Apoya mis publicaciones con un ME GUSTA!

lunes, 12 de agosto de 2013

Eydie Gormé: Una voz que brilló con el Trío Los Panchos.

La cantante estadounidense murió a los 84 años, en Las Vegas. En los ‘60, durante su 
apogeo, se alió a Los Panchos y así, con su voz de terciopelo, conquistó al público
argentino.


12.08.2013

La cantante estadounidense Eydie Gormé, que alguna vez grabó éxitos del bolero con el
Trío Los Panchos, murió el sábado a los 84 años en Las Vegas, producto de una “breve
enfermedad” no especificada, según informó su representante de relaciones públicas,
Howard Bragman.

Edith Gomerzano, tal su verdadero nombre, había nacido el 16 de agosto de 1928 en el Bronx de Nueva York. Era la menor de tres hijos de un matrimonio de judíos sefaradíes inmigrantes -su padre era siciliano y su madre, turca- y muy temprano mostró el talento de su voz: a los tres años ya había cantado en un programa radial infantil. En su hogar se hablaba en ladino, idioma también conocido como judeoespañol: de ahí su capacidad
para hablar (y cantar) tanto en inglés como en español. Por eso, después de terminar el colegio secundario trabajó como intérprete de español en una empresa de exportaciones y como traductora en las Naciones Unidas.

Pero su ambición era convertirse en cantante profesional. En 1950 fue contratada para formar parte de la banda de Tommy Tucker, y luego integró el grupo de Tex Beneke.
Después emprendió el camino solista, y en 1953 ingresó en un lugar que sería decisivo para su vida y su carrera: el famoso programa de televisión The Tonight Show, en ese entonces conducido por Steve Allen. Ahí conoció al cantante Steve Lawrence, con quien se casaría cuatro años más tarde y con quien formaría un dúo célebre: Steve and Eydie.

Para el momento de su matrimonio, tanto amoroso como artístico, Eydie ya había grabado
un par de LP (Eydie Gormé y Eydie Swings the Blues; ver Su gran carrera...) que habían figurado en los ránkings de la época. Pero su unión con lawrence potenció su carrera: en 1958, ambos tuvieron su primer segmento de televisión juntos, The Steve Lawrence- Eydie Gormé Show. Luego hicieron un paréntesis de unos años para criar a sus dos hijos (uno de ellos, David Lawrence, se convirtió en compositor de bandas de sonido de películas; el otro, Michael, sufrió una muerte temprana en 1986).

En los ‘60 relanzaron su carrera con su primer álbum a dúo, We Got Us: la canción homónima les valió un Grammy. Al mismo tiempo, en un vaivén que siempre mantuvo, siguió trabajando como solista. En 1963 grabó el álbum Blame It on the Bossa Nova, que le valió una nominación al Grammy y cuya canción  omónima sería uno de los máximos éxitos de su vida.

En 1964, Los Beatles mediante, se produjo la llamada invasión británica a los Estados Unidos, con lo que la mayoría de los cantantes estadounidenses tradicionales se vieron opacados. Entonces, en una brillante movida artístico-comercial, Eydie desempolvó su español y se alió al trío Los Panchos. Con Amor (también conocido como Eydie Gorme
canta en español), su primer disco juntos,  permanecieron 22 semanas en los ránkings. Se trataba de un LP grabado íntegramente en español: así, a Gormé se le abrieron las puertas del mercado hispanoamericano.

De ese modo la conocimos los argentinos: ella era la dueña de la voz de terciopelo que terminó de convertir en clásicos inoxidables a Nosotros, Piel canela, Sabor a mí, Noche de ronda, La última noche e, incluso, el tango Caminito. El éxito fue tan grande que la alianza siguió con More Amor (Más amor), también conocido como Cuatro vidas, donde su potente voz, de ligero acento extranjero, hacía brillar a canciones como Vereda tropical, Flores negras o Nochecita. De este modo, Eydie se ganó, con todas las de la ley, un lugar en el paraíso del bolero.

Su última colaboración con Los Panchos fue un álbum navideño llamado Navidad means Christmas o Blanca Navidad. Otros de sus trabajos en español incluyen una versión de Blame It on the Bossa Nova llamada Culpa de la bossa nova y los discos I Feel So Spanish, Otra vez, La Gormé, Muy amigos, De corazón a corazón y Eso es el amo r. Los dos últimos incluyeron duetos junto a su marido, Roberto Carlos y Armando Manzanero, y producción de los argentinos Roberto Livi y Bebu Silvetti, respectivamente.


Su sociedad con su marido siguió funcionando paralelamente. Actuaron juntos en Broadway, el musical Golden Rainbow. Su último disco en figurar en los ránkings fue The World of Steve & Eydie. Y siempre mantuvieron presencia en la televisión y los clubes
nocturnos, con actuaciones en las que hacían toda clase de bromas irónicas sobre su matrimonio. En 1975 hicieron un especial en homenaje a George Gershwin que les valió un premio Emmy y se convirtió en un álbum.

Con los años, la carrera del dúo se fue diluyendo, pero se mantuvieron activos con shows en hoteles de Las Vegas y, cada tanto, templos de la música como el Carnegie Hall. Pero no fueron olvidados: tienen su propia estrella en el paseo de la fama de Hollywood.


sábado, 10 de agosto de 2013

ADIOS AL GRAN GUITARRISTA Y COMPOSITOR DE BLUES J.J. CALE


Katherine Cole

Songwriter J.J. Cale was a guitarist who preferred to stay in the background and let others make hits of his songs, such as “After Midnight” and “Call Me The Breeze.”

Cale, 74, died on July 26 at a hospital in La Jolla, California. Cause of death was listed as a heart attack.

Cale was born in Oklahoma City and raised in Tulsa, Oklahoma.  He grew up in what he described as a vibrant, boom town. Oil had brought money to Tulsa, and workers from all over the world followed it. Their music came along, too.

“Tulsa is kind of in the middle of the United States and rhythm and blues and blues came out of Mississippi and kind of filtered up there and jazz coming out of the north, Kansas City was a big jazz hotbed in the ‘50s and late ‘40s, and Western swing, which is kind of a Country guy’s impression of swing music of, say, Glenn Miller and those kind of guys. So it was kind of a melting pot in there," Cale said. "Then rock & roll hit about 1956 or ’54, I guess. And I decided that was my kind of music.”




  Remembering J.J. Cale

Influenced by all those different styles, Cale picked up a guitar and learned to play. After finishing high school, he performed in bands and began working as a recording engineer.  Cale was friendly with another Tulsa musician, Leon Russell, and the piano player soon convinced him to pack up his guitar and move to Los Angeles. In California, Cale continued working as a guitar player and made his first recordings, but they weren’t hits and he decided to return to Oklahoma.
      
​In those days, Cale saw himself as a guitarist first and an engineer second. Songwriting wasn’t his career. In fact, he said, it wasn’t even something he put a lot of effort into. It was just something you had to do, if you were going to make an album.

In 1970, times were tough for Cale and he was about to give up music altogether. One night he turned on the radio and heard a song he had written, “After Midnight,” being sung by Eric Clapton. And suddenly, Cale was a hit songwriter.

“When Eric Clapton cut 'After Midnight,' he sold so many records and it was so big at the time, I decided that I would pursue the songwriting thing." Cale said. "I was 34 years old at that time. I’d been down the pike and back before I had any success at all.”

Soon, Cale was in Nashville, cutting “Naturally”, his most successful solo album, and a disc that featured his hit single, “Crazy Mama.”

While he went on to record more than a dozen solo albums and one Grammy-winning duet CD with Eric Clapton, he saw himself as a songwriter first and a performer second.

“What my whole object was is not to really sell records. I was trying to sell songs," Cale said. "And instead of running around Nashville or New York or Los Angeles, knocking on people’s doors and trying to get them to cut my songs, we thought that making records would get the songs out there farther and it really did. So, my records really didn’t sell, but musicians started picking up on my sound and my songs and cutting my songs and that turned into a gold mine.”

Other artists covering Cale’s songs include Dionne Warwick, Johnny Cash, Tom Petty, Carlos Santana, and The Band.

If you’re interested in hearing Cale sing his own songs, there is a newly-released boxed set containing five early albums. “The Road To Escondido,” his Grammy-winning blues duet album with Eric Clapton is another good choice. It’s a mix of originals and covers, including their take on the classic “Sporting Life Blues.”




 


ADIOS A J.J. CALE


J.J. Cale (Oklahoma City, 5 de diciembre de 1938 - La Jolla, 26 de julio de 2013) fue un músico y compositor estadounidense nacido en Oklahoma City, Oklahoma en 1938. Su verdadero nombre era John Weldon Cale, aunque muchas fuentes dan incorrectamente el nombre de Jean Jacques Cale. Fue conocido por escribir dos canciones que popularizó
Eric Clapton, "After Midnight" y "Cocaine", así como los éxitos de Lynyrd Skynyrd "Call Me The Breeze" y "I Got the Same Old Blues".

Cale fue uno de los pioneros del "Tulsa Sound", mezcla de blues, rockabilly, country y jazz. El estilo personal de Cale fue definido como "relajado", y se caracterizaba por ritmos shuffle, cambios de acordes sencillos, voces dobladas y letras incisivas e inteligentes. Cale también fue un guitarrista muy particular, caracterizado por su forma de puntear y sus solos moderados y ligeros. Sus grabaciones reflejaban la sencillez y la falta de artificios de sus composiciones, que eran normalmente grabadas enteramente por Cale, ayudándose de una caja de ritmos para el acompañamiento.

Muchos artistas, como por ejemplo Eric Clapton, Mark Knopfler, Neil Young o Bryan Ferry, han sido influenciados por la música de Cale; muchos otros han incluido versiones de Cale en sus álbumes, siendo las canciones más utilizadas "Cocaine", "After Midnight", "Call Me the Breeze", "Travelling Light" y "Sensitive Kind", versionada por Carlos Santana.


 

Cale también fue conocido por su rechazo y aversión al estrellato, a las giras largas, y a las grabaciones periódicas. Fue un artista de culto para los músicos, y relativamente desconocido para el público durante los últimos 35 años.

El lanzamiento de su álbum "To Tulsa and Back" en 2004, así como la aparición en el Festival Crossroads de Eric Clapton en el 2006 y el estreno del documental "To Tulsa and Back: On Tour with J.J. Cale", acercaron su discografía a un nuevo público, más joven y más amplio. Además, esta publicidad siguió hasta finales de 2006, cuando publicó un álbum en colaboración con Clapton, The Road to Escondido, que ganó el "Mejor Álbum Contemporáneo de Blues" en la 50 Edición de los Premios Grammy en 2008.



El 26 de julio de 2013, Cale falleció en el Scripps Hospital de La Jolla, California a consecuencia de un ataque al corazón.


EL ADIOS A EDUARDO FALÚ QUE MURIÓ A LOS 90 AÑOS.





    
El folklore pierde a un icono

Fue uno de los más grandes compositores y guitarristas de la música popular argentina. Autor de “Zamba de la Candelaria” y “Tonada del viejo amor”, entre muchos otros éxitos, supo rodearse de los más grandes poetas y dejó una marca para futuras generaciones.

 Por Cristian Vitale

Eduardo Falú (El Galpón, provincia de Salta, 7 de julio de 1923 - 9 de agosto de 2013 ) fue un guitarrista y compositor argentino.

Hacía tiempo, tal vez mucho en términos cronológicos, que Eduardo Falú estaba alejado del ruido mundano, de la cosa profesional, de las tablas y las guitarras de cara al público. De los aplausos. Apenas un detalle, al cabo, porque tal ausencia era sólo una cuestión de silueta. O de mirada. Una mirada sagaz, brillosa, que, en los últimos años sólo activaba su luz frente a los muy suyos. O de voz. Una voz grave, reflexiva, lejana en años. Apenas un ínfimo detalle íntimo que no alcanza a diluir un nombre. Un trayecto fuerte. Un rayo folklórico que cruzó con sus estelas buena parte de la historia de la música popular argentina del siglo XX, y la seguirá cruzando en tanto faro, musa y referencia de las generaciones que renuevan su legado. Murió ayer en Córdoba, donde vivía desde hacía años.

Eduardo Yamil Falú había nacido en El Galpón, un pueblo de Salta distante 150 kilómetros de la ciudad, hace 90 años casi redondos (el 7 de julio de 1923). Se había criado en Metán –también Salta– bajo el pulso arábigo de sus padres sirios: Juan y Fada. Había comenzado a tocar la guitarra a los once años y cuatro años después ya estaba viviendo en Salta capital.



En cincuenta discos y, durante sesenta años de carrera, Falú le imaginó una música apropiada, inevitable, a los arrebatos poéticos de dos vates que parecían haber nacido a su medida: don Jaime Dávalos y don Manuel J. Castilla. Al primero le contorneó con sus fraseos delicados “temazos” atemporales como “Trago de sombra”, la imperecedera “Tonada del viejo amor”, la “Milonga del alucinado” o la fundamental y frecuentemente visitada, “Zamba de la Candelaria”. Al segundo, lo sustentó en bellezas más crudas. En “Minero potosino” o “Puna sola”, por caso. O en la bellísima “Celos del viento”. Y tampoco se privaron de sus climas León Benarós, César Perdiguero o Alberico Mansilla, con un repertorio que enriqueció el de por sí rico folklore de la década del sesenta, e irradió sus magias hacia Japón, España, Alemania y Francia, países que visitó varias veces durante sus períodos más activos. En uno de sus últimos discos (El sueño de mi guitarra) Falú recrea piezas como “Canción de amor en zapatillas”, “Río de tigres”, “Tonada del viejo amor”, “El jangadero” y “Las golondrinas” y se deja acompañar, en un interesante cruce generacional, por el tecladista Lito Vitale.



Pero fue en la épica de dos obras conceptuales donde el guitarrista se mostró en verdadera dimensión. Quién podrá olvidar, después de haberla escuchado, el favor reparador que le hizo a Juan Lavalle cuando, mediando los sesenta, el romance de su muerte intentó curar con música lo que un texto, por más lúcido que fuera, no podía (el fusilamiento de Dorrego). Quién, si no, el sonido de campo adentro que muy pocos podían lograr como él, que le imprimió al José Hernández.



Falú fue también, muy a su manera, un académico. Un “culto”, que poco podría envidiarle, tal vez, a su musa Carlos Guastavino. Para contarlo lejos, está su Suite Argentina, grabada por la Camerata Bariloche, en la que las cuerdas populares y clásicas (fue una obra para guitarra, cuerdas, clavecín y corno) fueron casi una, o sus conciertos “serios” con la Orquesta Sinfónica Nacional. También un defensor tenaz de los derechos de los músicos. En 1950, cinco años después de mudarse a Buenos Aires para ingresar directo en Radio El Mundo, el tío del también eximio guitarrista Juan ingresó a Sadaic, donde ejerció durante varios años la vicepresidencia.



Pese a sus “resistencias” al bronce, Falú fue varias veces reconocido por las instituciones. Recibió el título Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, la Cámara de Diputados lo homenajeó y diversas ciudades (Salta, Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y Rosario) lo distinguieron como Ciudadano Ilustre. El gobernador de Salta decretó dos días de duelo y Sadaic lo saludó de esta manera: “Don Eduardo Falú, querido maestro, qué difícil resulta despedirlo”.

Tanto el duelo como el saludo final se hacen extensivos, emocionalmente, a todo el país.


 

El universo en tres minutos

 Por Diego Fischerman

Sus canciones se cantaron en las escuelas. Estuvieron ligadas, como toda la música compuesta a partir de tradiciones folklóricas sudamericanas, a una cierta idea de patria. Y, claro, de patriotismo. Ya se sabe, la banda de sonido de los actos escolares siempre tuvo más que ver con el campo, aunque acompañara las sagas de personajes tan inevitablemente urbanos como Manuel Belgrano, por ejemplo. Las canciones de Eduardo Falú, que tantas veces hablaron del paisaje, se incorporaron al paisaje. Y, en muchos aspectos, fue una lástima. Es cierto que su arte estuvo en boca de todos y que pocas cosas pueden ser tan gratificantes para un compositor. Pero la contrapartida fue que la costumbre, la bastardización, las versiones gritadas, impostadas, fuera de foco o, simplemente, de afinación, terminaron haciendo a esas canciones maravillosas casi invisibles. Acabaron haciendo olvidar –o haciendo que fuera difícil no perder de vista– que se trataba de algunas de las piezas más extraordinarias del siglo. “Tonada del viejo amor” o “Zamba de la Candelaria”, por sólo nombrar dos, son tan absolutamente perfectas, tan naturales y al mismo tiempo sorprendentes, como sólo unas pocas otras canciones de tradición popular lograrían serlo.

 

   
 Compartió con los grandes melodistas del tango (Dames, Mores), con Paul McCartney, John Lennon, Chico Buarque, Luis Alberto Spinetta, ese delicado secreto con el que se logra crear un universo y dejarlo en el recuerdo para siempre, en apenas tres minutos. Y además, como intérprete, tuvo una autoridad –y una originalidad– extremas. Su voz de barítono profundo no se pareció a nada; su manera de frasear en la guitarra tenía una elegancia exacta. Nunca hubo excesos. Falú cantaba y tocaba sus canciones sofrenando la emoción, como quien sabe que tiene demasiado entre sus manos y que debe, más bien, contrarrestar todo ese poderío. Una contención expresiva que resultaba, paradójicamente, conmovedora. Aunque incursionó en algunas obras con orquesta y en formas extendidas como la suite, fue en la miniatura precisa, en la fragilidad de la acuarela, donde resultó único. Está, por ejemplo, su monumental Romance de la muerte de Juan Lavalle, con textos de Ernesto Sabato, que grabó en 1965, y donde hay más de un momento notable, empezando por las piezas en que toca su guitarra a solas. Pero es en esa vidalita cristalina que canta Mercedes Sosa, “Palomita del valle”, donde aparece esa rara y paralizante belleza que hace de Eduardo Falú un artista incomparable.






lunes, 5 de agosto de 2013

NILE RODGERS SOBREVIVIO A TODO Y REGRESO A LA CIMA







   

“Siempre tuve buena suerte”

“Get Lucky”, su colaboración con los franceses Daft Punk, significó el vigésimo número uno en los charts para el factótum de Chic, y productor y músico de David Bowie, Madonna y Duran Duran. Aquí, vida y obra de un optimista incansable.

 Por Fiona Sturges *

En sus 61 años de vida, Nile Rodgers ha superado más de un trauma. Su madre y su padrastro eran adictos a la heroína y propensos a dormirse en mitad de una oración; una adolescencia sin hogar que lo llevó a dormir en estaciones de subte; sus propias adicciones al alcohol y a la cocaína, que provocaron que su corazón se parara ocho veces; y, más recientemente, el diagnóstico de un cáncer de próstata. Y sin embargo, solamente una vez se preguntó si valía la pena vivir: fue en los primeros tiempos de Chic, cuando él y su socio y cocompositor Bernard Edwards estaban buscando un contrato discográfico. Habían mandado demos, varios ejecutivos habían ido en rebaño a sus shows, el underground neoyorquino enloquecía por sus canciones. Y sin embargo, nadie picaba. “Fue frustrante, porque habíamos trabajado muy duramente y sabíamos que nuestra música era realmente buena”, recuerda Rodgers. “Hicimos un pacto suicida. Dijimos que si no conseguíamos un contrato, íbamos a darnos las manos y a saltar del puente George Washington. Si hubiéramos llegado al punto de pararnos ahí, estoy seguro de que Bernard me hubiera dicho: ‘¿Viste esa parte de guitarra que estabas tocando? Deberíamos volver al estudio y arreglarla’. Así que no estoy seguro, en retrospectiva, de que fuera en serio. Y, de todos modos, firmamos contrato.”

Rodgers está sentado en el trailer convertido en camarín, en el backstage del Magic Summer Live Music Festival en Surrey, Inglaterra. Afuera hace 31 grados; adentro, solamente un poco menos. Vestido con su habitual atuendo para shows de traje blanco y sombrero al tono, Rodgers acaba de bajar del escenario tras completar un set de una hora con Chic, con una triunfante versión de “Good Times” mezclada con “Rapper’s Delight” de Sugarhill Gang (que tenía un sample... de Chic). Mientras la banda dejaba en fila el escenario, el público empezó a cantar espontáneamente “Get Lucky”, de Daft Punk, el hit disco y funk que este año devolvió a Rodgers, su co-autor, de nuevo al centro de la escena. El guitarrista es, por supuesto, el legendario hacedor de hits detrás de algunas de las mejores canciones pop jamás escritas, un hecho subrayado por la lista de temas de hoy, que incluyó “Everybody Dance”, “We Are Family”, “Upside Down”, “Le Freak”, “I’m Coming Out” y “Dance, Dance, Dance”. Todos están incluidos en el flamante “grandes éxitos” The Chic Organization: Up All Night, que tendrá edición argentina.

Con este rutilante catálogo, que continuó en los ’80 cuando tocó y produjo algunos de los más grandes álbumes de esa era –incluyendo Let’s Dance, de David Bowie; Like a Virgin, de Madonna; y Notorious, de Duran Duran–, Rodgers puede permitirse estar relajado acerca de su reciente éxito. “Lo disfruto”, dice y se encoge de hombros, secándose la transpiración del rostro con una toalla. “Tener un hit es bárbaro y te pone en el candelero durante un tiempo. Pero después eso desaparece. Quiero decir: éste es mi vigésimo tema número 1. Así que sé que es sólo cuestión de tiempo hasta que no sea gran cosa otra vez. En este negocio todo es fugaz.”

Musicalmente, Rodgers ciertamente ha tenido sus altas y bajas. A mediados de los ’70, él y Edwards fueron los reyes de la escena disco de Nueva York. Habían craneado un nuevo sonido R&B y funk simple, jubiloso y deliberadamente repetitivo que, como dijo Johnny Marr, guitarrista de The Smiths, en un documental reciente de la BBC, “uno tenía que ser de madera para no moverse”. Ellos estaban en la cima. Pero entonces llegó el contragolpe: un “¡Disco apesta!” que ganó ímpetu entre los fans del rock’n’roll y que culminó en la legendaria “Disco Demolition Night”, en la que montones de álbumes de música disco fueron destruidos en medio de una cancha de béisbol de Chicago. Tras renguear durante algunos años, Edwards se retiró, impactado por cuán rápida y ferozmente Chic había pasado de moda; Rodgers absorbió el golpe y siguió adelante. Su próximo colaborador sería David Bowie.

“Ese fue un ejemplo perfecto”, dice Rodgers. “Esas cosas no duran. No pueden durar. La música tiene que seguir moviéndose. Pero tuve buena suerte. Siempre había algo esperándome a la vuelta de la esquina.” Rodgers es magnífico cuando habla, saltando felizmente de una anécdota a la siguiente, cada una con una impactante sucesión de nombres famosos: Bowie, Diana Ross, Bryan Ferry, Debbie Harry, Grace Jones... Ahora habla del extraño magnetismo de Madonna: “Incluso antes de ser enorme, ella era muy interesante. Si me decía qué había desayunado, yo pensaba que era fenomenal. Tenía esa cosa mágica. Cuando entraba a alguna parte con ella, todo lo que escuchaba era: ‘¿Quién es ella? ¿Quién es la chica que está con Nile?’”.

Rodgers es uno de los optimistas de la vida. En persona, su forma habitual de ser es radiante. Su espíritu infatigable es evidente en su enormemente cautivadora autobiografía Le Freak, en la que cada nuevo golpe, ya fuera en su vida o en su carrera, es recibido con el ademán de c’est la vie. “Ha habido una extraña ironía en toda mi vida”, dice Rodgers animadamente. “Todos mis compañeros originales de banda murieron, cuando yo era el más salvaje e imprudente de todos (Edwards murió mientras dormía después de un show de Chic en Japón, en 1996). Pero yo sigo acá. ¿No es loco? No soy religioso, pero siempre le agradezco a los elementos del Universo por permitirme un día más de mi vida, porque es increíble.”

Pero el diagnóstico de cáncer de hace dos años debe haberle marcado una pausa. “En realidad, no”, replica, todavía sonriendo. “Ese día tenía trabajo que hacer. Recibí el llamado un jueves y tenía que ir a Roma para hacer un show el sábado. Le dije a mi doctor que iba a simular que no había recibido su llamado e iba a llamarlo cuando volviera. El me gritaba: ‘¡No, no, no, Nile! ¡Esto es realmente serio!’. Y yo le dije: ‘Vamos, doc, si no lo hubiera atendido, ¿usted realmente se esforzaría para que yo volviera antes del fin de semana? Por supuesto que no. Así que hablaremos el lunes’.”



¿Era negación? “Para nada”, contesta Rodgers. “Porque sabía cuál era la realidad. Sus palabras exactas fueron: ‘Cáncer de próstata extremadamente agresivo’. Pero yo no sabía lo específico, y ni él ni yo teníamos toda la información, así que no iba a preocuparme por algo que no estaba claro.” Un par de días antes de esta entrevista, Rodgers vio a su oncólogo para un chequeo post-operatorio, una cita que fue largamente pospuesta debido a la agenda de giras del músico. “Justo antes de llegar acá, recibí un e-mail de mi doctor.” Hace una pausa y sonríe: “Y hoy estoy libre de cáncer”.

Pero, ¿alguna vez piensa en aflojar el ritmo? ¿Se detiene un poco con las giras? ¿Se toma vacaciones? “De ningún modo”, se ríe a carcajadas. “Si hiciera eso, probablemente me enfermaría y moriría.”

La madre de Rodgers, Beverly, quedó embarazada cuando tenía 13 años. Su familia la persuadió para que se casara con el padre, Nile Rodgers Sr, pero cuando llegó el día, ella cambió de idea y su familia la repudió. Bobby, el padrastro de Rodgers, era blanco, judío y “muy pintón”. El y Beverly eran inusualmente progresistas: fueron una de las pocas parejas interraciales del Greenwich Village neoyorquino. Fumaban en pipa, se vestían impecablemente e instruyeron a Nile para que los llamara por sus nombres. También se drogaban mucho. “Mi infancia fue agridulce en muchos sentidos”, dice. “Nos mudamos mucho. Para cuando tenía 10 años, había viajado miles de kilómetros, a menudo solo. Mis padres eran como mis amigos, así que se sentía como no tener padres. Pero en un modo loco eso fue muy liberador. Me forzó a ser independiente, quizás un líder, y ciertamente un sobreviviente.”

El vio muy poco a su padre biológico, un percusionista beatnik, aunque le da todo el crédito como proveedor de los genes musicales que iban a llevar a Rodgers a vender un estimado de 100 millones de discos. Nile Sr no disfrutó del mismo éxito. Devastado por su rotura con Beverly, se convirtió en esclavo de la heroína e incapaz de mantener un trabajo. Un día, su hijo de 8 años lo vio desnudo y aparentemente con ánimo suicida en el techo de un albergue para indigentes en el Village, con una gran multitud mirándolo. Nile se presentó ante el policía a cargo y fue despachado para que le dijera a su padre que bajara.



“Para ese momento yo me arreglaba por las mías, esencialmente. Todavía dormía en casa de mi madre y tenía una llave para la puerta de calle, pero hacía la mía.” Su presencia en la escuela era intermitente; prefería aprender de ver películas por televisión. “Era fan de los Hermanos Marx”, recuerda. “Uno de ellos tenía un personaje con el que simulaba no poder hablar, pero después escribió una autobiografía llamada ¡Harpo habla! Escribió acerca de cómo abandonó la escuela a los 9 años para convertirse en profesional. Leí eso cuando tenía 8 y pensé: ‘Guau, no puedo esperar a tener 9 para poder abandonar la escuela y conseguirme un trabajo’.”

Rodgers empezó a tocar la guitarra a los 16, y rápidamente terminó tocando durante algunos períodos en bandas de jazz y música latina. Al mismo tiempo, no tenía casa; dormía en casas de amigos o en el subte de Nueva York. “En realidad me gustaba vivir en el subterráneo. Era optimista incluso entonces. Prefería ser un indigente, aprender música y conocer a toda la gente interesante que conocí, antes que quedarme en casa, que en ese momento me parecía más peligroso para mí.”

El primer trabajo pago de Rodgers en la música llegó con las giras de la banda de Plaza Sésamo, tras el cual consiguió un lugar en la banda residente del teatro Apollo de Harlem. Y entonces, en 1973, conoció a Edwards. En la superficie eran agua y aceite: para entonces, Rodgers era un hippy politizado vestido con pantalones acampanados y amante del LSD, mientras que Edwards era un fan del R&B conservador y de vida limpia. Pero, tras un par de pasos en falso, se convirtieron en una de las duplas más intuitivas, exitosas y –durante un tiempo– prolíficas de la música popular.



Rodgers dice que su integración a la escena disco se sintió como llegar al hogar. “La apertura me permitió encontrarme a mí mismo”, explica. “Hasta entonces, yo era una ficha cuadrada en un agujero redondo. Cuando fui a mi primera disco, que no era Studio 54 ni nada sofisticado sino un lugarcito en el barrio, vi algo que se parecía a mis primeros años con mis padres. El público estaba mezclado: había negros, blancos, gays, puertorriqueños, de todo. Y todos se llevaban bien.”

Cuando las ventas de Chic se dispararon, también lo hicieron sus ingresos. El libro de Rodgers detalla, con cierto deleite, su flamante gratificación con ropas de diseñadores, autos y barcos. Y además estaba la cocaína. En retrospectiva, dado el ambiente de su infancia, Rodgers reconoce que las drogas fueron inevitables. “No había fobia en mi casa. Si llegabas a casa de mi madre y no te drogabas, eras el raro. No iban a reírse de vos, pero ibas a verte como el bicho raro, sentado ahí mientras todos los demás fumaban porro y se inyectaban heroína.”

Una fiesta en la casa de Madonna, a mediados de los ’90, finalmente trajo la conclusión de que él era un adicto completo. Rodgers había estado tres días dado vuelta y empezó a escuchar voces dentro de su cabeza. Fue su primer y único brote de psicosis cocainómana. Cuando las voces finalmente recularon, él mismo se anotó en rehabilitación. Desde entonces no ha tocado drogas, ni alcohol.



Ahora, en las raras ocasiones en las que está en su casa –en el Upper West Side neoyorquino–, vive una vida tranquila con su novia. Nunca quiso tener hijos. “Supe desde muy joven que no quería hijos, ni casarme. No había nada en toda mi vida que reforzara positivamente esos conceptos. Pero no es gran cosa. Es por eso que tengo la novia que tengo. Ella tampoco quiere hijos, así que ‘fantástico, sos mi chica’.”

El plan a largo plazo de Rodgers es seguir haciendo exactamente lo que ha hecho durante el último par de décadas: salir de gira, colaborar con colegas y salir de gira otra vez. Hay rumores de otra colaboración con Daft Punk, esta vez con el dúo francés trabajando sobre un tema inédito de Chic, aunque los detalles son exiguos. También se avanza en un musical de Broadway basado en el extenso catálogo de Rodgers. “Yo no busco trabajo”, reflexiona Rodgers. “Me gusta esperar hasta que me llega. Sólo escribo canciones por pedido. No puedo escribir música hasta no saber la historia. Siempre digo que mis canciones son non fiction con elementos de ficción. La gente piensa que son livianas, pero hay verdad y profundidad en todas ellas.”



Ahora sólo tiene una pequeña lista con la que le gustaría trabajar. “Aunque en mis verdaderas fantasías me gustaría juntar a Hendrix y a Miles Davis otra vez, y zapar con ellos”, suelta. “He hecho muchas cosas copadas en mi vida, pero, ¿trabajar con esos tipos? Eso hubiera sido lo más copado de todo.”

* The Independent de Gran Bretaña.


MURIO EL EXCEPCIONAL GUITARRISTA, COMPOSITOR Y DOCENTE WALTER MALOSETTI, A LOS 82 AÑOS.

 





Cuando tocar es enamorarse de la música

Su fascinación por el jazz llegó desde temprano y través de la radio; desde ese primer momento desarrolló una tarea de intensa actividad, grabando, tocando en vivo y a través de una escuela que lo convirtió en referente de la enseñanza.

 Por Diego Fischerman

La noticia circuló primero por las redes sociales. Y hubo un dato llamativo. Había
muerto, a los 82 años, Walter Malosetti, uno de los músicos más queridos y respetados
del jazz argentino. Y entre los comentarios resaltaba una palabra, escrita una y otra
vez por quienes se inspiraron en él, por quienes fueron sus discípulos, por los que
tocaron junto a este notable guitarrista o, simplemente, por los que lo conocieron o
estuvieron cerca suyo en algún momento de su fructífera vida: “maestro”.

“Finalmente papá terminó su lucha y ahora descansa en paz. Gracias por el amor que
sabemos sus hijos y familiares que todos ustedes sienten por él”, escribió su hijo, el
excelente bajista Javier, que siempre reconoció haber aprendido de escuchar tocar a su
padre. Nacido en la provincia de Córdoba el 3 de junio de 1931, Walter Malosetti se
enamoró del jazz, como muchos en esos años, a través de la radio. Su padre y su hermano
mayor eran músicos y ya desde antes de cumplir veinte años tocaba en bandas de jazz, la
Guardia Vieja Jazz Band, la California Ramblers, The Georgians Jazz Band. “Uno siempre
toca solo”, había dicho en una charla con Página/12 en la que se refería a la grabación
de su primer disco a solas, PALM (iniciales de Pedro Alfredo Lucas, su hermano, luthier
y también guitarrista). Un disco nacido del insomnio y, a la vez, de un largo sueño.
“Había muerto mi mujer, de golpe tenía mucho tiempo, al no tener que cuidarla, y no
podía dormirme, así que tocaba la guitarra toda la noche.”

Además de prócer del jazz argentino, con una trayectoria que incluye el paso por Swing
39, aquel grupo en el que transitaba por el estilo del quinteto del Hot Club de Francia
de Django Reinhardt y actuaciones con los más importantes músicos de jazz de varias
generaciones, parte de su peso en la escena musical local tiene que ver con la escuela
con la que durante años fue referente en el campo de la docencia de música de tradición
popular. “Hay cosas, desde ya, que no pueden enseñarse”, explicaba. “Paradójicamente,
no se le puede enseñar a alguien a ser músico; a ser sensible, a escuchar, a tener algo
para decir. Pero sí se pueden dar los elementos para que quienes tienen adentro eso tan
difícil de transmitir lo puedan sacar afuera. Para que quienes son músicos de alma
encuentren la mejor manera de serlo. Creo que puedo ser útil –decía– y que lo que se
transmite no es sólo la técnica; también hay palabras, hay cosas que se le pueden decir
a un chico que uno ve que tiene real interés y pasión por aprender, para guiarlo. A
veces es más importante decirle ‘no toques’, ‘guardate algo’, ‘dejá que se oiga el
silencio’, que enseñar a tocar. Hay que buscar la sencillez.”



Con Swing 39 grabó seis discos, y participó en el primer álbum solista de David Lebon.
También tocaría, años después, en el tema “Cazar toreros”, del disco Horno para
calentar los mares de Illya Kuryaki and the Valderramas. Autor de los libros Bases de
improvisación para guitarra y Armonías de blues, había sido reconocido como Ciudadano
Ilustre de Buenos Aires y, también, de Ushuaia, donde el Festival de Jazz de esa ciudad
lo homenajeó en 2010, cuando cumplió 79 años. Un año antes, Mariano Otero había grabado
Desarreglos, el disco con la música que había escrito en homenaje al guitarrista, a
pedido del Festival de Jazz de Buenos Aires. “Walter fue muy amigo mío, lo admiré
mucho”, comentaba ayer el contrabajista. “Era un maestro. Me dio mucho amor, y yo lo
quise como un padre o un abuelo. Nunca nadie habló mal de él. Tengo mucha tristeza.
Sabía que estaba mal, y que se iba, y cuando vos querés a una persona querés lo mejor
para ella, pero cuando esa persona se va, eso te destruye.”

La última producción discográfica de Malosetti, del año pasado, fue Esencia. Allí
tocaban con él Mauro Vicino y Walter Coronda en guitarras rítmicas, Guillermo Delgado,
Pablo Carmona y Fernando Lupano alternándose en contrabajo, Pablo Gignoli en bandoneón,
Larry Martin en batería y Marcelo Peralta en saxo tenor, y el repertorio incluía una
versión de “Soledad”, de Gardel y Lepera. “Elegir lo que uno va a tocar no se trata
sólo de quedarse con los temas que a uno más le gustan, sino con esos con los que
siente que tiene una afinidad”, contaba a este diario. “En mis últimos discos
predominan los temas lentos, y tal vez sea porque es allí donde siento que tengo algo
que quiero expresar. No sé, también los músicos que me gusta escuchar son los que
eligen más lo que dejan de tocar que lo que tocan. Mi ídolo es Jim Hall y él jamás va a
meter una escala veloz porque sí, sólo para lucirse o para demostrar que puede tocarlo.
Todo es fino, tiene que ver con los matices, con el desarrollo de una idea. Ojo, hay
músicos como John McLaughlin que tocan rapidísimo y son muy grandes artistas. A mí
puede no gustarme demasiado lo que hacen, pero eso es sólo una cuestión de gustos. En
casos como el de él, la cantidad de notas y la velocidad son, directamente, parte del
estilo. Ellos son eso. Sé que muchos dicen lo mismo, pero lo importante es lo que hay
para decir, no la técnica. Louis Armstrong no había estudiado música y era genial. B.
B. King toca pocas notas y a uno se le pone la piel de gallina. Y Pappo era
maravilloso. Mis discos, no sé. Tardo en conocerlos. Yo soy lento para valorar mis
cosas. Las acepto, simplemente, porque entiendo que me representan.”




Martes, 30 de julio de 2013

“Entre nosotros no existe la competencia”

El 19 de octubre de 2007, luego de un encuentro en el escenario de La Trastienda,
Cristian Vitale reunió a Malosetti padre e hijo en una charla imperdible. Aquí se
ofrecen algunos pasajes.

    “A la gente le gusta esto de ver a padre e hijo juntos, es lindo y muy familiero...
pero para nosotros es natural. No le damos tanta pelota, porque convivimos toda la vida
así. El es socio, amigo y compañero de mis peores juergas. Cada vez que viene a casa,
me da un beso y lo primero que hace es fijarse arriba de qué cama hay una viola. Se
pone a tocar, yo agarro el bajo y tocamos juntos antes de hablar de nada. Tocar juntos
para nosotros es más natural que comer juntos.” Javier.

    “Al tocar con él se me aparece toda la vida... desde que él era chiquito y estaba
sentado en una alfombra, cuando ni siquiera sabía caminar, y ya entonaba canciones. Las
inventaba y eran coherentes. Pero mucha oreja de Javier deriva también de la madre,
eh.” Walter.

    “El free jazz no es tan osado como dicen. Es un lugar cómodo para un músico que no
tiene ganas de aprenderse las formas. Tocar cualquier cosa no es nada osado, me parece
más osado poder decir sobre ciertos cánones. No es loco el free, es una boludez. Lo
valiente es todo lo contrario. Un ejemplo: es más fácil andar en bolas por la calle,
pero eso es de boludo.” Javier.

    “Yo, por mi forma de ser, enseñé con mucho cariño. No sé si seré el mejor profesor
o el peor, pero entendía y entiendo a mis alumnos, me da igual si les gusta el rock, el
tango, el folklore o el jazz, porque pienso que si no tenés amplitud sos un gil. Hay
que escuchar de todo. A Javier le noté condiciones desde muy chiquito. A los 12 años ya
lo llevaba a tocar la batería, y a veces lo retaba porque tocaba muy fuerte.” Walter.
    “Sé de muchos músicos que tienen padres o hijos músicos, que son como una carga el
uno para el otro. Se da una relación traumática o tortuosa, en el que uno aparece como
la sombra del otro. En este caso no ocurrió nunca, porque cada uno está en su mundo,
feliz de los logros del otro. A la par, 50 y 50, hombro a hombro. Entre nosotros no
existe la competencia. Yo vivo y soy músico gracias a él...” Javier.

    “Entre nosotros hay un vaivén que siempre está entre los músicos, sea tu hijo o no.
Generalmente, hablamos de gustos. ¿Te gusta éste? ¡Mirá lo que toca el animal!, y así,
pero los gustos personales no se imponen. A lo mejor, a él le gustan cosas que a mí
no... pero las terminé incorporando. Javier me descubrió a The Beatles cuando yo les
daba una importancia relativa. Pero también aprendí mucho de mis alumnos. No hay que
negar la espontaneidad. Si podés aprender algo todos los días, mejor. La integración en
música es fundamental, porque un tipo que toca solo toda su vida encerrado en una
pieza, no procede.” Walter.

Martes, 30 de julio de 2013

 

Formador de músicos

 Por Adrián Iaies

Se fue Walter, finalmente. Después de pelear hasta el final. No tuve la fortuna de
tocar con él, pero sí de tratarlo, en los últimos diez años, aproximadamente. Alguien a
quien siempre daba gusto encontrar. Ese mix perfecto de dulzura, swing e ironía. Y
siempre con algo para contar. Un guitarrista de excepción con una virtud no tan
sencilla de encontrar en los guitarristas: su estilo nunca dependió de las modas, el
tocaba swing, y eso es atemporal. Tocó casi hasta el final y seguramente se trate de
uno de los jazzmen argentinos con una carrera más dilatada, con una buena cantidad de
grabaciones y con muchísimas noches de escenario. Sin embargo, aun antes que esa faceta
de artista talentoso, honesto y trabajador, lo que necesariamente prima es su condición
de gran maestro. A diferencia de la música clásica –donde la tradición descansa sobre
un corpus de papeles, las partituras–, en el jazz esa reserva, esas raíces están en los
discos y, por ende, se trata de una condición naturalmente más abstracta y donde la
figura del maestro que guía a través de esa región siempre un tanto misteriosa es
clave. Y Walter fue un gran maestro. La prueba de ello no son sólo los miles de alumnos
que pasaron por su escuela, sino que él mismo prefería tocar con músicos más jóvenes
que luego fueron, ellos mismos, líderes y continuadores de esa tradición. Pienso, en
principio, en Javier, su hijo. Uno de los músicos de jazz más completos que hay por
estas tierras, puro talento. Pero pienso, por ejemplo, en Pepi Taveira o en Mariano
Otero. En Armando Alonso, en Lito Epumer. A mí siempre se me antojó –a los músicos de
jazz nos gustan especialmente las analogías, por alguna razón– que Walter era una
especie de Art Blakey local, un formador de músicos y de líderes. Evidentemente sabía
transmitir esa condición. En mi primera edición como director del Festival de Jazz de
Buenos Aires le hicimos un homenaje, del modo que yo personalmente creí que más lo
reconfortaría. Más allá de la plaqueta de rigor y los discursos, le comisionamos a
Mariano Otero que reescribiera algo de la música de Walter para luego impregnarla de su
propio estilo. Eso y no otra cosa es el jazz. Y de eso Walter sabía mucho. Lo vamos a
extrañar.