Dos Romeos
Después del accidente cerebrovascular que lo puso al borde del KO, Joaquín Sabina resucitó con un disco íntimo, oscuro y diferente en el que la mujer más importante era su hija adolescente. Ahora, tras la gira con Serrat, anunció que la salud y la felicidad doméstica no lo inspiraban tanto. Por eso, le ofreció a su amigo el poeta y novelista Benjamín Prado, recién separado, compartir ese dolor para escribir un disco. Vinagre y rosas es lo que viene a presentar el miércoles en la cancha de Boca. Y Romper una canción (Alfaguara), el libro de Prado que cuenta esa aventura, es un paseo por “la sala de máquinas” de esas canciones.
Por Juan Pablo Bertazza
Arriba: Sabina y Prado en las calles. Abajo: Sabina parado frente a la limousine de un cabaret de praga.
Un músico es verdaderamente grande cuando suceden cosas distintas cada vez que nos cruzamos con sus discos: una sensación por escucha, una impresión por vez, un juicio de valor por sentada. Lo primero que surge al escuchar Vinagre y rosas, el último disco de Joaquín Sabina, es totalmente distinto de lo que sucede al escucharlo por última vez, aunque, lo más interesante de todo, es que nunca se sabe cuándo será esa última vez.
La primera impresión es que se trata de un disco algo reiterativo en relación con la riquísima carrera de Sabina, lleno de guiños a canciones viejas, propias y ajenas –por dar sólo algunos ejemplos, “Virgen de la amargura” concluye con la melodía de “Norwegian wood (this bird has flown)”; “Viudita de Clicquot” es, según el propio artista, una continuación de “A mis cuarenta y diez”; y “Nombres impropios” repite la fórmula de “Más guapa que cualquiera” del disco Enemigos íntimos–. Esa misma sensación de lo ya transitado se repite, a propósito de nombres impropios, con la selección de algunos de los títulos, desde el nombre del disco hasta el de su corte de difusión, “Tiramisú de limón”.
Y aun quedándonos sólo con esta escucha, Vinagre y rosas se revela como un buen trabajo, con algunas canciones muy sólidas –“Virgen de la amargura”, “Cristales de Bohemia” y “Viudita de Clicquot” especialmente–, en el que Sabina, luego de esa innegable vuelta de página que constituyó, por madurez, riesgo y búsqueda, su no del todo bien valorado Alivio de luto (2005), parece haber vuelto a más de lo mismo. Alivio de luto, que le puso música a su resurrección luego de un accidente cerebrovascular que lo tuvo al borde la muerte, fue de hecho el disco con el que Sabina empezó a alejarse de su propio personaje, de sus propias obsesiones, de las drogas y las mujeres a mansalva, para explorar temas íntimos, más maduros y acaso menos populares. No es casualidad que el rey de las canciones con nombre de mujer, a la única chica que le dedica un tema en este disco es a su hija Rocío.
Pero como él mismo fue primero insinuando y luego declarando, para terminar vociferando tras la gira con Serrat de Dos pájaros a tiro, la salud, la desintoxicación y la felicidad doméstica no lo volvieron a inspirar. De ahí que la apuesta en Vinagre y rosas sea seguir exprimiendo su propio personaje de Don Juan compulsivo y un poco perdedor. Lo curioso es que para seguir siendo el viejo Sabina se valió de la colaboración y los colores de una persona bastante parecida a él, su amigo, el poeta y novelista Benjamín Prado –la novela Mala gente que camina fue su gran carta de presentación en nuestro país–, que venía de romper con su novia luego de tres años de relación. Domésticamente feliz o felizmente domesticado junto a su novia peruana Jimena, y convencido de que el desamor es el estado por excelencia para escribir sobre el amor, Sabina le propuso a su amigo robarle esa historia, esa ruptura, ese dolor y escapar juntos, en plan Dylan/Shepard, a escribir canciones a Praga, donde además de conocer una ciudad sobre la cual había leído y escuchado mucho, podría despuntar su amado vicio de escribir canciones en un bar porque, salvo algunos turistas, ahí nadie lo iba a reconocer. Es así que en la primera escucha tenemos, entonces, un buen disco que, no obstante, constituye una vuelta algo reiterativa a la faceta archiconocida del bardo de Ubeda; una vuelta para la cual, por un lado, Sabina se largó a una ciudad ajena para poder alejarse de su propia figura, y por el otro, lo hizo junto a alguien que, como no dejaba de recordarle a la mujer perdida, tampoco dejaba de recordarle a su propia figura.
Pero al igual que el vino dulce –lo dulce y lo amargo, vinagre y rosas– altera gradualmente la percepción sin que nadie pueda ir dándose cuenta, las consecutivas escuchas de Vinagre y rosas lo van modificando todo. Aunque siempre haciendo pivote con el corazón del disco, que es la estupenda “Cristales de Bohemia”, las luces de las restantes canciones toman vida propia y espontánea, se activan y cambian de color de una forma tan dinámica que logran cristalizar nuevas ideas, nuevas asociaciones y nuevos juicios de valor que no habían aflorado al principio. A medida que nos enteramos, por ejemplo, de que “Menos dos alas” es un retrato sentido de su amigo, el poeta español Angel González que falleció el año pasado, el disco va tomando otro grosor. Claro que también contribuye a ese efecto la luz complementaria de Romper una canción –título que proviene de una de las frases que Sabina aportó para, nuevamente, la canción “Cristales de Bohemia”–, el notable libro en el que Benjamín Prado cuenta la cocina, el comedor, el living y hasta el baño de este disco escrito de a dos para que lo cante uno que, a esta altura, ya es una multitud. Así como Prado y Sabina se descubrieron socios ideales a la hora de componer canciones (ya habían compuesto de a dos pero no juntos), el libro parece ser el complemento perfecto a la hora de escuchar los temas. Sobre todas las cosas porque las anécdotas y atmósferas que va narrando construyen el certificado de autenticidad del disco. Desde el temor de Benjamín a que su amigo le hubiera hecho la propuesta del disco sólo para sacarlo de su depresión, hasta los explicados códigos internos a la hora de escribir canciones, como el asunto del corralito y las gallinas –“los corralitos eran unos círculos que hacíamos en el cuaderno, siempre con una gallina dibujada dentro, y en los que yo metía, castigadas, todas las palabras que se le ocurrían a Joaquín y a mí me parecían indignas de la canción”–, pasando por las primeras ediciones de Neruda que Joaquín le regaló a su amigo con la condición de que se las devolviera cuando se le fuera la amargura, dan cuenta de que Vinagre y rosas –además del arte que siempre hay en el desamor y del éxito que hay en el fracaso, todos viejos temas sabineros– trae novedades en el frente: un potente canto conjunto a la creación artística, la bohemia y la amistad contra los obstáculos de la vida, ya sea una ruptura amorosa u otras insoportables depresiones. Nuevas aristas con las que este nuevo (y supuestamente viejo) disco despabila la carrera de Sabina, entre las cuales debería contarse también la frescura que aporta Pereza (exitoso grupo español que teloneará a Sabina el miércoles en La Bombonera) en “Tiramisú de limón” y “Embustera”.
Si con Vinagre y rosas Sabina no logró reinventarse (si es que se lo proponía), no hay dudas de que se trata de un disco que nos hace, por un lado, seguir disfrutando del viejo Sabina y, por el otro, esperar sin ansiedad lo que puede llegar a venir en los próximos discos o, lo que es aún más interesante, la próxima vez que escuchemos éste.
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