Una dama le preguntó a Thomas “Fats” Waller, personaje muy popular durante los años treinta: “Señor Waller, ¿qué es el jazz?” Y Fats: “Señora, si aún no lo ha entendido mejor que lo deje”. Waller era un pianista de jazz cuando lo dejaban y un entertainer la mayoría de las veces. Esta doble adscripción no era rara, sobre todo si se quería sobrevivir. El caso de Louis Armstrong es el más notorio: enloquecía al público con sus muecas y guiños, creativos y originales, pero siempre se le escapaban retazos del gran artista que se expresaba con sonidos. El fue quien hizo que el jazz se transformara de una variedad folklórica a una forma sofisticada de arte. No pocos ponen fecha a ese momento: 28 de junio de 1928, la grabación de “West End Blues”, aunque es injusto negar ese nacimiento a una pulsión colectiva y quizás hacerlo con los precedentes, los llamados pioneros, los que cimentaron el asunto, acaso sin saber que estaban dando lugar a una estirpe. Ese día Armstrong se salió de los cauces de la literalidad e improvisó con total libertad y hondura, es decir, creó otro mundo. Pero también propagó la idea de que eso podía hacerse. Claro, no estaba solo, su background fue el pianista Earl Hines, que ya había inaugurado otra forma de volcarse sobre las teclas. Durante toda su vida, Hines (que murió en 1983) le quitó importancia a su participación y hasta que fue redescubierto por Louis a finales de los años cuarenta, se consideraba sólo un animador, un director de orquesta de entretenimiento, y había algún tipo de cinismo en esa modestia pública.
Los años veinte fueron cardinales para el jazz. Además del surgimiento de grandes solistas había “pensadores”, que volcaban en arte sus reflexiones en forma de arreglos orquestales y combinaciones de instrumentos. Duke Ellington ya cimentaba su prestigio con su primera orquesta; Don Redman y Benny Carter inventaban el formato big band, una multiplicación pautada del estilo polifónico del jazz original de Nueva Orleans y Chicago; Fletcher Henderson y Count Basie daban los primeros pasos hacia lo que se convertiría, en los años treinta, en la Era del Swing. Pero también fueron los años en que los músicos blancos perdieron la timidez frente a la potencia originaria de los negros: también ellos podían hacerlo, y lo hicieron en modo magistral, como Bix Beiderbecke, Bud Freeman, Jack Teagarden y Pee Wee Russell. En público, no podían mostrarse conjugados con los músicos negros; en privado, lo hacían todo el tiempo. Sólo a finales de los treinta Benny Goodman y Artie Shaw se animaron a incorporar músicos negros en sus orquestas, no con poco escándalo: Teddy Wilson y Lionel Hampton con Goodman, Billie Holiday y Roy Eldridge con Artie Shaw. Los primeros pasos de la “integración” se dieron en el ámbito del jazz.
La era del swing y los solistas
A principios de los años treinta comenzaron a surgir los grandes solistas sobre la estela trazada por Armstrong, y eso también dio paso a una evolución de la música, una flexibilización que partió del ritmo y se expandió sobre la totalidad. Apoyados en muy buenas orquestaciones. La crisis de 1929 no afectó esta evolución (quizá la acelerara) y los músicos no dejaron de tener trabajo.
Pero, ¿qué era el jazz? Para la gente, blancos y negros aunque de diferente manera, era un modo de divertirse, el baile. Y eso se propagó por todo el mundo. Para los músicos, un modo de ganarse la vida y, poco a poco, de expresarse como artistas. Poco a poco porque desde la Gran Cultura se los miraba no sin desdén.
Duke Ellington, probablemente el jazzman más completo y profundo de la historia de esta música, dirigía una orquesta con la que la gente movía los pies; mientras tanto él componía, creaba sistemas sonoros a partir de sus solistas, y daba pie a la renovación.
Después de Armstrong era difícil completar el ciclo solista, pero el entorno empujó al surgimiento de nuevas grandes individualidades. El primero en decir aquí estoy yo fue el saxofonista tenor Coleman Hawkins, cuyas ideas propagaron la fuerza de la creación individual. Su “reinado” duró toda la década de los treinta y principios de la de los cuarenta. Pero no estaba solo: pianistas y trompetistas se sumaron a la aventura y otro saxofonista tenor, Lester Young, inventó una nueva forma de tocar el mismo instrumento. Quizá en la antinomia de los estilos de Hawkins y Young, se basa la evolución posterior de la expresión individual en jazz; no deriva de uno u otro, sino de caminos paralelos que se miran.
A mediados de los años treinta, durante el New Deal de Roosevelt, Hawkins emigró a Europa y allí fue una fuente de conocimiento y experiencia para los músicos locales, sobre todo en Francia, Inglaterra y Holanda. Pero había uno que porfiaba en no aprender nada de nadie, el guitarrista manouche Django Reinhardt, un genio surgido de los carromatos, aficionado al juego, la pesca y el billar, el más formidable guitarrista de jazz hasta los años cincuenta. Hawkins se quedó boquiabierto, Ellington lo quiso consigo y el ocupante alemán le perdonó la vida y lo dejó trabajar aunque era gitano: se dice que Ernst Jünger tuvo algo que ver en el asunto.
La expatriación hizo que Hawkins perdiera el tren de lo que se cocinaba en las ciudades de su país, y no sólo el de los sonidos de Lester Young. En esos años explotaron las big bands, y la Era del Swing dio lugar al primer fenómeno de masas en lo musical. El público enloquecía por Goodman, símbolo y epicentro del milagro. Las grandes orquestas viajaban en autobuses por todo el país y no era raro que la de Chick Webb se cruzara con la de Jimmy Lunceford, o la de Basie con la de Ellington, aunque no pocos historiadores sospechan que Count y Duke evitaban encontrarse. Lo harían en el futuro en una fantástica grabación conjunta treinta años más tarde, pero sobre todo confluirían como ejes del jazz. Ellington aportaba las ideas orquestales y algunos solistas notables, como Johnny Hodges, Cootie Williams y Ben Webster. Basie creaba una base rítmica que no ha tenido parangón en la historia del jazz, aérea, suave y con una fuerza de arrastre imparable. Entre los solistas de Basie destacó Young, probablemente más que ninguna otra individualidad del jazz en ese período. Lo acusaban de hereje. El crítico francés Hugues Panassié dijo que el sonido de Lester era “una bocina de taxi”; claro, el parámetro era Hawkins, expresividad profunda y vibrato. Lester era relajado, cool , como se diría al cabo de unos años.
Lester Young fue la otra cara de Billie Holiday, quien sería la voz femenina del jazz. Durante la década del treinta, Billie cantó en pequeños grupos con grandes solistas, casi siempre allí estaba Lester Young, también Teddy Wilson, pianista de Goodman. Los mejores solistas pensaban que Billie era un instrumento que ponía palabras. En el género masculino sólo había dos cantantes con su grandeza, Louis Armstrong y Jack Teagarden. Louis lo había inventado todo, Jack, trombonista excepcional, era en la voz una especie de Lester Young.
Todas esas interrelaciones no son caprichosas: arte en movimiento, donde cada jazzman necesitaba de los otros, todos aprendían de todos y hasta enseñaban a quienes habían sido sus maestros. Si en los años veinte los sonidos se propagaban desde la trompeta, los treinta fueron los del saxo tenor, como hemos visto. Pero también los del piano, que de la mano de Jelly Roll Morton, Earl Hines, James P. Johnson y Willie The Lion Smith, había levantado vuelo. Los treinta fueron los años de Fats Waller y Art Tatum, pero también de Wilson y sus seguidores, como el maravilloso Jess Stacy. Stacy era el marido de Lee Wiley, contraparte blanca de Billie Holiday.
Tatum, pianista ciego y torrencial, impulsó a pianistas y otros instrumentistas a que adoptaron una exigencia máxima en sus habilidades: una gran técnica sería la base de una expresión no limitada por deficiencias. Esto llevó a exageraciones y exhibicionismo (como en el trompetista Charlie Shavers, el pianista Mel Powell o el baterista Gene Krupa), pero fue un paso importante en la asunción del jazzman de su condición de artista.
El cambio fundamental
Y llegó la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando los Estados Unidos entraron, el gran cambio ya había comenzado a producirse. Cuatro instrumentistas, Young, el trompetista Roy Eldridge, el contrabajista Jimmy Blanton y el guitarrista Charlie Christian venían anticipándolo desde el espacio de la música swing. ¿Qué hicieron, qué los mancomuna? Emanciparon sus respectivos instrumentos, crearon nuevos parámetros rítmicos, nuevos acordes y lograron un sonido que se despegaba de lo precedente. De ellos, sólo Christian, que integraba el sexteto de Benny Goodman, participó directamente en la génesis de lo que terminaría por llamarse bebop; murió muy joven y no pudo seguir. No hubo grabaciones profesionales de aquello que fue definido como una revolución musical, pero que también fue cultural. Durante los años del conflicto, los estudios cerraron sus puertas (huelgas, economía de guerra), y cuando terminó, el cambio ya se había producido.
La transformación fue musical porque se abandonaron los parámetros del swing y se siguió la vía de la experimentación, tanto armónica como melódica y rítmica. La batería ya no martillaba sobre el bombo, sino que volaba sobre el gran plato; el piano sólo insinuaba los acordes con la mano izquierda y elaboraba figuras con la derecha; los instrumentos melódicos modelaban representaciones no oídas hasta entonces, difíciles de retener y tararear. Con el bebop el jazz dejaba de ser música de baile y entretenimiento, y se transformaba en música a secas. Pero también fue social porque el jazz dejó de ser masivo y porque los universitarios y las clases medias se aproximaron a él. Los Estados Unidos no sólo habían generado la única forma de arte propia y auténtica, sino que, como tal, ésta estaba sujeta a evoluciones y, como reacción, a involuciones.
Muchos solistas de la vieja escuela lo admitieron con entusiasmo, aunque les fue difícil adherir: Eldridge, Young, Hawkins y Nat Cole (eximio pianista antes que cantante) iban a escuchar a sus colegas jóvenes y aceptaban las invitaciones a sumarse en tórridas jam sessions . Otros, como Armstrong, se sintieron ofendidos. Ellington lo miró con simpatía, consciente de que toda experimentación antes o después pasaría por una revisión de su música. Y Count Basie, sin alterar lo que había creado, que era perfecto y daba cabida a una gama amplia de solistas, incorporó poco a poco a algunos boppers en su orquesta.
Un movimiento revival surgió en San Francisco y se expandió por el mundo, sobre todo Inglaterra, Francia y Argentina, con la formación de orquestas de estilo Nueva Orleans y Chicago, saltándose no sólo el bebop, sino toda la década de los treinta. Algo simpático y meritorio, pero sólo episódico. La verdad, si es que la había, tenía su epicentro en el bebop, como está visto en sus sucesivas derivaciones. Y el bebop tenía nombres propios en primera fila: Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Thelonious Monk. Entre ellos se cocinaba la gran creatividad de esta música.
Fusión de culturas
A esta altura, aunque desde el paraíso Fats Waller nos confunda con aquella señora, vale la pena preguntarse qué es el jazz. Podríamos acordar que es epítome de un formidable mestizaje cultural entre dominados y dominadores, por encima de la fractura y la tragedia. Fats podría haberlo formulado así: “es simple, el ritmo de Africa, la melodía de Europa, la armonía de sí misma, los instrumentos que había a mano cuando se inventó”. A propósito de invento, Jelly Roll Morton, pionero, dijo que el originador había sido él, estaba escrito en su tarjeta de visita. Morton murió en un manicomio. ¿Dónde se produjo ese mestizaje? Se simplifica aduciendo que en Nueva Orleans, pero está probado que creció allí donde hubiera esclavos, bandas militares y lupanares, y en el sur de Estados Unidos la desdichada ciudad del Katrina, hoy abandonada de la mano de Dios por una camarilla calculadora, no era la única en sumar esos elementos.
La “revolución” del bebop, fue otra fusión de culturas. En este caso la del jazz mismo, ya sólido, e innovaciones provenientes de la música académica. Era algo que Duke Ellington venía haciendo por su cuenta y riesgo, con un oído puesto en Debussy, Ravel y Delius. La armonía contemporánea sirvió para los acordes. No debe creerse que el jazz se desnaturalizó, todo lo contrario, esta actualización se basaba en las raíces, de las que la más poderosa eran la armonía y el espíritu del blues. Charlie Parker tocaba blues y cuando acometía con un tema del Tin Pan Alley (vale decir, del repertorio compuesto para las comedias musicales de Broadway), le daba ese carácter.
Parker y compañía hicieron una revolución sin combatir porque la batalla estaba ganada de antemano. El único “disidente” dentro de la norma bebop era Thelonious Monk, que nunca se atuvo a los inevitables clichés e invadió el jazz con su espíritu innovador. Hoy, setenta años más tarde, se estudia y se trata de descifrar su obra de compositor y pianista. Monk es el nexo que une a Charlie Parker con todo el jazz contemporáneo.
Pero el bebop era demasiado tórrido y los nuevos adeptos necesitaban un poco de calma, por favor; un estilo más tranquilo y reflexivo. Y allí estuvo Lennie Tristano para aportarlo. Con él nacía lo que se dio en llamar cool. Pero Tristano, pianista ciego de Chicago, la “ciudad sombría” del Augie March de Saul Bellow, no estuvo solo. Un joven Miles Davis y un orquestador de gran talento, Gil Evans, pusieron lo suyo en Birth of the Cool , doce temas grabados en noneto con toda la ligereza y la cualidad etérea que pedía una parte de la audiencia. No obstante, en el jazz nada es unidireccional: Davis, John Lewis y J.J. Johnson, participantes en las grabaciones, eran boppers , y volvieron a serlo hasta encontrar nuevos caminos unos años más tarde.
Inexorablemente, el jazz perdía adeptos entre los bailarines (tantas veces invocados por Boris Vian, que soñaba con chicas voladoras, o como Piet Mondrian, el pintor que se pasó los últimos cuatro años de su vida bailando con desenfreno el boogie-woogie, una forma derivada del blues), que buscaban otras sendas para sus pies. Primero fue el público negro, que se volcó en el rhythm and blues; después, el blanco, de cabeza en el rock and roll, su derivación simplificada. La era del swing había sido aniquilada por los jazzmen que querían ser escuchados, y la masa pública volcó su fervor en esos nuevos ritmos.
Un hábil empresario, Norman Granz, tuvo la idea de reunir músicos de la era del swing, con boppers y en general de tendencia moderna. Su invento, “Jazz at the Philharmonic”, una sucesión de conciertos y grabaciones, tuvo éxito inmediato. Casi se podía hablar de un nuevo estilo, el de la conciliación: Lester Young, Oscar Peterson, Charlie Parker, Roy Eldridge, Ella Fitzgerald, Stan Getz, Billie Holiday, compartieron escenario y todo parecía natural y espontáneo. Y lo era. Granz vino a demostrar que los estilos eran convenciones, que el espíritu de esta música era único. Pero los estilos existían, aunque se superpusieran y convivieran. Y unos derivaron de otros y aun se cruzaron con otros.
Del cool de Tristano (más Lee Konitz, Warne Marsh y Billy Bauer) derivó todo el jazz tocado por blancos en la década de los cincuenta, principalmente en California, aunque también había algunos negros. Del fundamento cool derivó la excelencia en la ejecución, la perfección en los arreglos y una actitud festiva a la vez que relajada.
El resumen de ese estilo puede encontrarse en el cuarteto de Gerry Mulligan con Chet Baker, los varios grupos de Shorty Rogers y, sobre todo, el cuarteto de Dave Brubeck. Ellos decían que el West Coast Jazz no existía como algo diferenciado, hablaban simplemente de jazz. El cuarteto de Brubeck, a partir del éxito en los campus universitarios, se convirtió en un fenómeno nacional y mundial. Destacaba en esa música la diáfana voz instrumental del saxofonista Paul Desmond (sonido con atmósfera tristaniana y una “idea” proveniente de Lester Young).
Un grupito de músicos negros, The Modern Jazz Quartet, organizado por el pianista John Lewis y el vibrafonista Milt Jackson, sirvió también a la popularización del jazz como una música para ser escuchada. Ese cuarteto se mantuvo activo durante medio siglo.
Aunque las típicas orquestas de la era del swing, las big bands, habían casi desaparecido, ese formato persistió como una forma de ofrecer sonidos novedosos. Stan Kenton y Woody Herman fueron los encargados del negocio. La de Herman era una orquesta bebop actualizada, con un grupo de arregladores y solistas de primer orden. De la de Kenton podríamos decir lo mismo, salvo por el estilo: el director pretendía hacer una suerte de “música progresista”, que solía ser rimbombante, pero dejaba lugar a voces individuales como las de Lee Konitz, Carl Fontana, Sam Noto, Maynard Ferguson o la percusión excelsa de Shelly Manne. Muchos solistas tocaron en ambas orquestas y en la de Herman destacaron saxofonistas de un estilo que alguien se atrevió a definir como Neo Lester (que de Neo no tenía nada, era Lester clavado), como Bill Perkins, Richie Kamuca y un muy joven Stan Getz, un príncipe azul del jazz.
Gillespie siguió con sus big bands, alternándolas a la de diferentes quintetos, y manteniendo viva la llama de bebop, un estilo que se permitió el canto del cisne, con fecha y hora: 15/5/1953, 9 de la noche, Massey Hall, Toronto, Canadá. Parker, Gillespie, Bud Powell, Max Roach y Charles Mingus en escena. Escuchar y juzgar, es una experiencia única, arrolladora.
Costa Este
Hablamos de California, pero, ¿qué ocurría al otro lado de los Estados Unidos? Lo que pasaba en Nueva York trató de ser vendido como una reacción a la música de California, como Art Blakey contra Shorty Rogers, u Horace Silver contra Dave Brubeck. La operación publicitaria falló y el jazz evolucionó más o menos por separado. En la Costa Este estaba naciendo lo que se dio en llamar hardbop, una actualización descarnada del bebop, con todas las esencias de la negritud. Música intensa y abierta la que crearon Silver y Blakey, pero también Clifford Brown y Max Roach en California, y los hermanos Adderley, procedentes de Florida.
El hardbop dominó la década de los cincuenta y fue su ámbito natural el sello discográfico Blue Note. Con la aparición del álbum (LP), el jazz amplió su incidencia como cultura a los ámbitos del diseño gráfico y las fotografías (carátula) y la excelencia de los textos de la contraportada. La suma de estos elemento a la música dio lugar a la cultura del jazz moderno. Y el hardbop se estableció como línea principal ( mainstream ) del jazz, con variantes hasta nuestros días.
El hardbop era un estilo de solistas y, entre ellos, destacaron el magno saxofonista Sonny Rollins, el trompetista Clifford Brown, los bateristas Max Roach y Art Blakey y el pianista Horace Silver, pero el talento proliferó y se multiplicó en ramas y estilos individuales entrecruzados. Cada uno de ellos generó una descendencia, un linaje que amplió esfera y consecuencias. Pero… por ahí andaba Miles Davis. Y con él se estableció otra línea dentro del hardbop que confluiría en la improvisación modal. No era un estilo, sino un camino, un modo de interpretar no ya sobre acordes convencionales, sino sobre escalas. La expresión se volvió profunda, reflexiva, a veces dramática. Davis y Gil Evans (el compositor que había gestionado Birth of the Cool) fueron los innovadores, y el trompetista el primero en llevarlo a cabo con una obra: Kind of Blue , aún el disco más vendido de la historia del jazz. En esa sesión participaron John Coltrane y Bill Evans; ambos desarrollarían su música a partir de lo modal.
Davis y Gil Evans son autores de una excelsa obra grabada. Pocos discos, un verdadero tractatus en materia de sonido jazzístico. Coltrane produjo una explosión. Bill Evans derivó en una implosión. En 1960, los tres eran las personalidades dominantes del jazz. La evolución de Davis fue de un gran dinamismo; su quinteto de los años 60, extrajo todo lo que estaba latente en el jazz moderno. Coltrane se expandió hacia zonas abstractas (él no habría aceptado el término). Evans reconsideró la función del piano y al frente de su trío reinventó el formato. Las tres aportaciones fueron fértiles y produjeron algo más que descendencia, refundaron el jazz como forma de arte.
Pero, todo arte tiende a su disolución. Y en el caso del jazz fue casi de golpe. Charles Mingus había empezado a romper moldes y la paciencia de quienes trataban de entender su carácter. Eric Dolphy, socio circunstancial de Coltrane, desarmaba a Charlie Parker. Sun Ra lo hacía desde un formato ellingtoniano. Pero fue Ornette Coleman quien se animó a gritarlo: ¡Free Jazz! Es difícil imaginarlo, porque el jazz ya era “libre”; un disco (precisamente Free Jazz ) nos ayuda a verlo: la armonía había roto cadenas, la melodía buscaba formas no armoniosas, el ritmo se liberaba del metrónomo. ¡Un desastre!, se dijo. El pianista Cecil Taylor se ocupó de dar forma extrema a la disolución, un contrasentido de fertilidad apabullante.
Con el free, el jazz dejó de ser un negocio y muchos músicos perdieron el trabajo. Otros, fueron en pos de la “novedad”, es decir, se acercaron a la masa mediante operaciones de fusión con la música popular, sobre todo el rock and roll. Y funcionó. Herbie Hancock, Chick Corea, Wayne Shorter y Joseph Zawinul (un ideólogo del negocio), hicieron que un público juvenil se arrimara a unos sonidos que eran algo más complejos que las músicas que los complacían. Un productor, Teo Macero, pergeñó junto a Davis una especial aportación de éste a la nueva corriente. Y Davis volvió a reinar, diciendo “hay que evolucionar”, muchos no creyeron en sus palabras, pero se supone que él sí; no quiso volver a hablar de su música anterior. Para los amantes del jazz, los “reaccionarios”, la de los setenta fue una década nefasta.
Otra vez el jazz
Al tiempo que la fusión se desplegaba en todo el mundo, muchos artistas del jazz siguieron otros caminos, a partir de lo que ya no había: Anthony Braxton, Sam Rivers, Keith Jarrett, Muhal Richard Abrams y otros que pensaban y hacían en Chicago, siempre ciudad sombría. El free había producido monstruos en su expansión. Y el bebop estaba agazapado, Charlie Parker seguía vigilando y a su vera Charles Mingus, que murió en 1979 en Cuernavaca, un negro casi blanco que podría haber imaginado Malcom Lowry. Pero, salvo en el caso de Keith Jarrett, cuyo recorrido fue sabio, profundo y tuvo gran aceptación, el resto no dejaba de moverse en los márgenes, poco a poco dando lugar a algo que habría de ser definido como free bop, el nombre lo dice todo: la forma se había diluido, pero Charlie Parker custodiaba toda metamorfosis y restablecimiento. Y toda quiere decir toda, como una deidad clásica situada a la vera del renacimiento.
¿Qué es lo que debía renacer? No es una pregunta con respuesta, aunque en los años ochenta los jóvenes hermanos Wynton y Brandford Marsalis de Nueva Orleans insinuaron que eran dueños de la fórmula. En sus primeros pasos fueron apoyados por Herbie Hancock, que había sido pianista en el quinteto de Miles Davis, y el método partió de aquellos sonidos. Los Marsalis eran brillantes instrumentistas, pero escuchando a la vez al saxofonista David Murray, a quien se tildará de imperfecto, se tenía la impresión de que el jazz se abría desde la nada para no conciliar en parte alguna.
Europa había absorbido el mensaje, y empezaba a dejar de lado el andador: tanto el neobop de los Marsalis, como el free bop, o el free más descarnado, gravitaron sobre sus bosques tenebrosos (la idea es de un Mingus despechado con un pianista holandés que lo abandonó para volver a su casa). Y tanto allí como en las fuentes comenzó a privilegiarse la excelencia en la ejecución.
Wynton Marsalis institucionalizó su música, se acomodó en la herencia de Ellington y Armstrong y dejó que sus coetáneos tomaran caminos de evolución, dándoles la espalda. Nueva Orleans volvía a parir artistas de jazz, sobre todo trompetistas, como en la época de Armstrong.
Nueva Orleans, Chicago, Los Angeles, Nueva York. En los años noventa comenzaron a surgir figuras, podríamos llamar faros guía, de diferentes intensidades, algunas ocultas (como ciertos profesores de la Berkelee School of Music), otras en línea de fuego: siempre Jarrett, que entonces se abocó a quitarles el polvo a los standards del jazz (vale decir, los temas que provenientes del Tin Pan Alley como del repertorio jazzístico, todos tocan) con un trío extraordinario, que incluye a Jack DeJohnette y a Gary Peacock; Dave Holland, al frente de sus quintetos y big band; más recientemente, el pianista Brad Melhdau; también, el trompetista y compositor Dave Douglas y el saxofonista John Zorn. Son sólo unos ejemplos porque los faros proliferan como en las costas tormentosas.
¿Estilos de hoy?
En 2011 todo está en movimiento y parece negar el aserto de que, con la disolución, el jazz se terminó. Las opiniones se desencuentran en este campo expandido. Hay quien dice que después de que Mark Rothko pintó su cuadro marrón y se suicidó, no cabía nada más en la pintura, pero surgieron con brío los hiperrealistas. La comparación no es azarosa: John Coltrane había roto con lo armonioso y melodioso, Joe Lovano y George Garzone, recomponen los trozos con alguna maestría… y no son hiperrealistas.
Hay largas sombras que se proyectan sobre el jazz, aparte de la de Parker: la de Ellington, la de Tristano (cuyo mensaje revive), la de Monk, un faro intermitente de gran potencia. Ken Vandermark nos remite a las audacias de Archie Shepp, un discípulo de Coltrane y de Ben Webster, es decir desde una voz contemporánea recorre la esencia y la modernidad. El ejemplo de Vandermark no es aventurado; otros jazzmen contemporáneos, en sus distintas especialidades y “estilos” (la palabra es inadecuada), siguen caminos de síntesis interna en la elaboración de sus talantes creadores: Greg Osby, Jason Moran, David Binney, Marty Ehlrich, Jim Pepper, Tim Berne, son sólo nombres representativos, elegidos al azar y sin privilegios.
Es algo que ya había pasado. Y aunque ha muerto, el jazz está vivo y ofrece alternativas. Y si esas alternativas no son del agrado del demiurgo pasivo, el oyente de discos, el que sueña con que es él quien toca, que es su voz la que sale de los parlantes, puede hacer un recorrido… de Louis Armstrong a Herb Robertson (un trompetista de formas libres que afirma que su música es la misma que hacía Louis).
El jazz es el disco (como se llamaba en la prehistoria), es decir, reproducción fonográfica. Refugio de insatisfechos, llena los espacios de la memoria musical, da forma a los sueños fundiéndolos con lo que otros han soñado, como el sueño de Dizzy Gillespie en “Hot House”, el de Billie Holiday en “Fine and Mellow”, el de Miles Davis en “So What” o el de Ornette Coleman en “Lonely Woman”. Sueños de amor, aventura e infortunio, recreación inquebrantable de una cultura.
Lo que revela la industriaEn el capítulo que se reproduce de "El jazz. Historia y estética", del escritor y crítico Diego Fischerman --libro que próximamente publicará la editorial Eterna Cadencia--, se discuten, a la luz de evidencias irrefutables, algunos lugares comunes muy difundidos.
POR DIEGO FISCHERMAN
Puede resultar irrelevante saber el origen exacto de la palabra jazz, pero no lo es, en cambio, tomar nota acerca de la diversidad de versiones que existen al respecto y de significados que se le atribuyeron al término. Porque esas divergencias hablan de algo que sí es importante y es la multiplicidad de culturas que confluyeron en esa música. Para algunos jazz proviene de iase , la versión creole del francés jase (charlar, parlotear). Para otros, el origen está en el mandinga jasi (exagerar o, en el argot del blues, calentar, excitar o, incluso, hacer el amor).
Entre las fuentes del jazz, más que músicas africanas, hay diversas músicas afroamericanas ya consolidadas y provenientes, en todo caso, de distintas capas geológicas que revelan distintos grados de distancia con las tradiciones anteriores a la llegada a los Estados Unidos de la población negra. A diferencia de lo que sucedió en las poblaciones afrocaribeñas, en los enclaves de origen africano de Perú y Brasil o, incluso, en los del Río de la Plata, a fines del siglo XIX, en Estados Unidos, no se conservaban músicas ni rituales africanos que no se hubieran mestizado con especies de otros orígenes culturales. En el blues, en los gospels, en las canciones de trabajo y, obviamente, en el jazz, ni siquiera aparecen huellas demasiado visibles de los idiomas de las poblaciones africanas originarias, que en otras partes de América impregnaron la cultura, aunque más no fuera en la designación de cantos, danzas o prácticas religiosas. Para decirlo de otra manera, si “candombe” o incluso “tango” son palabras de origen africano (aunque en este último caso designara, como “cosa de negros”, a músicas diferentes que las que luego recibieron ese nombre), jazz , con su combinación de antiguos significados y su connotación onomatopéyica pero, sobre todo, con ese sonido nítido, veloz, que parece ser su significado más que tenerlo, es una palabra indudablemente norteamericana.
Entre las especies folklóricas irlandesas e inglesas sobrevive, por ejemplo, la práctica de las Divisions on a ground renacentistas y barrocas, donde una secuencia de acordes fija se repite mientras los instrumentos solistas van tocando variaciones en las que las subdivisiones rítmicas son cada vez más pequeñas y exigen mayor velocidad de digitación por parte de los intérpretes, con un efecto bastante similar al que en el jazz tienen los solos sobre los sucesivos coros de un tema. En el jazz influyen los cantos religiosos afroamericanos –donde ya hay un grado importante de mestizaje con tradiciones europeas– y, también, otras músicas influidas por ellos. Aparece el blues pero, también, músicas de entretenimiento influidas por el blues y otras músicas afroamericanas, como la de los minstrels , una especie de vodevil o protocomedia musical representada en su origen por blancos disfrazados de negros, que exageraban y hasta ridiculizaban a los negros, y luego imitada por los negros y convertida por ellos en género propio. Y el jazz se nutre, desde ya, del ragtime, en donde ya aparecen mezcladas una buena cantidad de músicas y tradiciones surgidas en las poblaciones de esclavos y luego de libertos del sur norteamericano. Esta música de salón revela, por otra parte, un mercado burgués afroamericano ya absolutamente constituido a fines del siglo XIX.
El nuevo mercado
Los ragtimes se vendían en partituras, estaban destinados a los salones y, obviamente, a casas con piano y a ejecutantes alfabetizados musicalmente. Su estructura formal remitía a la de las piezas de moda en los hogares de los blancos –mazurkas, valses o polkas–, con una sección que se repetía alternada con otras, a la manera de un rondó (la forma más frecuente fue AABBACCDD, con una modulación hacia una tonalidad diferente de la del comienzo en la sección C). Según consigna Ted Gioia en su The History of Jazz (hay edición castellana como Historia del jazz , Madrid, Turner/FCE, 2002), la industria de la fabricación de pianos creció en Estados Unidos, entre 1890 y 1909, de menos de cien mil a más de trescientos cincuenta mil. En 1911 operaban en ese país 295 compañías de fabricantes de pianos y 69 dedicadas a la producción de piezas de recambio. La pianola que, sintomáticamente, había hecho su aparición en el salón Angelus en 1897, el mismo año en que se publicó la primera partitura de ragtime, en 1911 ya ocupaba la mitad de la producción total de pianos.
Tecnología y negocios
Eric Hobsbawm, en su artículo “On the Reception of Jazz in Europe” (incluido en traducción castellana como “El jazz llega a Europa”, en el volumen Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz , Barcelona, Ed. Crítica, 1998), dice: “El estudio del jazz debe empezar, como todos los análisis de la sociedad bajo el capitalismo moderno, con la tecnología y el negocio: en este caso, el negocio consistente en suministrar el ocio y la diversión de las masas cada vez más urbanas de las clases baja y media. Hasta la Primera Guerra Mundial, la tecnología, encarnada por la radio y el fonógrafo, que tan importantes serían para la difusión de la música negra a partir del decenio de 1920, aún no era significativa. Sin embargo, a finales del siglo XIX ‘el mundo del espectáculo’ y la industria de la música popular ya estaban lo bastante desarrollados como para haber generado redes nacionales e incluso transatlánticas –agencias, circuitos de teatros, incluso cadenas, etcétera–, por no hablar de la publicación y distribución de un surtido de números musicales populares que cambiaba de manera constante. Desde el punto de vista técnico, eran negocios antiguos, a diferencia del otro gran arte de nuestro siglo, el cine. Seguía limitándolos la necesidad de la comunicación cara a cara o boca a oído. Sólo en un aspecto crucial se había producido una revolución. La velocidad del transporte transatlántico era tal que las ideas, las notas y las personas ya podían cruzar el océano con gran rapidez…”.
La fundamentación y el razonamiento de Hobsbawm son, por supuesto, impecables. Pero comete un grave error. No fue la velocidad del transporte transatlántico el único “aspecto crucial en el que se había producido una revolución” ni el primer cambio cualitativo en la obligada “comunicación cara a cara o boca a oído”. Tal vez guiado más por el aspecto que por sus características intrínsecas, no percibe que la pianola, mucho más que un instrumento musical, es un medio masivo de comunicación y que, bastante antes de la facilitación de la comunicación transatlántica, con toda nitidez, saltó por arriba de la relación “cara a cara y boca a oído”. Si bien la pianola parece un piano y, como se ha dicho, su fabricación se engloba en la industria de los instrumentos musicales, la música no se produce allí –no hay un músico que la interpreta–, sino que se re-produce. El sonido proviene de un mecanismo que es accionado por rollos fabricados en serie, que harán sonar exactamente la misma música en cualquier mecanismo similar. En ese sentido, la pianola pertenece mucho más a la categoría de los futuros tocadiscos domésticos que a la de los instrumentos musicales. Alguien, en Nueva Orleans o en Nueva York, podía, gracias a la pianola, escuchar lo que otro había registrado en cualquier otro punto del planeta. Y, desde ya, los rollos de pianola –igual que más tarde los discos– viajaban mucho más fácilmente que las personas. Y si el ragtime se extendió como se extendió y se popularizó hasta el hecho de que algunas de sus características rítmicas y de fraseo se convirtieran, en los finales del siglo XIX y los comienzos del XX, en lengua franca de la población negra del sur de los Estados Unidos –de las bandas de circo, de la música de baile y de las fiestas populares–, se debe, sin duda, a la expansión de la fabricación y el consumo de pianos pero, también, a la incidencia de la pianola en la circulación transterritorial de los elementos estilísticos de la interpretación del ragtime y no sólo de su grafía.
La cuestión del registro
En ninguna música, pero mucho menos en las de tradición popular y, en particular, en aquellas asociadas con culturas de origen africano, lo que se toca es lo mismo que lo que está escrito. Mucho de lo esencial de lo que constituiría el jazz estaba en ese resto de texto que no figuraba en la notación tradicional pero sí en una nueva clase de escritura, en la que estas músicas de tradición popular nacidas alrededor del comienzo del siglo XX cifrarían sus evoluciones. El registro, primero en rollos de pianola y, más tarde, en cintas magnetofónicas, era capaz de escribir, es decir de fijar, también la interpretación. Es posible que sin la aparición de estos nuevos medios capaces de transmitir (y en poco tiempo más a escala planetaria) rasgos de la interpretación, una música fundada en ella, como el jazz, jamás hubiera encontrado el ecosistema necesario para su desarrollo. En ese punto, puede decirse que el jazz es tanto una música producida por mixturas culturales múltiples como deudora de los medios masivos de comunicación, comenzando por ese falso instrumento musical llamado pianola. En cuanto al disco, un dato que puede servir para medir la expansión del mercado en los primeros años lo proporciona el boom de la venta de grabaciones de blues y la aparición de sellos dedicados especialmente al público afronorteamericano, con los llamados race records (discos de raza). Un disco de blues de la cantante Mamie Smith, publicado por la General Phonograph Company en 1920, vendió, por ejemplo, setenta y cinco mil ejemplares en el primer mes y en un año las cifras habían superado el millón. En 1926 hubo más de trescientas ediciones de discos de blues, que en ese entonces eran comprados casi con exclusividad por negros, y en 1927 los discos editados fueron quinientos, según afirman los investigadores Robert Dixon y John Godrich. Ya en 1909 se fabricaban discos y cilindros fonográficos por valor de 12.000.000 de dólares de entonces y en 1920 la cifra llegaba, incluyendo a todos los géneros, a 47.000.000 de dólares.
Sería un error asimilar mecánicamente el crecimiento de la industria del disco con el del consumo de algunos géneros en particular ya que, con certeza, los índices no fueron iguales en todos los grupos sociales ni entre los consumidores de distintas músicas. Y los datos deben, además, cruzarse con otros. A partir de la crisis de 1929, las cifras correspondientes a la fabricación de discos descendieron casi en un 45% y eso podría llevar a pensar en una importante merma del consumo de música. Sin embargo, al mismo tiempo, aumentó la fabricación y adquisición de radios, un medio más barato y más afín con la crisis económica, en tanto permitía tener música a disposición durante todo el día sin necesidad de comprar discos. Lo que, en cambio, se desprende con claridad de estos datos es el cambio de funcionalidad de muchas de estas músicas de tradición popular, más ligada a la escucha que a los rituales sociales (aunque la escucha pueda ser, en algún sentido, también un ritual social) a partir de su entrada en las leyes de los medios masivos de comunicación. La pianola, los gramófonos y la radio servían, fundamentalmente, para que la música fuera escuchada, lo que provocó un cambio de status radical para géneros como el blues, que de arte popular y espontáneo se había convertido en espectáculo de masas. También los lugares y las maneras de recepción de la música en vivo cambiaron en relación con estos nuevos usos de la música. De las situaciones privadas o sociales ligadas a funcionalidades como el trabajo o las reuniones y de las locaciones informales, como las calles y tabernas, el blues se había trasladado, en los comienzos del siglo XX, a teatros, carpas de circo o salones de acto en clubes o escuelas, es decir a situaciones afines con el concierto.
Las precisiones acerca del consumo de música, a través del disco y de la radio, ponen en evidencia, por otra parte, que más allá de que pueda situarse al blues y al ragtime en los orígenes del jazz, no fueron reemplazados por él. Y no sólo continuaron su camino coexistiendo con los nuevos géneros sino que fueron influidos por ellos y, también, volvieron a influirlos luego.
La imagen de la evolución del jazz está, en ese sentido, bastante lejos de los limpios árboles genealógicos con que algunos han intentado simplificarla y se parece, más bien, al aparentemente caótico diseño en zigzag, surcado por frecuentes líneas azarosas, interrupciones arbitrarias y apariciones imprevistas con el que podría representarse a una familia que practicara con igual pasión la endogamia y las exogamias más osadas. En el árbol genealógico del jazz abundan los casamientos de nietos con tíos abuelos, de hermanastros y de primos lejanos; los parientes que procrean en una generación y luego vuelven a hacerlo con sus vástagos y con los vástagos de sus vástagos y, también, cada tanto y sin que nada lo haga prever, las uniones con los recién llegados más inverosímiles.
La fantasía de que las músicas europeas y africanas derivan sin conflicto en el blues, que de allí surge el jazz primitivo que, a su vez, desemboca en el swing y de que éste, darwinianamente, evoluciona en el bebop, que se bifurca, con claridad, en el hard bop y en el cool, para que estas ramas desagüen, con similar precisión, en distintas vertientes del free, dibuja un mapa en el que, sencillamente, no caben varios de los hechos fundamentales del jazz. Ni Duke Ellington ni Mary Lou Williams ni Charles Mingus son claramente ubicables allí. Ni tampoco hay en ese modelo explicación alguna al hecho de que la mayoría de los músicos del jazz primitivo jamás abandonaron esa clase de música y de que entre los cultores del bebop hubo muy pocos que hubieran adquirido notoriedad anteriormente conformando grupos a la manera de los de Nueva Orleans a comienzos del siglo XX. La teoría según la cual Charlie Parker es hijo directo de Jelly Roll Morton, en todo caso, merece ser, por lo menos, revisada.
El fuego centralEl autor sostiene que el aporte individual al proyecto colectivo es lo que determina una de las características principales del jazz. Pero plantea que las individualidades también lo alejaron del público.
POR JONIO GONZALEZ
Quizá sea cierto, como cuenta la leyenda y tan bellamente ha descrito Michael Ondaatje, que el jazz lo inventó Buddy Bolden una noche en que, particularmente dolorido e inspirado, de su corneta comenzó a brotar “un blues y un himno más triste que el blues, y después un blues más triste que un himno. Fue la primera vez que oí un himno y un blues juntos”. Quizá sea cierto también que han sido las grandes individualidades, de Louis Armstrong a Ornette Coleman, pasando por Coleman Hawkins, Charlie Parker, Thelonious Monk o John Coltrane, quienes han hecho crecer por impulsos (de genio, de trabajo, de búsqueda) nuestra música preferida. Sin embargo, ésta nació “de un grupo en el que todos los ejecutantes pueden improvisar juntos aportando cada uno algo personal a un constante efecto colectivo”, como ha escrito Alan Lomax. (El crítico Frank Tirro nos recuerda, a propósito de ello, que el que cada componente de la orquesta desempeñara un papel específico facilitaba esa improvisación colectiva: cada voz encontraba su sentido en una voz mayor que la incluía.) Y es precisamente ese aporte personal al proyecto colectivo, esa individualidad que se afirma en la medida en que contribuye a la identidad (el bien) común, lo que hizo desde sus comienzos del jazz una expresión artística tan original y, sobre todo, democrática en su apelación a la responsabilidad y la solidaridad.
Es cierto, considerando lo anterior, que con Louis Armstrong la polifonía –que alcanza su punto culminante con la orquesta de King Oliver (estructurador de la improvisación colectiva)– da paso a la monodia y a la preminencia de la voz solista. Basta escuchar para ello la grabación que hizo el 7 de mayo de 1927 con sus Hot Seven de “Wild Man Blues”: merced a su control del ritmo, a su variación a voluntad del tempo , a sus acentuaciones inesperadas, a su potencia y flexibilidad, Satchmo –sobrenombre con que se conocía a Armstrong– soñaba con cosas que sus compañeros apenas podían vislumbrar. Es cierto asimismo que, al menos hasta la última etapa de su carrera, más centrada en la estructura orquestal, Duke Ellington construyó su universo sonoro basándose en unos arreglos que se ajustaban a las características de cada uno de sus músicos. Componía pensando en todos y cada uno de ellos (“Componer música es como jugar al póquer”, solía decir, “siempre hay que saber cómo juega el que deberá ejecutarla.”): en Lawrence Brown al componer “Never No Lament”, en Rex Stewart al componer “Boy Meets Horn”, en Barney Bigard al componer “Clarinet Lament”, en Cootie Williams al componer “Concerto for Cootie”, etc. Era la voz de todos estos artistas, su forma personal e intransferible de expresión, lo que inspiraba a Ellington. Tal vez su sonido no hubiera sido el mismo sin gigantes de la talla de Johnny Hodges, Ben Webster o Cat Anderson, tampoco sin la habilidad de músicos que, como Bubber Miley, en lo poco en que destacaban eran maestros consumados, pero, ¿habría evolucionado por ello menos su obra, habrían perdido belleza sus composiciones, acaso no seguiríamos recordándolas como verdaderas experiencias que siquiera por minutos hicieron que nos sintiésemos mejores personas? Sí, el jazz creció gracias a las individualidades, pero también, de algún modo, fueron éstas, a partir de un momento, las que lo alejaron del gran público. No arriesgamos esta opinión con la amargura con que lo hacía el poeta y crítico británico Philip Larkin en sus reseñas para el Daily Telegraph , donde expresaba su rechazo visceral hacia Charlie Parker o John Coltrane, y sin embargo algo se perdió cuando el músico de jazz prefirió expresar su yo sin condicionamientos a brindar felicidad a la gente; algo se perdió cuando la voz colectiva dejó de ser vehículo para transformarse en obstáculo.
La revolución del free jazz y lo que trajo
Nacido al mismo tiempo que las luchas por los derechos civiles, el free jazz fue mucho más que un mero estilo musical. Se planteó como un símbolo en el que se reconocieron muchos jóvenes afroamericanos de los años sesenta, desafiando al público y a la crítica. A pesar de ello, sigue vivo.
POR MIGUEL BRONFMAN
Aunque no se ha podido determinar con exactitud, se estima que entre 1600 y 1860, alrededor de 15 millones de africanos fueron llevados a América por las potencias europeas que habían colonizado el continente, para ser vendidos como esclavos. En los Estados Unidos de Norteamérica, la esclavitud sólo se prohibió en 1865, tras una cruenta Guerra Civil que partió al país en dos, enfrentando a los estados del sur con los del norte. Millones de esclavos e hijos de esclavos quedaron entonces como personas libres, pero desprovistas de los más esenciales derechos que la Constitución liberal de Estados Unidos supuestamente garantizaba a todos los ciudadanos de ese país.
En los estados sureños, que habían ido a la guerra para defender y perpetuar la esclavitud –y en los que hasta 1910 vivía casi el 90% de la población negra en un cruel y despiadado sistema segregacionista–, nació el jazz, más precisamente en Nueva Orleáns y sus alrededores, a principios del siglo XX.
No es extraño entonces que la historia del jazz, de su evolución y de sus constantes cambios estilísticos a lo largo del siglo XX pueda ser vista también como un espejo de las luchas sociales que los negros debieron enfrentar en los Estados Unidos, luego de la llamada “Emancipación”. Rápidamente, el jazz se convirtió en el único espacio en el cual las primeras generaciones de negros norteamericanos libres pudieron empezar a expresar, y a intentar transformar, su experiencia de vida, su historia, su legado y sus vínculos con su pasado y su origen; en especial, con África.
Dentro de esta tensión permanente, cada “revolución” estilística, desde los primeros solos de Louis Armstrong en la década de 1920, reafirmando con ellos la individualidad del músico de jazz y las posibilidades de la improvisación individual en un contexto colectivo, hasta las fusiones más arriesgadas de los años 70 en adelante, puede ser analizada como un conflicto, con su consecuente intento de resolución, con el concepto y los alcances de aquella libertad obtenida tan recientemente. Cada avance, cada nuevo estilo, en algunos casos de manera más implícita que otros (el bebop de Parker, Gillespie, Monk y otros, por ejemplo) puede ser interpretado como una nueva conquista, como la adquisición de una mayor libertad en busca de la libertad absoluta, o al menos igualitaria. Y también como un desafío, por parte de los músicos negros, a la clase dominante blanca, que también dominaba el negocio de la música.
Este paralelismo, y en especial su estrecha vinculación con la lucha más amplia en el campo social y político, alcanzará su clímax en los años sesenta, cuando el free-jazz y el movimiento por los Derechos Civiles queden indisolublemente unidos, como dos caras de un mismo fenómeno.
Siempre atravesado por esas tensiones raciales, el jazz fue también alcanzado por la creciente militancia de la comunidad negra en busca de igualdad real. No todo el jazz se volvió militante y político, por supuesto, pero indiscutiblemente pasó a formar una parte vital de esos movimientos. Fueron muchos los músicos (principalmente negros pero acompañados por músicos blancos también) que catalizaron y abrazaron ese deseo ferviente y ya incontenible de igualdad, adelantándose incluso al surgimiento de las formas más radicales y violentas de lucha social que recién aparecerían unos años después, como el partido de los Black Panthers, o incluso el movimiento más genérico denominado Black Power.
Aparece el free
Ya entre 1958 y 1959 comenzaría a gestarse la última y más fuerte de todas las revoluciones que experimentó el jazz a lo largo de su historia. Quien la encabezó, cambiando la música por completo, quien terminó de derribar los límites de la armonía que ya habían sido puestos en jaque a través del jazz modal, y quien dio el puntapié inicial para lo que luego se llamó free-jazz, fue el saxofonista alto Ornette Coleman, de manera gradual al principio, drástica, radical y decisiva después: no llevó las reglas más lejos, simplemente las dejó a un lado. Para Coleman, tanto la armonía como la técnica eran secundarias; lo que importaba era el sentimiento y la autenticidad de expresión.
Con fuertes reminiscencias de los sonidos más puros del blues, con una potencia rítmica arrolladora, la música de Coleman se concentraba exclusivamente en la melodía, libre de toda armonía preestablecida, de modos y de escalas, incluso de métrica. En sus grupos sin piano todos los intérpretes eran iguales, pues tenían la misma relevancia y funciones: ni la batería quedaba confinada exclusivamente a marcar el ritmo ni el bajo la estructura armónica; todos eran convocados a tocar tan libremente como pudieran, siguiéndose melódicamente los unos a los otros. Sus primeros discos, con los que irrumpió en la escena generando encendidos debates, ya desde el título evidenciaban una toma de posiciones que excedían lo meramente musical: Something Else! (“¡Otra cosa!”), Tomorrow is The Question (“La cuestión es el futuro”), The Shape of Jazz to Come (“La forma del jazz que viene”), Change of the Century (“El cambio del siglo”) y This is Our Music (“Esta es nuestra música”) fueron los antecedentes directos del disco más emblemático de su obra y de su época, Free Jazz: A Collective Improvisation By the Ornette Coleman Double Quartet , grabado para el sello Atlantic en 1960.
El disco original presentaba una sola grabación de casi cuarenta minutos por un cuarteto doble: Ornette Coleman, Don Cherry en corneta, Charlie Haden en contrabajo y Ed Blackwell en batería, por un lado, junto con Eric Dolphy en clarinete bajo, Freddie Hubbard en trompeta, Scott La Faro en contrabajo y Billy Higgins en batería, por el otro.
En resumen, ocho músicos tocando libremente, improvisando, sin otras reglas para seguir que sus convicciones, sus ideas, sus sentimientos y sus afinidades mutuas en ese momento, sin canciones ni acordes ni melodías ni métrica predeterminadas. Para algunos, el disco de Coleman fue el triunfo del caos, y el “asesinato” del jazz. Para muchos otros, la obra culmine del expresionismo abstracto, y la consagración plena de la libertad, el equilibrio perfecto entre la libertad individual y la libertad colectiva: bien entendido, en esencia, el free-jazz presupone que la única guía para lo que toca cada uno es lo que tocan, en ese mismo instante creativo, los demás.
Si bien a nivel masivo el movimiento por los Derechos Civiles fue acompañado por lo que genéricamente podría llamarse “música de protesta” (cuyas fuentes eran las canciones y cantantes folk, pero también la música gospel, los spirituals e incluso el rock, con figuras como Pete Seeger, Bob Dylan, Nina Simone, Joan Baez, y la música soul con su lema “Black is Beautiful”), el jazz, fundamentalmente a partir de las innovaciones introducidas por Coleman –tan íntimamente ligadas a la idea de la improvisación libre, y a través de ella, a la idea misma de libertad–, se colocó rápidamente en la vanguardia cultural de aquellos agitados y, muchas veces, violentos años.
El núcleo central del free
Ornette Coleman, John Coltrane y su búsquda religiosa y espiritual; Charles Mingus con sus temas cargados de acidez e ironía política; Max Roach y su legendario álbum We Insist!: The Freedom Now Suite ; Albert Ayler, quizá quien más lejos llevó la ruptura inicial de Coleman, y mejor encarnizó la imagen del hombre negro enojado, furioso y combativo del Black Power; Sun Ra y sus intentos por llevar el free-jazz a la big band; Cecil Taylor y sus improvisaciones al piano sin métrica ni armonía, que incluía golpes al teclado con el puño y los codos; Anthony Braxton y sus experimentaciones con la ciencia ficción y la tecnología; el Art Ensemble of Chicago, Archie Shepp, Pharoah Sanders, Eric Dolphy y Albert Murray con sus alaridos frenéticos, entre tantos otros, potenciaron cada uno a su modo el nuevo mundo de sonoridades posibles, con una fuerte carga política, además, que sólo en contadas ocasiones había tenido lugar en el jazz a lo largo de su historia.
Lo que el free jazz desafiaba, en definitiva, no era otra cosa que los estándares establecidos por los cánones estéticos de Occidente: no sólo las reglas que gobernaban la armonía, la melodía y la métrica, sino también aquellas que protegían una supuesta (o debida) “pureza” en el sonido, que definían una clase de arte “elevada” o culta por sobre otra, “baja” y popular, de mero entretenimiento. Emancipándose de Occidente y sus reglas centenarias, los músicos de jazz, y con ellos, los negros, se emancipaban también de la clase blanca dominante y ponían el foco en las raíces negras (africanas) que habían nutrido al jazz desde sus comienzos. El “nuevo sonido” era violento y agresivo, áspero, visceral, difícil de escuchar, de entender y (para muchos) de disfrutar.
Importancia de la música
Aunque el establishment musical (músicos, productores, periodistas) nunca lo terminó de digerir ni de aceptar del todo, hoy, en retrospectiva, puede verse claramente la inmensa importancia y las múltiples consecuencias que aquellas rupturas de avanzada tuvieron en todo el jazz que vino después, incluso en la música contemporánea. La apertura (musical, pero sobre todo, ideológica) que implicó el free jazz abrió el camino para las fusiones del jazz con músicas de todo tipo y procedencia que vinieron pocos años después, como las de Miles Davis con el rock o las del Gato Barbieri (discípulo en Europa de Don Cherry, compañero de andanzas de Coleman) con la música latinoamericana.
Así como en los Estados Unidos el free jazz y sus postulados de libertad y revolución quedaron ligados al reposicionamiento de los negros en la sociedad blanca, en Europa el free jazz fue abrazado por la juventud de posguerra, todavía azorada por las monstruosidades perpetradas por el nazismo. En Alemania, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, y luego en Francia, Italia e Inglaterra, e incluso en los países que quedaron tras la “cortina de hierro”, ese mismo espíritu de libertad (en el que la improvisación libre deja a un lado a la composición) fue adoptado y llevado hacia nuevos territorios, en algunos casos incluso tan alejados de toda referencia al jazz que el rótulo de free-jazz fue desplazado por el de “nueva música improvisada”.
La proyección europea
El free jazz se proyectó en Europa a través de tantas formas y tantos músicos que sería imposible describirlas y mencionarlos a todos aquí: Peter Brötzmann, Evan Parker, Misha Mengelberg, Hank Bennink, Joachim Kühn, Jan Garbarek, Albert Mangelsdorf, Willem Breuker, Tomasz Stanko el Free Jazz Workshop de Lyon, la Globe Unity Orchestra y algunos de los músicos agrupados en el sello alemán ECM, posiblemente sean algunos de los nombres más conocidos de un movimiento y una filosofía que sigue produciendo música profunda y estimulante hasta el día de hoy, así como en los Estados Unidos John Zorn, Andrew Cyrile, Dave Douglas, Oliver Lake, Tim Berne, Muhal Richard Abrams, Ken Vandermark, y muchos otros, continúan explorando el legado y las posibilidades del free jazz.
En definitiva, tanto el free jazz como el movimiento por los Derechos Civiles fueron, a la vez que punto de llegada de procesos anteriores, punto de partida para luchas (y derrotas), cambios y revoluciones que vendrían después. Nada del jazz de la segunda mitad de los años sesenta en adelante habría tenido lugar sin la apertura que implicó el free jazz, ni, mucho menos, sería posible que un negro afroamericano fuera hoy presidente de los Estados Unidos de Norteamérica sin aquellas luchas sociales que se desataron en los años cincuenta.
Jazz europeo: repaso y breve recorridaCon rasgos distintivos propios, el jazz que se hace del otro lado del Atlántico posee una rica historia, abonada por grandes compositores e intérpretes, cuyo raro mérito --además de la calidad-- es una neta diferenciación respecto del jazz de los Estados Unidos.
POR GUILLERMO BAZZOLA
Cuando se habla de “jazz europeo” se tiende más a entender esto no tanto como una mera reproducción del jazz del momento a cargo de músicos europeos, sino, más bien, a la generación de un repertorio y un estilo propios.
En Europa, y especialmente en París, su capital cultural durante el siglo XIX y buena parte del XX, siempre hubo una buena recepción hacia “lo exótico”. En lo referente a la música afroamericana, ya Debussy había compuesto piezas basadas en ella y a finales de la Primera Guerra Mundial, los europeos en general (y los franceses en particular) conocieron esta música de primera mano, a través de las actuaciones de la banda de James Reese Europe, y luego por grandes estrellas como Josephine Baker.
En 1917 se produjo la primera grabación de un grupo de jazz: “Livery Stable Blues”, de la Original Dixieland Jass Band (con “ss” al principio, luego “Jazz”. Los discos, y luego las transmisiones radiofónicas a partir de 1920 contribuyeron a popularizar el jazz en todo el continente. Surgieron grupos que emulaban a los norteamericanos y admiradores de esta música. Dos de ellos, Charles Delaunay y Hugues Panassié fundaron en París el Hot Club de France, de donde salió el Quinteto liderado por Django Reinhardt y Stéphane Grappelli, que además de su extraordinaria calidad, tuvo el mérito de ser el primer grupo europeo con identidad propia, surgida tanto de la música negra como de la gitana, la etnia de Reinhardt.
Los nazis habían incluido al jazz dentro de la amplia categoría de la música degenerada. Reinhardt, por su doble condición de jazzman y gitano, no tenía frente a sí un buen panorama en la Francia ocupada. Sin embargo, su gran popularidad, podría decirse, le salvó la vida. Entre sus fans había no pocos ocupantes.
El impacto del bebop
Como todo lo malo en esta vida, la guerra terminó. Mientras, en los Estados Unidos surgía el bebop de Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell y Thelonious Monk. En los años siguientes proliferaron los clubes en diversas ciudades europeas. Artistas norteamericanos comenzaron a hacer giras por Europa, en muchos casos compartiendo escena con locales, cada vez de mejor nivel, sobre todo en la década de 1950. En Francia se destacaron los pianistas René Urtreger y Martial Solal, el contrabajista Pierre Michelot, el saxofonista Barney Wilen, los belgas Bobby Jaspar (saxos, flautas) y René Thomas (guitarra) y el joven baterista suizo Daniel Humair. En 1947, Delaunay fundó la discográfica Vogue, lo que ayudó a la producción local. En Suecia aparecieron jóvenes músicos de gran nivel: el saxofonista barítono Lars Gullin, el saxo alto Arne Domnerus, el pianista Bengt Hallberg, el trombonista Åke Persson y el trompetista Rolf Ericson, que vivió en Estados Unidos adonde trabajó y grabó con Charles Mingus y Duke Ellington, entre otros.
Muchos músicos estadounidenses se fueron a vivir a Europa, que ofrecía mejores condiciones. Más trabajo y mejor pagado, un público más atento y respetuoso, y una legislación más tolerante en temas de sustancias prohibidas contribuyeron a que Dexter Gordon, Red Mitchell, Bud Powell, Ben Webster y Don Byas, entre otros, por las razones que fueran, se establecieran en el Viejo Continente.
El cine tomó nota de esta situación. Los iniciadores de la Nouvelle Vague usaron el jazz para ambientar sus historias, y así Ascenseur Pour l’Echafaud (Louis Malle, 1958) transcurría con Miles Davis de fondo, y Au Bout de Souffle , la opera prima de Jean-Luc Godard (1960), ofrece una magnífica banda de sonido a cargo de Martial Solal. Grandes películas italianas como I soliti ignoti (Mario Monicelli, 1958), La Notte (Michelangelo Antonioni, 1961) e Il Sorpasso (Dino Risi, 1962) usaron música de jazzmen locales: Piero Umiliani, Giorgio Gaslini y Riz Ortolani, respectivamente. En Polonia, el joven Roman Polanski, ambientaba su primer largometraje Nóz w wodzie ( Cuchillo bajo el agua , 1962) con música de Krzysztof Komeda. No era de extrañar. En plena Guerra Fría, el jazz también se escuchaba detrás de la Cortina de Hierro, principalmente a través de los programas que desde 1954 conducía Willis Conover para “The Voice of America”, la emisora de radio manejada por el Departamento de Estado.
Fue a partir de los años 60 cuando se empezó a perfilar una música con identidad propia. Hasta entonces lo que había era fundamentalmente músicos estadounidenses interactuando con europeos, pero siempre la música estaba basada en el jazz americano, más tradicional o más moderno. A la par que el jazz se iba abriendo a otras corrientes en Estados Unidos, lo propio ocurría en Europa. El free jazz y posteriormente el jazz-rock , ideas que traen en sí el germen de la heterodoxia, cultivaron gran cantidad de adeptos en Europa.
Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que la escena más dinámica del jazz europeo fue la inglesa. Bandas como la de Johnny Dankworth dominaban el panorama y desde la década del 50 comenzaron a llegar músicos de otros países, atraídos por la buena situación laboral. Destacan el trompetista y compositor canadiense Kenny Wheeler y el saxofonista jamaiquino Joe Harriott, que casi contemporáneamente a Ornette Coleman, comenzó a explorar la improvisación libre. Otros grandes músicos ingleses como los pianistas Victor Feldman y George Shearing ya se habían destacado anteriormente. Surgían otros, como los saxofonistas Pete King, Ronnie Scott y Tubby Hayes. En el mundo de la improvisación libre destaca el guitarrista Derek Bailey, de Sheffield, que en 1963 formó junto al bajista Gavin Bryars y el baterista Tony Oxley el grupo Joseph Holbrooke, y en 1966, el Spontaneous Music Ensemble (SME), que en sus diversas formaciones contó con la presencia de Kenny Wheeler, Evan Parker, Paul Rutherford y Tony Oxley entre otros. En 1968 formó Company, un grupo variable en cuanto a la identidad y cantidad de sus miembros, dedicado a la música improvisada.
Algunos músicos cercanos al free, como Kenny Wheeler, John Surman, Tony Oxley, John McLaughlin o Dave Holland (estos dos últimos emigraron a los Estados Unidos para unirse al grupo de Miles Davis), también tocaron en contextos mainstream o de jazz-rock. Otro contingente importante fue el de los refugiados sudafricanos: el baterista Louis Moholo, el contrabajista Johnny Dyani, el trompetista Mongezi Feza y el saxofonista Dudu Pukwana, todos ellos miembros de The Blue Notes, grupo dirigido por el pianista Chris McGregor, blanco pero opositor al apartheid, que prohibía los grupos interraciales y por tanto, perseguido.
En Alemania (en especial en Berlín), se generó un potente movimiento free. En 1966 el pianista Alexander Von Schlippenbach fundó la Globe Unity Orchestra con la participación de otros músicos importantes de la avant garde local, como el trompetista Manfred Schoof, los saxofonistas Peter Brotzmann, Gerd Dudek y el holandés Willem Breuker y el bajista Buschi Niebergall. En años siguientes se integraron músicos de diversas nacionalidades, como los ingleses Paul Lytton, Paul Rutherford y Evan Parker, el canadiense Kenny Wheeler, el japonés Toshinori Kondo y el italiano Enrico Rava, además de los alemanes Gunter Hampel, Albert Mangelsdorff y Peter Kowald .
También Holanda. Allí, Breuker fundó en 1967 el Instant Composers Pool (ICP), junto con el pianista Misha Mengelberg y el percusionista Han Bennink. Luego, en 1974, el Willem Breuker’s Kollektief, un grupo que combinaba free jazz con elementos teatrales.
En Escandinavia la influencia del free fue también fuerte. Noruega aportó músicos importantes, empezando por el saxofonista Jan Garbarek, el guitarrista Terje Rypdal, pionero en la fusión con el rock, la cantante Karin Krog, el contrabajista Arild Andersen y el baterista Jon Christensen. En Suecia aparecieron el pianista Bobo Stenson y el contrabajista Palle Danielsson. Junto con el trompetista danés Palle Mikkelborg y el baterista y compositor finlandés Edward Vesala conformaron un grupo de músicos con gran personalidad.
El caso de Francia es curioso. Si bien no hay tantos franceses entre los pioneros de esta nueva música (quizá con la excepción del multiinstrumentista Michel Portal), París siguió siendo una meca del jazz. En 1965, Don Cherry formó ahí su célebre quinteto europeo con Gato Barbieri, el alemán Karl Berger en vibráfono, el bajista francés J.F.Jenny-Clark y el italiano Aldo Romano en batería. En 1969 los miembros del Art Ensemble of Chicago, Leroy Jenkins, Anthony Braxton y Leo Smith, se mudaron a París y permanecieron por un tiempo. Barre Philips y Steve Lacy, llegados para esa época, se quedaron en Francia por muchos años. En años posteriores destacarían el clarinetista Louis Sclavis, el guitarrista Marc Ducret y una estrella internacional: Michel Petrucciani.
Italia fue de los primeros países en adscribir al jazz. En la década de 1960 surgieron músicos importantes como el trompetista Enrico Rava, el baterista Aldo Romano, el pianista Franco D’Andrea y el saxofonista Claudio Fasoli, estos dos últimos integrantes del grupo de jazz-rock Perigeo.
Suiza, entretanto, fue la tierra de la pianista Irene Schweizer, el baterista Pierre Favre y el pianista y arreglador George Gruntz, célebre por sus big bands multiestelares.
Austria tuvo al saxofonista Hans Koller (1921-2003), que empezó tocando swing en los 40 y fue interesándose por estilos más modernos, llegando a incursionar en el terreno del free. Josef “Joe” Zawinul emigró en 1959 a los Estados Unidos, adonde tocó con Cannonball Adderley y luego participó en la génesis del electric jazz con Miles Davis y con su grupo Weather Report.
Los países del Este siempre tuvieron músicos con excelente preparación. En Hungría destacaron los guitarristas Attila Zoller y Gabor Szabo. Zoller emigró a Austria en 1948 y Szabo se fue a los Estados Unidos en 1956 y fue parte de los grupos de Chico Hamilton y Charles Lloyd. Composiciones suyas como “Gipsy Queen” y “Breezin’” fueron grabadas por Santana y George Benson respectivamente.
El pianista y compositor polaco Krzysztof Komeda fue muy influyente. Algunos de sus acompañantes, como el trompetista Tomasz Stanko y el saxofonista Zbigniew Namysowski tuvieron carreras destacadas, al igual que los violinistas Michal Urbaniak y el extraordinario Zbigniew Seifert, muerto en 1979 con apenas 32 años. Checoslovaquia produjo varios músicos de relevancia internacional: los contrabajistas Miroslav Vitous y Jiri (luego George) Mraz y el pianista y tecladista Jan Hammer, todos en Estados Unidos desde fines de los 60.
De Alemania Oriental salieron el pianista Joachim Kühn, el clarinetista Ernst-Ludwig Petrowsky y el baterista Günter “Baby” Sommer, y en Lituania (todavía parte de la URSS) apareció el Ganelin Trio.
España sufrió durante años el oscurantismo franquista, pero puede exhibir dos hechos importantes: por un lado, el catalán Tete Montoliu fue uno de los pianistas más importantes de Europa, habitual acompañante de Dexter Gordon, Chet Baker, Kenny Dorham y Roland Kirk. Por el otro, en 1967 el saxofonista Pedro Iturralde grabó el álbum Jazz Flamenco , en el que no solo dio a conocer al joven Paco De Lucía, sino que se transformó en uno de los pioneros de una corriente muy en boga en años posteriores: la de la fusión del jazz con las músicas nacionales.
En 1969 el cellista y productor alemán Manfred Eicher creó los sellos ECM (Editions of Contemporary Music) y Japo, y formó un catálogo que incluía a muchos de los aquí nombrados (Wheeler, Surman, Holland, la Globe Unity, Rava, Garbarek, Rypdal, Stenson, Andersen, Vesala, Bailey) y a norteamericanos como Keith Jarrett, Chick Corea, John Abercrombie, Paul Motian, Gary Burton, Pat Metheny, Paul Bley, Mal Waldron y Marion Brown. Con un revolucionario concepto gráfico y de sonido, ECM fue en buena medida un espejo en el que se reflejó esta nueva música. Sellos independientes como Incus y Ogun en Inglaterra, FMP en Alemania o ICP en Holanda, creados y administrados en muchos casos por músicos, sirvieron para documentar la música de ese momento y lugar.
El jazz italiano y su buena salud
Creo que el suceso de este género relegado por decenas de años a los márgenes de la programación de los grandes teatros, lejos de los reflectores, de los palimpsestos radiotelevisivos y poco considerado por el papel escrito, deriva del hecho de que el jazz es por antonomasia la verdadera música contemporánea del siglo XX en tanto, más que las otras, ha encarnado el extraordinario recorrido del siglo apenas finalizado. Después de haber navegado por los océanos se ha radicado en los cinco continentes intentado metabolizar y traducir en un nuevo lenguaje los estímulos sugeridos por las culturas locales y por lo tanto, en cuanto música actual, no puede no dar cuenta de lo que acontece alrededor: es una lengua que se aprende con las mismas técnicas de aprendizaje de los idiomas hablados, y es a través de los sonidos, las melodías y los ritmos cadenciosos que se aprende a comunicar.
Por esta razón, el jazz italiano es variado y creativo, en tanto y en cuanto son varias y creativas las lenguas y los dialectos que se hablan de Norte a Sur, en los bastiones lingüísticos de las áreas ladinas, las griegas en Calabria, hasta las tunecinas de la pequeña isla de San Antíoco, en Cerdeña, donde se habla aún el tabakino arcaico y se come el cous-cous. Y en esto, a mi entender, el jazz italiano se diferencia del resto de Europa y del mundo. Es un jazz, el nuestro, que vive las contradicciones de una tierra asimismo contradictoria, donde no sólo se hablan decenas de lenguas y centenares de dialectos distintos, sino que además, hoy, la centralidad cultural está finalmente descentrada y descentralizada y donde es fácil encontrar músicos fantásticos, a menudo muy jóvenes e increíblemente preparados, en los centros más pequeños y más lejanos de las grandes metrópolis.
Y si Italia celebra en este 2011 sus 150 años de vida y de unidad, nunca se ha asistido, quizá, a un momento tan complejo y de difícil comunicación en la diversidad.
Si esto en política puede ser (y vistos los resultados, “es”) un obstáculo, en arte devine un extraordinario instrumento de riqueza y de creatividad capaz de relatar esa diversidad que deviene patrimonio, historia y cultura.
He aquí por qué el jazz italiano es hoy rico y está caleidoscópicamente articulado. Porque allí se encuentran y allí se mezclan generaciones diversas que han visto historias diferentes, pero que están profundamente ligadas al credo de una música amada y respirada a su modo y más allá de todas las geografías.
Son historias que migran al mundo y regresan con otras raíces de otros continentes al propio pueblito trazando rutas que fueron recorridas en los inicios del siglo recién finalizado que ha dado vida al jazz y que ha prometido esperanzas a los hombres.