Probablemente sólo quienes siguieron la salida de cada uno de sus ejemplares durante la última dictadura pueden entender cabalmente lo que significó esa revista para sus lectores. Funcionaban en un departamento de Belgrano. Eran ignorados por los servicios de inteligencia del Estado y ninguneados por la izquierda, pero leídos por Spinetta, Charly García y cientos de jóvenes que por ese entonces empezaban a parar la oreja y a descubrir la cultura rock que pocos años después dominaría el mundo. Jorge Pistocchi, Alberto Ohanian, Pipo Lernoud, Roberto Pettinato, Fontova, Alfredo Rosso y Claudio Kleiman cuentan la historia de ese mito que llevó a Atahualpa Yupanqui a confesar que la mejor entrevista de su vida se la había hecho una revista llamada Expreso Imaginario.
POR MARTIN PÉREZ
A la gente del estudio de abogados, el asunto ya no les causaba ninguna gracia. Porque ellos eran gente seria, pero quienes ocupaban el otro cuarto del departamento decididamente no lo eran. Y aunque en un principio el arreglo había sido que cada vez que viniese gente debían encerrarse en su cuarto y no asomar la cabeza hasta que el cliente en cuestión se hubiese retirado, muy rápido se hizo evidente que semejante pacto iba a ser cada vez más difícil de cumplir.
Aquel estudio presumía de formal, trabajaba a destajo y estaba decorado, según uno de sus dueños, “con lujo sibarítico”. Ubicado en el sexto piso del edificio de Uruguay y Corrientes, estaba dedicado casi exclusivamente a atender a la comunidad armenia, pero uno de sus socios –que también se dedicaba al rubro textil– se decidió a abrir una tercera línea de trabajo. Más vinculada con intereses personales que con buscar un sustento económico, es cierto. Porque el abogado en cuestión había decidido asociarse a un grupo de amigos que le había presentado a un cliente –que, a esa altura de su relación, más que cliente era otro amigo– y aceptado correr el riesgo de solventar económicamente la edición de una revista muy particular. Y había ofrecido aquel pequeño cuarto disponible en su estudio para que allí funcionase la redacción. Pero aquella solución era a todas luces temporaria. Porque, muy rápidamente, en los pasillos lujosamente alfombrados comenzó a haber gente durmiendo por las noches. Se descubrió que las botellas de un pequeño bar habían sido sigilosamente vaciadas y convenientemente rellenadas con agua. Finalmente, una tarde sucedió que uno de aquellos individuos de aspecto sospechoso, que no dejaban de ser convocados por aquel proyecto al que aquel cuarto le quedaba cada vez más pequeño, decidió que no tenía ninguna gana de correr a encerrarse ante la llegada de un cliente.
“Jorge Bonino nos dijo que estaba muy cómodo tirado en el piso, y que no iba a levantarse de allí”, recuerda entre risas Pipo Lernoud, uno de los primeros en embarcarse en aquella aventura. “Estar con Bonino es una experiencia fuerte, una constante sorpresa”, se puede leer al comienzo de la entrevista al particular actor publicada en el primer número de la revista editada en aquel sexto piso sobre la avenida Corrientes. Y aquella “constante sorpresa” es la que debió haber asustado a los clientes del estudio de abogados que debieron compartir la sala de espera con un personaje que no dejaba de estudiarlos atentamente y sin disimulo. Así fue como a Alberto Ohanian le llegó el lógico ultimátum de sus socios (“la verdad es que era un caos total”, reconoce), y decidió buscar una nueva redacción para albergar el proyecto que le había presentado Jorge Pistocchi: el de editar una revista dedicada a la cultura rock en general, titulada nada menos que Expreso Imaginario.
Auténtico mito editorial de la década del setenta, aquella revista que figuraba desde su primer número como dirigida por Pistocchi, Lernoud y Ohanian apareció en los quioscos –acompañada por una campaña de afiches callejeros, algo que se repitió durante los primeros números– en agosto de 1976, apenas unos meses después del comienzo de la que sería la dictadura más sangrienta del país. Y su existencia fue la clave para acceder a un mundo posible dentro de un entorno imposible, en medio del horror que paralizaba el país. “En medio de un Viva la muerte generalizado, la actitud del Expreso era defender una conciencia profunda de seres humanos a pesar de todo y contra todo”, intenta explicarle a Radar el responsable de la revista-mito, cuya aparición justamente en tiempos tan duros acompañó a más de una generación de sobrevivientes. Y dio pie a toda clase de leyendas e historias paranoicas y/o delirantes, la primera de las cuales fue la inevitable expulsión de aquella oficina ubicada en un edificio que había sido noticia unos años antes de esta anécdota final, porque una falla estructural hacía temer un derrumbe. Hay quien recuerda que durante un tiempo, incluso, el subte solía reducir su marcha entre las estaciones Callao y Uruguay, para no producir vibraciones que desatasen la anunciada catástrofe. Un detalle que, evidentemente, no podía ser tomado en cuenta por algo como el Expreso Imaginario. Porque, una vez comenzado el viaje, nadie lo iba a detener. Y aún más: el avance de semejante tren podría tranquilamente asumir el riesgo de ser el responsable de semejante siniestro y, al mismo tiempo -tal como mitifica el mismísimo Horacio Fontova, responsable del arte de la revista desde el primer número– ser ellos los únicos dementes capaces de quedarse ahí arriba esperando el derrumbe final.
MI QUERIDO AMIGO JORGE
A la hora de presentar a un personaje único como Jorge Pistocchi, sus mismos compañeros de viaje del Expreso acuñan frases como “un gran abridor de puertas” o “un imán de personalidades que creen en su actitud inocente y despojada”. O si no, destacan que, como señala Alberto Ohanian, “conversando con él tenías acceso a una mente privilegiada”. Pero tal vez la mejor forma de presentar a Pistocchi sea dejarlo contar cómo fue que a comienzos de los años setenta cobró una herencia que tardó cinco años en dilapidar. “Dicen que la plata hace la felicidad, y por las dudas probé a ver si tenían razón”, cuenta el maquinista principal del Expreso, que con el dinero de su herencia le llegó a pagar el viaje a los Almendra para que fuesen a Estados Unidos a comprar los equipos necesarios para armar aquella ópera que nunca se llegó a concretar. “De no tener nada, de golpe me apareció todo este dinero junto, que hizo que le perdiera el gusto a las cosas porque todo se volvía demasiado aparente. Afortunadamente me llegó con toda una experiencia detrás, pero durante el primer año realmente me dediqué a satisfacer todas las frustraciones que podía haber acumulado en el camino”, intenta explicar Pistocchi, el hombre sin el cual no habría historia que contar.
Nacido en Jujuy y Rivadavia, hijo de padre italiano y madre galesa, el niño Jorge se crió en conventillos de la calle Lezica y estudió para ser ingeniero, tal como lo era su padre, que se dedicó a la industria refractaria, trabajando en Altos Hornos Zapla y San Nicolás. “Pero yo no quería ser como mi padre”, advierte rápidamente. “Como afortunadamente no tuve cerca a mi viejo, fui muy rebelde desde chico y tuve una vida con muy pocas barreras.” Atraído desde muy joven por el dibujo y la escultura, Pistocchi apenas si terminó sus estudios en un colegio industrial de esos en los que estudiaban quienes realmente odiaban el colegio industrial, y se zambulló de lleno en la calle. Recuerda haber pasado al día siguiente del bombardeo por Plaza de Mayo, y haber sido marcado por lo que él llama “aquel espectáculo del futuro”. “Veías que no había límite”, intenta explicar hoy en día quien fuera un joven fascinado como tantos otros por el rock que se escuchaba en la banda de sonido del film Semilla de maldad, que fue un suceso en lo que él considera un lugar tan reprimido como el Buenos Aires de aquella época.
“Aquel fue el primer contacto con un sentimiento profundo de libertad”, recuerda Pistocchi, cuyo primer contacto con la escena del rock local fue a través de Miguel Abuelo, al que conoció cuando estaba viviendo cerca de La Perla del Once. Después, sí, ofició de mecenas de Almendra y se hizo amigo de Spinetta, al que solía acompañar tan seguido a la redacción de la revista Pelo, que su director, Daniel Ripoll, terminó ofreciéndole escribir en sus páginas. “Cada vez que acompañaba a Luis, terminaba diciéndole a Ripoll que no se podía ignorar la realidad, hasta que el tipo terminó dándome media página para que escribiese lo que quisiera”, cuenta Pistocchi, que terminó copando la redacción de Pelo hasta que finalmente le ofrecieron fundar su propia revista, que en un principio iba a llamarse Polenta Rock. Pero terminó llamándose Mordisco. “Queríamos morder la realidad”, explica Pistocchi, que aclara que en aquella revista ya estaba el embrión del Expreso. Tal es así que, para el editorial del primer número de Mordisco, Pistocchi escribió un texto que terminaba así: “Hoy emprendemos la marcha hacia una estación llamada imposible. Sabemos que no es fácil llegar hasta allí e incluso puede tornarse peligroso, pero confiamos en que el contenido de nuestros equipajes nos protejan. Si bien no hay armas en ellos, ya que las abandonamos en la estación de partida, en cambio portan nuestra música de rock, los libros que nos iluminaron, las técnicas e inventos de los hombres que no intentaron destruirnos, y todas nuestras reales posesiones, o sea, las cosas que amamos”.
EL EXPRESO MORDISCO
Aquella tarde, cuando el joven abogado de Citroën repasó los nombres de los secuestros de autos preparados para el día siguiente, no pudo evitar detenerse en un nombre que le sonó irresistiblemente familiar. “Luis Alberto Spinetta”, decía el acta, y en ese mismo momento aquel lector solitario de la revista Pelo decidió que iba a ir personalmente a ese secuestro de automotor por falta de pago.
“Generalmente no iba a los secuestros, pero quise ir a ver qué pasaba”, explica Alberto Ohanian, devenido en curioso Repo Man porteño. “Así que ahí estaba, a las seis de la mañana junto al oficial de Justicia, tocando el timbre en la casa de Arribeños. Y lo que me impactó fue la actitud de Luis, sumamente amable y atenta. Hasta nos pidió disculpas porque en vez del asiento del coche había unos ladrillos”, recuerda Ohanian, que aclara por si hiciera falta que realmente no quería secuestrarle el coche al líder de Almendra. “Aquel fue mi primer encuentro con Spinetta. Pero nos volvimos a encontrar aquel mismo día por la tarde, y a los dos días me convertí en su abogado.” Así fue como Jorge Pistocchi conoció en su momento a Ohanian: como el abogado de Spinetta, al que recurrió cuando necesitó vender unas propiedades para un viaje.
Mucho antes de que apareciese Ohanian en la historia, Jorge Pistocchi ya había reunido a su alrededor más de una vez a la gente que iba a abordar el Expreso Imaginario. En un principio, la idea original era la de editar un periódico quincenal que abordase la cultura juvenil que acompañaba el rock. “Con el proyecto del Expreso queríamos extender la búsqueda que habíamos comenzado con Mordisco”, explica Pistocchi, que tenía como compinche en aquel entonces a Hugo Tavachnik, una suerte de Allen Ginsberg de la mítica primera escena beat local. “Sentíamos que Mordisco estaba demasiado atada y nos imaginábamos otra revista, impregnada de música, pero donde lo importante fuesen otros temas.”
El aviso ocupaba dos páginas del número seis de Mordisco, editado en noviembre del ‘74. “Esta generación tiene sus periódicos desde hace más de 100 años”, decía el epígrafe de la foto que ocupaba la primera página, en la que un señor de anteojos se concentra en la lectura de un diario que parece ser Crónica. En la otra página había una foto de varios jóvenes de jean, tirados en el pasto, fumando. Y el correspondiente texto anunciaba: “Ellos tendrán que esperar hasta diciembre”. Pero el Expreso siguió de largo aquel diciembre, ya que sufrió, al igual que Pistocchi y su Mordisco, la estafa del socio de Jorge, que lo dejó a él y a su publicación prácticamente en la calle. Luego de aquel golpe, Mordisco llegó a editar dos números más y a cumplir un año de vida antes de desaparecer de los quioscos. Pero nunca dejó de anunciar la salida de la que sería su sucesora.
“Estate atento, ya falta poco”, decía el aviso que ocupaba el reverso de la contratapa del último número de Mordisco, ilustrado ya con el dibujo de aquel extraño dragón impulsando a una locomotora que sería la primera tapa del Expreso. Aquella página ya anticipaba temas de futuras notas como John Lennon, Antonin Artaud, Syd Barrett o Buster Keaton, y también aparecíanlos nombres de Little Nemo y Crazy Cat (sic), dos historietas que fascinaban a Pistocchi, y de las que había conseguido los derechos. Otro nombre anunciado era el de Caloi, que tenía lista para ser publicada en el Expreso una plancha de una melancólica y lisérgica historieta llamada “Bartolo”, un conductor de tranvía acompañado por un extraño pajarito a rayas y sin alas. Pero entre aquel auspicioso aviso y la efectiva salida del Expreso Imaginario pasaría más de un año. El tiempo necesario para que Bartolo pasase a ser parte integral de la contratapa de Clarín –donde con los años pasaría a llamarse primero “Clemente y Bartolo”, y luego “Clemente” a secas– y para que Alberto Ohanian hiciera su aparición en la historia. Y para que el escenario donde iba a salir semejante revista cambiase drásticamente.
BIENVENIDOS AL TREN
Cuando el joven ingresó en aquella apiñada redacción de Mordisco que funcionaba en una ruinosa buhardilla de Viamonte y Pasteur, que era a la vez el hogar de Pistocchi, se dio cuenta de que el traje había sido una mala idea. Fanático de la revista desde el primer número, porque como lector le permitía una sensación de cercanía, más cálida y con más vuelo que la Pelo, un inminente viaje a Inglaterra pagado con esfuerzo por sus padres le permitió sucumbir a la idea de ir a la redacción y ofrecerse como corresponsal durante lo que durase su viaje. Aunque la aparición de un inexperto Alfredo Rosso generó inicialmente una fría recepción, porque su vestimenta había disparado todas las alarmas paranoicas y vieron en él a un policía de civil, finalmente el cronista pudo verbalizar su propuesta y recibió la respuesta de un “dale, negrito, mandá alguna nota desde allá”. Por supuesto que todas las crónicas de recitales que Rosso envió rigurosamente manuscritas desde aquel iniciático viaje a Londres (“Vi a Bad Company con Jimmy Page y a los Faces con Keith Richards”, recuerda) fueron rigurosamente ignoradas, pero a su regreso fue invitado a sumarse a las huestes diezmadas de Mordisco, y después pasó a ser parte del largamente demorado proyecto del Expreso Imaginario, para el que Pistocchi recomenzaba nuevamente esa sana costumbre de reunir gente a su alrededor.
El socio fundamental para esta empresa resultó ser Pipo Lernoud, poeta e ideólogo de la primera generación del rock nacional, que por entonces tenía una empresa de pintura. Por aquellos tiempos, Lernoud era tan personaje del medio como Pistocchi, pero no se conocían personalmente, y los presentó un legendario plomo llamado Rosanrol. “Cuando Jorge se acercó con el proyecto, yo me recopé con la idea inicial, que era usar el rock como vehículo para decir otras cosas”, cuenta Lernoud, que había publicado alguna que otra nota en Pelo y Algún Día (un efímero sucedáneo hippie de la revista de Ripoll), pero que recién se recibiría de periodista con el Expreso. El siguiente tripulante del Expreso convocado por Pistocchi sería Horacio Fontova, a quien Lernoud ya conocía. “Con Pipo habíamos tenido una disputa amorosa”, recuerda Fontova. Y agrega, entre risas: “No entre él y yo sino que con una mujer en el medio”. “Habíamos estado a punto de agarrarnos a trompadas, porque yo le había sacado una mina”, precisa Lernoud. “Había dos tipos de hippismo en aquella época”, explica Fontova. “Uno onda Ginsberg y otro onda Norberto Napolitano. Pipo estaba en la primera vertiente, del tipo ¿A quién hay que escribirle algo? Y yo militaba más en la segunda, que preguntaba ¿A quién hay que arrancarle los dientes?”, enumera Fontova, que junto a Pistocchi y a Lernoud encarnó el trío básico del proyecto. Aunque para completar aquella base inicial habría que sumarle otro trío, el integrado por Rosso y sus amigos Fernando Basabru y Claudio Kleiman. Periodistas especializados en rock que con el tiempo adquirirían un nombre propio dentro del medio, pero que por entonces recién estaban haciendo sus primeros palotes. Ése fue el equipo básico –al que se sumaría el aporte del fotógrafo Uberto Sagramoso, ladiagramación de Pelusa Confalonieri y la pluma de Edy “La Foca” Rodríguez, entre otros– que estaba listo para lanzarse a la aventura apenas apareciese alguien dispuesto a invertir en el proyecto. Alguien como Alberto Ohanian, por ejemplo, que cuando Pistocchi fue a verlo para que lo ayudara a registrar legalmente los nombres de Mordisco y Expreso Imaginario, terminó sumándose al proyecto como ese inversor buscado durante tanto tiempo.
“En aquella reunión, Pistocchi me mostró una carpeta en la que desplegaba toda la idea, y yo por esas cosas del destino acababa de ver una película llamada El cordero enardecido, o algo así, protagonizada por Jean-Louis Trintignant y que trataba de una cosa parecida, del vértigo de editar una revista. Entonces, después de escucharlo, le dije: Bueno, la revista la voy a bancar yo. Una decisión que me cambió la vida”, recuerda Ohanian, que con semejante anuncio terminó cambiándole la vida a mucha gente. Y no sólo a la tripulación reunida por Pistocchi para ese viaje de nunca empezar.
SILBAME, OH CABEZA
“Cuando estaba en el último año del colegio, era fanático del Expreso Imaginario”, recordó alguna vez Juan Forn. “Para mí, más que una revista fue una puerta de acceso, porque con la coartada de la cultura rock no sólo me hablaba de bandas o de discos sino también de actitud, de libros, de pintores, de lugares, de gente que me empezó a abrir la cabeza. Era un acceso a miles de cosas interesantes en una época particularmente árida en cuanto a la circulación de información, y a la circulación de claves, como fue la época de la dictadura, donde todo estaba censurado y todo era inmundo, aburrido, soso y católico de derecha.” El recuerdo de Forn es apenas un ejemplo de lo que significó la aparición del Expreso justo en un año en que los militares asumían el poder.
“Nosotros sabíamos que había tres cosas de las que no podíamos hablar: de política, de religión y de drogas”, recuerda Pipo Lernoud. “Pero también teníamos muy en claro que nuestro trabajo era decir las cosas a través de toda esa gente que nos deslumbraba. Agarrar a Kerouac o a Ferlinghetti, y dejar que ellos dijeran cosas que nosotros hubiésemos querido decir, pero que no podíamos. Fue la misma época en que León Gieco o Charly García hacían lo mismo que nosotros. El Expreso hacía lo que León hizo con ‘Tema de los mosquitos’ o Charly con ‘Canción de Alicia’. Decir las cosas sin decirlas. Pero la gente, que estaba igual que nosotros, las entendía.”
Al recorrer las páginas de la primera época del Expreso, aquella del formato grande, que no era ni diario ni revista, lo primero que sorprende es una frescura amateur que la publicación logró conservar durante gran parte de su existencia. Y después están las notas, que reunían a Walt Whitman con un reportaje conjunto entre Vilas y Spinetta; una nota sobre Leda Valladares firmada por Diana Bellesi con el relato de un viaje por el Amazonas y un reportaje a un mítico poeta escondido como Pedro Godoy. Suerte de matriz fundamental de toda publicación alternativa de ahí en adelante, de eso justamente se trató el Expreso desde el comienzo. De hacer circular claves escondidas y reunir talentos atraídos por el influjo de Pistocchi, que confiesa no haber sabido nunca muy bien qué hacer en el Expreso. Pero sí por qué hacerlo.
“Si al leer el Expreso y pensar en el horror de la época en que fue editado es inevitable imaginar que vivíamos en un mundo aparte, tengo que confesar que así fue. El mundo del Expreso, efectivamente, era un mundo aparte. Pero no era un mundo que se inventó para ese momento sino que era un mundo que ya existía. Estaba ahí por la valentía de los artistas. Por eso ya desde la época de Mordisco me parecía que un proyecto de este tipo era un espacio que era importante abrir y defender. Porque en ese espacioya habitaba un montón de gente, y lo único que nosotros hicimos fue poner en contacto aspectos generados dentro de esa cultura alternativa o marginal. Yo tengo una lectura mágica de las cosas, y no puedo menos que honrarla si me pongo a pensar en los factores que hicieron que todo un grupo de gente que se juntaba por primera vez a hacer algo juntos terminase haciendo lo que hicimos, de la manera en que lo hicimos y cuándo lo hicimos.”
DAME UNA FORMA DE VIDA
“Por eso es que yo sostengo que la revolución de los sesenta triunfó”, argumenta Pipo Lernoud cuando se le comenta que las notas sobre ecología o el naturismo que por entonces sólo publicaba una revista como el Expreso, hoy son algo común en las publicaciones más integradas. Una de las secciones más recordadas de aquel primer Expreso era una llamada “Guía práctica para habitar el planeta Tierra”, que abogaba por una vida más sana y una alimentación más natural. “En ese sentido fuimos muy pioneros, pero también fuimos muy criticados por eso”, recuerda Claudio Kleiman. “Porque por el lado de la intelectualidad nos criticaban a partir del eterno argumento de la izquierda orgánica: eso de que cómo te vas a preocupar por los pingüinos cuando hay gente que se muere de hambre. Y por el lado de los rockeros aún no se veía como un imperativo categórico la necesidad de salvar el planeta. Si a los integrantes del grupo Arco Iris les decían las amas de casa del rock por vivir en comunidad, imaginate lo que nos tocaba a nosotros.”
Lo que les tocaba a los integrantes del Expreso, en realidad, era formar parte de una experiencia única, que cada uno supo vivir a pleno. “Me acuerdo del día en que un tal D’Amato entró completamente desnudo y se sentó en la reunión de producción como si nada. Ohanian y su esposa estaban consternados”, cuenta Roberto Pettinato, que de seducir a todos en la redacción, al escribir al correo de lectores bajo el nombre de Laura Ponte, terminaría incorporado al staff, donde completaría su look Zappa con el descubrimiento de Tom Wolfe. “Creo que el Expreso fue la verdadera Rolling Stone argentina en todo sentido. Desde quedarse escribiendo hasta cualquier hora y tomarse muy en serio las declaraciones, los reportajes y los conceptos, hasta entrar en la redacción y que uno de los directores estuviese secando una impresionante cantidad de cannabis que cubría por completo su escritorio. De la misma manera que el Rolling Stone de hoy en los Estados Unidos no es el mismo de antes, porque el copado era el otro; lo mismo pasa acá con el Expreso.”
Responsable del dibujo del bebé jugando a las bolitas con el mundo que ilustró la tapa del número 2, el que para muchos marca el verdadero comienzo del Expreso, Fontova recuerda aquel partido de fútbol que indignó a un Ohanian que estaba orgulloso de haber encontrado el edificio ideal para mudar la redacción en Cabildo y Teodoro García, luego de que todos fuesen echados de Corrientes y Uruguay. “Me acuerdo de que el primer día nos mudamos todos al nuevo edificio. Cuando llegué, estaba todo el mundo jugando al fútbol en la oficina, y ya habían roto un vidrio”, cuenta un desilusionado Ohanian. Y agrega: “Como si la autodestrucción y la anarquía fuesen indispensables para transitar esa clase de experiencia”. Si algo recuerda Fontova de aquella primera tarde en el barrio de Belgrano, hogar del Expreso hasta que dejó de editarse, fue que el partido que estaban jugando era muy particular. “Era un fútbol muy especial, porque como había cuatro o cinco puertas en la oficina, cada uno tenía su propio arco”, precisa el Negro con una carcajada que deja todo bien claro.
NO HAY RESPUESTA ALREDEDOR
Más allá de algún servicio golpeando a la puerta más o menos disimuladamente para poner algún aviso, y de la permanente hostilidad puertas afuera de la redacción que sentían sus integrantes, que solían salir y entrar de las comisarías por su pelolargo, a ninguna autoridad pareció importarle mucho lo que hacía el Expreso. “Recuerdo que una vez ilustramos una nota sobre el parto natural con unas fotos bien explícitas de un parto, por lo que recibí el llamado de una tipa de Para Ti, que me preguntó cómo habíamos hecho para que nos las autorizaran”, cuenta Pipo Lernoud, que explica que nunca le pidió autorización a nadie para publicar nada. Pero también dejan en claro que ellos sabían muy bien qué se podía publicar y qué no. “Alguna vez tuve acceso a informes de los servicios de inteligencia”, revela Ohanian. “No recuerdo los términos exactos, pero creo que para ellos éramos gente inocua. Despreciaban los efectos que podía generar un pasquín editado por gente que para ellos era delirante e inofensiva.”
El gobierno militar podía ignorarlos, pero el mundo de los músicos estaba muy pendiente del Expreso. “Me acuerdo de que, como respuesta al primer número, llegó una carta de Charly García que publicamos en el correo de lectores. En ella nos felicitaba por la revista, y agregaba en un paréntesis: Muy buena la sección de discos. Todas las críticas de ese número las había escrito yo, y me impresionó que Charly leyera lo que yo había escrito”, recuerda Kleiman. Mientras que alguien recuerda alguna escena de pugilato de Edelmiro Molinari contra un cronista que había escrito algo que le había molestado, nadie puede evitar comentar que Spinetta –amigo de Ohanian– llamaba siempre para quejarse, nunca para tirar una buena onda. Las anécdotas preferidas sobre Luis Alberto involucran una comparación de Invisible con King Crimson que le puso los pelos de punta, y el descubrimiento por parte del siempre puntilloso Fernando Basabru de que aquellos “18 minutos del sol” inmortalizados en el título de uno de sus álbumes como el tiempo que tarda la luz del sol en llegar a la Tierra, pero que eran en realidad... ¡18 segundos! Aunque no todas fueron críticas: alguna vez Atahualpa Yupanqui dijo que la mejor nota que le habían hecho era la del Expreso. “Lo dijo en una conferencia de prensa de Cosquín, y todos los periodistas presentes se preguntaban qué era el Expreso”, recuerda Pipo Lernoud, factótum de aquel reportaje que fue tapa. “Fue el número que menos vendió, porque los folkloristas no conocían la revista y los rockeros la ignoraron completamente.”
La obra de Charly García es la más vinculada con el Expreso. Lernoud asegura que el título “Inconsciente colectivo” sale de una nota sobre el tema titulada “Nuestro océano interior” y publicada en el número 18 de la revista –fechado en enero del ‘78–, y Rosso insiste que la mítica cita de Pete Townsend sobre el rock incluida en Yendo de la cama al living está extraída de una traducción suya, publicada también en el Expreso. Pero la prueba más fehaciente de que la invención de Pistocchi dejó una huella indeleble dentro de la historia del rock nacional es la tapa original de La grasa de las capitales, el segundo álbum de Serú Girán. “Esa tapa fue una respuesta del grupo a una crítica desfavorable a uno de sus shows, en la que escribí que Serú Girán había mandado a sus dobles”, explica Lernoud. Es por eso que el arte de tapa del disco imita la diagramación de la revista Gente, y anuncia que presenta a “los dobles de Serú Girán”.
EL CORTE FINAL
“El Expreso nació con el Proceso y morirá con él”, era una frase irónica acuñada por Claudio Kleiman cuando comenzó a saberse que, después de siete años, su existencia llegaba a su fin. Su historia puede dividirse en tres grandes etapas. La inicial tuvo a Pistocchi al frente (para muchos la mejor época), durante la que su sano eclecticismo permitió que la revista hiciese equilibrio entre el profesionalismo y su endiosado amateurismo. Aquella época se terminó cuando Ohanian decidió abrir una productora de espectáculos, algo que Pistocchi consideró incompatible con la revista y se retiró de escena, llevándose a Fontova con él. Allí comenzó una segunda escena, con Lernoud al frente, más profesional y decididamente latinoamericanista en lo que a música se refiere. Una épocaque terminó también por algunas disputas editoriales con Ohanian, que impuso, por ejemplo, el regreso de Almendra como tapa de la revista justo en el mes que John Lennon había sido asesinado en Nueva York. La etapa final del Expreso llegó con Roberto Pettinato al frente, tratando de poner al día una revista condenada a desaparecer. “Recuerdo que un día estábamos comiendo en un Pumper Nic y Roberto dijo que a todos esos chicos no les interesaba un comino el Expreso. Y que de seguir así estábamos condenados”, cuenta Rosso, que se confiesa como autor de aquella frase “Basta con los indios cuchi-cuchi” que tanto indigna a Pistocchi cuando recuerda la última época de la revista. “A pesar de lo que digan, yo respeté la ideología de la revista.