El barítono que dignificó el lunfardo
Cantó para Troilo, para Canaro y hasta para Piazzolla, entre otros. Pero encontró su consagración definitiva cuando les puso su voz grave a un puñado de milongas camperas. Fue un intérprete clave para el tango y también incursionó en el cine y escribió libros.
Por Cristian Vitale
Le decían El Feo. Cierto: su cara larga, prominente y barroca en sus formas, no armonizaba con los cánones de belleza impuestos por la real academia de la lindura occidental. Edmundo Rivero no tenía la sonrisa de Gardel, tampoco el brillo en los ojos de Hugo del Carril ni el glamour de macho uruguayo que le sumaba un plus a la voz de Julio Sosa. Tan feo era Edmundo que terminó resultando divino en un mar de condiciones mucho más importantes que una nariz, veinte dientes o dos orejas. Una voz gruesa, entre “barítona” y arrabalera, simbiosis algo exótica para el tango, que se elevaba llamativa, criolla e imperante ante cualquier audiencia. Que callaba, encontraba pro y contra pero se hacía escuchar. Una guitarra versátil, forjada en academias de música clásica, pero puesta a disposición de ese nexo de matices que acerca al tango con la milonga. Y una pluma que poca tinta ahorraba en disparar palabras como “diome”, “escracho”, “arranyate” o “mosquió” para llenar su sino con la impronta de cantor nacional.
Hoy cumpliría 100 años –murió hace 35, víctima de una miocardiopatía–. Había nacido en esa Pompeya y más allá la inundación descrita por Homero Manzi en “Sur”, se había criado en Saavedra y había asumido una personalidad definitivamente milonguera en Belgrano, barrio al que le dedicó una de sus primeras composiciones: (“Mi calle Cabildo sos linda como esas pibas que pasean por vos, cuántos idilios hay en tu seno, vos sos de Belgrano fuente del amor”, “Calle Cabildo”). Había cantado, bien joven, en los bravíos recreos del río de Quilmes. Había debutado profesionalmente en Radio Splendid, y había sido ungido –bien de joven– por Julio De Caro para cantar con esa orquesta entre las mil buenas de la época, en los carnavales del Pueyrredón de Flores. Breves hitos que lo fueron perfilando como un cantor casi único, muy inhabitual, entre los frontman tangueros de la época: lo tuvo Horacio Salgán durante buena parte del segundo lustro de los cuarenta. Lo tuvo Canaro. Lo tuvo –vía Carlos de la Púa– Aníbal Troilo, quien, pese a la resistencia de algunos de sus músicos, legitimó su voz ante los empresarios discográficos al registrar “Yira Yira” y “El último organito” en los estudios de Víctor. También Astor Piazzolla –un ratito– cuando la orquesta del mago le sirvió de plafón para interpretar una conmovedora versión de “El cielo en las manos” para la película homónima.
Pero fue la del cincuenta, cuando merodeaba los ’40, la década que le proporcionó a este feo que devino divino un lugar preciso, único y personal dentro del amplio mosaico de estéticas que significaba el género. Formó un conjunto de guitarras camperas, a la manera de los primeros ’20; se entregó al cine –No te engañes, corazón, La diosa impura, Al compás de tu mentira, Pelota de trapo–, a la literatura –Una luz de almacén y un libro aún inédito sobre cultura lunfarda– y desarrolló finalmente un estilo que lo iba a ubicar como “el” cantor a acompañar para los guitarristas que aún proliferaban en masa en la Buenos Aires pre nuevas olas, con Roberto Grela como icono y guía. Un ensamblado quehacer impregnado por una especie de “superestructura lunfarda” que iba a resignificar las lejanas huellas de Villoldo. De su pluma mordaz brotarían “Falsía”, “Las diez de última” –acompañado por Luis Alposta–, “Milonga del consorcio” y ciertos deslindes que lo corrieron para los aires de malambo, mediante el controvertido “Malón de ausencia” –escrito en homenaje a un bisabuelo inglés muerto por los pampas a mediados del siglo XIX–, e incluso hacia el campo más profundo –en música y letra– a través de ese controvertido estilo que llamó “La sureña”: “Usted es rica yo soy pobre, usted patrona, yo peón. No se puede hacer un nido, con un solo corazón”.
Los jirones tardíos en la vida de don Leonel Edmundo Rivero estuvieron signados por un contexto complicado, el repliegue del tango ante la avanzada de otras músicas, con otros hábitos, culturas y costumbres. Esto lo llevó a atrincherarse en uno de los pocos sitios donde el 2 x 4 siguió jugando de local durante ese oscuro “período intermedio”. El Viejo Almacén, que regenteó no sin problemas económicos pero con tacto de artista, sirvió de refugio para grandes figuras a las que las compañías y los espacios musicales les cerraban la puerta en la cara... un lindo antro en que las coplas paridas por su pluma fueron fiel registro de la época y sus giros: “En este Viejo Almacén / tengo un coro de gorriones./ Sabios, poetas y chorros / se mezclan por los rincones / un tango de antiguos sones / y un son de tangos cachorros”.
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