"La eternidad" de la música...
"La eternidad" de la música digital no eliminanará el vinilo
El autor de esta nota elabora un verdadero manifiesto en favor del vinilo y dice que mientras todos los formatos musicales se tambalean presionados por la Red, el clásico microsurco mantiene la esperanza.
Por: Ignacio Juliá
RESISTENTE. El vinilo estableció un canon estético y unas medidas comparables a las que definieron la novela de trescientas páginas en el siglo XIX o en el XX los largometrajes de noventa minutos.
Hace cosa de un año cambié la aguja a mi vetusto tocadiscos, acto anacrónico en esta época de azarosas descargas comprimidas en formato mp3 y reproductores cada vez más diminutos. Llevaba más de tres lustros con la misma aguja, usando el giradiscos para ocasionales audiciones de vinilo, esa materia de la que antes estaban hechos los sueños. La muy notable mejora acústica que el simple reemplazo de la mágica púa produjo está arrinconando a los CD en mis audiciones puramente lúdicas: la calidez orgánica del sonido analógico - de analogía con la naturaleza, pues se basa en la electricidad y la mecánica no en fríos dígitos almacenados en un disco óptico-me devuelve a la vieja polémica del acetato frente a los posavasos digitales.
A partir de 1982, se nos vendió el sonido digital como la panacea, cuando en realidad los primeros discos compactos rebajaban frecuencias, es decir información, con respecto al vinilo: es decir, quien conoce a los Beatles en sus reediciones digitales no ha disfrutado plenamente de su música, del mismo modo que quien contempla un Van Gogh en la pantalla de su ordenador no puede sentir lo mismo que quien lo ve colgando de la pared de un museo.
En aras de la pureza sonora y de una pretendida eternidad frente al anticuado y crepitante vinilo, se arrinconó el sonido analógico como otra víctima más del progreso tecnológico. Se obviaba naturalmente que un simple arañazo puede dejar inservible un CD y, más importante, que su confortable funcionalidad encubría fecha de caducidad.
La oxidación de la capa plástica que salvaguarda la información puede hacer que la música desaparezca en cuestión de años sin siquiera desprecintar el disco, cuando un viejo microsurco, por ruido de fondo que haya adquirido tras repetidas escuchas, seguirá ahí tan vivo como las pinturas rupestres de Altamira. Podría incluso postularse que la expresión humana no ha cambiado esencialmente desde que se pintaban escenas de caza en cuevas, sólo la tecnología para canalizar y conservar esa expresión ha progresado.
Dicen que el vinilo vuelve y que podría sobrevivir como único formato físico para la explotación de la música en un futuro no demasiado lejano donde las discográficas se unirán en una suerte de discoteca virtual a la que estaremos suscritos. Pero en realidad el vinilo nunca murió del todo, lo saben bien los DJs y los aficionados al rock educados en el ritual del bautizado en 1948 como long-play, cuyo tamaño permitía adjuntar vistosos grafismos y textos legibles sin lupa. Sigue conservando a día de hoy el carácter de objeto coleccionable y, además, superará en longevidad a los CDs en lo que se refiere a preservar sonidos con garantías.
No sólo eso, estableció un canon estético y unas medidas comparables a las que definieron la novela de trescientas páginas en el siglo XIX o en el XX los largometrajes de noventa minutos (una excepción donde la calidad sí se corresponde con el riesgo de pérdida sería el DVD, que permite el visionado en condiciones del legado cinematográfico).
Mucho más que fetichismo
Los cincuenta minutos que aloja un elepé sellan una secuencia de temas musicales, un discurso tan importante como la suma de sus partes. No es pues sólo fetichismo lo que atrae del vinilo, sino estructura potencialmente narrativa, significativa concentración, y la ausencia de esa pertinaz fatiga auditiva que causan los CDs, por su larga duración y por la aséptica presencia de frecuencias, algunas inaudibles. Otra cosa es que el fetichismo artístico de las nuevas generaciones parezca estar disminuyendo, o abstrayéndose, en ese universo siempre disponible, supuestamente infinito de lo digital, con Internet a la cabeza.
Dentro de mil años, se conservarán microsurcos preservando a Miles Davis cuando los artefactos digitales quizá se hayan deteriorado totalmente, de igual modo que los frescos romanos de Pompeya o las pinturas de Velázquez siguen ahí cuando las instantáneas digitales de nuestras vacaciones pueden desvanecerse en un instante con solo pulsar la tecla incorrecta si no las hemos impreso en papel.
Es una idea que puede ampliarse a muchas otras disciplinas. Cuando uno hace limpieza y reencuentra ese fajo de cartas recibidas hace décadas, material sentimental devolviéndonos por instantes a un ser querido o una circunstancia olvidada, entiende que la funcionalidad del correo electrónico, aun facilitándonos la relación prácticamente instantánea con personas de todo el planeta, ha sido en cierto modo el cementerio de la verdadera correspondencia, aquella que tardaba largas horas en ser redactada y semanas en llegar a su destino, que se archivaba y reaparecía a cada mudanza.
Disfrutemos pues de la abundancia y múltiples ventajas de lo digital, pero no olvidemos que la cultura deberá seguir conservándose físicamente si no queremos legar al futuro un caótico agujero negro de información humana sin posibilidad de ser descodificada.
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