Por Diego Fischerman
Había un programa de televisión. Se llamaba, como se llamó después la obra de teatro, Doña Disparate y Bambuco (aunque no sé por qué, en casa decíamos “Bambuco y Disparate”). Allí estaban Leda y María pero no era lo único que había. Si no me equivoco, un hombre gigantesco enseñaba a tocar el tonette, asignando a cada nota un número. Y uno aprendía, también, a “fabricar” pergaminos antiguos, con papel, aceite y talco. En esa época, papá trajo a casa el primer disco de María Elena Walsh que tuvimos, Canciones para mirar, con una tapa de papel satinado. Fue a comprarlo, contaría infinidad de veces, a un departamento donde una señora de ojos claros atendió la puerta, dijo “un momentito” y al rato salió con el disco en la mano.
Yo tenía seis o siete años. No había casi televisión –El Capitán Piluso, algunas series, El llanero solitario, Superman–-; estaban los discos Calesita, de plástico de colores, con canciones infantiles tradicionales, y un LP de “nursery rhymes” (“The Farmer in the Dell”, “Jack and Jill”, “London Bridge”, “Mary Had a Little Lamb”, “Humpty Dumpty”). Estaba la bicicleta, también, y las revistas mexicanas, y el Parque Rivadavia los domingos a la mañana, y una escuela en la que no podía suceder nada interesante. Era un mundo pequeño. No había muchas novedades: apenas las que podían entreverse en las conversaciones de los grandes. Y ese mundo cambió de tamaño con Leda y María. No se trataba sólo de canciones divertidas –que lo eran–. O tristes –“La Pájara Pinta” era insoportable, por más que la “escopetita verde” intentara restarle algo de dramatismo–. Lo que allí sucedía era la revelación de un universo en el que cabían bagualas, milongas, zambas, el vodevil, el jazz, ritmos caribeños, más adelante chamamés y chacareras y hasta un twist. Leda y María se convirtieron, en poco tiempo, en María Elena Walsh a solas. O, mejor, en ella junto a músicos como Oscar Cardozo Ocampo y acompañada por arreglos de una sutileza y un detalle altamente infrecuentes en la música argentina en general y, hasta ese momento, simplemente impensables en las canciones para niños. Yo no lo sabía entonces, y ella lo negaría cada vez que pudiera, pero en esas canciones había un proyecto pedagógico. Un modelo acerca de lo que el aprendizaje podía ser y acerca de lo que tenía que abarcar.
No se trataba de moralejas, desde ya. Ni de esa escuela que funcionaba como un Rey Midas al revés, convirtiendo todo lo que pasaba por ella en tonto, aburrido y, sobre todo, falto de humor y novedad. Las canciones de María Elena Walsh, como lo que estaba en sus discos anteriores junto a Leda Valladares, respondían a un cierto modelo humanista según el cual cuanto más se conociera más libre se podía ser. La exhumación de folklores, el americano o el español, como en el notable Canciones del tiempo de Maricastaña (“en qué nos parecemos, tú y yo a la nieve; tú en lo blanca y galana, yo en deshacerme...”) respondían al mismo impulso que el mapa que sus canciones infantiles buscaban trazar: la diversidad como un bien en sí mismo. Y la cuestión no estuvo ausente, tampoco, en su plan para educar adultos. El chamamé “La Juana”, en todo caso, era una pequeña lección de sociología (“sé que ustedes pensarán, que pretenciosa es la Juana, cuando tiene techo y pan también quiere la ventana... yo vivo en un cuadradito de oscuridad recortada... y mi único balcón es ver la televisión”). Y ese “¿diablo estás?” al que se le contestaba con “me estoy poniendo la cartuchera y la casaca militar, y con mi música de metralla a todos quiero ver bailar” resultaba igualmente didáctico en ese 1968 previo al Cordobazo. Su Juguemos en el mundo, estrenado en el Teatro Regina, se convirtió en un éxito sin precedentes inaugurando además un género, “a la manera del Olympia de París”, según la revista Primera Plana.
Podría pensarse que la educación argentina –y la vida misma– se desarrolló, simultáneamente, en dos direcciones opuestas. Dos poderosas líneas se habían ido gestando junto con el país: una abierta, atenta a la variedad y a las novedades de todo tipo; la otra, cerrada en sí misma. Una sintetizada, tal vez, en ese espíritu dentro del cual revistas como Primera Plana o Análisis reemplazaron a la Iglesia en la formación del gusto de clase media; la otra corporizada en el golpe de Onganía y su gesto restaurador. En la primera sonaban las relecturas del folklore del Nuevo Cancionero mendocino, de Mercedes Sosa y, claro, de Leda y María. A la segunda le llegaría su banda de sonido con Roberto Rimoldi Fraga. ¿Diablo estás?, preguntaba María Elena Walsh. Y el lobo estaba poniéndose su cartuchera para imponer, además de los consabidos recetarios económicos de sus ideólogos, un modelo cultural. “Anastasia querida”, le cantaba Nacha Guevara a la censura, que se entronaría en esos años y que, luego de un cortísimo interregno al comienzo del gobierno de Cámpora, volvería a reinar a partir de 1975.
En 1979, en plena dictadura, Walsh escribió un texto titulado Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes. No era exactamente un alegato contra la tiranía, de hecho –concesión a los tiempos que corrían o, tal vez, convicción– reivindicaba la lucha contra el terrorismo –aunque lo llamara, igual que los militares, subversión–. Era un texto contra la censura. Allí se hablaba de la libertad. Se hablaba de la Argentina abierta, en cuya aniquilación la Junta Militar puso por lo menos tanto ahínco como en la de la lucha armada. Los niños de los ’60, formados por la riqueza cultural de sus canciones, por los infinitos juegos que podían surgir de “el gato que pes, sentado en su ventaní”, la “gaviota medio marmota” que confundía un perro salchicha con una gran lombriz o las “ganas muchas ganas, de tomarse un desayuno con catorce medias lanas”, pertenecían a ese país. Se habían (nos habíamos) educado en un mundo de bomberos con brillantes sacapuntas y de escuchas donde se pasaba con naturalidad de la chanson francesa al huayno y del jazz o la chaya al “Señor Juan Sebastián”.
Ya en los ’90, Walsh me dijo, en una entrevista, que la Argentina había salido del jardín de infantes pero estaba en la secundaria y en una escuela de varones. Era un país de “muchachones”, decía. Ese país en que la comicidad adquiría la forma de la módica violencia de la “jodita”, y donde se buscaba zafar más que estudiar, con Tinelli como referencia cultural y, un poco más adelante, con Macri como más perfecta encarnación política, con su culto a la homogeneidad más flagrante y su desprecio por el saber (al fin y al cabo, se puede dirigir una empresa y hasta ser intendente sin haber leído un libro), volvería a poner en entredicho a la Argentina abierta. La modernidad del ’68, con Juguemos en el mundo y, a pocas cuadras, la María de Buenos Aires de Piazzolla y los primeros recitales de Almendra, ya no estaba más. Era, quizás, un proyecto terminado. Y, no obstante, permanecía –y así seguirá siendo– en esas canciones extraordinarias. En esas obras de perfecta concisión, belleza melódica, humor, inteligencia, ingenio y vuelo poético que enseñaron –y enseñarán– que sin curiosidad no hay escucha verdadera, Y que mostraron, entonces y siempre, que un mundo más grande es un mundo mejor.
HACER LA HUELLA
Por Alan Pauls
ANIMALES QUE HABLAN NUESTRO IDIOMA
Por Isol
Pensé que me sería fácil escribir sobre María Elena Walsh, porque a menudo hablo de ella –de sus canciones especialmente– con cariño y admiración. Y sin embargo, hoy me resulta arduo escribir lo que me produce su obra y el hecho de haber crecido con ella, como si tuviera demasiadas imágenes y emociones revueltas. Porque está ligado al disfrute íntimo, a imágenes y danzas de mi infancia. Vuelvo a escuchar estos días las canciones de los discos que no oía hace años, y confirmo que me las acuerdo enteras. Y puedo entender por qué. La magia de las canciones de María Elena Walsh es que tienen la potencia del poema de calidad y también el desparpajo del juego: ahí hay una persona que se divierte, señores. Una persona curiosa, aventurera y culta, que nos ofreció los dorados frutos de su caminata por este mundo en forma de canciones, poemas y cuentos, sin vergüenza ni prejuicios hacia su público, usando todos los elementos que tenía a mano sin mezquinarnos inteligencia, emoción ni mezclas sorprendentes. En síntesis: la Walsh no se sacaba la cabeza para hablar con los niños.
Las cosas que quiere Osías el osito, yo también las quiero: ríos con peces, jardines abiertos, tiempo no apurado para jugar, cielo celeste de verdad, y un poco de conversación en caso de soledad. La pájara Pinta (una de las canciones más tristes que oí nunca) sigue siendo una canción que me estremece con su pájara hecha viuda por un cazador y su “escopetita verde”. Hay algo tan tierno en las canciones de Walsh, que aún las polillas deciden acerca de la naftalina “no la maten, me da pena” (como si pudieran ganar esa batalla). En la hormiga Titina, aunque deseamos que ella se salve, el hecho de que la araña se quede sin comer y adelgace nos deja un regusto para reflexionar acerca de cómo sería la canción si la heroína fuera la araña. La autora no es ingenua, no esconde las paradojas y las contradicciones, aunque es compasiva con sus personajes. El Mono Liso se apena de la naranja y la guarda viva en el refrigerador, la Reina Batata se salva del cuchillo... Como su admirado Lewis Carroll, María Elena se permitía unos delirios geniales de lo más lógicos. Sus obras brotan hacia muchos lados, abriendo sentidos múltiples, pero dentro de una estructura simple y cálida, como una invitación: la tetera es de porcelana pero no se ve, y aun así tomamos el té, sin saber cómo eso es posible, ¿y qué importa, de todas formas?
Sus canciones narran muchas historias distintas y, dentro de su estilo despojado, los arreglos musicales están elegidos cuidadosamente de acuerdo al tema, variando los géneros musicales desde una canción japonesa a un samba de Brasil. Para una aventura como la de los gatos que confunden una danza con un concurso de belleza, usa una chacarera con mucho humor. En “Los castillos”, la artista trabaja con aires medievales, presentando a los castillos como personajes abandonados. En “La vaca de Humahuaca” tenemos aires norteños, así como en la de “Baguala de Juan Poquito”, y en el mismo disco hay milongas, jazz, dixieland... Así, en cada canción Walsh juega con elementos de diferentes folklores, estructurando las palabras y el ritmo de la poesía de acuerdo a ese género, casi como hace un ilustrador al trabajar con un cuento: buscando un diálogo entre ambos lenguajes que lleve a la conexión del oyente o lector con el sentido final de la obra, con lo que se quiere evocar. María Elena era una gran narradora a través de sus canciones, y parte de la emoción que logra en sus mundos cantados proviene de su búsqueda y sensibilidad como música, regalándonos paisajes que abrevan en las tradiciones de distintas culturas y amplían nuestro horizonte.
El nivel poético de su obra, el respeto hacia su público, fuera niño o adulto, es para mí una inspiración. Dijo Chéjov: “Si deseas trabajar en tu arte, trabaja en tu vida”. Su figura de mujer talentosa y buscadora de su verdad, valiente y viajera, también me inspira. Recuerdo que en mi primer viaje a París me sorprendí con una callecita estrechísima al lado del Sena, llamada Rue du Chat qui Pêche, y pensé que María Elena debía de haber pasado por allí en los años ’60, y se habría dejado llevar por ese sugestivo nombre para crear “La calle del gato que pesca”, una de mis favoritas, con sus juegos de sílabas y su historia del gato que roba sombreros. Me gusta imaginar que ella pasó por ahí, aunque no sé si es verdad. Pero que pasó por mí y por muchos más, para quedarse, de eso estoy segura.
Gracias, María Elena querida, por habernos invitado a jugar con vos.
LOS PERSONAJES HUERFANOS
Por Andrea Ferrari
Teniendo en cuenta su fama y prestigio, el Comité de Emergencias decidió contactar a M. en primer lugar. Les informaron que estaba viajando de incógnito desde París (odia el acoso mediático) y demoraría entre dos y sesenta y ocho días en llegar a su hogar. Era, en realidad, un contratiempo previsible. M. sigue yendo una vez por año a Europa para probar los últimos tratamientos de belleza, algunos de los cuales han conseguido notables cambios en su cutis. Lamentablemente, los científicos aún no han podido evitar que en la larga travesía de regreso esos efectos tiendan a desaparecer, por lo cual al poco tiempo ella emprende un nuevo viaje. Entre idas y venidas, no pasa en Pehuajó más que cuatro o cinco días al año, en los cuales descansa al sol.
Como no tenían tiempo que perder, los miembros del Comité decidieron seguir con el próximo en la lista, M.L. En este caso tuvieron más suerte, ya que el susodicho se encontraba cazando en Corrientes, donde en esta época del año se abre la temporada de naranjas. Eso significa que durante quince días las naranjas se arrojan de los árboles e intentan alcanzar su destino sin ser interceptadas por los cazadores. Cuando el Comité llegó, M.L. ya había capturado a dos, que se quejaban amargamente desde el interior de una bolsa, sin que el cazador se conmoviera en lo más mínimo. Antes de darle la noticia, el Presidente del Comité le pidió que se sentara y dejara a un lado su arma. Fue un gesto prudente: se sabe que no hay nada más peligroso que un mono con navaja.
De Corrientes la comitiva se trasladó a Humahuaca. Encontraron a la vaca en la escuela, ya que pese a su proverbial dedicación al estudio aún no ha logrado superar quinto grado. Recibió la noticia con cara seria y ojos húmedos, lo que no difiere mucho de una cara de vaca normal.
Para el siguiente personaje, el Comité de Emergencias se preparó con más cautela. Es conocido que el señor de G. (ya no le gusta que le digan brujo y menos brujito) es proclive a las reacciones intempestivas. Por eso solicitaron la asistencia del Dr. Doctorrrr, que los acompañó en su vehículo equipado con todo tipo de vacunas. Preventivamente, todos se aplicaron tres.
A continuación venía el destino que los miembros del Comité más temían: tenían que visitar a D.K. en Misiones. En los últimos años, este personaje encontró una compañera con la que tuvo cinco voluminosos hijos. Todos ellos han heredado de su padre una tendencia a la dramatización y al desborde de sus lagrimales. Según cálculos de los científicos, seis elefantes que lloren conjuntamente durante ocho horas pueden generar unas veinticinco mil millones de lágrimas, lo que equivale a quince toneladas de agua al cubo (las lágrimas de un elefante joven pesan 2,4 veces más que las de uno anciano). Se entiende que el riesgo era grande: la selva misionera podía inundarse y los ríos desbordar. Incluso podía llegar a producirse un desequilibrio en las Cataratas del Iguazú que sepultara a los turistas y a los coatíes. Para evitar una catástrofe, el Comité tuvo que talar un bosque entero y fabricar dos camiones de cataplasmas de aserrín y otros dos de sopa de avena, que es lo que suele relajar a la familia K. (Esta noticia probablemente disguste a los ecologistas, pero algunas veces grandes objetivos implican grandes sacrificios)
En tres días más de incesante trabajo, el Comité logró cumplir su objetivo: más de cien personajes fueron contactados, algunos tan difíciles de hallar como la Familia Polilla o la Hormiga Titina. El esfuerzo estaba bien justificado, ya que la súbita orfandad de tal cantidad de personajes ponía en grave riesgo al país.
Se trata de un proceso complejo: cuando los personajes quedan huérfanos, pueden asumir diferentes actitudes. Algunos empiezan a envejecer, lenta pero inexorablemente, hasta que un día nadie los recuerda. Otros adquieren por un tiempo un renovado vigor y luego se marchitan. También están los que ni se inmutan ante el fallecimiento del autor. Pero a veces sucede que los personajes deciden marcharse con quien los ha creado. Se produce un fenómeno de implosión y, de un momento para el otro, desaparecen.
Tratándose en este caso de nombres que andan en boca de todo el mundo, el peligro era evidente: un personaje que desaparece cuando está en la boca del usuario puede dejar un agujero de proporciones considerables. Peor aún es si ya ha avanzado hacia el interior del cuerpo: en ese caso se corre el riesgo, por ejemplo, de que explote una arteria o se perfore un órgano. Lo más grave, sin embargo, sucede cuando el personaje implosiona una vez que está en el corazón: en tal caso, la muerte del usuario es inevitable.
Se entiende, entonces, que urgía tomar medidas. Los personajes fueron conducidos por el Comité al Palacio de Convenciones, donde discutieron durante dos días y dos noches (en realidad, algunos sólo discutían de día, como Mambrú, que es militar, y otros sólo de noche, como Miranda y Mirón, que son lechuzas). Finalmente tomaron una resolución conjunta y emitieron un escueto aunque contundente comunicado. Que dice así:
“Reunidos en el Palacio de Convenciones a los dieciséis días del mes de enero de 2011, los personajes aquí presentes hemos analizado la situación y llegado a una decisión de común acuerdo. Resolvemos que:
1) María Elena Walsh no murió. Está trabajando en su casa y prefiere no ser molestada.
2) Los personajes siguen a disposición del público consumidor. Se ruega no abusar”.
Dando por finalizada su tarea, los integrantes del Comité de Emergencias tomaron el té en tacitas de porcelana.