Siempre se vuelve al primer amor
En el año del centenario del nacimiento del poeta al que musicalizó en sus comienzos y que lo convirtió en un abanderado de la memoria de la República, los caídos de la Guerra Civil, la resistencia contra el franquismo y los olvidados del exilio, Joan Manuel Serrat vuelve a Miguel Hernández. Y lo hace de gran modo. María Rosa Lojo recorre el impacto de ese poeta, de su generación y de aquel disco en España y la Argentina.
" Hijo de la luz y de la sombra"
Por María Rosa LojoEl diáfano y oscuro Miguel Hernández, poeta extremo del amor y de la muerte, nació en 1910, en Orihuela, dentro de una familia de pequeños criadores de ganado, y murió en 1942 en una prisión de Alicante. Tras un fracasado intento de fuga a Portugal, al concluir la Guerra Civil Española con la derrota de la República, había sido primero condenado a la ejecución por su notoria actividad política. Luego se le conmutó esta sentencia por treinta años de cárcel que –enfermo de tuberculosis– no llegaría a cumplir. Menos de una década le había bastado para dejar una obra extraordinaria, que enhebra, entre otros, los títulos Perito en lunas, El rayo que no cesa, Quién te ha visto y quién te ve, Viento del pueblo, Cancionero y romancero de ausencias. Su poética relee y reescribe a los líricos del Siglo del Oro (como la de los autores de la generación del ’27, donde lo ubican unos, mientras que otros lo hacen en la del ’36). En cualquier caso, el único e inclasificable Miguel Hernández cruza este legado con potentes y audaces imágenes surrealistas.
En 1972, un joven cantautor catalán decide musicalizar algunos de los poemas de Hernández. Ya había emprendido una tarea similar tres años antes, con la obra de Antonio Machado, en un álbum que trascendió largamente las fronteras de España. Joan Manuel Serrat soportaba entonces el poco eficaz silenciamiento de la censura franquista. Aunque estaba prohibido promocionar su obra por los medios de prensa y difusión, los españoles seguían comprando sus discos. Se convirtió en frecuente visitante de Sudamérica y de la Argentina en particular a partir de ese tributo machadiano, y logró ser muy pronto uno de los afortunados artistas bendecidos simultáneamente por el gran éxito de público y la aprobación de la crítica.
Serrat cuenta, en la edición mexicana de su primer homenaje a Hernández, cómo lo descubrió en las “maravillosas ediciones” de Austral que llegaban desde la Argentina. Nuestro país le devolvió con creces esa gratitud. Todo en Serrat nos resultaba atractivo: su estilo innovador, que le ponía ritmos y melodías personales a la gran poesía española del siglo XX, en castellano y en catalán, sus elecciones temáticas, su juventud contestataria, su posición coherente contra el régimen franquista, que lo llevó incluso a tener pedido de captura y a permanecer en obligado exilio en México durante un año. En todo el período que, desde 1969, precedió a la muerte de Franco y al golpe militar del ’76, las nuevas generaciones de argentinos descubríamos a un tiempo la música de Los Beatles, el folklore nacional, la teología de la liberación, y la literatura y la filosofía en general.
Serrat, a la vanguardia de ese presente, reconstituía los vínculos con una España entrañable, sumergida durante el franquismo, y que ya había llegado a la Argentina a través del rico aporte de los exiliados, pero no era difundida tanto ni tan popularmente como hubiera podido esperarse. El abrió las puertas hacia la comprensión admirativa, por parte de los más jóvenes, de los ideales de la República y de sus héroes (ejecutados, encarcelados dentro de su patria o fuera de ella, en la invisible prisión de su nostalgia). Pero también anticipó, como su implícito embajador, vocero y representante, la España que vendría inmediatamente después. La de la transición democrática, la de la reivindicación de las libertades, la que comenzaría su largo proceso de integración con Europa. El “Nano” (como se lo llamó y se lo llama entre nosotros), con su Alberti, su Hernández, su Machado, su Cernuda, sin restarles jerarquía artística (por el contrario, añadiéndoles el plus de su propia creatividad), nos hizo (re)conocer una poesía memorable y también una agenda ética, en un clima de ebullición social, marcado por los debates intelectuales y, crecientemente, por la violencia política.
En el primer álbum, Serrat había seleccionado diez poemas: “Menos tu vientre”, “Elegía”, “Para la libertad”, “La boca”, “Umbrío por la pena”, “Nanas de la cebolla”, “Romancillo de mayo”, “El niño yuntero”, “Canción última” y “Llego con tres heridas”.
En el segundo recoge trece: “Uno de aquellos”, “Del ay por el ay por el ay”, “Canción del esposo soldado”, “La palmera levantina”, “El mundo de los demás”, “Dale que dale” (del poema original “Silbo del dale”), “Cerca del agua”, “El hambre”, “Tus cartas son un vino”, “Si me matan bueno”, “Las abarcas desiertas”, “Sólo quien ama vuela” e “Hijo de la luz y de la sombra”.
No hay repeticiones de textos y tampoco de estilos fuera de lo que es lógico, tratándose del mismo poeta y el mismo músico. El análisis de Agustín Sánchez Vidal, en El País, destaca que Serrat ha buceado en zonas de la obra del poeta recuperadas para el libro en los últimos años (desde su muerte hasta 1992, en que aparecieron las Obras completas, el material impreso y reunido de Hernández se quintuplicó), y marca asimismo la variedad y la riqueza en la musicalización, que incluye elementos del folk, del son cubano, del flamenco.
Ambas selecciones conforman una muestra seductora de la poesía hernandiana y sus “tres heridas”: la de la vida, la de la muerte, la del amor. Ecos de la copla, del romance, de la anónima voz popular se entrelazan con metáforas arriesgadas y exquisitas, que tocan siempre, infalibles, el límite de la experiencia. Algunos nudos temáticos: el varón en guerra por la libertad amenazada, la espera de las cartas de la esposa, que son como el vino, la reverencia ante el misterioso poder germinativo y erótico del vientre femenino, el dolor indignado ante la humillación de una clase condenada desde la niñez (que une “El niño yuntero” con “Las abarcas desiertas”), el vuelo liberador de la pasión que todo lo puede.
Esta última selección es más representativa de lo que podría considerarse como el centro simbólico de la cosmovisión de Hernández: la materialidad trascendente del cuerpo. Aun pulverizado, destruido, descompuesto, el cuerpo es sagrado porque guarda como una escritura indeleble, en la memoria más profunda de las células, la imagen del amor que se encarna, finalmente, en el “Hijo de la luz y de la sombra”. Serrat elige sólo algunos versos de ese extenso poema, prefiriendo los que describen la pasión de los esposos, como: “Daré sobre tu cuerpo cuando la noche arroje / su avaricioso anhelo de imán y poderío” (...) “Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta, tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida”.
Pero vale la pena recordar también el magnífico cierre de esta composición en tres partes, que nos remite al poeta de “Nanas de la cebolla”, el que después de haber sufrido la muerte del primer hijo, sabe, en la cárcel, que su mujer tiene sólo pan y cebolla para alimentarse mientras amamanta al segundo. A pesar de todo, insiste tercamente la poesía, “aún tengo la vida” (“Para la libertad”). Por sobre la indigencia y el desamparo totales triunfará la esperanza de ese legado: “Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos, / seguiremos besándonos en el hijo profundo./ Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo”.
Si Serrat contribuyó decididamente a la difusión popular de Hernández y otros autores españoles que fueron sus contemporáneos y sus hermanos en la sensibilidad, la poesía argentina, desde la generación del ’70 en adelante, no acusó demasiado recibo de este impacto. Mucho más cerca de Hernández, en cambio, están los poetas del ’60, como Juan Gelman, Miguel Angel Bustos, Juana Bignozzi y sobre todo, quizá, la intensa y aterciopelada Nira Etchenique, tanto menos conocida: “Sin embargo recuerdo / Un cuarto piso / Gorriones que venían con espejos / Un suave olor a nardo / Un suave olor a sexo / Un suave olor a noche / Un suave, suave, suave / Un suave olor a humano / Entonces las ventanas se abrían como madres / Y el cigarrillo ardía / Y ardía la campana, la lámpara, el abismo / Del muslo que gemía, del labio que quemaba / Del áspero silencio sangrando boca arriba”.
Todos ellos se vinculan con Hernández por el fuerte compromiso político que afectó radicalmente sus vidas y determinó, en algunos casos, sus muertes. Pero no se trata sólo de eso sino de estéticas afines: una diafanidad musical de la lengua, una entrega sin retaceos de la palabra al mundo y a los otros, con fervorosa confianza en su poder movilizador y conmovedor. No temen a la expresión desembozada de las pasiones –visceral, violenta, luminosa–, ni a la desmesura de esas pasiones que pueden modificar la realidad hostil. Es así, tensando hasta lo insoportable el registro pasional, exacerbando la fuerza del deseo, apostando por el exceso, como se realiza en plenitud la experiencia vital, en lo acerbo y también en lo dulcísimo. Dice Juan Gelman: “Un hombre deseaba violentamente a una mujer, / a unas cuantas personas / no les parecía bien, / un hombre deseaba locamente volar, / a unas cuantas personas les parecía mal, / un hombre deseaba ardientemente la Revolución / y contra la opinión de la gendarmería / trepó sobre los muros secos de lo debido, / abrió el pecho y sacándose / los alrededores de su corazón, / agitaba violentamente a una mujer, / volaba locamente por el techo del mundo / y los pueblos ardían, las banderas” (“Opiniones”, Gotán, 1962).
No temen tampoco estos poetas, ciertamente, a esas palabras-cliché (corazón, alma), gastados vehículos de la afectividad y la interioridad, que toman para darlas vuelta y que saben renovar de manera deslumbrante. Dice Hernández: “Ayer, mañana, hoy / padeciendo por todo / mi corazón, pecera melancólica, / panal de ruiseñores moribundos. / Me sobra corazón. / Hoy descorazonarme, / yo el más corazonado de los hombres,/ y por el más, también el más amargo” (“Me sobra el corazón”, Poemas sueltos).
Se ha dicho que la pena es un tema central de la poesía hernandiana. Recurre en ella, sin duda, pero nada sería más equivocado que asociarla a una suavidad melancólica. Es una pena visceral, de cante jondo, que traspasa la médula. No implica disminución del tono y la temperatura vitales sino, más bien, estallido y apogeo. La potencia es la clave de sol en la cual se inscribe toda esta poética. Potencia verbal y erótica, que elige como imágenes la sangre y el fuego; sensibilidad desollada y rabiosamente viva, capaz de transformar la desesperación en fe: “Soy una abierta ventana que escucha / por donde va tenebrosa la vida. / Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida” (Poemas últimos).
Miguel Hernández fue en mi adolescencia un “poeta de cabecera”. Hoy día, lejos de haber perdido actualidad para mí, la ha acrecentado. En la madurez, cuando todos, o casi todos, podemos afirmar con él “pintada, no vacía, / pintada está mi casa / del color de las grandes pasiones y desgracias”, el valor ético y estético de sus versos se multiplica. Lejos de la ingenuidad, su “dejadme la esperanza”, resuena en lo profundo de la memoria y sus decantados dolores como la afirmación de una palabra trasfundida en ser que, a pesar de todo, resiste frente al destino.
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