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sábado, 22 de octubre de 2011

ERIC CLAPTON EN RIVER, ANTE 40 MIL PERSONAS


El veterano guitarrista británico dio el show esperable, lo que no quiere decir “predecible”: con las obligatorias revisitas a los clásicos de su repertorio, supo hacer espacio para algunas canciones no tan habituales en vivo.


Por Cristian Vitale

ERIC CLAPTON
Músicos: Steve Gadd (batería), Willie Weeks (bajo), Chris Stainton (teclados), Tim Carmon (teclados), Michelle John (coros) y Sharon White (coros).
Grupo invitado: Guasones.
Duración: 120 minutos.
Público: 40 mil personas.
Estadio River Plate, viernes 14 de octubre.

Eric Clapton sale puntual y casi no saluda. No necesita palabras para ganarse a la gente. Es como es. Sobrio, parco, calmo. La barba como siempre: a medio afeitar. Y los lentes angostos apenas alcanzan a cubrir sus ojos chicos. La luna, que asoma tras la San Martín alta, está llena. Igual que aquella inolvidable noche primaveral de 1990, en ese mismo lugar (River), cuando este guitar hero de la historia universal del rock daba uno de los mejores shows que se hayan visto en Argentina. Más eléctrico que acústico, mágico y estrellado, así fue aquél. Más eléctrico que acústico, mágico y estrellado –elipsis clavada, casi simétrica– resultó éste, como si 21 años hubiesen tardado horas. Como si las 40 mil personas que poblaron River aquella vez hubieran permanecido allí, inmodificables, impasibles. Clapton, el mago de Ripley, el king blanco de Fenders y Gibsons, vino alguna vez más al país (la última fue hace diez años) pero tuvo que llegar este viernes, ante un estadio igual de colmado, para extirpar con su música la melancolía colectiva que había provocado aquel hito, entre los que estuvieron y entre los que no, pero se lo contaron. 45 años tenía entonces, 66 tiene hoy, y Slowhand era el mismo. Sólo restaba saber en qué parte de su zigzagueante devenir de estilos y épocas caería el péndulo.
Y cayó en lo esperado. Clapton hizo foco en un todo compacto. Pragmático. Casi un crossroads condensado en un vivo de dos horas que tuvo un fin éticamente eficaz: revalidar el amor con su público criollo sólo a través de la música. Hubo pop, muy poco. Hubo más rock cristalino, blues potente y ryhtmn & blues elegante. Hubo reggae, reminiscencias jazzeras y libertad. Hubo una banda impecable en polirritmias que no ahorró en adobar ciertos clásicos con intensos pasajes instrumentales, algunos psicodélicos, otros virtuosos pero venales. Que tuvo algo de aquellas jams instrumentales del primer Cream, y mucho de seguirle el tren a este hombre cambiante, tan dúctil en retardos, efectos y pedaleras, como fino cuando hay que pulir a nuevo las cuerdas de la guitarra, y trascender nítido. Una yunta de tecladistas bien diferenciada en matices, recursos y sonidos (Chris Stainton y Tim Carmon), más el experimentado Steve Gadd en batería, Willie Weeks al bajo y dos coros femeninos (Michelle John y Sharon White) tendieron la alfombra ideal para que God dejara ser sus notas.
Las deslizara tranquilo. Las clavara en cada quien.Y a veces más profundo: el riff lacerante que introduce “Hoochie Coochie Man”, la gema eterna de Muddy Waters, fue un caso. Una prueba sintética de que el blanco destiñe bien cuando se deja impregnar por auras negras, y en esto, Clapton es un contumaz por la positiva. Una sensación de traslado al delta del Mississippi, con sus giros urbanos, claro, que ha sido una constante –”excepto excepciones”– en el devenir del hombre. La contundente, demoledora en swing, resignificación de “Crossroads” también. No hay forma de sustraerse al mandato instintivo del cuerpo cuando le da por resignificarla y así ocurrió en este River. Así ocurrió, también, con la “Cocaine” de JJ Cale –cómo evitarla– o con “I shot the sheriff”, de Bob Marley, ambas hermanadas (igual que “Little queen of spades” y “Crossroads”, de Robert Johnson) por haber trascendido en nombre de otro nombre. O “Layla”, súper arreglada, aletargada, bien diferente de la de Derek and The Dominos o cualquiera de las que haya hecho en el pasado, pero igual de conmovedora. U “Old love” –qué agregar de ella y su status de pieza matriz–. El péndulo, al cabo, se movió en esos ejes. Ejes seguros, esperables y esperados, que no impidieron –buen signo– que Clapton incorpore al setlist “tribunero” algunos deslices. Cualquiera los puede tener.
Por esa arteria circuló, tal vez –y más allá de la inevitabilidad de los clásicos–, lo más jugoso de la noche. Dos de esas perlas las fue a buscar a su primer disco solista. “Tell the truth” y “Nobody knows you when you’re down and out”, impecables, evocaron en los más melómanos el aura del guitarrista que las tocó cuando nacieron: Duane Allman, el Allman Brothers muerto hace largo tiempo (octubre del ’71), que tuvo el mérito de haber incorporado en Clapton ese sonido rústico y envolvente del rock sureño. Así sonaron las dos, ásperas y hechizantes. A ese momento recurrió también para manotear el elegante ryhtmn & blues que inauguró la noche (“Key to the highway”) y a un par de añitos después (1977) –volviendo a los lados A– para reflotar, además de “Cocaine”, claro el otro hit de Slowhand: la tan difundida como poco atrevida “Wonderful tonight”... único desliz “real” de una noche atravesada por deslices irreales, maravillosos. Por rescates emotivos y una deuda cancelada con la nostalgia.

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