, en el estudio, por ejemplo. Usaba las drogas como equipamiento. Rara vez las usaba por placer. Al menos, esa es mi excusa.

Aduanas

El saxofonista de los Stones Bobby Keys y yo solemos tener suerte cuando andamos en combo, especialmente en los aeropuertos. Una vez, pasando la seguridad en Nueva York, Bob se estaba ocupando del equipaje de mano. Una de mis valijas tenía que ser despachada sí o sí, no podía ir a la cabina. Tenía mi .38 especial, con quinientas rondas de munición. En esa época yo andaba con muchas armas. Ninguna era legal. No tengo permitido cargar armas de fuego: soy un ex convicto. Pero si la despachábamos, nadie iba a preguntar. Pero Bobby se equivocó y de repente veo la valija con la pistola en la cinta, a punto de pasar por los rayos X. “¡Mierda, no!”, grité. “¡Bob!” Y todos los que miraban la máquina se dieron vuelta para mirarme a mí y sacaron los ojos de la pantalla. No la vieron pasar.

El retiro












Levitar es probablemente la analogía más cercana en referencia a lo que siento –sea en canciones como “Jumpin’ Jack Flash” o “Satisfaction” o “All Down The Line”– cuando me doy cuenta de que encontré el tempo exacto y que la banda me sigue. Es como despegar en un jet. Dejo de sentir mis pies tocando el suelo. Estoy elevado en este otro espacio. La gente me dice “¿Por qué no abandonan?”. Yo no puedo retirarme, no hasta que me muera. No creo que la gente entienda lo que obtengo de esto. No lo hago por el dinero o por la gente. Lo hago por mí.

2 comentarios:

Paula dijo...

un grande el tipo

Unknown dijo...

Vos lo dijiste Paula. Una masa. Saludos....