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lunes, 30 de mayo de 2011

PABLO SBARAGLIA Y “SHE LOVES YOU” DE LOS BEATLES




PABLO SBARAGLIA Y “SHE LOVES YOU” DE LOS BEATLES








Por Pablo Sbaraglia

“She Loves You” terminó marcando el destino de lo que, en definitiva, es mi vida hoy. Casualidad, afinidad o como lo quieran llamar, hay experiencias decisivas que hacen que tu camino se encauce. Y esta canción marcó, justamente, un gran viraje: fue un punto de inflexión, a una edad muy temprana.

La fiebre que me daba al escuchar “She Loves You” marcó a fuego el principio de mi historia. La beatlemanía generaba euforia, algo medio inexplicable, las ganas de querer abrazarlo, hacerlo tangible, tocarlo. Era muy chico, tenía cuatro o cinco años. Y esa sensación, ese ardor que sentía adentro mío tenía que sacarlo de alguna forma. Cuando uno está con un ataque de ansiedad o excitación, tiene que hacer algo. Y, en este caso, lo que sucedió es que me fui convirtiendo en músico.

Estamos hablando del año ‘75 o ‘76. Mi viejo ponía la canción y me excitaba mucho. Mucho. El era fan de la música, un melómano que siempre tenía un equipito medianamente bueno. Entonces lo ponía fuerte y se escuchaba bien. También terminé heredando de él la pasión por el audio en sí mismo. Era un chico de Sáenz Peña, un barrio pegado a Devoto, del lado del conurbano. Y le pedía a mi viejo: “Dale, poneme el tema”. Me pasaba algo parecido con “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, por ejemplo. En general con los temas rápidos, que para un chico de esa edad son más inmediatos: lo que captaba era la cosa energética. No pasaba por entender la letra o prestarle atención a un arreglo. Simplemente, era algo que te golpeaba sin filtros, sin barreras.

Después, a los 12 o 13, cuando empecé a estudiar, a tocar y a juntarme con otra gente, pude profundizar en el tema, en el disco y en la discografía de Los Beatles. Hoy si quiero puedo analizar la canción, pero en el fondo me vuelve a suceder aquello. Regreso a ese lugar, idéntico. Manejo la excitación y la euforia de otra manera, obviamente. Aunque también tiene algo doloroso, angustiante, porque es un grupo que ya no existe, una infancia que se terminó hace rato. La sensación es ambigua.

En la adolescencia solía soñar con esa canción y con Los Beatles. Me los encontraba en un bar, uno de esos típicos de españoles. Había muy poca gente, pocas mesas, una barra. Con luz de tarde. Y yo entraba, me pedía un café con leche y me sentaba con ellos. Estaban los cuatro vestidos normal, pero con el corte de pelo y los bigotes de la psicodelia onda Sgt. Pepper. No lo podía creer, era buenísimo: aprovechaba para preguntarles todo lo que quería saber. Eran charlas tipo: “¿Y cómo hicieron para escribir ‘She Loves You’? ¿Les salió naturalmente? ¿La letra cómo apareció? ¿Y los arreglos? Y vos, Paul, ¿qué tocás en tal parte?”. Un sueño recurrente, que me acompañó durante años, hasta los 16. Pero si lo hubiera podido cumplir en la realidad, creo que me hubiera puesto a llorar y les hubiera agradecido por todo. “¡No soy digno!”

“She Loves You” es bien visceral. Tal vez el mejor adjetivo que la describe sea “afiebrada”. La fiebre producto de la excitación, del alto nivel de energía que contagia. Si uno la analiza, es una canción con dos acordes, bastante sencilla. La letra no tiene demasiadas vueltas. Sin embargo, ahí está impreso ese caudal gigantesco de energía que tenían. En general, toda la discografía de Los Beatles me genera esa sensación. Pero la música de cuando eran pendejos calientes que se la pasaban todo el día tocando, tiene una fuerza especial. Algo más bien primitivo, lo que me llegaba más directo cuando era chico. Y hasta lo imaginaba, lo visualizaba: una pelota de aire blanco que se me metía en el cuerpo y me ponía en tensión, en un estado de querer crear cosas. Un motorcito.

Uno se acostumbra a hacer lo que hace, empieza a seguir ciertas rutinas. Por eso, de vez en cuando, recibir una inyección de aquello está buenísimo. Hace poco, cuando estuvo en Argentina, a Paul le preguntaron en una entrevista cómo hacía para seguir pegándose palazos y saliendo de gira cada seis meses. Y contestó algo que tenía mucho que ver con la energía de “She Loves You”. Dijo que cuando llega a la sala, prende el equipo y escucha el “track”, el ruido a encendido, eso ya lo pone en tensión. Y es tal cual. Para resumirlo, es la gran motivación que me dio “She Loves You” en esa primera etapa. Fue lo que me trajo hasta acá.

SLAYER DE NUEVO EN ARGENTINA



MUSICA IMPLACABLE A UN VOLUMEN MALIGNO

Llega a Buenos Aires una banda cuyo nombre no dice mucho a quienes no la conocen, pero desespera de fanatismo, devoción y ansiedad a quienes ya son parte del culto. Obsesionados por la Segunda Guerra Mundial, los asesinos seriales, el sufrimiento en general y el infierno en particular, los miembros de Slayer llegan por cuarta vez a Buenos Aires para ofrecer eso que los hace únicos: una brutal ceremonia de metal y agresión como pocas.







Por Mariana Enriquez

Si uno no es fan, si jamás vio en vivo a Slayer, es probable que, después de un par de canciones, ocurran dos cosas: o la partida intempestiva tapándose los oídos o la fascinación ante lo de verdad distinto. Una música de agresividad nunca vista, el equivalente sónico a una golpiza. Y la confusión, la sensación de estar de invitado en un culto masivo pero desconocido, con todos esos fans que cantan, que mueven los labios formando palabras mientras el no iniciado sólo escucha aullidos. Slayer es, si uno no es del palo, la experiencia sonora más brutal a la que es posible asistir; es música implacable a un volumen maligno y, en vivo, si uno es capaz de dejarse llevar, podrá decir, esta vez sin exageraciones, que atravesó una experiencia límite. Para los fans, Slayer es sencillamente la mejor, más respetada e íntegra banda de thrash metal del mundo –muy por encima de otros grandes nombres que se desviaron hacia el ridículo, como Metallica, la intrascendencia, como Megadeth o Anthrax, y la experimentación, como Sepultura, que sin duda era la banda más bestial del mundo en épocas de discos como Arise o Beneath the Remains, cuando no hacían álbumes acerca de La Naranja Mecánica ni tocaban con orquesta ni experimentaban con percusión japonesa.

Es el camino de la reinvención que Slayer jamás quiso seguir, elección cabeza dura que los convierte en una banda única. No parece que les importara hacer crossovers, ganar públicos, hacer crecer su música más allá de la profundización del impacto sonoro en los vivos. Es verdadera música joven de alto impacto, aunque sus integrantes tienen más de cincuenta años; es verdadera música independiente desde antes de la crisis de las compañías –vendieron muchísimos discos especialmente para Def Jam y American Recordings, los dos sellos de Rick Rubin que los albergaron por más tiempo–. Nunca siguieron el camino que volvió enorme a Metallica, con su sonido amigable del Black Album, que los hizo millonarios pero con el tiempo los deslizó hacia la comedia, situación que queda plasmada en el involuntariamente graciosísimo documental de Some Kind of Monster (2003).

Slayer se formó en 1981 y graba desde 1983, pero fue cuando entraron al entonces recién fundado –y dedicado al hip hop– sello Def Jam de Rick Rubin y Russell Simmons que lanzaron un disco exitoso y acabado, el que cimentaría su sonido y el de toda una escena, con las canciones cortas, agresivas y superveloces. Ese disco fue Reign in Blood. La primera canción, “Angel of Death” empezaba diciendo: “Auschwitz, el significado del dolor”, y seguía con una descripción a los gritos de los horrores del campo de concentración desde el punto de vista de un jerarca nazi con ensueños místicos, probablemente Mengele. Más tarde, en “Criminally Insane” se escuchaba lo mismo pero sobre un pabellón de criminales dementes. En “Postmortem”, fantasías necro y horríficas, y en “Raining Blood” un poco de religión, castigo y satanismo. Las obsesiones básicas de Slayer: Jeff Hanneman, fundador y guitarrista, está obsesionado con la guerra, especialmente la Segunda Guerra Mundial –se debe, dice, a que todos los hombres de su familia son veteranos de guerra–. Tom Araya, el cantante, chileno de nacimiento, está obsesionado con los asesinos seriales y la religión. De ahí no se mueven: su último disco, World Painted Blood (2009), podría haber sido grabado hace 25 años; solamente se nota que es reciente por el sonido –la producción vuelve a ser de Rubin ahora para American Recordings y tanto el productor como la banda piensan que si algo no está roto no hay por qué arreglarlo–. Slayer funciona fantástico: siguen tocando con ese doble bombo que parece un corazón aterrorizado, siguen tocando rapidísimo y siguen, intactos, los todavía inteligibles aullidos de Araya. En el disco nuevo “Snuff” es sobre, claro, películas snuff; “Unit 731” sobre criminales locos, “Public Display of Dismemberent” sobre la guerra, la ley marcial, el armamentismo. Nada ha cambiado. En el medio, con más de veinte años de carrera, atravesaron unos cuantos escándalos, alegrones y caídas; pero la vida de Slayer fue y es llamativamente tranquila para gente de gustos tan intensos. El baterista, Dave Lombardo, es un poco histérico y dejó la banda un par de veces –ahora es parte de la formación–. En octubre de 2006 ganaron un Grammy por “Eyes of the Insane”, canción incluida en la banda de sonido de El juego del miedo 3. En 1998 grabaron un disco llamado Diabolus in Musica, que tenía algunas influencias de nü metal, no le gustó a nadie, y ellos rápidamente recularon hacia el viejo estilo que gana y gusta. No hay demasiado que contar sobre los inicios de Slayer: cuatro chicos del sur de California (Tom Araya, Jeff Hanneman, Kerry King y Dave Lombardo), fans de Black Sabbath, que armaron una banda con la firme intención de diferenciarse de la escena glam de Sunset Strip –y eso era posar de machos, pelo largo sin maquillaje, ropa negra, el diablo y la guerra. Y tocar lo más rápido posible: un poco de metal y otro de hardcore. El primer disco fue autofinanciado, pero desde 1983 que graban sin parar y con un éxito moderado pero sostenido. Desde el comienzo, también, niegan ser satanistas o rascistas. Tom Araya: “Es parodia. O, mejor dicho, se trata de crear una imagen. Tratamos de asustar e impactar y ofender a la gente a propósito”. Hubo escándalo en 2006 con el disco Christ Illusion, porque una canción, “Jihad”, estaba narrada desde el punto de vista de un terrorista suicida. El disco se promovió con avisos en transporte público, pero en California debieron sacarlos: estos tiempos de corrección política y alta sensibilidad religiosa, especialmente en su país, no son los mejores para Slayer.

En septiembre, Slayer se sumará a los otros Tres Grandes, Megadeth, Metallica y Anthrax, para un show único en el Yankee Stadium del Bronx. ¿Vuelve el thrash? Quizá en esa fecha ya pueda tocar Jeff Hanneman, que en este momento está recuperándose de una infección que casi lo mata, un caso de vida imita al arte pasmoso: tras la picadura de una araña en su brazo contrajo fascitis necrotizante, también conocida como la enfermedad de la “bacteria carnívora”, porque ni más ni menos de eso se trata. La infección es mortal sin tratamiento –y el tratamiento suele incluir la amputación–. Para un hombre obsesionado por el terror y la violencia como el guitarrista de Slayer, la situación debe ser muy extraña –cuando no extrañamente apropiada–. Gary Holt, de Exodus, lo reemplaza en esta gira. Araya, mientras tanto, no podrá hacer el headbanging de siempre: le operaron las vértebras y sus días de revolear la cabeza han terminado.

Pero a pesar de los achaques y las enfermedades terroríficas, Slayer sigue siendo la banda que demuestra que no siempre es bueno cambiar; conservadores del metal pero juveniles en su afán de espantar y terriblemente eficientes, machacando y machacando hasta que, si tienen suerte, encuentren el camino al infierno.

LILIANA HERRERO Y SU NUEVO DISCO: ENTREVISTA.


Dejemos cantar al viento

A tres años de su último disco, y después de pensar y pensar qué hacer sin llegar a ninguna conclusión, Liliana Herrero saca un trabajo formidable: en un momento en que parece haber alcanzado la plenitud de su modo tan único de cantar, apostó por dejar de lado el folklore más tradicional para grabar canciones de compositores contemporáneos. A punto de presentar Este tiempo en Buenos Aires y el interior, habla de su primer disco sin Mercedes Sosa cerca, del lugar de heredera que muchos le asignan, de la polémica sobre Vargas Llosa encendida por su pareja Horacio González y de por qué no le quedó otra que hacer un disco que pateara el tablero para estar en consonancia con los tiempos que corren.


Por Mariano del Mazo

La primera frase que se escucha cuando rueda el CD-R blanco y radiante es “hoy se respira viento sur”; el último track es “Austral”, un viejo tema de Rubén Rada con voz y clarín improvisados en el estudio. Liliana Herrero tratará de explicar a lo largo de una hora y media su empecinamiento por ese punto cardinal que envuelve, circular, a Este tiempo, el disco que empezará a mostrar dentro de algunos días por todo el país. El Sur, el bendito Sur, que Manzi, Benedetti, Solanas y tantos más estigmatizaron como planteo romántico e ideológico se enlazará con otras temáticas ásperas (Horacio González vs. Vargas Llosa), heréticas (¿es Herrero la heredera natural de Mercedes Sosa?), políticas (“banco al gobierno y lo banco a Martín Sabbatella”) y estéticas (“No tenía ni idea el disco que quería hacer”).

Ya todos conocemos a Liliana Herrero: su discurso suele enredarse en vehementes disquisiciones filosóficas que contradicen aquella humorada de Frank Zappa: “Escribir y hablar sobre música es como bailar sobre arquitectura”. Pero ocurre que Herrero no habla de música: sus palabras se ubican más allá, en un lugar indefinido y espeso donde las preguntas tienen más fuerza que las respuestas. Finalmente la verdad inobjetable habrá que buscarla en Este tiempo, un gran gran disco que confirma la dirección que tomó en los últimos años su sinuosa carrera. Una dirección de menor a mayor, que arrumba aquellos audaces discos de la década del ’80 –totalmente atípicos para el folklore de entonces– a eso, a audacias, a experimentos de ensayo y error con un sonido de época que hoy se escuchan como de otro planeta. Sin embargo, tanto en sus últimos trabajos conceptuales (los realizados junto a Juan Falú sobre la obra de Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla y de Eduardo Falú y Jaime Dávalos, y el doble Litoral) como en Igual a mi corazón (2008), la entrerriana parece estar en el punto justo de ebullición en cuanto a hallazgo de repertorios jugados, bellos y equilibrados, y en el tratamiento tímbrico. Pianista oculta y todavía tímida (“Fito siempre me insiste a que me anime y saque un disco de piano y voz”), entre tanto productor que se asienta en un par de ideas musicales y las exprime hasta la extenuación, está logrando una originalidad sonora significativa, un entramado de instrumentos acústicos que no se parece a nada: no huele a rock, ni a folklore, ni a eso que se llamaba proyección. Es el aporte de una aristocracia instrumental (Ernesto Snajer, uno de los capos musicales de este disco, sería el máximo representante de esa aristocracia) que combina madurez y juventud y que en el disco suena compacto, orgánico. A su vez, la compulsión interpretativa de Herrero a desestructurar armonías, ese canto “fuera de quicio”, ya dejó de ser resbaladizo, ya no pedalea en el aire: derivó finalmente en matriz artística, es su aporte a la tradición, un mensaje valiente, su “forma de dialogar”, dirá ella. O, enunciado de otro modo, un juego que cada día juega mejor, serio como todos los juegos, que se puede advertir en maravillas como su abordaje (su apropiación) de “La casa de al lado” o, antes, “Palabras para Julia”, para citar sólo dos canciones. No hay retorno después de esas interpretaciones. Por eso, no deja de ser cierto que el sustento de su búsqueda se encuentra en una máxima que ella dice separando cada sílaba, como subrayando: “No hay cover posible”.

“Es verdad. Los primeros discos hasta Isla del tesoro incluido son un tanto desaforados. Muy ochentas. Se nota en el audio, en el uso de los instrumentos. Lo que no cambió es el mecanismo de volver extraño lo que canto. De meter acompañamientos que las canciones no piden. La operación es exactamente igual a la actual. Mercedes me dijo una vez: ‘Vos te inventaste un modo de cantar sobre algo complicadísimo, algo que no pide el tema’.”

La pregunta incauta sería: ¿eso es bueno o malo?

–Yo creo que la música tiene que decir algo. Por eso pienso que no hay cover posible. Lo contrario nos condenaría a repetir hasta el infinito lo que ya está hecho, lo que ya está dicho. Hay que decir algo más. Yo he abandonado canciones porque no encontraba qué decir... ¡Podría sacar dos discos seguidos con las canciones abandonadas! A “Dulzura distante”, por ejemplo, no le encontraba la vuelta. Desde hace años venía merodeándola. Y la fui dejando. Le preguntaba cosas a Fernando Cabrera, pero no había forma...

“Dulzura distante” es uno de los grandes momentos del álbum. Herrero se ha hecho una especialista en Cabrera, un artista uruguayo intrigante, complejo y de alto vuelo poético-musical (ya había grabado de él dos perlas: “La casa de al lado” y “El tiempo está después”). El porcentaje de músicos uruguayos que interpreta es notable. Además de “Dulzura distante”, hace “Nueva” (letra y música de Hugo Fattoruso), “Abc” (Edú Pitufo Lombardo), “Tema del hombre solo” (Jaime Roos) y “Austral” (Rubén Rada). Este tiempo se completa con “Tu nombre y el mío” (Lisandro Aristimuño), “Bagualerita” (inédito de Luis Alberto Spinetta), “Se me va la voz” (Guillermo Klein), “Un punto solo en el mundo” (Diego Schissi) y, más del palo folklórico, “Antiguo barracón” (Ramón Ayala) y tres de Juan Falú: “Fada”, “A puro fierro” (compuesta con Pepe Núñez) y “Laurel” (con Jorge Marziali).












¿Cómo pensás los discos?

–En este caso no tenía ni idea qué disco hacer. Fue angustiante. Hacía tres años que había sacado Igual a mi corazón y andaba perdida. Me fui un mes a un campo en Colón a despejarme, a recuperar el cielo entrerriano, a cranear el disco. Al final, un disparador fue Spinetta. Nos encontramos una noche en una avant première y totalmente desubicada le pregunté si no tenía una canción para darme, para grabar en un futuro disco. Después le mandé un mail pidiéndole perdón por lo inoportuno. Al tiempo me envía una canción hermosa, “Bagualerita”. Venía el Bicentenario y yo quería hacer algo al respecto. Pensé que encajaba perfecta. Al final descarté lo del Bicentenario porque lo que había pasado era tan fuerte que no me dio... Y ahí se me ocurrió una idea: hacer un disco sobre autores actuales. Ya tenía título: “Contemporáneo”.

¿Qué pasó?

–Me pareció más apropiado Este tiempo, más abarcador, menos cerrado. Es un puñado de canciones de autores contemporáneos con el que mi canto intenta dialogar... Yo siempre hice lo inverso: retomar viejos temas y ponerlos a funcionar en el mundo contemporáneo. Ahora fue al revés. La pregunta fue: ¿qué diálogo puedo establecer cantando ya no con el pasado sino con autores de este tiempo? Estoy convencida de que la música es un diálogo extraordinario con texturas, con instrumentos. Son conversaciones, encuentros, escuchas... No es algo solitario. Ese mundo me inspira y me estimula. También pensé que aunque sean canciones del presente se cuela una memoria. O al menos una futura memoria.

La idea la completa –o la origina– Guillermo Korn en el sobre interno del CD: “Un telón se abre y asoma Este tiempo. Si en los discos anteriores se auscultaba el pasado; aquí es el presente, siempre tenso, el que se indaga. Menos trágico y más lúdico. Sonido y banda nueva para interpretarlo. En la voz de Liliana Herrero se insinúa la risa. No hay desdén por los viejos legados. La tradición, esa buscona, siempre asoma entre las sombras. En esta obra hay autores y compositores que no son clásicos, aunque podrán serlo. El tiempo dará su veredicto. Quien no puede imaginar el futuro –está dicho– no puede imaginar el pasado. En este tiempo todo es apertura y desafío. Liliana amasa la canción, la mastica y saborea, en sus vetas dulces y en sus hebras amargas, quebrando roca por roca”.

Habrá que abonar el tono apologético porque sí, porque la tradición asoma nomás en la atemporal voz de río de Ramón Ayala en “Antiguo barracón”, en su recitado: “Sube la selva, llena de sombras y montes verdes / Catedral viva de los helechos y las serpientes./ Adentro del río, adentro, los ojos del jangadero / preso en su tumba de agua allá por el Uruguay, / sueñan con llevar la luna para su rancho alumbrar / y alimentar sus gurises con rebanadas de pan./ Adentro del río, adentro, allá, allá por el Uruguay”. O en el fraseo del canto de Juan Falú y su tono oscuro y severo en “A puro fierro”, esa canción enorme dedicada al herrero Daniel Nico. O, por qué no, el aporte de Fito Páez en “Se me va la voz” de Klein. Es el colchón más o menos conocido donde Herrero puede descansar aún dentro del vértigo de su intrepidez de intérprete, y desde donde puede permitirse naufragar en la versión de “Tema de un hombre solo”, una de las canciones más extrañas, viscerales y autobiográficas de Jaime Roos (“Recién vi a un extraño, con rostro familiar / ahora entiendo al resto, cuando me mira mal / El del espejo soy yo, extraño animal / Alguien dijo que nacemos y que morimos solos / Yo que nací varias veces, suscribo todo”). Y darle una impronta oblicuamente folklórica a “Bagualerita”, con cambios de tiempos y un trabajo percusivo formidable.

“El tema de Jaime me lo sugirió él mismo: a pesar de que tenemos el mismo representante, yo nunca había grabado nada de Roos. La canción es complicada, la escuché una vez, la pasamos a partitura porque prefería leerla para no pegarme su fraseo, tan característico... Y le suprimí una partecita de la letra. Para mí también es una forma de homenajear a Eduardo Mateo, que fue muy amigo de Jaime, de Cabrera y de Rada. El de Spinetta tiene una pequeña historia atrás: a mí se me ocurrió meter en el medio el ritmo de baguala. No sabía cómo decirle. Un día le comenté: ‘Luis, ahí en el medio oigo una baguala’. Me miró y me dijo: ‘Liliana, hacé lo que quieras’. Como diciendo: basta, la canción ya es tuya. No somos amigos, pero hay mucho afecto. Coincidimos en el Festival Medio y Medio, en Punta Ballena, y hablamos mucho de música, de cultura, del país. Cuando le mandé mi versión, sin masterizar, me respondió un mail con un montón de elogios. No sabés cómo quedé: volaba. Agrandadísima.”

En tus últimos discos se advierten dos características: ponés el foco en compositores, digamos, en vías de desarrollo e incluís una gran cantidad de canciones de Uruguay...

–Es cierto. En Uruguay pasan cosas poderosas. Pero también estoy alerta a lo que pasa acá. Es decir, no hago una diferencia: para mí es lo mismo Ana Prada que Coqui Ortiz. U Osiris Rodríguez Castillos y Atahualpa. Lo otro es relativo: pensá que canto a Jaime Roos, a Spinetta, a Falú, a Ayala..., artistas consumados, que obviamente no necesitan de mí. Eso sí, me interesan Lisandro Aristimuño, Diego Schissi, Guillermo Klein, Pitufo Lombardo. Me tomé un año para armar este disco. No delego nada. Cuando se formó la banda ya se fue definiendo el sonido. Son decisiones: si pongo contrabajo en vez de bajo eléctrico, si tengo vientos de madera, percusión... más o menos el sonido va saliendo solo. Los chicos son geniales: Ariel Naón, Mario Gusso, Martín Pantyrer y Pedro Rossi. El grupo se llama Nueva, como la canción de Hugo Fattoruso. Pantyrer fue el que lo armó. Y después son claves los músicos que participan: Fito Páez, Juan Falú, Ramón Ayala, Richard Nant, Pitufo Lombardo, y el aporte fundamental de Ernesto Snajer.

La socióloga María Pía López –amiga de Herrero– gusta hablar de “optimismo dolido” cuando se refiere a Este tiempo. “Lo escuché un par de veces y me parece que tiene como una serenidad nueva, que permite mayor sutileza. No se nota tanto la alarma o la tragedia, es como una especie de exploración que incluye la felicidad y la espera. Me gusta mucho la sensación de que la época permite esa ambivalencia de sentimientos y me irritan cuando aparecen las voces del optimismo puro y obligatorio.” Herrero sonríe como aprobando: todo lo que refiera a su música parece embriagarla. Le encanta que los conceptos se desplieguen como capas sobre capas sobre capas a riesgo de que se diluya la profunda sencillez que suele habitar en toda buena canción popular. Resulta curioso: así como se supone que hay al menos dos países, hay al menos dos folklores que a veces se cruzan. El hecho desde la Argentina profunda y el hecho desde la ciudad de Buenos Aires. Este último suele alcanzar niveles de calidad exquisita, inversamente proporcional a su representación masiva. Hace ya casi 20 años Liliana Herrero lloraba silenciosamente en un bar cercano al escenario del Festival de Cosquín: había sido vapuleada por el público. Eran años destemplados y al mismo tiempo festivos de Soledad, Nocheros y menemismo y se hablaba de “folklore joven”, un concepto de marketing que capotó a los 100 metros. Pero la dicotomía existe y por ahora parece irresoluta. Hasta Mercedes Sosa decía con más sapiencia que resignación: “Yo no soy popular, popular es Guarany”. Liliana Herrero recuerda aquel Cosquín, y dice que ahora hay otro campo de acción. “Todo cambió. Es otro tiempo. La música no es ajena a los cambios políticos. Yo pienso en fuerzas históricas, pienso que la música no es un mero aporte: al contrario, la memoria musical argentina es la misma memoria conflictiva de la constitución de la Nación”.

LA CANTANTE NECESARIA

Liliana Herrero ostenta un extraño orgullo: Igual a mi corazón fue el último disco en el que Mercedes Sosa participó como invitada. “Me estremece de solo pensarlo. Canté con ella ‘Zamba del arribeño’, de Juan Falú y Néstor Soria, tucumanos como Mercedes. La extraño mucho, extraño su humor. Era hermoso grabar y después ir a tomar helado.”

Las diferencias artísticas e incluso políticas entre las dos cantantes son evidentes y tal vez más profundas de lo que parece. La sabiduría de Mercedes Sosa era básicamente intuitiva y su voz y talento quizá nunca sean superados. Herrero tiene una gran necesidad de enhebrar discursos y tal vez su plan artístico surja más desde decisiones racionales. ¿Es válida la comparación? ¿Tiene sentido? La cuestión es que fue Mercedes Sosa la que dijo que Herrero era su “heredera”. “Fue una expresión suya que me incomoda”, dice Liliana.

Hay aspectos, sin embargo, innegables. Ambas son fenómenos urbanos, ambas indagaron más allá de las fronteras del folklore. Desde que murió Mercedes Sosa nada es igual en la música popular argentina, y menos para las cantantes...

–Sí, tal vez. Siempre señaló el camino. Ella apreciaba mi canto. También me pegaba: por ejemplo, no le gustaba nada mi versión de “El cosechero”.

Este es tu primer disco sin su presencia... Mercedes Sosa siempre tuvo algo maternal, de Pachamama protectora y aglutinadora.

–No había pensado que es mi primer disco sin que ella esté. Antes lo primero que hacía era mostrarle lo que había hecho... No sé... ¡No tengo respuesta para todo! Lo que sí sé es que el procedimiento que yo he usado en todos mis trabajos es muy diferente al de Mercedes. Ella era “la” voz, una voz realmente privilegiada, y en el armado de los temas era más orgánica. Yo me manejo más con secuencias. Hay otra frase que me da pudor decirla, pero que ella la expresó públicamente. Mercedes Sosa dijo que yo era la cantante que la Argentina necesita...

Fuerte... ¿Y qué cantante necesitaría la Argentina?

–No sé. Te voy a decir algo muy arriesgado: es claro que yo simpatizo abiertamente con el Gobierno. Sin embargo no basta con simpatizar: el mundo de la música debe opinar sobre lo que pasa en este tiempo en términos políticos y sociales. ¿Viste que hay un grupo de gente que formó Músicos Por Cristina? Perfecto... ¿Alcanza con estar en Músicos Por Cristina? No. Lo que alcanza para estar a la altura de este tiempo es interrogar cada vez con mayor radicalidad aquello que damos por dado y por supuesto. Es lo que se necesita.

Explicalo mejor...

–Así como Cristina un día se levanta y dice: el Estado va a participar en los directorios de las empresas porque tiene dinero puesto ahí, uno debería hacer el mismo correlato en la música, con gestos valientes, radicales, extremos, claros... Yo aspiro a que mi disco dialogue con los cambios extraordinarios de este momento. Un momento tan promisorio como convulso. Me interesa la gente que patea el tablero. Si yo no pateo el tablero en el seno de la música, que es mi métier, siento que no estoy en sintonía con los tiempos. Por eso quise empezar el disco con “hoy se respira viento sur...” Para los que somos del interior, el viento sur es un viento que limpia, que te deja un cielo claro y despejado. Creo que cultural y políticamente estamos respirando ese viento.











EN EL TERRITORIO DE LAS PREGUNTAS

Fuma un puchito en su departamento de San Telmo, entre libros, discos y teclados. El humo busca el sol casi perpendicular que entra desde la ventana, y la imagen tiene su encanto otoñal. Linda casa: hay una disposición tipo chorizo, en un primer piso, que en su momento Cacho Vázquez (el histórico dueño de El Club del Vino) ayudó y conminó a reciclar. “Ganamos mucha luz. Igual, ya nos queda chico”. Hay un interesante desorden de fotos, premios y papeles: se puede adivinar qué sector corresponde a Liliana Herrero y cuáles son los espacios de Horacio González, su pareja desde 1984, director de la Biblioteca Nacional desde 2005. Cada tanto, en medio de su verba, la cantante pregunta: “¿se entiende?”. Habla de su hija Delfina y de su nieta, Rita, de tres años. “Delfina trabaja en la Municipalidad de Rosario, en una organización que se ocupa del regreso de los chicos a la escolaridad. Y Rita... es un solcito”. Dice que le cuesta autoabastecerse “porque yo me quedo con los masters de las grabaciones” ¡Eso es lo que va a heredar Rita!.. “Pero al final –concluye– el dinero lo consigo... Me apoya una tarjeta de crédito y Suterh, el gremio de Víctor Santa María.”

Ofrece café y se queja de un dolor: necesita masajes. Es más baja de lo que parece. Recuerda sus tiempos de docente en la Universidad Nacional de Rosario. “Estaba a cargo de la cátedra de Filosofía. La última clase la di en 2005. Tuve problemas políticos y dejé. Extraño a veces. Pensá que yo empecé a cantar profesionalmente de muy grande. Soy de 1948, y recién canté a partir del retorno de la democracia.” Dice que a veces se acuerda de su infancia, de su condición de “mujer de río”. “Los cielos entrerrianos y rosarinos están en mí, por más citadina que sea.” Tiene la fantasía de continuar haciendo discos con Juan Falú sobre duplas compositivas de la música argentina (“el único problema que tenemos es de tiempo”). Concede que detesta su propia versión de “Cinco siglos igual” y que durante la concepción de Este tiempo pensó mucho en Omega, el formidable disco que el cantaor granadino Enrique Morente grabó con la banda heavy Lagartija Nick. Luce serena, es buena conversadora. Su talante cambia ante la sola mención de un apellido doble: Vargas Llosa.

¿Cómo viviste todo el proceso de la cacareada polémica?

–Con mucha angustia. El acoso periodístico fue grande. Algunos medios pusieron dos rótulos de los cuales es difícil salir: la Presidenta lo retó y Horacio González es un censor. Y ninguno de los dos son ciertos. Los medios le dieron unos mazazos... De todas maneras, debo decirte que yo me siento profundamente orgullosa de su desempeño en los programas de televisión en los que estuvo. Lo que más me dolió fue lo que dijeron viejos amigos.

¿Quiénes?

–Muchos. Cosas terribles, ofensivas. Martín Caparrós dijo que Horacio era un peón de Cristina, y que era autoritario. ¡Martín Caparrós!

¿Se equivocó en algo Horacio González?

–En nada. Lo de Horacio fue una gran reflexión acerca de la posibilidad de dar un debate sobre la Feria del Libro, sobre la relación de literatura y política, sobre Vargas Llosa, sobre lo que significa el Premio Nobel. Bueno... por si hiciera falta, quedó demostrado con Obama el tono político de ese premio. Más allá del señalamiento de la Presidenta, que fue correcto y Horacio así lo entendió, al mismo tiempo sirvió para debatir. Por eso creo que este tiempo es auspicioso. Todo se discute y está bueno. El debate con Beatriz Sarlo fue bien interesante... Ahora el debate con ese tal Andahazi... no sé. Yo no lo conozco..., ¿quién es? ¿Vos leíste algo de él? ¿Tiene entidad?

Dicho esto se para, va a la cocina, vuelve, cuenta una anécdota más sobre Spinetta, menciona a Juan L. Ortiz, habla de la importancia de improvisar en el estudio, mira a los ojos, señala el grabadorcito digital, se ríe (“¿qué va a salir de todo esto?”), la risa es invadida por un fugaz gesto de preocupación y la artista que se maneja mejor en las preguntas que en las respuestas ametralla: “¿Te gustó en serio el disco?”.




ENTREVISTA EXCLUSIVA CON BLACK DEVIL DISCO CLUB



El diablo mete la púa

Bernard Fevre hizo en 1978 un disco seminal para la electrónica. Lo sampleó Chemical Brothers, lo rescató Aphex Twin y lo comparan con LCD Soundsystem. Acaba de editar Circus, donde tocó con Nancy Sinatra, Jon Spencer, The Horrors y Afrika Bambaataa.







Por Federico Lisica

Existe un ADN compartido entre Joy Division, el Italo Disco y LCD Soundsystem. El científico sonoro que viajó en tiempo y espacio para inocularlo, no venía de Manchester, tampoco de Roma o Nueva York. Desde París, Bernard Fevre le dio forma a Black Devil Disco Club. Hermoso nombre y bastante explicativo, pues su propuesta tiene como hábitat una pista de baile dark y endemoniada. Su proyecto es singular por donde se los analice. Pero empecemos por el final. BDDC acaba de editar Circus, su tercer disco en 33 años de historia. “Compuse las melodías, escribí las letras y produje los temas, todo bajo el mismo engranaje. Reconozco que tengo un sonido que si bien se mantiene fiel a sí mismo, también se expande. Si no, sería todo muy aburrido. Quiero es explorar paisajes sónicos y es por eso que me tomo mi tiempo para lanzar cada trabajo. Es extraño, pero creo que éste es mi disco más experimental y pop a la vez”, confiesa este hombre reivindicado, entre otros, por Tiga, Franz Ferdinand y Groove Armada.

–¿Cómo definirías ese estilo presente en Circus?

–Diría que me gusta que la gente se sienta viva. Mis héroes son Los Beatles, la gente de los sellos Motown o Stax, su música te hace sentir vivo porque es popular, fácil de escuchar, pero siempre tiene algo nuevo y experimental. Ese es el espíritu que trato de crear. Si bien lo mío ha sido catalogado de oscuro, creo que está lleno de esperanza y sueño, no es negativo o triste. Es un sentimiento muy especial y difícil de describir.

En el quehacer de BDDC resuenan viejas glorias de la electrónica, pero acompasadas al siglo XXI. La máxima del productor de Joy Division, Martin Hannet, en ese ritmo “rápido pero lento”. La influencia de Giorgio Moroder, pero con actitud DYF. Los bajos gancheros cerca del boogie. Hasta las voces alla Kraftwerk asumen una personalidad inquietante: “Me esfuerzo por hacer composiciones que se peguen a tu cabeza –simplifica Fevre–. Con una sola escucha ya te tenés que acordar por siempre de ella. Puedo empezar con algo tipo scat o una palabra. Trabajo como un desquiciado desde el comienzo hasta el final”.

El seleccionado de invitados en Circus (The Horrors, Nancy Sinatra, Afrika Bambaataa, Jon Spencer, sólo para empezar) transforma a su opus 3 en su apuesta más comercial, una suerte de reconocimiento, y también un salto artístico mayor para alguien que nadó en lo profundo de la electrónica: “Siempre tuve en mi mente hacer un disco con diferentes cantantes. Pese a que BDDC fue siempre un proyecto solista, en este caso la idea era abrir el club como si fuese un circo; que tuviese sus partes diferentes como todo un show”.

–¿Cómo lograste congeniar tantos artistas?

–Es un orgullo haber trabajado con ellos. Creo que cada uno da su dimensión. No busqué llenar casilleros sino que cada uno se apropiara de la canción. Nicolas Ker de Poni Hoax viene de la new wave, Jon Spencer es rockero, Afrika Bambaataa es del hip-hop, The Horrors del brit-pop, hay otros que vienen del soul o del cabaret electrónico. Es porque Circus suena único, loco, nuevo, raro, sexy, juguetón y peligroso. Poné el adjetivo que quieras. A ver: no busqué artistas del Italo Disco, fui por personalidades con voces especiales y que le dieran una vuelta de tuerca a mi música.

–Tu debut y 28 After fueron catalogados como conceptuales y vanguardistas por unir a las canciones una con otra. ¿Circus vendría a ser el más cancionero?

–Sí, aunque es todo un viaje con diferentes invitados. Diez actos. Diez canciones. Diez aventuras, pero con un solo maestro de ceremonias: el diablo en sí mismo. Es por eso que al llegar a la última canción sentís que no podés escapar de él, ya es parte de tu mundo. A menos que ya fueras parte de su mundo, pero ésa es otra historia.

Ahí va. El diablo sabe por diablo, pero más por viejo. Bernard Fevre alimenta el mito que se ha creado sobre sí mismo. Tras editar The Strange World of Bernard Fevre en 1975 se dedicó a la composición de jingles y a engrosar su “banco de sonidos”. Tres años después se encerró en un sótano parisino muñido de sintetizadores “a pedal”, loopeó a cinta abierta, tocó la batería y le dio forma a su epónimo primer trabajo como BDDC. Placa sorprendente y épica, barroca en el mejor sentido de la palabra. En pleno auge de la disco, BDDC mostraba la contracara del brillo con aullidos robóticos e instrumentaciones bañadas en flangers artesanales. Predecesor de sus compatriotas de Daft Punk en el juego futurista y de las apariencias, no se supo nada de la persona detrás de la obra, salvo un par de seudónimos. Como si a Fevre el mismísimo Satán se lo hubiese llevado a pasear por el infierno. “Después me dediqué a la composición para programas de radio y TV; no estaba convencido de que fuera un artista o un performer, más bien me veía como un productor”, explica.

De hecho ya estaba alejado de la electrónica cuando los Chemical Brothers lo samplearon para el tema Got Glint de Surrender (1999). “Ni sabía por qué mi catálogo estaba siendo reutilizado, me daba cuenta de que mi nombre se estaba haciendo más y más famoso, y eso creció mucho con la ayuda de Internet. Me sorprendí y me sentí halagado de ser descubierto por artistas más jóvenes”, expresa. Otro de los que fascinó con su primer trabajo fue Richard D. James, más conocido como Aphex Twin. Alguien de Rephlex, su discográfica, consiguió el original en una venta de usados (el vinilo se vende por la friolera de mil pesos); se dice que James oyó la placa bajo el influjo de sustancias non sanctas y decidió relanzarlo en 2004. Dos años después, Fevre editó el aclaratorio –ya desde el nombre– 28 After. La materia de BDDC seguía intacta, y la publicación Pitchfork Media agigantó la figura del “misterioso” músico en su elogiosa reseña.

–¿Tu salida a la luz tuvo que ver con el hecho de que mucha gente dudara de tu existencia? Se llegó a decir que BDDC había sido una leyenda perpetrada por el mismo Richard D. James...

–Sí, tal vez. A ver: BDDC fue siempre un proyecto solista y algunos créditos fueron un poco confundidos (N. del R.: Fevre aclara que Junior Claristidge era el seudónimo de su productor ejecutivo de entonces, Jacky Giordano, pero que éste no tuvo que ver con su debut). En parte la idea era probar que yo era el único detrás de todo esto.

–Tu debut fue grabado en condiciones muy peculiares. ¿Sentís nostalgia por el hacer “analógico”, “artesanal” en la música electrónica?

–No soy nostálgico, vivo en 2011, uso computadoras, disco duro, midi, plug ins, redes sociales, MP3... Tengo mi equipo vintage que ayuda bastante. En sí toda tecnología es una herramienta que te hace la vida más fácil y eso me pone feliz. Aunque debo decir que soy un artesano, trabajo duro para darle forma a lo mío. Las herramientas son como enfermeras que les ayudan a mis neuronas a extraer los sonidos que tengo adentro.

–Te vas a presentar en el Lovebox con Blondie, otra banda que le dio su pátina a la disco. ¿Los lauros te llegan en un buen momento? ¿Cómo es ser considerado un artista de culto?

–No lo puedo saber. Sé que disfruto del feedback con mis fans en todo el mundo. Que la gente se meta con tu música es miel para el alma. Los artistas buscan amor. Yo busco amor.

–Se ha dicho que BDDC prefiguró lo que hoy se conoce como dance punk, cuyo mayor exponente es James Murphy con LCD Soundsystem. ¿Estás de acuerdo con ese link? ¿Qué opinás de su trabajo? Lo pregunto porque BDDC edita Circus justo cuando LCD Soundsystem se separa...

–Compartimos cosas, como el uso de las técnicas y en la visión del arte, pero no puedo saber hasta dónde llega mi legado. Es cierto que mi música tiene cosas del punk en el sentido de patear los culos, el “hacelo vos mismo”, generar algo que shockee. No hago música dance amable. No tengo nada que ver con Cerronne o Jean-Michel Jarre (N. del R.: dos artistas franceses de la vieja armada electrónica). Realmente me siento muy lejos de los dos.

–La última, ¿qué disco te llevarías a una isla desierta?

–No me llevaría nada de música. La crearía con mi cerebro. Es más fácil de llevar para el viaje.

SR FLAVIO PRESENTA NUEVA OLA.




“Los bohemios andamos algo desangelados”

Este músico tiene una especie de pase libre entre el culto y las masas: fue de un disco a dúo con Ricardo Iorio a los Grammy. De Tintoreros a Satélite Kingston, pasando por lo tropical. “De los dos lados del mostrador puede estar bueno”, apunta, aunque con reparos.







Por Mario Yannoulas

Flavio era chico y miraba las olas llegar. No sabía cómo ni de dónde venían, pero las contemplaba con admiración, como a todo eso que es más grande que uno, lo antecede, lo envuelve y le entrega el mundo tal cual es. Mar del Plata era su puerta al universo, y aunque tenía el poster de Moris que había sacado de la revista Pelo, todavía no sabía que quería dedicarse a la música. Después creció y empezó a introducirse en el mundo adulto de las profesiones, mientras entendía desde dónde llegaban esas olas, o al menos qué le interesaba de ellas entonces. Del otro lado del Atlántico estaba parte de la respuesta: la revolución del punk rock, el espíritu cosmopolita de The Clash y la disposición del gran perímetro lingüístico que fue la new wave. Hoy, a los 46, Flavio decide presentarse en sociedad con el apelativo “Señor”, y con una mochila que incluye decenas de discos –con Los Fabulosos Cadillacs, con Flavio Mandinga Project, en compañía, como solista o como productor–, más algunos libros y artículos periodísticos, y de la mano de un disco que lo retrotrae a sus orígenes musicales.

Es reciente el lanzamiento de Nueva Ola, un paquete de “12 rolas new wave” en las que ejecuta todos los instrumentos menos uno: la batería, a cargo de su hijo Astor Boy “Mini Moon” (tal como figura en el arte), con apenas trece años. “Para mí, lo más especial de este trabajo es lo consanguíneo. Eso es poder, determina una energía que tiene que escucharse”, se entusiasma. Tras la disolución orgánica y, según él, poco traumática del Flavio Mandinga Project, que lo había ocupado durante sus últimos trabajos, Cianciarulo retoma el costado más festivo de la new wave –más Madness que The Smiths– en una obra que, desde el título, busca sintetizar su espíritu explorador. “Por un lado, me gustaban mucho estas dos palabras, remiten a un fenómeno natural que me atrae muchísimo, que es la ola. Por otro lado, la de los ‘80 es la década del momento bisagra musical, donde se rompe con los cánones estructurados de los ‘70, con su complejidad, y entran a jugar otros valores. Yo me empecé a motivar con la idea de ser músico recién con la new wave. Lo que más me gusta es lo que odia John Lydon de los Pistols, a quien admiro, y es justamente que no se trata de un estilo, ni de un movimiento, sino de un sistema solar musical que aglutina satélites. En los ‘80, una banda de rockabilly podía ser tan new wave como una de reggae, una punk rock, o Blondie. Me gusta esa cosa difusa, esa falta de una definición exacta, porque no defiendo un estilo en particular. Eso tiene el disco: es un homenaje a la década que me motivó a hacer música. Además está la idea de lo nuevo”, analiza con el NO.

La profesión de músico lo ha llevado a enamorarse de México y de una mexicana, que hoy es madre de sus hijos. “No me enamoré sólo de su gente. Ahí hay algo debajo de la tierra que puja, está en el aire, en la cotidianidad. Leas o no cultura maya, azteca o chichimeca, en la gente que camina, en los semáforos, eso está. Y es muy fuerte. Lo curioso es que a mi mujer la conocí en Mar del Plata, a tres cuadras de la casa de mi viejo”, suelta. Pero ya no es sólo eso. Oficia de columnista para revistas extranjeras, y está cerrando la publicación de su tercer libro. Es así que a Rocanrol (un libro de cuentos) y The Dead Latinos (una novela), prontamente se va a sumar Crónicas del León, una recopilación de su diario de viaje junto a los Cadillacs en la gira de regreso: “Habría sido muy interesante contar cosas malas de la gira, pero no las encontré. Había muy buen ánimo, porque somos hermanitos. Como hermanos, en los viejos tiempos nos hemos peleado por pelotudeces, he estado tres meses sin mirar a Rotman a los ojos, y ahora lo abrazo y ni me acuerdo por qué nos peleamos”.

Hoy, Flavio es una de esas personalidades que parecen tener pase libre entre el culto y las masas. Del under primaveral de los ‘80 al rock de estadios auspiciado por marcas de telefonía celular. De un disco a dúo con Ricardo Iorio (Peso Argento) a los Grammy. De Tintoreros a Satélite Kingston, pasando por lo tropical. Entre lo subterráneo, con su refugio de lo denso y lo íntimamente humano, y los monumentos de la cultura rock, atravesados por la aprobación de otros estamentos del medio social y sus interminables negocios. “De los dos lados del mostrador puede estar bueno”, apunta, aunque con reparos.

–La escena under de los ‘80 vio nacer a muchas bandas que después se hicieron enormes, como los propios Cadillacs. ¿Cómo ves al under hoy?

–A la escena underground la veo fascinante, pero hay un abismo negro que la separa del mainstream. En los ‘80 vos tocabas en un lugar y te enterabas de que estaba el director artístico de una discográfica. Te ponías contento, no decías: “Me vale verga”. Era bueno que estuvieran los cazadores de talentos, algo que ya es romántico porque las compañías no los tienen más, hoy está el director de marketing y punto: van a ver recitales mainstream, no buscan valores en el underground. Cuando no toco, el under es mi salida favorita, no voy a ver bandas del mainstream porque me rompe las bolas el acceso, dejar el auto tan lejos; del mainstream lo que me gusta es tocar, porque es lindo ver gente, no voy a decir que no. Es tan maravilloso tocar para multitudes como en el Salón Pueyrredón, con la gente ahí nomás. Hay muchísimos matices y bandas increíbles de las que me pierdo un montón porque cada vez salgo menos, pero sé que existen. El underground siempre es el avant garde, pero es muy poco cubierto por la prensa, muy ignorado. Acá gran parte de la prensa va a ver siempre lo mismo. Lo comparo con lo que pasa en México con el Vive Latino, donde tienen una gran cabida las bandas under. Estaba preparándome para ir a tocar con el Flavio Mandinga Project, y vi que en la tele estaban televisando en vivo lo que acontecía en el Escenario 3, donde tocaba una banda de rockabilly. Y pensaba: qué bueno que televisaran eso y un montón de gente pudiera ver lo que pasaba ahí. Qué importante para esa banda y qué buen gesto de la organización del festival. En cambio acá es todo para los headliners, y ya es aburrido. El underground tiene vida propia, y cuando escuchás los programas de radio muy establecidos te das cuenta de que no le dejan ni un hueco. Antes, cuando uno era underground, en la Pelo te hacían una review, capaz que te mataban, pero no importaba. Hoy no veo que vaya prensa de una revista mainstream, como era la Pelo. No veo periodistas. No importa, es así. El underground es maravilloso, el mainstream es aburridísimo, aunque para tocar de este lado y ganar plata está genial. Sugiero a la gente que no sea tan obvia y tan predecible, que no vaya a ver siempre lo mismo y vayan un poco a ver otros matices más interesantes que están en el underground.

–¿A qué apuntás con el tema Malos tiempos para las buenas canciones?

–No es un dedo acusador hacia un lugar en particular, porque no soy quién. Primero es un homenaje al grupo español Golpes Bajos, que tenía el tema Malos tiempos para la lírica. Tomé eso para decir que los tiempos nos han aberretado un poco, y me meto dentro de esa ola que nos aberreta a todos. No quiero decir que esté todo perdido, hay cosas muy interesantes. Hablo de un submundo en el que los bohemios andamos algo desangelados. Es una frecuencia, un aire contaminado de vacío que nos invade, con las honoríficas excepciones. Y es una sensación, ni siquiera una reflexión.

107 FAUNOS: ENTREVISTA





“Ultimamente ensayamos en vivo”

Esta banda que hace culto de ensayar poco y tocar mucho, dice haber probado todas las opciones posibles para juntarse a practicar, pero la ciudad se los va comiendo. “Fluimos en ‘una dinámica de lo impensado’, como diría Dante Panzeri”, dicen.











Por Santiago Rial Ungaro

Estamos en un festival under, donde tocan los 107 Faunos. La gente sigue atentamente el show y, tal como suele suceder en sus recitales, varios músicos o seguidores de la banda suben a cantar en los pocos micrófonos que hay. Algunos también suben a improvisar percusiones y toman prestado los instrumentos que les sobran a los Faunos. Hasta acá, dentro de lo que es el caótico universo del grupo, todo es más o menos normal. Pero al lado hay un baterista veterano, que parece ser amigo de los Faunos. Está bastante descontrolado. Después dirá que mezcló LSD con cocaína, una mezcla para nada recomendable, que despierta todos sus demonios y unas ganas frenéticas de tocar. Cuando se le acerca a Gastón Olmos, batero de los Faunos, para pedirle de tocar un tema en la batería, Gastón sonríe, se sorprende alegremente y se levanta dándole los palillos de la batería a su veterano colega, que se sienta a tocar con el resto de la banda. Toman el cambio de baterista con total naturalidad. Mientras Gastón toma unos tragos de cerveza y sonríe alegremente, el baterista veterano toca (un par de temas, cosa de sacarse las ganas), se levanta y abraza al baterista de los Faunos, que se sienta y sigue tocando, como si nada. Y es que no pasó nada: los temas sonaron bien. Todos quedaron contentos. Bienvenidos al universo de los 107 Faunos.

Lo que pasa es que la banda está borracha

¿Cómo hace una banda que se vanagloria de no ensayar, que no son grandes instrumentistas, tampoco grandes cantantes, para lograr que su disco sea considerado (según los votos de los músicos en la encuesta del año pasado de este mismo suplemento) como el segundo mejor disco del año pasado?

Respuesta tentativa: ¿por las canciones? En parte sí, por supuesto. Cortas, pegadizas y deliciosamente surrealistas, las canciones de los Faunos son uno de esos raros ejemplos de cómo la poesía se puede convertir en canción: “El sabor efímero de la gloria secreta”, cantan en La gloria secreta, y de algún modo definen el talento para las miniaturas pop que distinguen el sonido del grupo: sucio y desprolijo, pero paradójicamente preciosista y tierno. Con su romanticismo de lo fantástico y la acumulación de los aportes sonoros de los seis integrantes de la banda (Miguel Ward en guitarra y voz; Javier Sisti Ripoll en voz y guitarra; su hermano Félix en el bajo; Juan Pablo Bava en percusión y guitarra; Morita Sánchez Viamonte en teclado; y el ya mencionado Gastón Olmos en la batería), los Faunos son de algún modo un grupo kitsch. Pero no se trata sólo de una operación estética: los Faunos son también una suerte de cofradía, un grupo de amigos que se divierten haciendo lo que quieren y lo que pueden, compartiendo algo así como una ética del capricho: cada uno hace lo que quiere... cuando puede y como puede.

Miguel Ward: “Muchas veces el mínimo momento que tenemos para vernos es en el recital mismo. Más que una pose o una bandera, es una realidad: somos seis integrantes con actividades diferentes y muchas veces nos cuesta coordinar un momento para ensayar. Probamos distintas opciones como ensayar con menos integrantes, ensayar de mañana, a la noche muy tarde, pero la verdad es que últimamente ensayamos en vivo... si es que podemos ir todos a tocar. Fluimos en ‘una dinámica de lo impensado’, como diría Dante Panzeri”. La cita al gran Panzeri (extraordinario periodista deportivo y autor del clásico Fútbol, dinámica de lo impensado) confirma que los Faunos son gente curiosa, con inquietudes artísticas que van más allá de los clichés del MTV Way of Life. Miguel es profesor de Comunicación, Cultura y Sociedad en la universidad, y junto a Gato son los dos compositores de un grupo que sólo pudo gestarse en ese microcosmos saturado de bandas y de estudiantes de Bellas Artes que es la ciudad de La Plata.

Factor humano

“Somos un súper grupo de súper grupos”, arenga el Gato cuando intento rastrear las muchas bandas anteriores de los actuales 6 integrantes de los Faunos; aunque seguramente proyectos como Grupo Mazinger, El Destro, Japón y Campeón Mundial (de donde salieron los miembros de la banda) justifican el orgullo de Gato, la realidad es que para ser un súper grupo los Faunos son demasiado caprichosos. Los Faunos aceptan que casi ninguno estudió música, que no prueban sonido (“llegar todos a un lugar a un mismo horario es imposible”, coinciden), que no tienen instrumentos... Y la verdad es que, con esta actitud, que no se entiende si es absolutamente infantil o paradójicamente madura, nunca van a ser la banda nueva.

“El tema es que yo no puedo tocar mucho, entonces hay un montón de bateristas que me reemplazan”, me explica Gastón. “Pero quizá no ensayamos para después no perder las ganas”, arriesga este baterista entrañable que trabaja de diseñador gráfico y que, a pesar de su parsimonia (o gracias a ella), es un miembro insustituible del grupo. Gastón también se encarga de los hermosos e inconfundibles volantes y de la gráfica del grupo, pero son muchas las veces que, por su trabajo, no puede ir a tocar en vivo.

Morita: “También hay muchos suplentes. Hay casi un equipo suplente entero”. Así es como integrantes de Go Neko, de los Reyes del Falsete o de El Mató pueden aparecer como parte de los Faunos. Para cada problema parece haber una solución. Aunque, como dice el proverbio chino, “un problema que no tiene solución ya no es un problema”. Esa es la actitud de una banda que, como The Pogues, suele sumar gente en sus escenarios de manera a veces vertiginosamente abrupta. “Si vamos a tocar a Lonchamps y alguien nos hace de chofer, va a tocar algo seguro: vino con nosotros. Corremos esos riesgos. Lo que hacemos es algo súper al límite”, dice Gato.

En la página web de los 107 Faunos hay una lista que incluye toda la gente que tocó con la banda, con una foto de cada uno. Son un montón (ya hay 58 y la lista va a seguir creciendo), pero Morita, la tecladista de la banda, se las ingenió para hacer una breve descripción de cada uno, a la que le agregaron una foto.

Gato: –Tampoco fue algo muy pensado, capaz que tiene que ver con que no hubo una formación muy fija al principio. Después lo empezamos a analizar un poco porque también es algo simpático. La mayoría igual toca percusión o coros, que son instrumentos que no necesitan cables.

Como si tuvieran pocos problemas, los Faunos apuestan al caos amistoso casi con devoción.

Morita: –Pero también hay otros problemas. Seguimos emborrachándonos antes de tocar y hace un montón de tiempo que tocamos. Pero es una elección. Todo lo que hacemos es una elección. La plata que tenemos la gastamos en alcohol. Una de las pocas veces que ganamos bastante plata para invertir nos compramos una heladerita”, dice Morita, la bonita tecladista y novia de Santi Motorizado, que se luce especialmente en la película Creo que te amo, de Germán Greco, homónima de su segundo disco, editado el año pasado. Gato asiente: “Es cierto. Y con lo que nos quedó, llenamos la heladerita”.

La revolución de la vagancia

Lo cierto es que desde su elegante caos la banda sigue creciendo. Pero a la hora de hacer “marketing” con un poco de parafernalia, los Faunos hicieron el año pasado una calcomanía con una montaña. Una montaña que ni siquiera es la misma que aparece en la tapa de Creo que te amo. De algún modo, esa calco con una montaña (en ningún lugar aparece el nombre del grupo, ni del disco, ni nada) confirma que el grupo tiene su propio mundo, un universo que, con todas las licencias poéticas que quiso tomarse, está presente en la película de Germán Greco. Mitad documental de ficción y mitad videoclip del disco, la película muestra diversas viñetas en las que se ve a los integrantes del grupo ensimismados, viviendo una vida cotidiana en la que todo resulta de algún modo simpático, poético y estético: ya sea tomarse una cerveza sacada del baúl de un auto, robar en un supermercado, andar en bicicleta o comerse una buena pizza.

Félix: –Nosotros tenemos un amigo, Pablo Marín, que nos hizo una película en Súper 8, y la presentó en un par de festivales (el de Colorado) y ahí entramos un poco en el circuito del cine independiente. Y ahora Germán quiso hacer una tesis para egresar y al final la película la pasaron en el festival de cine independiente. El chabón perdió una tesis, pero ganó una película. Y así, medio como por inercia, entramos en el mundo del cine.

Y es que los Faunos son algo que se expande: “Dentro de ese quilombo, estamos re organizados. Creo que lo que nos une es el cualquierismo”, reflexiona Gato, que es parte del sello Laptra, de donde salieron sus amigos de El Mató a un Policía Motorizado.

Gato: –Al principio había una cuestión como curatorial, de editar cosas que nos gusten. Yo tuve problemas con gente que me decía que quería poner plata para ser parte de Laptra. Si vos venís con algo que nos parece que está bueno, a mí no me importa que seas mi amigo, o que tengas plata. Nosotros, cuando empezamos con el sello, ni sabíamos lo que hacíamos.

“Ser el mejor en lo peor: toda una misión cumplida. Una obra gigante. Una obra gigante”, cantan los Faunos en su último disco, y quizás en esta letra, y en la manera en que viven la utopía de fusionar el arte con la vida cotidiana, resida el valor agregado de esta bizarra unión. Ese magnetismo que hace que la gente se suba a tocar, que haya suplentes y que se pueda no tocar que, total, alguien va a querer tocar.

En cinco años de trayectoria, con “apenas” dos discos en su haber, en los Faunos ha habido dos opiniones contradictorias: una que siempre los censuró por “hacer cualquiera” y otra que, como un virus, afirma y arenga a quien quiera escucharlos en vivo que “los Faunos en vivo son una fiesta”.

“Sí, para los que les gusta la banda somos una fiesta, y para los que no... somos una catástrofe”, dice el Gato, y sonríe cual Gato de Cheshire Platense.

NESTOR BASURTO Y SU SEGUNDO DISCO SOLISTA: RECALADA.




Autodidacta y obsesivo, el guitarrista se revela como un notable vocalista en el CD tanguero que grabó junto a decenas de músicos invitados. “Tocar de oído fue una suerte porque la formación académica muchas veces te limita”, señala.






Por Carlos Bevilacqua

“Nunca dejé de cantar”, aclara Néstor Basurto una y otra vez cuando se le consulta por el berretín que tan bien despunta. Es que su nombre suena más asociado a la guitarra, instrumento con el que se ganó la vida durante los últimos 28 años, ya sea acompañando a decenas de celebridades o integrando formaciones exquisitas como Los Andariegos y el Quinteto Ventarrón. Sin embargo, siempre se las ingenió para entonar algún que otro verso de tango o folklore, ya sea en una peña o, más profesionalmente, durante las presentaciones de sus grupos. Hasta llegó a grabar un disco solista en 1994. El segundo, editado hace pocas semanas, lo confirma como un cantorazo de esos que combinan caudal, afinación y expresividad. Se trata de Recalada, una producción propia que contó con aportes de 42 artistas, gente como Oscar Alem, Tato Finocchi, Daniel Maza, Pablo Mainetti, César Angeleri, Roberto Calvo y Daniel Falasca.

“Estoy muy contento con el resultado final –evalúa–. Sobre todo por cómo se fue armando: a cada uno de los amigos que admiro le encargué un arreglo, después decidí quién tocaría en cada tema y recién al final fuimos grabando lentamente en mi estudio.” Y eso que no es hombre de satisfacción fácil, menos ante lo suyo. “Soy muy autoexigente. De las tres primeras tomas de ‘Fuimos’ no podía determinar cuál era peor de todas (risas). Me encanta estar en el estudio pero grabando cosas de otros”, confiesa. Lo cual también explica por qué pasaron 17 años entre un disco y otro: “Tuve siempre mucho laburo como músico sesionista y arreglador de discos ajenos. Además, como me comprometo mucho con lo que hago, se me pasó la mitad de la vida casi sin darme cuenta”.

Entre los invitados de lujo que incluye Recalada hay tres que ya fallecieron: el poeta Hamlet Lima Quintana, el pianista Emilio de la Peña y el gran Rubén Juárez, a quien Basurto dedica el disco. “El Negro es mi máximo referente, tanto en lo musical como en lo humano. Una semana después de haberme conocido, me cedió todo su público del Café Homero presentándome como un amigo. Después de eso, empecé a visitarlo cada vez más. Una vez, con él y con Luis Salinas estuvimos tocando desde las 2 de la madrugada hasta las 11 de la mañana. Terminamos haciendo pasodobles, rancheras, cualquier cosa”, evoca. Aquellas largas noches en el local de Palermo Viejo, conocidas en el ambiente como “recaladas”, inspirarían luego el tema que da nombre al CD y que cuenta con la participación de Juárez en voz y bandoneón. “Esa fue su última grabación”, asegura Néstor emocionado.

Apenas cuatro de los dieciocho temas del disco son clásicos del repertorio tanguero. El resto mantiene una estética romántica y evocativa pero en forma de novedades. El barrio, omnipresente en los modos del entrevistado, aparece también en las metáforas de Alejandro Szwarcman, letrista de la mitad de las piezas grabadas en el disco, todas con música de Néstor. “Admiro mucho la tremenda capacidad de síntesis que tiene el Ruso –lo elogia–. Para mí es el mejor de los letristas actuales del tango. Tiene ternura, nostalgia, actualidad... Es mi Cadícamo.”

Si bien aceptó ceder casi del todo las guitarras y los arreglos, en Recalada Basurto no sólo compone y canta, sino que también asume las tareas de producción, operación de sonido, mezcla y masterización. “Yo podría delegar, pero soy un terco. Para que te des una idea, vendí mi auto para comprar esta consola. Yo disfruto de levantarme cada mañana sabiendo que tengo mi estudio a quince pasos de la cama”, cuenta respecto del lugar donde transcurre la charla, una antigua casa de Flores que respira tango por todos lados: en el patio con escalera, en las paredes con fotos de artistas y banderines de Independiente, en el gusto del anfitrión por las anécdotas y hasta en el sodero que interrumpe de un timbrazo la sesión de fotos.

A los 15 años, Basurto ya tocaba la guitarra en el grupo de folklore cuyano Los Maruchos. Cuecas, gatos y tonadas alimentaron su pasión inicial también en Los Duendes del Diapasón y en Las Voces del Sur, ya bajo sus propios arreglos y dirección. Tras acompañar al cantante de boleros Rosamel Araya, empezó a ser cada vez más convocado para vivos o discos. Con Enrique Llopis, Alfredo Abalos y Lima Quintana fue con quienes más tiempo trabajó. Lo más curioso del caso es que nunca estudió metódicamente. “Siempre digo que tocar de oído fue una suerte porque la formación académica muchas veces te limita. Tocar bien la viola no es tocar muchas notas, sino saber qué es oportuno en cada momento. Yo fui aprendiendo sobre la marcha, lo teórico sobre todo gracias a Agustín Gómez, de Los Andariegos, y a mi amigo el guitarrista Roberto Calvo. Hoy me siento orgulloso de poder escribir para quinteto de tango siendo un autodidacta. Tengo que revisar mucho, porque a primera vista no leo ni el diario. Pero siento que no tengo tiempo para estudiar, me corre la vida.”

miércoles, 25 de mayo de 2011

REPORTAJE A ALICE COOPER.

ESTE SABADO SE PRESENTA EN BUENOS AIRES.










“Jamás perdí mi amor por la música y el espectáculo”














A los 63, el inventor del rock teatral desempolvará una vez más su batería de maquillaje y trucos escénicos en la gira No More Mr. Nice Guy, en la que repasará temas de toda su carrera y adelantará algunos del próximo disco, Welcome 2 my Nightmare.


Por Gloria Guerrero

Hace menos de dos meses y en una importante ceremonia en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, Alice Cooper –después de dieciséis años de nominaciones– fue finalmente consagrado como miembro del Salón de la Fama del Rock & Roll. Ese mismo cantante que el próximo sábado se presentará en el microestadio Malvinas Argentinas (Gutenberg 350), para la enjundiosa ocasión subió a tocar luciendo una camisa blanca manchada con “sangre” y sus ojos pintados como ya se sabe: el tipo exagera el negro por encima y por debajo de los párpados y dibuja unas lágrimas que caen hasta los pómulos, como si hubiera llorado alquitrán. Llevaba su envidiable cabellera batida a lo bestia –una marca registrada que sólo fue capaz de emular, por caso, Meg Ryan– y sostuvo su micrófono dentro de la palma de un atemorizante guante negro, mientras un coro de diez infantes de la Casa de Ronald McDonald aulló el estribillo de uno de sus tantos éxitos inolvidables: “School’s Out” (1972). “¡Terminaron las clases, llegaron las vacaciones...!”, cantaban los chicos. “¡Terminó el colegio... para siempre!”

Los músicos que rodearon a Alice aquella noche fueron, para deleite de la afición, casi todos aquellos que lo acompañaron en el comienzo de su loca aventura de 1968: el guitarrista Mike Bruce, el bajista Dennis Dunaway y el baterista Neal Smith, compadres de ruta hasta que Alice encontró su propio camino como solista, en 1975. Y el prócer terminó aquella noche declarando algo inesperado: en lugar de simplemente agradecer dijo que, por primera vez, y ya que hablábamos de aulas y colegios, él se había “graduado”.

–¿Qué le pasó por la cabeza en la fiesta, cuando volvió a tocar en vivo con el Alice Cooper Group después de tantas décadas? Y, dado que la mayoría de sus fans piensa que la medalla del Salón de la Fama la tiene usted merecida desde, como mínimo, Love It to Death, disco que en enero pasado cumplió cuarenta años..., ¿por qué dice haberse graduado recién ahora?

–Primero, le digo que fue absolutamente increíble volver a reunirme con casi todos los miembros originales de mi banda; nos faltaba Glen Buxton (el otro guitarrista original), que falleció (en 1997), pero fue genial tocar otra vez con el resto de mis compañeros después de tanto tiempo. Nosotros fuimos una banda especial: de verdad éramos buenos. En cuanto a lo de la “graduación”, le explico: quienes me votaron para estar en el Salón de la Fama del Rock & Roll Hall fueron aquellos de los que aprendí todo lo que sé. Me votó Paul McCartney y me votó Ringo... y me votaron Mick Jagger y Keith Richards, y Pete Townshend y Jimmy Page... Ellos fueron los que me enseñaron cómo tocar. Cuando estos tipos te votan, y entrás en el Salón de la Fama gracias a ellos, es como que te recibiste... Ahora, en serio, tengo mi diploma.

–Se lo escucha tan humilde y agradecido habiendo sido usted, a su vez, maestro de tantos otros...

–Eso es cierto; hay una lista: Rob Zombie, Marilyn Manson, Kiss... y Nine Inch Nails... Todos ellos son algo así como alumnos de Alice Cooper.

–Pero usted sigue a full, mientras algunos de esos nombres ya casi no figuran. ¿Por qué?

–(Se ríe.) Creo que eso se debe a que nunca, jamás, perdí mi amor por la música, y a que nunca perdí mi amor por producir espectáculos y por todo lo que pueda lograrse con ese cuento. Pero, básicamente, me pasa que hoy, a los 63, estoy en mejor forma que cuando era joven. Puedo pasarme dos horas en escena, y espléndido. Cuando era joven tomaba alcohol todo el tiempo y siempre me sentía cansado; ahora, no. Eso es lo que me mantiene.

–Hay otro que, de estar vivo, lo habría votado. Frank Zappa es un nombre básico a mencionar entre quienes hicieron posible a Alice Cooper...

–Cuando en 1968 nos mudamos a Los Angeles, todas las bandas intentábamos firmar contrato con alguna compañía discográfica: ahí estábamos con los Doors, Buffalo Springfield, la Allman Brothers Band... Y ellos consiguieron contratos con grandes sellos. Pero nosotros éramos demasiado raros, ¿entiende? (Se ríe.) El único loco que quiso firmar con nosotros fue Frank Zappa, para su sello (Straight Records). Fue el único que creyó en Alice Cooper. Después hicimos algunos discos para Warner Bros., que se interesó a partir de aquello y nos quiso en sus filas, pero todo fue gracias a Zappa. El fue nuestro papá: fue el tipo que se aseguró de que el público nos valorara. Tener a Zappa como mentor y productor nos dio muchísimo prestigio.
















–Y era un músico increíble.

–Era un genio, sí. Todos los músicos se daban cuenta de eso. Incluso Los Beatles decían que Frank Zappa era un genio. Brian Wilson, de los Beach Boys, decía que Frank Zappa era un genio... Lo era.

–Es curioso que a un héroe como usted no se le escuche por radio, cuando sin embargo tiene un enorme éxito de convocatoria en sus conciertos en vivo. ¿Por qué? ¿Y qué cree que pasa con el rock, ahora?

–Tal cual, no me pasan mucho por radio y no sé la causa. Creo que hoy hay sólo un par de bandas que realmente comprenden de qué se trata la energía, y también que son poquísimas las que podrán seguir estando en escena por un rato largo. Yo apuesto por los Foo Fighters. Ellos brindan hasta la última gota de adrenalina que tienen, son lo mejor que existe en estos tiempos; me gustaría que muchos otros grupos tocaran así. Me parece que a demasiadas bandas les falta testosterona: son demasiado light, demasiado sensibles. Se supone que el rock & roll no debe de ser tocado desde tu cerebro, sino desde tus testículos.

–Eso les deja poco margen operativo a las mujeres del rock & roll...

–Oh, no, no (se ríe). ¡Ahí está Joan Jett! O Lady Gaga... Ellas hacen lo que hay que hacer. Y Ke$ha... ¡Ke$ha hace un espectáculo impresionante! Y una de las mejores es Shakira: Shakira es mortal, su espectáculo es tremendo. No hace nada light; ella da hasta la última gota de todo.

–Pero Shakira, Ke$ha y Lady Gaga no hacen rock & roll: hacen pop.

–Es cierto. Pero, si les dieran la oportunidad de hacer rock & roll, lo harían bien. Creo que, si pudieran elegir, estas chicas harían rock & roll.

–Hablando de Lady Gaga, se dijo que quizá participaría en algunos tramos de esta nueva gira suya...

–No, fueron sólo rumores. Fui a ver su concierto porque me había alucinado con la promoción de su espectáculo; entré en camarines a saludarla y me dijo: “¡Gracias por haberme dejado robarte parte de tus shows!”. Ella tiene un muy buen sentido del humor; me dijo: “Siempre fuiste mi gran influencia”. Y cada vez que la veo actuar, como le dije antes, me gusta el hecho de que pone todo; ella convierte cada canción en una pieza teatral, como hacíamos nosotros con el Alice Cooper Group. Cuando uno va a ver un show de Lady Gaga, se da cuenta de que invirtió muy bien la plata que pagó en la entrada.

–Usted suele diseñar un álbum basándose en un único concepto o historia; el más reciente ejemplo fue el asesino serial de Along Came the Spider (2008). ¿Esta vez será igual? ¿Qué se viene?

–Sí, por cierto, pero ahora le damos “otra vuelta”. Mi nuevo disco se llama Welcome 2 my Nightmare y es la parte 2 de Welcome To my Nightmare (el primer disco de Cooper como solista, cuyo protagonista era un tal Steven, con sus tremendas historias pesadillescas). Lo produjo Bob Ezrin (Pink Floyd, Lou Reed, Kiss), el mismo productor del primero, en 1975. Creo que sale en agosto y estoy muy contento. Fue un excelente trabajo. Es, sinceramente, uno de los mejores discos que hice en toda mi vida.

–Y sabe cómo rodearse de invitados célebres. Al menos un centenar de personalidades del rock y el pop han colaborado en sus álbumes durante décadas (¡hasta lo tiene a Ozzy Osbourne tocando la armónica en Along Came the Spider!), pero su debilidad parecen ser los guitarristas: siempre sabe cómo convocar a los mejores; en Spider está Slash... ¿Es un impulso o planea cuidadosamente cada invitación?

–Mayormente es un impulso. Es un sexto sentido. Compongo un tema y me digo: “Yo sé quién tocaría bien en esta canción... Joe Satriani”. O quizá Steve Vai. O Joe Perry. Slash es un gran amigo mío: grabamos varios discos juntos porque me gusta muchísimo cómo toca; es un verdadero guitarrista de rock & roll. Y también me gusta mucho Dweezil Zappa, el hijo de Frank: es un guitarrista formidable.

–Aunque diste de ser un activista, usted y su familia provienen de una larga tradición demócrata y se supo de su celebración de la victoria de Barack Obama en 2008. Como ciudadano, ¿qué opina de los últimos tres años de gobierno en su tierra?

–Usted lo dijo bien: no soy un tipo “politizado”. Pero debo reconocer que Obama llegó a nosotros como si fuera una estrella de rock: joven, negro, copado, cool. Acabábamos de salir de la era Bush, una época tremenda, porque estábamos implicados en muchos frentes de conflicto. Obama heredó esas mismas guerras y espero, de corazón, que alguna vez se terminen. Supongo que, para entender que las guerras tienen que acabar, hará falta que pasen al menos una o dos generaciones enteras, tanto para los Estados Unidos como para el mundo. No tenemos que pelear.

–¿Se refiere a que habría que “cambiar” esas cabezas?

–No “cambiarlas”, sino “arreglarlas”. Prefiero que los chicos se ocupen del rock & roll y del arte y no de las luchas.

–Lo último que se supo de usted por aquí fue el impactante CD/DVD Theatre of Death. ¿Qué se verá de nuevo esta vez?

–Estoy muy contento con aquel álbum; hicimos más de 150 conciertos en aquella gira... Pero lo que vamos a presentar en Buenos Aires, No More Mr. Nice Guy, es otra cosa. Y, como arrancamos precisamente con ustedes, van a ver lo nuevo antes que cualquier otro público de cualquier otro país. Ah, voy a hacer de todo: lo viejo, lo de los ’70, lo de los ’80... Desde School’s Out, todo lo que la gente espera escuchar. Y, claro, un par de canciones del próximo álbum: uno de los temas se llama “I’ll Bite your Face Off” y es del estilo de “Brown Sugar”, de Los Rolling Stones... Lo que puedo adelantar del show es que tiene una producción fantástica: tres guitarras líderes, la base rítmica suena tremenda...

–Mencionaba hace un rato su excelente estado físico; mucho se ha dicho y escrito acerca de que el golf terminó siendo para usted una suerte de opción terapéutica para paliar su adicción al alcohol. Pero, en vez de tirar pelotitas al agua, terminó convirtiéndose en un jugador respetable e incluso se codeó con campeones...

–(Se ríe.) Sí, de hecho jugué con Angel Cabrera, con Eduardo Romero y con todos los campeones de la Argentina. Para mí empezó siendo sólo un deporte y, de pronto, cada vez fui haciéndolo mejor. Y, sí, jugué partidos con Tiger Woods y con otros grandes, y me empezó a gustar más la cosa. ¡No sabía que era bueno jugando al golf, pero resultó que sí, que era bueno! Mire: cuando juego al golf, no me acuerdo de Alice Cooper. Y cuando soy Alice Cooper, no me acuerdo del golf. Es como una esquizofrenia: ninguno de los dos se encuentran nunca. De día soy Vincent y juego al golf, y de noche soy otro: Alice Cooper, el monstruo. Tengo lo mejor de ambos mundos.

–Muchos músicos de rock han declarado tener un “mensaje” para brindar a su público. ¿Tiene usted alguno?

–Mire: cuando voy a ver Harry Potter o La guerra de las galaxias, veo esas pelis para escaparme. Durante dos horas, esas películas me permiten huir de mi vida cotidiana. Y eso es Alice Cooper: escaparse. No quiero que los que vienen piensen que tienen que pagar el alquiler; no quiero que piensen en su dolor de muelas; no quiero que recuerden que se van a operar mañana. Cuando vienen a ver a Alice Cooper, se toman dos horas de vacaciones. Y después vuelven a sus vidas. No sé si tengo un mensaje: en todo caso, mi mensaje es entretenerlos.

–¿Por eso le gusta figurar en tantas cosas en cine y tevé, desde Los Simpson hasta la reciente Suck, la comedia vampírica de 2009?

–Siempre me ofrecen guiones de películas y lo que hago es tratar de encontrar un papel que no sea el de “Alice Cooper”. “¡Quiero hacer de otra cosa!”, les digo. “Esta vez déjenme hacer de sacerdote, o de maestro... o de villano.” Me gusta hacer de villano, ¡pero que sea un villano que no se parezca a Alice Cooper, porque ya hice de eso! Filmar Suck fue divertido, hice de un vampiro anciano...

–También estuvo ahí Iggy Pop.

–Sí, estuvieron tipos alucinantes. Fue una experiencia muy divertida.

–Todo artista tiene una base recalcitrante de fans. La suya se hace llamar The Sick Things (por aproximación: Los Enfermos). ¿Qué edad tienen ahora estos “enfermos”?

–Eso viene de una canción: “Sick Things”, precisamente de Welcome to my Nightmare. Son mis fans verdaderos, los fans verdaderos, verdaderos, los tremendos. Y son bandas de gente que aparecen en cada ciudad, en cada pueblo, en cada lugar del mundo en el que hago un show. Son los fans acérrimos, los fans profundos; son los que nunca van a abandonar a Alice Cooper. Pero no son viejos, no, son de todas las edades. Algunos son fans desde hace treinta años y ahora vienen a verme con sus hijos.

–¿Tiene ganas de darles alguna recomendación a los Sick Things de la Argentina?

–Claro que sí: “Hagan lo que se les dé la gana, pero no se pierdan este show de Alice Cooper. Será el espectáculo más energético que hayan visto este año”.

–Bueno, el año recién viene arrancando, no sabemos qué otras cosas pueden venir...

–Bueno, bueno... (Se ríe.) ¡Digamos que va a ser el mejor show de la última década! Que no le quepa duda.






















lunes, 23 de mayo de 2011

A 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DEL JAZZ.






UNA MUSICA CON HISTORIA












A más de un siglo de nacido en los Estados Unidos, el jazz es hoy una música universal, con una historia propia, jalonada de grandes momentos y de sus propias epopeyas.

POR JORGE FONDEBRIDER



El jazz y el tango son, probablemente, las dos especies de la música popular más sofisticadas de Occidente. Ambas tienen un origen urbano, ligado al baile, y una historia que ya supera el siglo de existencia. Con períodos perfectamente delimitados, así como con sus compositores, arregladores e intérpretes, sus estilos y sus orquestas y solistas, ambas expresiones se fueron volviendo progresivamente más abstractas hasta convertirse en músicas para escuchar. Pero hasta ahí llegan las coincidencias, porque el jazz, a diferencia del tango –que es una música fundamentalmente “escrita”–, tiene como núcleo central la improvisación. A ello se suma un apetito omnívoro, que, a lo largo de su historia lo llevó a devorarlo todo a su paso: las músicas de naturaleza folklórica (fundamentalmente el blues, pero también otras formas tradicionales, como puede apreciarse en los discos de los guitarristas estadounidenses Pat Metheny o Bill Frisell, o del saxofonista británico John Surman, o del pianista sueco Jan Johansson), la música occidental de tradición escrita (tanto lo que, en su momento, se llamó Third Stream, movimiento animado por Gunther Schuller y George Russell, como otros intentos de fusionar lo clásico con la improvisación), la música brasileña (fundamentalmente la bossa nova, con Stan Getz y Charlie Byrd, como principales exponentes, pero también otras variedades como el samba, el choro, el baiao y las músicas de los aborígenes amazónicos, como en los casos del saxofonista y clarinetista Paulo Moura, el percusionista Airto Moreira, los guitarristas Helio Delmiro y Toninho Horta, o los multiinstrumentistas Egberto Gismonti, Hermeto Pascoal o Sivuca), la música klezmer (por la que pasaron el clarinetista Don Byron o el saxofonista John Zorn), la música árabe (de los oudistas Rabih Abou-Khalil y Anouar Brahem), la música de la India (que tanto influyó sobre el grupo Oregon y el guitarrista británico John MacLaughlin), la del Extremo Oriente (el clarinetista Tony Scott es un buen ejemplo), la música pop de cada país occidental (la canción francesa e italiana, principalmente) y también –¿por qué no iba a ser así?– el tango (con el saxofonista Gato Barbieri y, más recientemente, con el pianista Adrián Iaies). Dado este tránstio, aunque nacido en los Estados Unidos, el jazz es hoy una música universal que ha atravesado las peripecias de nuestra historia y, por lo tanto, de la que todo el mundo participa.

Más de un siglo de gran arte


Un repaso pormenorizado, inteligente y claro por los distintos momentos de la historia del jazz, apoyado en los nombres de algunos de sus principales movimientos y protagonistas.

POR CARLOS SAMPAYO



Una dama le preguntó a Thomas “Fats” Waller, personaje muy popular durante los años treinta: “Señor Waller, ¿qué es el jazz?” Y Fats: “Señora, si aún no lo ha entendido mejor que lo deje”. Waller era un pianista de jazz cuando lo dejaban y un entertainer la mayoría de las veces. Esta doble adscripción no era rara, sobre todo si se quería sobrevivir. El caso de Louis Armstrong es el más notorio: enloquecía al público con sus muecas y guiños, creativos y originales, pero siempre se le escapaban retazos del gran artista que se expresaba con sonidos. El fue quien hizo que el jazz se transformara de una variedad folklórica a una forma sofisticada de arte. No pocos ponen fecha a ese momento: 28 de junio de 1928, la grabación de “West End Blues”, aunque es injusto negar ese nacimiento a una pulsión colectiva y quizás hacerlo con los precedentes, los llamados pioneros, los que cimentaron el asunto, acaso sin saber que estaban dando lugar a una estirpe. Ese día Armstrong se salió de los cauces de la literalidad e improvisó con total libertad y hondura, es decir, creó otro mundo. Pero también propagó la idea de que eso podía hacerse. Claro, no estaba solo, su background fue el pianista Earl Hines, que ya había inaugurado otra forma de volcarse sobre las teclas. Durante toda su vida, Hines (que murió en 1983) le quitó importancia a su participación y hasta que fue redescubierto por Louis a finales de los años cuarenta, se consideraba sólo un animador, un director de orquesta de entretenimiento, y había algún tipo de cinismo en esa modestia pública.

Los años veinte fueron cardinales para el jazz. Además del surgimiento de grandes solistas había “pensadores”, que volcaban en arte sus reflexiones en forma de arreglos orquestales y combinaciones de instrumentos. Duke Ellington ya cimentaba su prestigio con su primera orquesta; Don Redman y Benny Carter inventaban el formato big band, una multiplicación pautada del estilo polifónico del jazz original de Nueva Orleans y Chicago; Fletcher Henderson y Count Basie daban los primeros pasos hacia lo que se convertiría, en los años treinta, en la Era del Swing. Pero también fueron los años en que los músicos blancos perdieron la timidez frente a la potencia originaria de los negros: también ellos podían hacerlo, y lo hicieron en modo magistral, como Bix Beiderbecke, Bud Freeman, Jack Teagarden y Pee Wee Russell. En público, no podían mostrarse conjugados con los músicos negros; en privado, lo hacían todo el tiempo. Sólo a finales de los treinta Benny Goodman y Artie Shaw se animaron a incorporar músicos negros en sus orquestas, no con poco escándalo: Teddy Wilson y Lionel Hampton con Goodman, Billie Holiday y Roy Eldridge con Artie Shaw. Los primeros pasos de la “integración” se dieron en el ámbito del jazz.












La era del swing y los solistas

A principios de los años treinta comenzaron a surgir los grandes solistas sobre la estela trazada por Armstrong, y eso también dio paso a una evolución de la música, una flexibilización que partió del ritmo y se expandió sobre la totalidad. Apoyados en muy buenas orquestaciones. La crisis de 1929 no afectó esta evolución (quizá la acelerara) y los músicos no dejaron de tener trabajo.

Pero, ¿qué era el jazz? Para la gente, blancos y negros aunque de diferente manera, era un modo de divertirse, el baile. Y eso se propagó por todo el mundo. Para los músicos, un modo de ganarse la vida y, poco a poco, de expresarse como artistas. Poco a poco porque desde la Gran Cultura se los miraba no sin desdén.

Duke Ellington, probablemente el jazzman más completo y profundo de la historia de esta música, dirigía una orquesta con la que la gente movía los pies; mientras tanto él componía, creaba sistemas sonoros a partir de sus solistas, y daba pie a la renovación.

Después de Armstrong era difícil completar el ciclo solista, pero el entorno empujó al surgimiento de nuevas grandes individualidades. El primero en decir aquí estoy yo fue el saxofonista tenor Coleman Hawkins, cuyas ideas propagaron la fuerza de la creación individual. Su “reinado” duró toda la década de los treinta y principios de la de los cuarenta. Pero no estaba solo: pianistas y trompetistas se sumaron a la aventura y otro saxofonista tenor, Lester Young, inventó una nueva forma de tocar el mismo instrumento. Quizá en la antinomia de los estilos de Hawkins y Young, se basa la evolución posterior de la expresión individual en jazz; no deriva de uno u otro, sino de caminos paralelos que se miran.

A mediados de los años treinta, durante el New Deal de Roosevelt, Hawkins emigró a Europa y allí fue una fuente de conocimiento y experiencia para los músicos locales, sobre todo en Francia, Inglaterra y Holanda. Pero había uno que porfiaba en no aprender nada de nadie, el guitarrista manouche Django Reinhardt, un genio surgido de los carromatos, aficionado al juego, la pesca y el billar, el más formidable guitarrista de jazz hasta los años cincuenta. Hawkins se quedó boquiabierto, Ellington lo quiso consigo y el ocupante alemán le perdonó la vida y lo dejó trabajar aunque era gitano: se dice que Ernst Jünger tuvo algo que ver en el asunto.

La expatriación hizo que Hawkins perdiera el tren de lo que se cocinaba en las ciudades de su país, y no sólo el de los sonidos de Lester Young. En esos años explotaron las big bands, y la Era del Swing dio lugar al primer fenómeno de masas en lo musical. El público enloquecía por Goodman, símbolo y epicentro del milagro. Las grandes orquestas viajaban en autobuses por todo el país y no era raro que la de Chick Webb se cruzara con la de Jimmy Lunceford, o la de Basie con la de Ellington, aunque no pocos historiadores sospechan que Count y Duke evitaban encontrarse. Lo harían en el futuro en una fantástica grabación conjunta treinta años más tarde, pero sobre todo confluirían como ejes del jazz. Ellington aportaba las ideas orquestales y algunos solistas notables, como Johnny Hodges, Cootie Williams y Ben Webster. Basie creaba una base rítmica que no ha tenido parangón en la historia del jazz, aérea, suave y con una fuerza de arrastre imparable. Entre los solistas de Basie destacó Young, probablemente más que ninguna otra individualidad del jazz en ese período. Lo acusaban de hereje. El crítico francés Hugues Panassié dijo que el sonido de Lester era “una bocina de taxi”; claro, el parámetro era Hawkins, expresividad profunda y vibrato. Lester era relajado, cool , como se diría al cabo de unos años.

Lester Young fue la otra cara de Billie Holiday, quien sería la voz femenina del jazz. Durante la década del treinta, Billie cantó en pequeños grupos con grandes solistas, casi siempre allí estaba Lester Young, también Teddy Wilson, pianista de Goodman. Los mejores solistas pensaban que Billie era un instrumento que ponía palabras. En el género masculino sólo había dos cantantes con su grandeza, Louis Armstrong y Jack Teagarden. Louis lo había inventado todo, Jack, trombonista excepcional, era en la voz una especie de Lester Young.

Todas esas interrelaciones no son caprichosas: arte en movimiento, donde cada jazzman necesitaba de los otros, todos aprendían de todos y hasta enseñaban a quienes habían sido sus maestros. Si en los años veinte los sonidos se propagaban desde la trompeta, los treinta fueron los del saxo tenor, como hemos visto. Pero también los del piano, que de la mano de Jelly Roll Morton, Earl Hines, James P. Johnson y Willie The Lion Smith, había levantado vuelo. Los treinta fueron los años de Fats Waller y Art Tatum, pero también de Wilson y sus seguidores, como el maravilloso Jess Stacy. Stacy era el marido de Lee Wiley, contraparte blanca de Billie Holiday.

Tatum, pianista ciego y torrencial, impulsó a pianistas y otros instrumentistas a que adoptaron una exigencia máxima en sus habilidades: una gran técnica sería la base de una expresión no limitada por deficiencias. Esto llevó a exageraciones y exhibicionismo (como en el trompetista Charlie Shavers, el pianista Mel Powell o el baterista Gene Krupa), pero fue un paso importante en la asunción del jazzman de su condición de artista.













El cambio fundamental

Y llegó la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando los Estados Unidos entraron, el gran cambio ya había comenzado a producirse. Cuatro instrumentistas, Young, el trompetista Roy Eldridge, el contrabajista Jimmy Blanton y el guitarrista Charlie Christian venían anticipándolo desde el espacio de la música swing. ¿Qué hicieron, qué los mancomuna? Emanciparon sus respectivos instrumentos, crearon nuevos parámetros rítmicos, nuevos acordes y lograron un sonido que se despegaba de lo precedente. De ellos, sólo Christian, que integraba el sexteto de Benny Goodman, participó directamente en la génesis de lo que terminaría por llamarse bebop; murió muy joven y no pudo seguir. No hubo grabaciones profesionales de aquello que fue definido como una revolución musical, pero que también fue cultural. Durante los años del conflicto, los estudios cerraron sus puertas (huelgas, economía de guerra), y cuando terminó, el cambio ya se había producido.

La transformación fue musical porque se abandonaron los parámetros del swing y se siguió la vía de la experimentación, tanto armónica como melódica y rítmica. La batería ya no martillaba sobre el bombo, sino que volaba sobre el gran plato; el piano sólo insinuaba los acordes con la mano izquierda y elaboraba figuras con la derecha; los instrumentos melódicos modelaban representaciones no oídas hasta entonces, difíciles de retener y tararear. Con el bebop el jazz dejaba de ser música de baile y entretenimiento, y se transformaba en música a secas. Pero también fue social porque el jazz dejó de ser masivo y porque los universitarios y las clases medias se aproximaron a él. Los Estados Unidos no sólo habían generado la única forma de arte propia y auténtica, sino que, como tal, ésta estaba sujeta a evoluciones y, como reacción, a involuciones.

Muchos solistas de la vieja escuela lo admitieron con entusiasmo, aunque les fue difícil adherir: Eldridge, Young, Hawkins y Nat Cole (eximio pianista antes que cantante) iban a escuchar a sus colegas jóvenes y aceptaban las invitaciones a sumarse en tórridas jam sessions . Otros, como Armstrong, se sintieron ofendidos. Ellington lo miró con simpatía, consciente de que toda experimentación antes o después pasaría por una revisión de su música. Y Count Basie, sin alterar lo que había creado, que era perfecto y daba cabida a una gama amplia de solistas, incorporó poco a poco a algunos boppers en su orquesta.

Un movimiento revival surgió en San Francisco y se expandió por el mundo, sobre todo Inglaterra, Francia y Argentina, con la formación de orquestas de estilo Nueva Orleans y Chicago, saltándose no sólo el bebop, sino toda la década de los treinta. Algo simpático y meritorio, pero sólo episódico. La verdad, si es que la había, tenía su epicentro en el bebop, como está visto en sus sucesivas derivaciones. Y el bebop tenía nombres propios en primera fila: Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Thelonious Monk. Entre ellos se cocinaba la gran creatividad de esta música.











Fusión de culturas

A esta altura, aunque desde el paraíso Fats Waller nos confunda con aquella señora, vale la pena preguntarse qué es el jazz. Podríamos acordar que es epítome de un formidable mestizaje cultural entre dominados y dominadores, por encima de la fractura y la tragedia. Fats podría haberlo formulado así: “es simple, el ritmo de Africa, la melodía de Europa, la armonía de sí misma, los instrumentos que había a mano cuando se inventó”. A propósito de invento, Jelly Roll Morton, pionero, dijo que el originador había sido él, estaba escrito en su tarjeta de visita. Morton murió en un manicomio. ¿Dónde se produjo ese mestizaje? Se simplifica aduciendo que en Nueva Orleans, pero está probado que creció allí donde hubiera esclavos, bandas militares y lupanares, y en el sur de Estados Unidos la desdichada ciudad del Katrina, hoy abandonada de la mano de Dios por una camarilla calculadora, no era la única en sumar esos elementos.

La “revolución” del bebop, fue otra fusión de culturas. En este caso la del jazz mismo, ya sólido, e innovaciones provenientes de la música académica. Era algo que Duke Ellington venía haciendo por su cuenta y riesgo, con un oído puesto en Debussy, Ravel y Delius. La armonía contemporánea sirvió para los acordes. No debe creerse que el jazz se desnaturalizó, todo lo contrario, esta actualización se basaba en las raíces, de las que la más poderosa eran la armonía y el espíritu del blues. Charlie Parker tocaba blues y cuando acometía con un tema del Tin Pan Alley (vale decir, del repertorio compuesto para las comedias musicales de Broadway), le daba ese carácter.

Parker y compañía hicieron una revolución sin combatir porque la batalla estaba ganada de antemano. El único “disidente” dentro de la norma bebop era Thelonious Monk, que nunca se atuvo a los inevitables clichés e invadió el jazz con su espíritu innovador. Hoy, setenta años más tarde, se estudia y se trata de descifrar su obra de compositor y pianista. Monk es el nexo que une a Charlie Parker con todo el jazz contemporáneo.

Pero el bebop era demasiado tórrido y los nuevos adeptos necesitaban un poco de calma, por favor; un estilo más tranquilo y reflexivo. Y allí estuvo Lennie Tristano para aportarlo. Con él nacía lo que se dio en llamar cool. Pero Tristano, pianista ciego de Chicago, la “ciudad sombría” del Augie March de Saul Bellow, no estuvo solo. Un joven Miles Davis y un orquestador de gran talento, Gil Evans, pusieron lo suyo en Birth of the Cool , doce temas grabados en noneto con toda la ligereza y la cualidad etérea que pedía una parte de la audiencia. No obstante, en el jazz nada es unidireccional: Davis, John Lewis y J.J. Johnson, participantes en las grabaciones, eran boppers , y volvieron a serlo hasta encontrar nuevos caminos unos años más tarde.

Inexorablemente, el jazz perdía adeptos entre los bailarines (tantas veces invocados por Boris Vian, que soñaba con chicas voladoras, o como Piet Mondrian, el pintor que se pasó los últimos cuatro años de su vida bailando con desenfreno el boogie-woogie, una forma derivada del blues), que buscaban otras sendas para sus pies. Primero fue el público negro, que se volcó en el rhythm and blues; después, el blanco, de cabeza en el rock and roll, su derivación simplificada. La era del swing había sido aniquilada por los jazzmen que querían ser escuchados, y la masa pública volcó su fervor en esos nuevos ritmos.

Un hábil empresario, Norman Granz, tuvo la idea de reunir músicos de la era del swing, con boppers y en general de tendencia moderna. Su invento, “Jazz at the Philharmonic”, una sucesión de conciertos y grabaciones, tuvo éxito inmediato. Casi se podía hablar de un nuevo estilo, el de la conciliación: Lester Young, Oscar Peterson, Charlie Parker, Roy Eldridge, Ella Fitzgerald, Stan Getz, Billie Holiday, compartieron escenario y todo parecía natural y espontáneo. Y lo era. Granz vino a demostrar que los estilos eran convenciones, que el espíritu de esta música era único. Pero los estilos existían, aunque se superpusieran y convivieran. Y unos derivaron de otros y aun se cruzaron con otros.

Del cool de Tristano (más Lee Konitz, Warne Marsh y Billy Bauer) derivó todo el jazz tocado por blancos en la década de los cincuenta, principalmente en California, aunque también había algunos negros. Del fundamento cool derivó la excelencia en la ejecución, la perfección en los arreglos y una actitud festiva a la vez que relajada.

El resumen de ese estilo puede encontrarse en el cuarteto de Gerry Mulligan con Chet Baker, los varios grupos de Shorty Rogers y, sobre todo, el cuarteto de Dave Brubeck. Ellos decían que el West Coast Jazz no existía como algo diferenciado, hablaban simplemente de jazz. El cuarteto de Brubeck, a partir del éxito en los campus universitarios, se convirtió en un fenómeno nacional y mundial. Destacaba en esa música la diáfana voz instrumental del saxofonista Paul Desmond (sonido con atmósfera tristaniana y una “idea” proveniente de Lester Young).

Un grupito de músicos negros, The Modern Jazz Quartet, organizado por el pianista John Lewis y el vibrafonista Milt Jackson, sirvió también a la popularización del jazz como una música para ser escuchada. Ese cuarteto se mantuvo activo durante medio siglo.

Aunque las típicas orquestas de la era del swing, las big bands, habían casi desaparecido, ese formato persistió como una forma de ofrecer sonidos novedosos. Stan Kenton y Woody Herman fueron los encargados del negocio. La de Herman era una orquesta bebop actualizada, con un grupo de arregladores y solistas de primer orden. De la de Kenton podríamos decir lo mismo, salvo por el estilo: el director pretendía hacer una suerte de “música progresista”, que solía ser rimbombante, pero dejaba lugar a voces individuales como las de Lee Konitz, Carl Fontana, Sam Noto, Maynard Ferguson o la percusión excelsa de Shelly Manne. Muchos solistas tocaron en ambas orquestas y en la de Herman destacaron saxofonistas de un estilo que alguien se atrevió a definir como Neo Lester (que de Neo no tenía nada, era Lester clavado), como Bill Perkins, Richie Kamuca y un muy joven Stan Getz, un príncipe azul del jazz.

Gillespie siguió con sus big bands, alternándolas a la de diferentes quintetos, y manteniendo viva la llama de bebop, un estilo que se permitió el canto del cisne, con fecha y hora: 15/5/1953, 9 de la noche, Massey Hall, Toronto, Canadá. Parker, Gillespie, Bud Powell, Max Roach y Charles Mingus en escena. Escuchar y juzgar, es una experiencia única, arrolladora.













Costa Este

Hablamos de California, pero, ¿qué ocurría al otro lado de los Estados Unidos? Lo que pasaba en Nueva York trató de ser vendido como una reacción a la música de California, como Art Blakey contra Shorty Rogers, u Horace Silver contra Dave Brubeck. La operación publicitaria falló y el jazz evolucionó más o menos por separado. En la Costa Este estaba naciendo lo que se dio en llamar hardbop, una actualización descarnada del bebop, con todas las esencias de la negritud. Música intensa y abierta la que crearon Silver y Blakey, pero también Clifford Brown y Max Roach en California, y los hermanos Adderley, procedentes de Florida.

El hardbop dominó la década de los cincuenta y fue su ámbito natural el sello discográfico Blue Note. Con la aparición del álbum (LP), el jazz amplió su incidencia como cultura a los ámbitos del diseño gráfico y las fotografías (carátula) y la excelencia de los textos de la contraportada. La suma de estos elemento a la música dio lugar a la cultura del jazz moderno. Y el hardbop se estableció como línea principal ( mainstream ) del jazz, con variantes hasta nuestros días.

El hardbop era un estilo de solistas y, entre ellos, destacaron el magno saxofonista Sonny Rollins, el trompetista Clifford Brown, los bateristas Max Roach y Art Blakey y el pianista Horace Silver, pero el talento proliferó y se multiplicó en ramas y estilos individuales entrecruzados. Cada uno de ellos generó una descendencia, un linaje que amplió esfera y consecuencias. Pero… por ahí andaba Miles Davis. Y con él se estableció otra línea dentro del hardbop que confluiría en la improvisación modal. No era un estilo, sino un camino, un modo de interpretar no ya sobre acordes convencionales, sino sobre escalas. La expresión se volvió profunda, reflexiva, a veces dramática. Davis y Gil Evans (el compositor que había gestionado Birth of the Cool) fueron los innovadores, y el trompetista el primero en llevarlo a cabo con una obra: Kind of Blue , aún el disco más vendido de la historia del jazz. En esa sesión participaron John Coltrane y Bill Evans; ambos desarrollarían su música a partir de lo modal.

Davis y Gil Evans son autores de una excelsa obra grabada. Pocos discos, un verdadero tractatus en materia de sonido jazzístico. Coltrane produjo una explosión. Bill Evans derivó en una implosión. En 1960, los tres eran las personalidades dominantes del jazz. La evolución de Davis fue de un gran dinamismo; su quinteto de los años 60, extrajo todo lo que estaba latente en el jazz moderno. Coltrane se expandió hacia zonas abstractas (él no habría aceptado el término). Evans reconsideró la función del piano y al frente de su trío reinventó el formato. Las tres aportaciones fueron fértiles y produjeron algo más que descendencia, refundaron el jazz como forma de arte.

Pero, todo arte tiende a su disolución. Y en el caso del jazz fue casi de golpe. Charles Mingus había empezado a romper moldes y la paciencia de quienes trataban de entender su carácter. Eric Dolphy, socio circunstancial de Coltrane, desarmaba a Charlie Parker. Sun Ra lo hacía desde un formato ellingtoniano. Pero fue Ornette Coleman quien se animó a gritarlo: ¡Free Jazz! Es difícil imaginarlo, porque el jazz ya era “libre”; un disco (precisamente Free Jazz ) nos ayuda a verlo: la armonía había roto cadenas, la melodía buscaba formas no armoniosas, el ritmo se liberaba del metrónomo. ¡Un desastre!, se dijo. El pianista Cecil Taylor se ocupó de dar forma extrema a la disolución, un contrasentido de fertilidad apabullante.

Con el free, el jazz dejó de ser un negocio y muchos músicos perdieron el trabajo. Otros, fueron en pos de la “novedad”, es decir, se acercaron a la masa mediante operaciones de fusión con la música popular, sobre todo el rock and roll. Y funcionó. Herbie Hancock, Chick Corea, Wayne Shorter y Joseph Zawinul (un ideólogo del negocio), hicieron que un público juvenil se arrimara a unos sonidos que eran algo más complejos que las músicas que los complacían. Un productor, Teo Macero, pergeñó junto a Davis una especial aportación de éste a la nueva corriente. Y Davis volvió a reinar, diciendo “hay que evolucionar”, muchos no creyeron en sus palabras, pero se supone que él sí; no quiso volver a hablar de su música anterior. Para los amantes del jazz, los “reaccionarios”, la de los setenta fue una década nefasta.
















Otra vez el jazz

Al tiempo que la fusión se desplegaba en todo el mundo, muchos artistas del jazz siguieron otros caminos, a partir de lo que ya no había: Anthony Braxton, Sam Rivers, Keith Jarrett, Muhal Richard Abrams y otros que pensaban y hacían en Chicago, siempre ciudad sombría. El free había producido monstruos en su expansión. Y el bebop estaba agazapado, Charlie Parker seguía vigilando y a su vera Charles Mingus, que murió en 1979 en Cuernavaca, un negro casi blanco que podría haber imaginado Malcom Lowry. Pero, salvo en el caso de Keith Jarrett, cuyo recorrido fue sabio, profundo y tuvo gran aceptación, el resto no dejaba de moverse en los márgenes, poco a poco dando lugar a algo que habría de ser definido como free bop, el nombre lo dice todo: la forma se había diluido, pero Charlie Parker custodiaba toda metamorfosis y restablecimiento. Y toda quiere decir toda, como una deidad clásica situada a la vera del renacimiento.

¿Qué es lo que debía renacer? No es una pregunta con respuesta, aunque en los años ochenta los jóvenes hermanos Wynton y Brandford Marsalis de Nueva Orleans insinuaron que eran dueños de la fórmula. En sus primeros pasos fueron apoyados por Herbie Hancock, que había sido pianista en el quinteto de Miles Davis, y el método partió de aquellos sonidos. Los Marsalis eran brillantes instrumentistas, pero escuchando a la vez al saxofonista David Murray, a quien se tildará de imperfecto, se tenía la impresión de que el jazz se abría desde la nada para no conciliar en parte alguna.

Europa había absorbido el mensaje, y empezaba a dejar de lado el andador: tanto el neobop de los Marsalis, como el free bop, o el free más descarnado, gravitaron sobre sus bosques tenebrosos (la idea es de un Mingus despechado con un pianista holandés que lo abandonó para volver a su casa). Y tanto allí como en las fuentes comenzó a privilegiarse la excelencia en la ejecución.

Wynton Marsalis institucionalizó su música, se acomodó en la herencia de Ellington y Armstrong y dejó que sus coetáneos tomaran caminos de evolución, dándoles la espalda. Nueva Orleans volvía a parir artistas de jazz, sobre todo trompetistas, como en la época de Armstrong.

Nueva Orleans, Chicago, Los Angeles, Nueva York. En los años noventa comenzaron a surgir figuras, podríamos llamar faros guía, de diferentes intensidades, algunas ocultas (como ciertos profesores de la Berkelee School of Music), otras en línea de fuego: siempre Jarrett, que entonces se abocó a quitarles el polvo a los standards del jazz (vale decir, los temas que provenientes del Tin Pan Alley como del repertorio jazzístico, todos tocan) con un trío extraordinario, que incluye a Jack DeJohnette y a Gary Peacock; Dave Holland, al frente de sus quintetos y big band; más recientemente, el pianista Brad Melhdau; también, el trompetista y compositor Dave Douglas y el saxofonista John Zorn. Son sólo unos ejemplos porque los faros proliferan como en las costas tormentosas.
















¿Estilos de hoy?

En 2011 todo está en movimiento y parece negar el aserto de que, con la disolución, el jazz se terminó. Las opiniones se desencuentran en este campo expandido. Hay quien dice que después de que Mark Rothko pintó su cuadro marrón y se suicidó, no cabía nada más en la pintura, pero surgieron con brío los hiperrealistas. La comparación no es azarosa: John Coltrane había roto con lo armonioso y melodioso, Joe Lovano y George Garzone, recomponen los trozos con alguna maestría… y no son hiperrealistas.

Hay largas sombras que se proyectan sobre el jazz, aparte de la de Parker: la de Ellington, la de Tristano (cuyo mensaje revive), la de Monk, un faro intermitente de gran potencia. Ken Vandermark nos remite a las audacias de Archie Shepp, un discípulo de Coltrane y de Ben Webster, es decir desde una voz contemporánea recorre la esencia y la modernidad. El ejemplo de Vandermark no es aventurado; otros jazzmen contemporáneos, en sus distintas especialidades y “estilos” (la palabra es inadecuada), siguen caminos de síntesis interna en la elaboración de sus talantes creadores: Greg Osby, Jason Moran, David Binney, Marty Ehlrich, Jim Pepper, Tim Berne, son sólo nombres representativos, elegidos al azar y sin privilegios.

Es algo que ya había pasado. Y aunque ha muerto, el jazz está vivo y ofrece alternativas. Y si esas alternativas no son del agrado del demiurgo pasivo, el oyente de discos, el que sueña con que es él quien toca, que es su voz la que sale de los parlantes, puede hacer un recorrido… de Louis Armstrong a Herb Robertson (un trompetista de formas libres que afirma que su música es la misma que hacía Louis).

El jazz es el disco (como se llamaba en la prehistoria), es decir, reproducción fonográfica. Refugio de insatisfechos, llena los espacios de la memoria musical, da forma a los sueños fundiéndolos con lo que otros han soñado, como el sueño de Dizzy Gillespie en “Hot House”, el de Billie Holiday en “Fine and Mellow”, el de Miles Davis en “So What” o el de Ornette Coleman en “Lonely Woman”. Sueños de amor, aventura e infortunio, recreación inquebrantable de una cultura.

Lo que revela la industria

En el capítulo que se reproduce de "El jazz. Historia y estética", del escritor y crítico Diego Fischerman --libro que próximamente publicará la editorial Eterna Cadencia--, se discuten, a la luz de evidencias irrefutables, algunos lugares comunes muy difundidos.

POR DIEGO FISCHERMAN


Puede resultar irrelevante saber el origen exacto de la palabra jazz, pero no lo es, en cambio, tomar nota acerca de la diversidad de versiones que existen al respecto y de significados que se le atribuyeron al término. Porque esas divergencias hablan de algo que sí es importante y es la multiplicidad de culturas que confluyeron en esa música. Para algunos jazz proviene de iase , la versión creole del francés jase (charlar, parlotear). Para otros, el origen está en el mandinga jasi (exagerar o, en el argot del blues, calentar, excitar o, incluso, hacer el amor).

Entre las fuentes del jazz, más que músicas africanas, hay diversas músicas afroamericanas ya consolidadas y provenientes, en todo caso, de distintas capas geológicas que revelan distintos grados de distancia con las tradiciones anteriores a la llegada a los Estados Unidos de la población negra. A diferencia de lo que sucedió en las poblaciones afrocaribeñas, en los enclaves de origen africano de Perú y Brasil o, incluso, en los del Río de la Plata, a fines del siglo XIX, en Estados Unidos, no se conservaban músicas ni rituales africanos que no se hubieran mestizado con especies de otros orígenes culturales. En el blues, en los gospels, en las canciones de trabajo y, obviamente, en el jazz, ni siquiera aparecen huellas demasiado visibles de los idiomas de las poblaciones africanas originarias, que en otras partes de América impregnaron la cultura, aunque más no fuera en la designación de cantos, danzas o prácticas religiosas. Para decirlo de otra manera, si “candombe” o incluso “tango” son palabras de origen africano (aunque en este último caso designara, como “cosa de negros”, a músicas diferentes que las que luego recibieron ese nombre), jazz , con su combinación de antiguos significados y su connotación onomatopéyica pero, sobre todo, con ese sonido nítido, veloz, que parece ser su significado más que tenerlo, es una palabra indudablemente norteamericana.

Entre las especies folklóricas irlandesas e inglesas sobrevive, por ejemplo, la práctica de las Divisions on a ground renacentistas y barrocas, donde una secuencia de acordes fija se repite mientras los instrumentos solistas van tocando variaciones en las que las subdivisiones rítmicas son cada vez más pequeñas y exigen mayor velocidad de digitación por parte de los intérpretes, con un efecto bastante similar al que en el jazz tienen los solos sobre los sucesivos coros de un tema. En el jazz influyen los cantos religiosos afroamericanos –donde ya hay un grado importante de mestizaje con tradiciones europeas– y, también, otras músicas influidas por ellos. Aparece el blues pero, también, músicas de entretenimiento influidas por el blues y otras músicas afroamericanas, como la de los minstrels , una especie de vodevil o protocomedia musical representada en su origen por blancos disfrazados de negros, que exageraban y hasta ridiculizaban a los negros, y luego imitada por los negros y convertida por ellos en género propio. Y el jazz se nutre, desde ya, del ragtime, en donde ya aparecen mezcladas una buena cantidad de músicas y tradiciones surgidas en las poblaciones de esclavos y luego de libertos del sur norteamericano. Esta música de salón revela, por otra parte, un mercado burgués afroamericano ya absolutamente constituido a fines del siglo XIX.











El nuevo mercado

Los ragtimes se vendían en partituras, estaban destinados a los salones y, obviamente, a casas con piano y a ejecutantes alfabetizados musicalmente. Su estructura formal remitía a la de las piezas de moda en los hogares de los blancos –mazurkas, valses o polkas–, con una sección que se repetía alternada con otras, a la manera de un rondó (la forma más frecuente fue AABBACCDD, con una modulación hacia una tonalidad diferente de la del comienzo en la sección C). Según consigna Ted Gioia en su The History of Jazz (hay edición castellana como Historia del jazz , Madrid, Turner/FCE, 2002), la industria de la fabricación de pianos creció en Estados Unidos, entre 1890 y 1909, de menos de cien mil a más de trescientos cincuenta mil. En 1911 operaban en ese país 295 compañías de fabricantes de pianos y 69 dedicadas a la producción de piezas de recambio. La pianola que, sintomáticamente, había hecho su aparición en el salón Angelus en 1897, el mismo año en que se publicó la primera partitura de ragtime, en 1911 ya ocupaba la mitad de la producción total de pianos.











Tecnología y negocios

Eric Hobsbawm, en su artículo “On the Reception of Jazz in Europe” (incluido en traducción castellana como “El jazz llega a Europa”, en el volumen Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz , Barcelona, Ed. Crítica, 1998), dice: “El estudio del jazz debe empezar, como todos los análisis de la sociedad bajo el capitalismo moderno, con la tecnología y el negocio: en este caso, el negocio consistente en suministrar el ocio y la diversión de las masas cada vez más urbanas de las clases baja y media. Hasta la Primera Guerra Mundial, la tecnología, encarnada por la radio y el fonógrafo, que tan importantes serían para la difusión de la música negra a partir del decenio de 1920, aún no era significativa. Sin embargo, a finales del siglo XIX ‘el mundo del espectáculo’ y la industria de la música popular ya estaban lo bastante desarrollados como para haber generado redes nacionales e incluso transatlánticas –agencias, circuitos de teatros, incluso cadenas, etcétera–, por no hablar de la publicación y distribución de un surtido de números musicales populares que cambiaba de manera constante. Desde el punto de vista técnico, eran negocios antiguos, a diferencia del otro gran arte de nuestro siglo, el cine. Seguía limitándolos la necesidad de la comunicación cara a cara o boca a oído. Sólo en un aspecto crucial se había producido una revolución. La velocidad del transporte transatlántico era tal que las ideas, las notas y las personas ya podían cruzar el océano con gran rapidez…”.

La fundamentación y el razonamiento de Hobsbawm son, por supuesto, impecables. Pero comete un grave error. No fue la velocidad del transporte transatlántico el único “aspecto crucial en el que se había producido una revolución” ni el primer cambio cualitativo en la obligada “comunicación cara a cara o boca a oído”. Tal vez guiado más por el aspecto que por sus características intrínsecas, no percibe que la pianola, mucho más que un instrumento musical, es un medio masivo de comunicación y que, bastante antes de la facilitación de la comunicación transatlántica, con toda nitidez, saltó por arriba de la relación “cara a cara y boca a oído”. Si bien la pianola parece un piano y, como se ha dicho, su fabricación se engloba en la industria de los instrumentos musicales, la música no se produce allí –no hay un músico que la interpreta–, sino que se re-produce. El sonido proviene de un mecanismo que es accionado por rollos fabricados en serie, que harán sonar exactamente la misma música en cualquier mecanismo similar. En ese sentido, la pianola pertenece mucho más a la categoría de los futuros tocadiscos domésticos que a la de los instrumentos musicales. Alguien, en Nueva Orleans o en Nueva York, podía, gracias a la pianola, escuchar lo que otro había registrado en cualquier otro punto del planeta. Y, desde ya, los rollos de pianola –igual que más tarde los discos– viajaban mucho más fácilmente que las personas. Y si el ragtime se extendió como se extendió y se popularizó hasta el hecho de que algunas de sus características rítmicas y de fraseo se convirtieran, en los finales del siglo XIX y los comienzos del XX, en lengua franca de la población negra del sur de los Estados Unidos –de las bandas de circo, de la música de baile y de las fiestas populares–, se debe, sin duda, a la expansión de la fabricación y el consumo de pianos pero, también, a la incidencia de la pianola en la circulación transterritorial de los elementos estilísticos de la interpretación del ragtime y no sólo de su grafía.













La cuestión del registro

En ninguna música, pero mucho menos en las de tradición popular y, en particular, en aquellas asociadas con culturas de origen africano, lo que se toca es lo mismo que lo que está escrito. Mucho de lo esencial de lo que constituiría el jazz estaba en ese resto de texto que no figuraba en la notación tradicional pero sí en una nueva clase de escritura, en la que estas músicas de tradición popular nacidas alrededor del comienzo del siglo XX cifrarían sus evoluciones. El registro, primero en rollos de pianola y, más tarde, en cintas magnetofónicas, era capaz de escribir, es decir de fijar, también la interpretación. Es posible que sin la aparición de estos nuevos medios capaces de transmitir (y en poco tiempo más a escala planetaria) rasgos de la interpretación, una música fundada en ella, como el jazz, jamás hubiera encontrado el ecosistema necesario para su desarrollo. En ese punto, puede decirse que el jazz es tanto una música producida por mixturas culturales múltiples como deudora de los medios masivos de comunicación, comenzando por ese falso instrumento musical llamado pianola. En cuanto al disco, un dato que puede servir para medir la expansión del mercado en los primeros años lo proporciona el boom de la venta de grabaciones de blues y la aparición de sellos dedicados especialmente al público afronorteamericano, con los llamados race records (discos de raza). Un disco de blues de la cantante Mamie Smith, publicado por la General Phonograph Company en 1920, vendió, por ejemplo, setenta y cinco mil ejemplares en el primer mes y en un año las cifras habían superado el millón. En 1926 hubo más de trescientas ediciones de discos de blues, que en ese entonces eran comprados casi con exclusividad por negros, y en 1927 los discos editados fueron quinientos, según afirman los investigadores Robert Dixon y John Godrich. Ya en 1909 se fabricaban discos y cilindros fonográficos por valor de 12.000.000 de dólares de entonces y en 1920 la cifra llegaba, incluyendo a todos los géneros, a 47.000.000 de dólares.

Sería un error asimilar mecánicamente el crecimiento de la industria del disco con el del consumo de algunos géneros en particular ya que, con certeza, los índices no fueron iguales en todos los grupos sociales ni entre los consumidores de distintas músicas. Y los datos deben, además, cruzarse con otros. A partir de la crisis de 1929, las cifras correspondientes a la fabricación de discos descendieron casi en un 45% y eso podría llevar a pensar en una importante merma del consumo de música. Sin embargo, al mismo tiempo, aumentó la fabricación y adquisición de radios, un medio más barato y más afín con la crisis económica, en tanto permitía tener música a disposición durante todo el día sin necesidad de comprar discos. Lo que, en cambio, se desprende con claridad de estos datos es el cambio de funcionalidad de muchas de estas músicas de tradición popular, más ligada a la escucha que a los rituales sociales (aunque la escucha pueda ser, en algún sentido, también un ritual social) a partir de su entrada en las leyes de los medios masivos de comunicación. La pianola, los gramófonos y la radio servían, fundamentalmente, para que la música fuera escuchada, lo que provocó un cambio de status radical para géneros como el blues, que de arte popular y espontáneo se había convertido en espectáculo de masas. También los lugares y las maneras de recepción de la música en vivo cambiaron en relación con estos nuevos usos de la música. De las situaciones privadas o sociales ligadas a funcionalidades como el trabajo o las reuniones y de las locaciones informales, como las calles y tabernas, el blues se había trasladado, en los comienzos del siglo XX, a teatros, carpas de circo o salones de acto en clubes o escuelas, es decir a situaciones afines con el concierto.

Las precisiones acerca del consumo de música, a través del disco y de la radio, ponen en evidencia, por otra parte, que más allá de que pueda situarse al blues y al ragtime en los orígenes del jazz, no fueron reemplazados por él. Y no sólo continuaron su camino coexistiendo con los nuevos géneros sino que fueron influidos por ellos y, también, volvieron a influirlos luego.

La imagen de la evolución del jazz está, en ese sentido, bastante lejos de los limpios árboles genealógicos con que algunos han intentado simplificarla y se parece, más bien, al aparentemente caótico diseño en zigzag, surcado por frecuentes líneas azarosas, interrupciones arbitrarias y apariciones imprevistas con el que podría representarse a una familia que practicara con igual pasión la endogamia y las exogamias más osadas. En el árbol genealógico del jazz abundan los casamientos de nietos con tíos abuelos, de hermanastros y de primos lejanos; los parientes que procrean en una generación y luego vuelven a hacerlo con sus vástagos y con los vástagos de sus vástagos y, también, cada tanto y sin que nada lo haga prever, las uniones con los recién llegados más inverosímiles.

La fantasía de que las músicas europeas y africanas derivan sin conflicto en el blues, que de allí surge el jazz primitivo que, a su vez, desemboca en el swing y de que éste, darwinianamente, evoluciona en el bebop, que se bifurca, con claridad, en el hard bop y en el cool, para que estas ramas desagüen, con similar precisión, en distintas vertientes del free, dibuja un mapa en el que, sencillamente, no caben varios de los hechos fundamentales del jazz. Ni Duke Ellington ni Mary Lou Williams ni Charles Mingus son claramente ubicables allí. Ni tampoco hay en ese modelo explicación alguna al hecho de que la mayoría de los músicos del jazz primitivo jamás abandonaron esa clase de música y de que entre los cultores del bebop hubo muy pocos que hubieran adquirido notoriedad anteriormente conformando grupos a la manera de los de Nueva Orleans a comienzos del siglo XX. La teoría según la cual Charlie Parker es hijo directo de Jelly Roll Morton, en todo caso, merece ser, por lo menos, revisada.

El fuego central

El autor sostiene que el aporte individual al proyecto colectivo es lo que determina una de las características principales del jazz. Pero plantea que las individualidades también lo alejaron del público.

POR JONIO GONZALEZ


Quizá sea cierto, como cuenta la leyenda y tan bellamente ha descrito Michael Ondaatje, que el jazz lo inventó Buddy Bolden una noche en que, particularmente dolorido e inspirado, de su corneta comenzó a brotar “un blues y un himno más triste que el blues, y después un blues más triste que un himno. Fue la primera vez que oí un himno y un blues juntos”. Quizá sea cierto también que han sido las grandes individualidades, de Louis Armstrong a Ornette Coleman, pasando por Coleman Hawkins, Charlie Parker, Thelonious Monk o John Coltrane, quienes han hecho crecer por impulsos (de genio, de trabajo, de búsqueda) nuestra música preferida. Sin embargo, ésta nació “de un grupo en el que todos los ejecutantes pueden improvisar juntos aportando cada uno algo personal a un constante efecto colectivo”, como ha escrito Alan Lomax. (El crítico Frank Tirro nos recuerda, a propósito de ello, que el que cada componente de la orquesta desempeñara un papel específico facilitaba esa improvisación colectiva: cada voz encontraba su sentido en una voz mayor que la incluía.) Y es precisamente ese aporte personal al proyecto colectivo, esa individualidad que se afirma en la medida en que contribuye a la identidad (el bien) común, lo que hizo desde sus comienzos del jazz una expresión artística tan original y, sobre todo, democrática en su apelación a la responsabilidad y la solidaridad.

Es cierto, considerando lo anterior, que con Louis Armstrong la polifonía –que alcanza su punto culminante con la orquesta de King Oliver (estructurador de la improvisación colectiva)– da paso a la monodia y a la preminencia de la voz solista. Basta escuchar para ello la grabación que hizo el 7 de mayo de 1927 con sus Hot Seven de “Wild Man Blues”: merced a su control del ritmo, a su variación a voluntad del tempo , a sus acentuaciones inesperadas, a su potencia y flexibilidad, Satchmo –sobrenombre con que se conocía a Armstrong– soñaba con cosas que sus compañeros apenas podían vislumbrar. Es cierto asimismo que, al menos hasta la última etapa de su carrera, más centrada en la estructura orquestal, Duke Ellington construyó su universo sonoro basándose en unos arreglos que se ajustaban a las características de cada uno de sus músicos. Componía pensando en todos y cada uno de ellos (“Componer música es como jugar al póquer”, solía decir, “siempre hay que saber cómo juega el que deberá ejecutarla.”): en Lawrence Brown al componer “Never No Lament”, en Rex Stewart al componer “Boy Meets Horn”, en Barney Bigard al componer “Clarinet Lament”, en Cootie Williams al componer “Concerto for Cootie”, etc. Era la voz de todos estos artistas, su forma personal e intransferible de expresión, lo que inspiraba a Ellington. Tal vez su sonido no hubiera sido el mismo sin gigantes de la talla de Johnny Hodges, Ben Webster o Cat Anderson, tampoco sin la habilidad de músicos que, como Bubber Miley, en lo poco en que destacaban eran maestros consumados, pero, ¿habría evolucionado por ello menos su obra, habrían perdido belleza sus composiciones, acaso no seguiríamos recordándolas como verdaderas experiencias que siquiera por minutos hicieron que nos sintiésemos mejores personas? Sí, el jazz creció gracias a las individualidades, pero también, de algún modo, fueron éstas, a partir de un momento, las que lo alejaron del gran público. No arriesgamos esta opinión con la amargura con que lo hacía el poeta y crítico británico Philip Larkin en sus reseñas para el Daily Telegraph , donde expresaba su rechazo visceral hacia Charlie Parker o John Coltrane, y sin embargo algo se perdió cuando el músico de jazz prefirió expresar su yo sin condicionamientos a brindar felicidad a la gente; algo se perdió cuando la voz colectiva dejó de ser vehículo para transformarse en obstáculo.


La revolución del free jazz y lo que trajo

Nacido al mismo tiempo que las luchas por los derechos civiles, el free jazz fue mucho más que un mero estilo musical. Se planteó como un símbolo en el que se reconocieron muchos jóvenes afroamericanos de los años sesenta, desafiando al público y a la crítica. A pesar de ello, sigue vivo.

POR MIGUEL BRONFMAN


Aunque no se ha podido determinar con exactitud, se estima que entre 1600 y 1860, alrededor de 15 millones de africanos fueron llevados a América por las potencias europeas que habían colonizado el continente, para ser vendidos como esclavos. En los Estados Unidos de Norteamérica, la esclavitud sólo se prohibió en 1865, tras una cruenta Guerra Civil que partió al país en dos, enfrentando a los estados del sur con los del norte. Millones de esclavos e hijos de esclavos quedaron entonces como personas libres, pero desprovistas de los más esenciales derechos que la Constitución liberal de Estados Unidos supuestamente garantizaba a todos los ciudadanos de ese país.

En los estados sureños, que habían ido a la guerra para defender y perpetuar la esclavitud –y en los que hasta 1910 vivía casi el 90% de la población negra en un cruel y despiadado sistema segregacionista–, nació el jazz, más precisamente en Nueva Orleáns y sus alrededores, a principios del siglo XX.

No es extraño entonces que la historia del jazz, de su evolución y de sus constantes cambios estilísticos a lo largo del siglo XX pueda ser vista también como un espejo de las luchas sociales que los negros debieron enfrentar en los Estados Unidos, luego de la llamada “Emancipación”. Rápidamente, el jazz se convirtió en el único espacio en el cual las primeras generaciones de negros norteamericanos libres pudieron empezar a expresar, y a intentar transformar, su experiencia de vida, su historia, su legado y sus vínculos con su pasado y su origen; en especial, con África.

Dentro de esta tensión permanente, cada “revolución” estilística, desde los primeros solos de Louis Armstrong en la década de 1920, reafirmando con ellos la individualidad del músico de jazz y las posibilidades de la improvisación individual en un contexto colectivo, hasta las fusiones más arriesgadas de los años 70 en adelante, puede ser analizada como un conflicto, con su consecuente intento de resolución, con el concepto y los alcances de aquella libertad obtenida tan recientemente. Cada avance, cada nuevo estilo, en algunos casos de manera más implícita que otros (el bebop de Parker, Gillespie, Monk y otros, por ejemplo) puede ser interpretado como una nueva conquista, como la adquisición de una mayor libertad en busca de la libertad absoluta, o al menos igualitaria. Y también como un desafío, por parte de los músicos negros, a la clase dominante blanca, que también dominaba el negocio de la música.

Este paralelismo, y en especial su estrecha vinculación con la lucha más amplia en el campo social y político, alcanzará su clímax en los años sesenta, cuando el free-jazz y el movimiento por los Derechos Civiles queden indisolublemente unidos, como dos caras de un mismo fenómeno.

Siempre atravesado por esas tensiones raciales, el jazz fue también alcanzado por la creciente militancia de la comunidad negra en busca de igualdad real. No todo el jazz se volvió militante y político, por supuesto, pero indiscutiblemente pasó a formar una parte vital de esos movimientos. Fueron muchos los músicos (principalmente negros pero acompañados por músicos blancos también) que catalizaron y abrazaron ese deseo ferviente y ya incontenible de igualdad, adelantándose incluso al surgimiento de las formas más radicales y violentas de lucha social que recién aparecerían unos años después, como el partido de los Black Panthers, o incluso el movimiento más genérico denominado Black Power.












Aparece el free

Ya entre 1958 y 1959 comenzaría a gestarse la última y más fuerte de todas las revoluciones que experimentó el jazz a lo largo de su historia. Quien la encabezó, cambiando la música por completo, quien terminó de derribar los límites de la armonía que ya habían sido puestos en jaque a través del jazz modal, y quien dio el puntapié inicial para lo que luego se llamó free-jazz, fue el saxofonista alto Ornette Coleman, de manera gradual al principio, drástica, radical y decisiva después: no llevó las reglas más lejos, simplemente las dejó a un lado. Para Coleman, tanto la armonía como la técnica eran secundarias; lo que importaba era el sentimiento y la autenticidad de expresión.

Con fuertes reminiscencias de los sonidos más puros del blues, con una potencia rítmica arrolladora, la música de Coleman se concentraba exclusivamente en la melodía, libre de toda armonía preestablecida, de modos y de escalas, incluso de métrica. En sus grupos sin piano todos los intérpretes eran iguales, pues tenían la misma relevancia y funciones: ni la batería quedaba confinada exclusivamente a marcar el ritmo ni el bajo la estructura armónica; todos eran convocados a tocar tan libremente como pudieran, siguiéndose melódicamente los unos a los otros. Sus primeros discos, con los que irrumpió en la escena generando encendidos debates, ya desde el título evidenciaban una toma de posiciones que excedían lo meramente musical: Something Else! (“¡Otra cosa!”), Tomorrow is The Question (“La cuestión es el futuro”), The Shape of Jazz to Come (“La forma del jazz que viene”), Change of the Century (“El cambio del siglo”) y This is Our Music (“Esta es nuestra música”) fueron los antecedentes directos del disco más emblemático de su obra y de su época, Free Jazz: A Collective Improvisation By the Ornette Coleman Double Quartet , grabado para el sello Atlantic en 1960.

El disco original presentaba una sola grabación de casi cuarenta minutos por un cuarteto doble: Ornette Coleman, Don Cherry en corneta, Charlie Haden en contrabajo y Ed Blackwell en batería, por un lado, junto con Eric Dolphy en clarinete bajo, Freddie Hubbard en trompeta, Scott La Faro en contrabajo y Billy Higgins en batería, por el otro.

En resumen, ocho músicos tocando libremente, improvisando, sin otras reglas para seguir que sus convicciones, sus ideas, sus sentimientos y sus afinidades mutuas en ese momento, sin canciones ni acordes ni melodías ni métrica predeterminadas. Para algunos, el disco de Coleman fue el triunfo del caos, y el “asesinato” del jazz. Para muchos otros, la obra culmine del expresionismo abstracto, y la consagración plena de la libertad, el equilibrio perfecto entre la libertad individual y la libertad colectiva: bien entendido, en esencia, el free-jazz presupone que la única guía para lo que toca cada uno es lo que tocan, en ese mismo instante creativo, los demás.

Si bien a nivel masivo el movimiento por los Derechos Civiles fue acompañado por lo que genéricamente podría llamarse “música de protesta” (cuyas fuentes eran las canciones y cantantes folk, pero también la música gospel, los spirituals e incluso el rock, con figuras como Pete Seeger, Bob Dylan, Nina Simone, Joan Baez, y la música soul con su lema “Black is Beautiful”), el jazz, fundamentalmente a partir de las innovaciones introducidas por Coleman –tan íntimamente ligadas a la idea de la improvisación libre, y a través de ella, a la idea misma de libertad–, se colocó rápidamente en la vanguardia cultural de aquellos agitados y, muchas veces, violentos años.
















El núcleo central del free

Ornette Coleman, John Coltrane y su búsquda religiosa y espiritual; Charles Mingus con sus temas cargados de acidez e ironía política; Max Roach y su legendario álbum We Insist!: The Freedom Now Suite ; Albert Ayler, quizá quien más lejos llevó la ruptura inicial de Coleman, y mejor encarnizó la imagen del hombre negro enojado, furioso y combativo del Black Power; Sun Ra y sus intentos por llevar el free-jazz a la big band; Cecil Taylor y sus improvisaciones al piano sin métrica ni armonía, que incluía golpes al teclado con el puño y los codos; Anthony Braxton y sus experimentaciones con la ciencia ficción y la tecnología; el Art Ensemble of Chicago, Archie Shepp, Pharoah Sanders, Eric Dolphy y Albert Murray con sus alaridos frenéticos, entre tantos otros, potenciaron cada uno a su modo el nuevo mundo de sonoridades posibles, con una fuerte carga política, además, que sólo en contadas ocasiones había tenido lugar en el jazz a lo largo de su historia.

Lo que el free jazz desafiaba, en definitiva, no era otra cosa que los estándares establecidos por los cánones estéticos de Occidente: no sólo las reglas que gobernaban la armonía, la melodía y la métrica, sino también aquellas que protegían una supuesta (o debida) “pureza” en el sonido, que definían una clase de arte “elevada” o culta por sobre otra, “baja” y popular, de mero entretenimiento. Emancipándose de Occidente y sus reglas centenarias, los músicos de jazz, y con ellos, los negros, se emancipaban también de la clase blanca dominante y ponían el foco en las raíces negras (africanas) que habían nutrido al jazz desde sus comienzos. El “nuevo sonido” era violento y agresivo, áspero, visceral, difícil de escuchar, de entender y (para muchos) de disfrutar.











Importancia de la música

Aunque el establishment musical (músicos, productores, periodistas) nunca lo terminó de digerir ni de aceptar del todo, hoy, en retrospectiva, puede verse claramente la inmensa importancia y las múltiples consecuencias que aquellas rupturas de avanzada tuvieron en todo el jazz que vino después, incluso en la música contemporánea. La apertura (musical, pero sobre todo, ideológica) que implicó el free jazz abrió el camino para las fusiones del jazz con músicas de todo tipo y procedencia que vinieron pocos años después, como las de Miles Davis con el rock o las del Gato Barbieri (discípulo en Europa de Don Cherry, compañero de andanzas de Coleman) con la música latinoamericana.

Así como en los Estados Unidos el free jazz y sus postulados de libertad y revolución quedaron ligados al reposicionamiento de los negros en la sociedad blanca, en Europa el free jazz fue abrazado por la juventud de posguerra, todavía azorada por las monstruosidades perpetradas por el nazismo. En Alemania, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, y luego en Francia, Italia e Inglaterra, e incluso en los países que quedaron tras la “cortina de hierro”, ese mismo espíritu de libertad (en el que la improvisación libre deja a un lado a la composición) fue adoptado y llevado hacia nuevos territorios, en algunos casos incluso tan alejados de toda referencia al jazz que el rótulo de free-jazz fue desplazado por el de “nueva música improvisada”.











La proyección europea

El free jazz se proyectó en Europa a través de tantas formas y tantos músicos que sería imposible describirlas y mencionarlos a todos aquí: Peter Brötzmann, Evan Parker, Misha Mengelberg, Hank Bennink, Joachim Kühn, Jan Garbarek, Albert Mangelsdorf, Willem Breuker, Tomasz Stanko el Free Jazz Workshop de Lyon, la Globe Unity Orchestra y algunos de los músicos agrupados en el sello alemán ECM, posiblemente sean algunos de los nombres más conocidos de un movimiento y una filosofía que sigue produciendo música profunda y estimulante hasta el día de hoy, así como en los Estados Unidos John Zorn, Andrew Cyrile, Dave Douglas, Oliver Lake, Tim Berne, Muhal Richard Abrams, Ken Vandermark, y muchos otros, continúan explorando el legado y las posibilidades del free jazz.

En definitiva, tanto el free jazz como el movimiento por los Derechos Civiles fueron, a la vez que punto de llegada de procesos anteriores, punto de partida para luchas (y derrotas), cambios y revoluciones que vendrían después. Nada del jazz de la segunda mitad de los años sesenta en adelante habría tenido lugar sin la apertura que implicó el free jazz, ni, mucho menos, sería posible que un negro afroamericano fuera hoy presidente de los Estados Unidos de Norteamérica sin aquellas luchas sociales que se desataron en los años cincuenta.

Jazz europeo: repaso y breve recorrida

Con rasgos distintivos propios, el jazz que se hace del otro lado del Atlántico posee una rica historia, abonada por grandes compositores e intérpretes, cuyo raro mérito --además de la calidad-- es una neta diferenciación respecto del jazz de los Estados Unidos.

POR GUILLERMO BAZZOLA


Cuando se habla de “jazz europeo” se tiende más a entender esto no tanto como una mera reproducción del jazz del momento a cargo de músicos europeos, sino, más bien, a la generación de un repertorio y un estilo propios.

En Europa, y especialmente en París, su capital cultural durante el siglo XIX y buena parte del XX, siempre hubo una buena recepción hacia “lo exótico”. En lo referente a la música afroamericana, ya Debussy había compuesto piezas basadas en ella y a finales de la Primera Guerra Mundial, los europeos en general (y los franceses en particular) conocieron esta música de primera mano, a través de las actuaciones de la banda de James Reese Europe, y luego por grandes estrellas como Josephine Baker.

En 1917 se produjo la primera grabación de un grupo de jazz: “Livery Stable Blues”, de la Original Dixieland Jass Band (con “ss” al principio, luego “Jazz”. Los discos, y luego las transmisiones radiofónicas a partir de 1920 contribuyeron a popularizar el jazz en todo el continente. Surgieron grupos que emulaban a los norteamericanos y admiradores de esta música. Dos de ellos, Charles Delaunay y Hugues Panassié fundaron en París el Hot Club de France, de donde salió el Quinteto liderado por Django Reinhardt y Stéphane Grappelli, que además de su extraordinaria calidad, tuvo el mérito de ser el primer grupo europeo con identidad propia, surgida tanto de la música negra como de la gitana, la etnia de Reinhardt.

Los nazis habían incluido al jazz dentro de la amplia categoría de la música degenerada. Reinhardt, por su doble condición de jazzman y gitano, no tenía frente a sí un buen panorama en la Francia ocupada. Sin embargo, su gran popularidad, podría decirse, le salvó la vida. Entre sus fans había no pocos ocupantes.
















El impacto del bebop

Como todo lo malo en esta vida, la guerra terminó. Mientras, en los Estados Unidos surgía el bebop de Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell y Thelonious Monk. En los años siguientes proliferaron los clubes en diversas ciudades europeas. Artistas norteamericanos comenzaron a hacer giras por Europa, en muchos casos compartiendo escena con locales, cada vez de mejor nivel, sobre todo en la década de 1950. En Francia se destacaron los pianistas René Urtreger y Martial Solal, el contrabajista Pierre Michelot, el saxofonista Barney Wilen, los belgas Bobby Jaspar (saxos, flautas) y René Thomas (guitarra) y el joven baterista suizo Daniel Humair. En 1947, Delaunay fundó la discográfica Vogue, lo que ayudó a la producción local. En Suecia aparecieron jóvenes músicos de gran nivel: el saxofonista barítono Lars Gullin, el saxo alto Arne Domnerus, el pianista Bengt Hallberg, el trombonista Åke Persson y el trompetista Rolf Ericson, que vivió en Estados Unidos adonde trabajó y grabó con Charles Mingus y Duke Ellington, entre otros.

Muchos músicos estadounidenses se fueron a vivir a Europa, que ofrecía mejores condiciones. Más trabajo y mejor pagado, un público más atento y respetuoso, y una legislación más tolerante en temas de sustancias prohibidas contribuyeron a que Dexter Gordon, Red Mitchell, Bud Powell, Ben Webster y Don Byas, entre otros, por las razones que fueran, se establecieran en el Viejo Continente.

El cine tomó nota de esta situación. Los iniciadores de la Nouvelle Vague usaron el jazz para ambientar sus historias, y así Ascenseur Pour l’Echafaud (Louis Malle, 1958) transcurría con Miles Davis de fondo, y Au Bout de Souffle , la opera prima de Jean-Luc Godard (1960), ofrece una magnífica banda de sonido a cargo de Martial Solal. Grandes películas italianas como I soliti ignoti (Mario Monicelli, 1958), La Notte (Michelangelo Antonioni, 1961) e Il Sorpasso (Dino Risi, 1962) usaron música de jazzmen locales: Piero Umiliani, Giorgio Gaslini y Riz Ortolani, respectivamente. En Polonia, el joven Roman Polanski, ambientaba su primer largometraje Nóz w wodzie ( Cuchillo bajo el agua , 1962) con música de Krzysztof Komeda. No era de extrañar. En plena Guerra Fría, el jazz también se escuchaba detrás de la Cortina de Hierro, principalmente a través de los programas que desde 1954 conducía Willis Conover para “The Voice of America”, la emisora de radio manejada por el Departamento de Estado.

Fue a partir de los años 60 cuando se empezó a perfilar una música con identidad propia. Hasta entonces lo que había era fundamentalmente músicos estadounidenses interactuando con europeos, pero siempre la música estaba basada en el jazz americano, más tradicional o más moderno. A la par que el jazz se iba abriendo a otras corrientes en Estados Unidos, lo propio ocurría en Europa. El free jazz y posteriormente el jazz-rock , ideas que traen en sí el germen de la heterodoxia, cultivaron gran cantidad de adeptos en Europa.

Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que la escena más dinámica del jazz europeo fue la inglesa. Bandas como la de Johnny Dankworth dominaban el panorama y desde la década del 50 comenzaron a llegar músicos de otros países, atraídos por la buena situación laboral. Destacan el trompetista y compositor canadiense Kenny Wheeler y el saxofonista jamaiquino Joe Harriott, que casi contemporáneamente a Ornette Coleman, comenzó a explorar la improvisación libre. Otros grandes músicos ingleses como los pianistas Victor Feldman y George Shearing ya se habían destacado anteriormente. Surgían otros, como los saxofonistas Pete King, Ronnie Scott y Tubby Hayes. En el mundo de la improvisación libre destaca el guitarrista Derek Bailey, de Sheffield, que en 1963 formó junto al bajista Gavin Bryars y el baterista Tony Oxley el grupo Joseph Holbrooke, y en 1966, el Spontaneous Music Ensemble (SME), que en sus diversas formaciones contó con la presencia de Kenny Wheeler, Evan Parker, Paul Rutherford y Tony Oxley entre otros. En 1968 formó Company, un grupo variable en cuanto a la identidad y cantidad de sus miembros, dedicado a la música improvisada.

Algunos músicos cercanos al free, como Kenny Wheeler, John Surman, Tony Oxley, John McLaughlin o Dave Holland (estos dos últimos emigraron a los Estados Unidos para unirse al grupo de Miles Davis), también tocaron en contextos mainstream o de jazz-rock. Otro contingente importante fue el de los refugiados sudafricanos: el baterista Louis Moholo, el contrabajista Johnny Dyani, el trompetista Mongezi Feza y el saxofonista Dudu Pukwana, todos ellos miembros de The Blue Notes, grupo dirigido por el pianista Chris McGregor, blanco pero opositor al apartheid, que prohibía los grupos interraciales y por tanto, perseguido.

En Alemania (en especial en Berlín), se generó un potente movimiento free. En 1966 el pianista Alexander Von Schlippenbach fundó la Globe Unity Orchestra con la participación de otros músicos importantes de la avant garde local, como el trompetista Manfred Schoof, los saxofonistas Peter Brotzmann, Gerd Dudek y el holandés Willem Breuker y el bajista Buschi Niebergall. En años siguientes se integraron músicos de diversas nacionalidades, como los ingleses Paul Lytton, Paul Rutherford y Evan Parker, el canadiense Kenny Wheeler, el japonés Toshinori Kondo y el italiano Enrico Rava, además de los alemanes Gunter Hampel, Albert Mangelsdorff y Peter Kowald .

También Holanda. Allí, Breuker fundó en 1967 el Instant Composers Pool (ICP), junto con el pianista Misha Mengelberg y el percusionista Han Bennink. Luego, en 1974, el Willem Breuker’s Kollektief, un grupo que combinaba free jazz con elementos teatrales.

En Escandinavia la influencia del free fue también fuerte. Noruega aportó músicos importantes, empezando por el saxofonista Jan Garbarek, el guitarrista Terje Rypdal, pionero en la fusión con el rock, la cantante Karin Krog, el contrabajista Arild Andersen y el baterista Jon Christensen. En Suecia aparecieron el pianista Bobo Stenson y el contrabajista Palle Danielsson. Junto con el trompetista danés Palle Mikkelborg y el baterista y compositor finlandés Edward Vesala conformaron un grupo de músicos con gran personalidad.

El caso de Francia es curioso. Si bien no hay tantos franceses entre los pioneros de esta nueva música (quizá con la excepción del multiinstrumentista Michel Portal), París siguió siendo una meca del jazz. En 1965, Don Cherry formó ahí su célebre quinteto europeo con Gato Barbieri, el alemán Karl Berger en vibráfono, el bajista francés J.F.Jenny-Clark y el italiano Aldo Romano en batería. En 1969 los miembros del Art Ensemble of Chicago, Leroy Jenkins, Anthony Braxton y Leo Smith, se mudaron a París y permanecieron por un tiempo. Barre Philips y Steve Lacy, llegados para esa época, se quedaron en Francia por muchos años. En años posteriores destacarían el clarinetista Louis Sclavis, el guitarrista Marc Ducret y una estrella internacional: Michel Petrucciani.

Italia fue de los primeros países en adscribir al jazz. En la década de 1960 surgieron músicos importantes como el trompetista Enrico Rava, el baterista Aldo Romano, el pianista Franco D’Andrea y el saxofonista Claudio Fasoli, estos dos últimos integrantes del grupo de jazz-rock Perigeo.

Suiza, entretanto, fue la tierra de la pianista Irene Schweizer, el baterista Pierre Favre y el pianista y arreglador George Gruntz, célebre por sus big bands multiestelares.

Austria tuvo al saxofonista Hans Koller (1921-2003), que empezó tocando swing en los 40 y fue interesándose por estilos más modernos, llegando a incursionar en el terreno del free. Josef “Joe” Zawinul emigró en 1959 a los Estados Unidos, adonde tocó con Cannonball Adderley y luego participó en la génesis del electric jazz con Miles Davis y con su grupo Weather Report.

Los países del Este siempre tuvieron músicos con excelente preparación. En Hungría destacaron los guitarristas Attila Zoller y Gabor Szabo. Zoller emigró a Austria en 1948 y Szabo se fue a los Estados Unidos en 1956 y fue parte de los grupos de Chico Hamilton y Charles Lloyd. Composiciones suyas como “Gipsy Queen” y “Breezin’” fueron grabadas por Santana y George Benson respectivamente.

El pianista y compositor polaco Krzysztof Komeda fue muy influyente. Algunos de sus acompañantes, como el trompetista Tomasz Stanko y el saxofonista Zbigniew Namysowski tuvieron carreras destacadas, al igual que los violinistas Michal Urbaniak y el extraordinario Zbigniew Seifert, muerto en 1979 con apenas 32 años. Checoslovaquia produjo varios músicos de relevancia internacional: los contrabajistas Miroslav Vitous y Jiri (luego George) Mraz y el pianista y tecladista Jan Hammer, todos en Estados Unidos desde fines de los 60.

De Alemania Oriental salieron el pianista Joachim Kühn, el clarinetista Ernst-Ludwig Petrowsky y el baterista Günter “Baby” Sommer, y en Lituania (todavía parte de la URSS) apareció el Ganelin Trio.

España sufrió durante años el oscurantismo franquista, pero puede exhibir dos hechos importantes: por un lado, el catalán Tete Montoliu fue uno de los pianistas más importantes de Europa, habitual acompañante de Dexter Gordon, Chet Baker, Kenny Dorham y Roland Kirk. Por el otro, en 1967 el saxofonista Pedro Iturralde grabó el álbum Jazz Flamenco , en el que no solo dio a conocer al joven Paco De Lucía, sino que se transformó en uno de los pioneros de una corriente muy en boga en años posteriores: la de la fusión del jazz con las músicas nacionales.

En 1969 el cellista y productor alemán Manfred Eicher creó los sellos ECM (Editions of Contemporary Music) y Japo, y formó un catálogo que incluía a muchos de los aquí nombrados (Wheeler, Surman, Holland, la Globe Unity, Rava, Garbarek, Rypdal, Stenson, Andersen, Vesala, Bailey) y a norteamericanos como Keith Jarrett, Chick Corea, John Abercrombie, Paul Motian, Gary Burton, Pat Metheny, Paul Bley, Mal Waldron y Marion Brown. Con un revolucionario concepto gráfico y de sonido, ECM fue en buena medida un espejo en el que se reflejó esta nueva música. Sellos independientes como Incus y Ogun en Inglaterra, FMP en Alemania o ICP en Holanda, creados y administrados en muchos casos por músicos, sirvieron para documentar la música de ese momento y lugar.

El jazz italiano y su buena salud
PAOLO FRESU. Trompetista italiano.

Creo que el suceso de este género relegado por decenas de años a los márgenes de la programación de los grandes teatros, lejos de los reflectores, de los palimpsestos radiotelevisivos y poco considerado por el papel escrito, deriva del hecho de que el jazz es por antonomasia la verdadera música contemporánea del siglo XX en tanto, más que las otras, ha encarnado el extraordinario recorrido del siglo apenas finalizado. Después de haber navegado por los océanos se ha radicado en los cinco continentes intentado metabolizar y traducir en un nuevo lenguaje los estímulos sugeridos por las culturas locales y por lo tanto, en cuanto música actual, no puede no dar cuenta de lo que acontece alrededor: es una lengua que se aprende con las mismas técnicas de aprendizaje de los idiomas hablados, y es a través de los sonidos, las melodías y los ritmos cadenciosos que se aprende a comunicar.

Por esta razón, el jazz italiano es variado y creativo, en tanto y en cuanto son varias y creativas las lenguas y los dialectos que se hablan de Norte a Sur, en los bastiones lingüísticos de las áreas ladinas, las griegas en Calabria, hasta las tunecinas de la pequeña isla de San Antíoco, en Cerdeña, donde se habla aún el tabakino arcaico y se come el cous-cous. Y en esto, a mi entender, el jazz italiano se diferencia del resto de Europa y del mundo. Es un jazz, el nuestro, que vive las contradicciones de una tierra asimismo contradictoria, donde no sólo se hablan decenas de lenguas y centenares de dialectos distintos, sino que además, hoy, la centralidad cultural está finalmente descentrada y descentralizada y donde es fácil encontrar músicos fantásticos, a menudo muy jóvenes e increíblemente preparados, en los centros más pequeños y más lejanos de las grandes metrópolis.

Y si Italia celebra en este 2011 sus 150 años de vida y de unidad, nunca se ha asistido, quizá, a un momento tan complejo y de difícil comunicación en la diversidad.

Si esto en política puede ser (y vistos los resultados, “es”) un obstáculo, en arte devine un extraordinario instrumento de riqueza y de creatividad capaz de relatar esa diversidad que deviene patrimonio, historia y cultura.

He aquí por qué el jazz italiano es hoy rico y está caleidoscópicamente articulado. Porque allí se encuentran y allí se mezclan generaciones diversas que han visto historias diferentes, pero que están profundamente ligadas al credo de una música amada y respirada a su modo y más allá de todas las geografías.

Son historias que migran al mundo y regresan con otras raíces de otros continentes al propio pueblito trazando rutas que fueron recorridas en los inicios del siglo recién finalizado que ha dado vida al jazz y que ha prometido esperanzas a los hombres.