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miércoles, 26 de diciembre de 2012

ADIOS A DAVE BRUBECK (1929 - 2012)



Fuera del tiempo

 




Por Diego Fischerman

Un cuadro abstracto en la tapa. Una serie de temas que experimentaban con compases inusuales en el jazz. Un cuarteto de notable interacción, con una infrecuente riqueza en la base rítmica –Eugene Wright en contrabajo y Joe Morello en batería–, un uso fluido de acordes disonantes y estructuras polirrítmicas por parte de su líder, el pianista Dave Brubeck, y cuyo saxofonista, Paul Desmond, había convertido en estilo la precisión extrema del fraseo, un melodismo preciosista y la expresa falta de sobreactuaciones. Era 1959 y ése era un disco intelectual y elegante, “cool” en el único sentido que tuvo para el jazz: fino y jamás frío; capaz de decir tanto de quien lo escuchaba –de quien lo compraba; de quien lo tenía– como de sí mismo. Se llamaba Time Out y con toda su modernidad autoconsciente llegó al número 2 en la lista de ventas de la Bilboard. Según dicen, todavía hoy es el álbum de jazz más vendido de la historia.

El single con dos de sus temas, “Take Five” y “Blue Rondo à la Turk”, se convirtió en la primera grabación de música instrumental en vender más de un millón de copias. Y los derechos de autor de la primera de esas piezas, donados a la Cruz Roja por Desmond, su compositor, poco antes de su muerte, en 1977, aún le reportan a la organización un promedio de cien mil dólares anuales. Cuando se publicó, el 28 de abril de 1960, la crítica de la revista Down Beat, la más importante entre las especializadas en jazz en ese entonces, fue lapidaria. La firmaba Ira Gitler y fundamentaba la calificación de dos estrellas sobre cinco posibles –casi un insulto para quien ya en 1954 había ocupado la tapa de la revista Time– con la siguiente reflexión: “En la música clásica existe una clase de tontería pretenciosa, llamada en ocasiones ‘semiclásica’, que, para alguna gente, reemplaza al objeto auténtico. Como un paralelo, Brubeck es un músico de ‘semijazz’. Existe un ‘jazz pop’ sin pretensiones, como el de George Shearing, por ejemplo, que uno acepta por lo que es. Pero Brubeck, en el otro extremo, lleva ya demasiado tiempo laureado como un músico de jazz serio”.

Gitler comentaba uno a uno los temas del disco –y las notas de su contratapa–, se refería al ostinato de “Take Five” como a la “tortura china del agua” y concluía diciendo: “Si Brubeck quiere experimentar con el tiempo, que deje de insultar al público con esa clase de recursos demoledoramente aburridos”. La furia del crítico no era nueva y reflejaba la reacción de la que Brubeck era objeto ya desde sus extraordinarias grabaciones junto a Carl Tjader, en octeto y en trío, y desde los impactantes primeros registros en vivo del cuarteto, de 1952 y 1953, en el club Storyville de Boston, en el Oberlin College, en el Wilshire-Ebell, en el club Black Hawk de San Francisco y en el College of the Pacific, de Stockton, California. En 1960, además de Time Out, otros discos de Brubeck fueron comentados por Down Beat: los excelentes The Riddle, Southern Scene y Bernstein Plays Brubeck Plays Bernstein. Ninguno de ellos obtenía más de tres estrellas y en todas las críticas era notoria la incomodidad con el hecho de que el pianista fuera inmensamente popular. Y, de paso, en todas ellas pasaba inadvertida la originalidad, la energía de las improvisaciones y la manera en que se trascendían los límites formales, rítmicos y armónicos de los solos. Un despliegue de modernidad que lejos de ahuyentar al público lo atraía y que, tal vez como consecuencia de esa gravitación, propiciaba una cólera simétrica de cierta crítica especializada y de gran parte del mundo del jazz.
Brubeck murió el miércoles pasado. El jueves habría cumplido 92 años y hasta hacía muy poco daba conciertos de piano. Time Out es apenas uno de los grandes discos de una carrera única por su extensión y calidad. Desde sus grabaciones tempranas en octeto, trío y cuarteto hasta los álbumes finales, ya con más de 80 años, hay allí infinidad de puntos altísimos. Time Out no fue el primer disco moderno de la historia. Ni tampoco el primero en exhibir esa modernidad como argumento –incidentalmente, el cuadro de la tapa pertenecía a Sadamitsu Neil Fujita, quien años después diseñó la tapa para El Padrino–. Ya las ediciones del sello Pacific, a fines de los ‘50, utilizaban cuadros originales en sus portadas. Y en 1959 se publicó ese otro mojón, Ah Um, de Charles Mingus, que también utilizaba la abstracción como señuelo. Pero Time Out, un disco que colocaba al tiempo en su título, lograba enfocarlo con una mira telescópica. Eran los años de las Variaciones Goldberg de Glenn Gould (publicadas en 1956), del culto al contrapunto y a la primacía de las formas puras. Era la época que desembocaría en el Sgt. Pepper de Los Beatles, en la Sinfonía collage de Luciano Berio y en un entramado social donde la cultura, y en particular, lo moderno, ocuparía un lugar central.

Una edición de discos de música académica contemporánea sería publicitada en la revista Time con un sugerente slogan: “Tenga una Navidad dodecafónica”. Y, en Buenos Aires, otro disco donde un discreto experimentalismo y el espíritu camarístico de las interpretaciones se entremezclaban con tradiciones populares para articular un exacto destilado de época ponía al tiempo en su título y a la pintura abstracta –un cuadro de Vicente Forte– en su frente. Nuestro tiempo, de Astor Piazzolla, recuperaba, además, aquello que Brubeck había formulado en su Fugue on Bop Themes. Los parentescos de Brubeck y Piazzolla (el primero era apenas unos meses mayor que el segundo, por otra parte) van, sin embargo, más allá. Por obra del talento, más que del programa estético, ambos estuvieron entre los muy pocos capaces de lograr el Gran Sueño de esa música de tradición popular que intentaba disputarle a la académica el cetro de lo artístico y profundo: complejidad y riesgo estético en la composición; fluidez y swing de la interpretación.

Mucho después, Brubeck contó que los críticos que lo despreciaron le habían ido pidiendo perdón, a lo largo de los años. También Gitler, que se defendió diciendo que su crítica “no había sido totalmente desfavorable”. Su familia lo describió, luego de su muerte, como un “hombre de lealtades firmes”. Estuvo setenta años junto a la misma mujer y su cuarteto, con pocas variantes –y a veces ampliado a quinteto o reducido a trío–, existió a lo largo de cuatro décadas. Improvisador sorprendente, compositor genial (como prueba bastaría “Rising Sun”, incluida en el disco Jazz Impresions of Japan, de 1964) y factor nuclear de una química extraordinaria en cada uno de los grupos que lideró, su música combinó, como muy pocas, la fantasía y el desafío con la más extrema de las cortesías. Como en la de Mozart, en la música de Brubeck la osadía jamás es declamada y se acomoda a la mayor de las elegancias. Y, como en Mozart, ese contraste resulta maravilloso. Su muerte tal vez coincida con la de toda una era en que la modernidad –aun cuando muchos consumieran apenas su pátina– fue atractiva y deseable. En que el tiempo, devorado y devorador, siempre consumiéndose a sí mismo y, a la vez, imparable –ese arma cargada de futuro–, podía estar en el centro de la escena. El músico y su época han muerto. La supervivencia de su obra permita, quizás, aventurar otros tiempos.


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