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lunes, 9 de julio de 2012

ASTOR PIAZZOLLA, A 20 AÑOS DE SU MUERTE.


        



Cómo reinventarse una y otra vez

 

 El repaso de los múltiples giros que practicó en una carrera signada por un espíritu inconformista da pruebas de lo que significa el bandoneonista en el panorama de la música argentina del siglo XX. Este año habrá ediciones para redescubrir.


Por Diego Fischerman

Veinte años no es nada, cantaba Gardel. Y ésa era la cifra que Astor Piazzolla, el bandoneonista que a los 13 años había aparecido en un breve papel junto al cantante en El día que me quieras, había elegido en 1964 para la temprana retrospectiva discográfica 20 años de vanguardia con sus conjuntos. Y fue hace dos décadas, el 4 de julio de 1992, cuando Piazzolla falleció tras una larga agonía. Esta vez, ese período sí ha significado algo. Aun cuando muchas cosas sigan siendo más o menos iguales, está claro que a Piazzolla y al valor de su música ya no lo discute nadie. Y aún más: para muchos no hay, para nombrar a Buenos Aires –e incluso al tango–, un sonido mejor que el que el marplatense construyó a lo largo de un conflictivo medio siglo, desde que a los 20 años ingresó como instrumentista en la Orquesta de Aníbal Troilo hasta su último sexteto pasando por sus propias orquestas y, desde ya, por sus geniales quintetos.

 

Inquieto y preocupado por registrar los latidos de su época, Piazzolla no tuvo un solo estilo, ni siquiera una biografía. Si no existiera el derrotero que comenzó en 1955 con el Octeto Buenos Aires, si no hubiera más que aquel orquestador que a los 22 años comenzó a arreglar para Troilo, que a los 24 dirigió la orquesta que acompañaba a Francisco Fiorentino, que un año después formó la propia –grabando 16 discos de 78 rpm para Odeón, entre septiembre de 1946 y diciembre de 1948–, y que entre 1950 y 1953 compuso para las principales orquestas del momento –Troilo, Fresedo, Francini-Pontier y Basso– alcanzaría para considerarlo un nombre fundamental del tango. Sus arreglos de “Inspiración” o, ya en 1951, de “Responso”, para Troilo, sus versiones de “Chiclana”, “Taconeando” o “Quejas de bandoneón”, con la Orquesta 1946-48, y piezas propias como “El desbande” (lo primero propio que grabó), “Se armó”, “Villeguita”, “Para lucirse”, “Prepárense”, “Contratiempo”, “Triunfal” y “Lo que vendrá” están entre lo mejor del tango de los ’40 y ’50.

 

Pero ése era un género con el que Piazzolla estaba en crisis. Lo conocía como nadie, admiraba a muchos de sus músicos pero despreciaba su conformismo y falta de horizontes. Decía que con sus colegas no había de qué hablar. Y, si bien gozaba del respeto de los más prestigiosos, había otros que no cesaban de hostigarlo. Y la Argentina no era –ni lo sería después– un lugar caracterizado por la tolerancia. La renovación de una música como el tango –y ya su orquesta, aunque claramente anclada allí, proponía una mirada distinta– tomaba los atributos de la traición a la patria. Y lo que en otras partes (las polémicas sobre el be-bop en los Estados Unidos, por ejemplo) no pasaba de la discusión estética, en Buenos Aires acababa frecuentemente a las trompadas. En 1953, Piazzolla, que luego de estudiar con Alberto Ginastera había ganado un concurso de composición organizado por el gobierno –el concurso tomó el nombre de Fabien Zevitzky, director de la Sinfónica de Indianápolis que el año anterior había conducido a la Orquesta del Estado y al que se comprometió para que dirigiera un concierto, en la Facultad de Derecho, con las obras premiadas–, decidió viajar a París y allí llegó a tomar diez lecciones con la prestigiosa Nadia Boulanger. Quería convertirse en compositor clásico, pero el resultado de su periplo fue paradójico. La vieja maestra le recomendó que se dedicara al tango.

 

La experiencia parisina resultó fundamental para el nacimiento del segundo Piazzolla. Por un lado, grabó una serie de discos, para los sellos Festival, Vogue y Barclay, donde por primera vez prescindió del molde de la orquesta de tango (aun con agregados como el oboe, tal como había sucedido en la grabación de “Dedé”, en 1951), colocando al bandoneón como solista absoluto, junto a un piano y una orquesta de cuerdas. Y por otro, porque el dueño de uno de los sellos para los que realizó estos registros, Charles Delaunay, de Vogue, le hizo escuchar otros discos grabados por él, entre ellos los que documentaban las actuaciones del cuarteto de Gerry Mulligan en la Salle Pleyel, poco tiempo antes de que el bandoneonista llegara a París, y el del sexteto de Oscar Pettiford. Una grabación que tuvo una influencia notable en el octeto que Piazzolla crearía al volver a Buenos Aires. Allí había un cello (tocado por Pettiford) y estaba, además, la guitarra eléctrica de Tal Farlow, en un papel solista que resultaba sumamente novedoso. El regreso a la Argentina nada tuvo que ver con aquel de Cobián a Bahía Blanca. El bandoneonista no volvió vencido, a pesar de la decepción con Boulanger, sino lleno de ideas y con la decisión para llevarlas a cabo. Creó el revolucionario Octeto Buenos Aires, donde incluía otro bandoneón, tocado por Leopoldo Federico, dos violines (el virtuoso Enrique Mario Francini y Hugo Baralis, quien había sido solista en su Orquesta 1946-48), el piano de Atilio Stampone, el cello de José Bragato, la guitarra eléctrica de Horacio Malvicino (reclutado en el Bop Club) y el contrabajo de Hamlet Greco, luego reemplazado por Juan Vasallo, y con el que grabó un disco de duración media para Allegro (Tango progresivo) y un LP para Disc Jockey (Tango Moderno). Y, paralelamente, con la misma conformación de sus discos parisinos, grabó cuatro temas para el sello TK (“Azabache”, “Negracha”, “Sensiblero” y “Lo que vendrá”), dos para Odeón (“Vanguardista” y “Marrón y azul”) y dos LP, Lo que vendrá, registrado en Montevideo para Antar-Telefunken, y Tango en Hi-Fi, para Music-Hall. Allí el violín solista era el de Vardaro y había temas notables como “Melancólico Buenos Aires” (en el segundo disco) y “Tres minutos con la realidad”, uno de los experimentos más modernistas de Piazzolla, que aparecía en ambos discos aunque en la versión montevideana tenía percusión, lo que ponía más en evidencia su filiación bartokiana.

 

En 1958 llegó otro viaje. De nuevo Nueva York, donde Piazzolla había vivido en su infancia, y el sueño de trabajar allí con un proyecto del que después renegaría pero cuyos resultados estuvieron lejos de tal escarnio. Además de algunos arreglos para grupos y cantantes latinos (Fernando Lamas, José Duval, The Di Mara Sisters, Machito), el bandoneonista creó por primera vez un quinteto (en rigor un sexteto, ya que a su instrumento, vibráfono, guitarra eléctrica, piano y contrabajo, se agregaba percusión) en el que mezclaba temas propios con versiones de clásicos del jazz. Más allá de las congas, que en esa época eran vistas por cierto público fino –en el que se contaba Piazzolla– cono signo suficiente de oprobio, en ese grupo se sumaba, al manejo experto de los contracantos y al swing que siempre había tenido, una nueva contención en la escritura. Y un sonido que, con la incorporación del violín en lugar del vibráfono, caracterizaría a la creación más extraordinaria y duradera. Ese quinteto que fundó al regresar a Buenos Aires y al que, con algunos cambios de integrantes y a pesar de varias idas, siempre volvería.

 

En el comienzo se sucedieron tres violinistas, Symsa (Simón) Bajour, Elvino Vardaro y Antonio Agri, que permaneció incluso hasta la primera formación del grupo eléctrico de 1975-1977. A Malvicino lo sucedió Oscar López Ruiz, que integró también el Noneto de 1972-1973 y la primera formación del nuevo quinteto de fines de 1978. Durante el primer período se alternaron dos pianistas, Jaime Gosis y Osvaldo Manzi, y el contrabajista fue Kicho Díaz, que había tocado en la orquesta de Troilo. En 1964 hubo un breve octeto con flauta y percusión, una formación a la que volvería en 1968, para la “operita” María de Buenos Aires, que compuso junto a Ferrer, con quien también creó, un año después, dos de sus piezas más exitosas, “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”. Después del noneto, Piazzolla se mudó a Italia, donde comenzó a grabar con un formato más cercano al jazz rock (el solo de órgano eléctrico en la versión de “Adiós Nonino” incluida en Libertango, el de piano eléctrico en “Whisky”, en la Suite Troileana). En esa época formó su grupo electrónico, que hacia fines de la década abandonó para volver a su viejo amor, esta vez con Fernando Suárez Paz (que había integrado la primera formación del Sexteto Mayor) en violín, Pablo Ziegler en piano y Héctor Console en contrabajo. López Ruiz fue el primer guitarrista y, en un movimiento simétrico al de los comienzos, lo reemplazó Malvicino.

Luego llegó el sexteto, con cello en lugar del violín, el agregado de otro bandoneón y un impensado Gerardo Gandini en piano. Sin dejar ningún disco de estudio completado y con varios cambios de integrantes en apenas un año de existencia, queda de este grupo, no obstante, un sonido espeso y oscuro, nuevos arreglos de viejos temas, como “Buenos Aires Hora 0” y “Tres minutos con la realidad”, y unos cuantos estrenos. Pero, dicen los que lo conocían, Piazzolla no era el mismo. Había tenido un infarto de miocardio en 1973 y en 1988, antes de formar el sexteto, le habían realizado una operación de cuádruple by pass. El 5 de agosto de 1990, en su casa de París, tuvo un infarto cerebral. Lo trasladaron a Buenos Aires una semana después. Contaba su hijo Daniel –que además había sido su músico, tocando el sintetizador a mediados de los ’70–, que reaccionaba cuando escuchaba música y, durante los dos años hasta su muerte, se ocupó de que siempre estuviera sonando la que él prefería. “La muerte del ángel”, “Romance del diablo”, “Calambre”, “Tristezas de un Doble A”, “Invierno porteño”, “Milonga del ángel”, “Revolucionario”, “Soledad”, “Contemporáneo” y, claro, “Adiós Nonino” son apenas algunas obras que transformaron para siempre el campo de la música artística de tradición popular. Veinte años después, el Conservatorio Superior de Música de Buenos Aires y el aeropuerto de Mar del Plata, su ciudad natal, llevan su nombre. Son muchas más, sin embargo, las marcas de su música.

 


 PIPO LERNOUD Y LOS CRUCES ESTILISTICOS DE PIAZZOLLA

“El rock lo reconoció”

 

El periodista recuerda la efervescencia de los ’70, cuando los rockers veían en Astor un símbolo de renovación y audacia, y él, contra todo pronóstico, declaraba su interés en ese campo.


Por Cristian Vitale

En 1975, conmovido por la muerte de Aníbal Troilo, el más grande entre sus pichones le tributaba un homenaje seminal: la “Suite Troiliana”, una obra de cuatro movimientos que, viene muy al caso, fue ejecutada por su Conjunto Electrónico. Al año, con la misma formación, Astor Piazzolla presentó 500 motivaciones en el Teatro Gran Rex, con importante asistencia rockera y, un semestre después, repitió en el Teatro Olympia de París. Era la época del jazz rock o, dicho en argentino, del tango-rock con marco de jazz. “Piazzolla estaba muy interesado en eso”, asevera Pipo Lernoud a Página/12. No es teoría ni relectura de fuentes ajenas. El creador de El Expreso Imaginario trabó relación in situ con aquel Piazzolla electrizado con y por la época, y lo entrevistó dos veces. Una en el ’75, por encargo de una revista colombiana, y otra para un especial de El Expreso centrado en el vínculo entre tango y rock. Y ambas (publicadas en el debut y en el número 5 de El Expreso respectivamente) dieron testimonio de un Piazzolla navegando por las aguas musicales complejas, enmarañadas y vitales de la época. “La verdad que me sorprendió, porque creíamos que era un chinchudo que se peleaba con todo el mundo y que consideraba al rock como una cosa menor, pero salió diciendo que respetaba mucho a los músicos de rock, que le gustaban Charly y Spinetta, y que era un momento interesante para esa música”, evoca uno de los seres fundacionales del periodismo de rock en Argentina

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–La época de los bandoneones de Rodolfo Mederos y Daniel Binelli en Invisible. O de Alas y los experimentos cruzados del mismo Binelli con Gustavo Moretto y Pedro Aznar...

–Sí. De mucha madurez, ¿no?: Charly había hecho “Tango en segunda”; Luis, “Las golondrinas de Plaza de Mayo”, Mederos y Binelli se habían acercado al rock. Había una apertura de ambos lados, una admiración, una voluntad de conocerse más. Los músicos argentinos, empezando por Litto Nebbia, tenían una admiración total por Piazzolla. Yo creo que esa impronta de alguna manera cruzó a Piazzolla, aunque su apertura venía más por el lado de la evolución del jazz rock que por el rock en sí. Le interesaba muchísimo lo que pasaba con Chick Corea: el uso de máquinas nuevas, sintetizadores, arreglos complejos con más cortes, y también con Emerson, Lake & Palmer.

 

–Llegó hasta las fronteras con Emerson, podría decirse.

–Tal cual, sí. En ese momento, él aún estaba muy discutido dentro del tango, e incluso respondía con una confrontación permanente y sin diplomacia (risas). Se había peleado con todo el mundo y dentro de ese género tenía mucha oposición por eso de meter ruidos raros, arreglos extraños, en fin... Entonces, en el pico de esta situación de soledad, mi sensación es que encontró en la evolución musical que se daba por entonces algo familiar con su propia música. Me refiero al jazz rock, y al rock como música progresiva y compleja. Creo que, de alguna forma, se acercó a ese sonido. O sintió que había una apertura musical hacia la complejidad, el uso de armonías y tiempos diferentes, que tenía mucho que ver con sus intenciones en ese momento. De alguna manera, el rock lo estaba cruzando y su participación en el festival de jazz de San Pablo también dio testimonio de eso.

La referencia de Lernoud enraíza con otra instancia en la que le tocó indagar en el Piazzolla “rocker”. Fue en 1979, y la Expreso dio cuenta de aquel festival apoteótico, en el que Piazzolla fue figura principal. La crónica le pertenece a Alfredo Rosso, pero Lernoud también puede dar cuenta. “Estaban Dizzy Gillespie, Chick Corea, John McLaughlin, en fin, un cartel impresionante y, cuando Corea terminó de tocar, dijo ‘les pido especialmente que escuchen lo siguiente porque es lo mejor que está pasando en el planeta’. Y salió Piazzolla. De pronto, el tipo que era su puente hacia otras músicas lo reconoció públicamente. Lo mismo hicieron McLaughlin y Gismonti: fue un recital descojonante. Yo nunca había visto a Piazzolla improvisar en el bandoneón con una libertad y una fiereza impresionantes. En general, sus arreglos eran bastante compactos, pero esto era otra cosa. Piazzolla fue el héroe de ese festival y él estaba refeliz, porque le había entrado por la gente del rock un reconocimiento que no le brindaba la gente del tango... un reconocimiento que venía desde siempre, ¿no?, porque yo creo que no se puede hablar del primer disco de Almendra, del primer disco de Manal o del primer disco de Arco Iris sin mencionar a Piazzolla. El está presente en “Avellaneda Blues”, en “Laura va” y en la parte de “Adiós Nonino” que usa Arco Iris en el disco rosa. El está en el origen del rock argentino.

 

 

Diez discos para veinte años

El tiempo transcurrido desde la muerte de Piazzolla se mide, también, en la aparición de discos. Estos son los diez más importantes, entre las nuevas ediciones de material que se había publicado en vida del bandoneonista, pero que se hallaba descatalogado en ese momento, y grabaciones que habían permanecido inéditas.

1 Piazzolla Completo 1956-1957 (Lantower). Agrupa los dos discos del Octeto Buenos Aires y todas las grabaciones realizadas con bandoneón, piano y orquesta de cuerdas, en Buenos Aires y Montevideo.

2 Piazzolla interpreta a Piazzolla (1961, Sony). Primera grabación del Quinteto y disco fundante de un estilo y un sonido. Además, allí está el primer registro de “Adiós Nonino”.

3 Nuestro tiempo (1962, Sony). Album ejemplar del Quinteto, ya con Antonio Agri en violín.

4 Introducción al ángel (Melopea). Grabación en Radio Municipal, en 1963. Un documento notable y con muy buen sonido, que permite escuchar el descomunal sonido de aquel quinteto en vivo.

5 Tango para una ciudad (1963, Sony). Tal vez el disco más cercano al jazz en su espíritu de libertad rítmica y en su sentido del swing.

 


6 Concierto de tango en el Philharmonic Hall (1965, Universal). A pesar de su título, es una grabación de estudio, realizada en Buenos Aires y con el Quinteto en estado de gracia. Es el primer disco en el que Piazzolla graba sólo temas propios y allí están, entre otros, “Milonga del ángel” en su primera grabación.

7 Música Popular Contemporánea de la Ciudad de Buenos Aires. Vol. 1 y 2 (1972-1973, Sony). Una nueva formación, el Conjunto 9, donde se completaba el cuarteto de cuerdas (con segundo violín, viola y cello) y se agregaba batería. Varios estrenos notables: “Vardarito”, “Tristezas de un Doble A”, “Onda nueve”.

8 Milán 1984 Vol. 1 y 2 (Trova). Gran performance del último quinteto, en vivo.

9 Milva & Astor Piazzolla. En vivo. Tokyo 1988 (RP). Album doble con una de las últimas actuaciones del grupo, con el agregado de Milva como cantante.

10 Luna (EMI). Registro de la actuación del sexteto en Amsterdam, en junio de 1989.

 



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