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jueves, 9 de junio de 2011

GUSTAVO SANTAOLALLA, DESDE ARCO IRIS HASTA HOY














Músico, productor, ganador de dos Oscar, fabricante de vino y cerveza y ahora jurado de un concurso de bandas de rock: ni él mismo sabe cómo funciona su vida, que describe como “una especie de caos organizado”. “Debo tener una buena utilización del tiempo”, arriesga.

Por Cristian Vitale

Está Gardel. Y está Evita en salvavidas, metida en una pelopincho. Hay soldados empuñando una bandera de los pueblos originarios, retratos de Bolívar, San Martín y Chávez, jugadores de los Chicago Bulls, Moctezuma con la serpiente emplumada en la cabeza y un obrero haciendo asado... El inmenso mural que colorea la planta baja del gigante de 33 pisos que YPF levantó en Puerto Madero habla de ciertos cambios. Claro, no está soberana, pública y nacional como la forjó Mosconi, allá por los años ’20, y como devino hasta 1989, cuando la avanzada neoliberal primero la reconvirtió en sociedad anónima y luego la vendió. Pero tampoco es, acompañando la impronta de estos tiempos, propiedad exclusiva de un grupo extranjero: el 25 por ciento, al menos, ya es de un capital privado argentino. “Fue una de las razones que me llevaron a aceptar participar de este concurso”, dispara Gustavo Santaolalla, cómodamente sentado en una de las oficinas del piso 27.

El “Gurú” fue convocado por la empresa para dirigir el jurado de Destino Rock, algo así como un campeonato nacional de bandas que tiene como objeto recibir, escuchar y seleccionar demos de grupos de rock de todo el país (ver las bases en www.ypfdestinorock.com) para premiar con la grabación de un disco y un DVD a aquellas cuatro que resulten elegidas. “No es menor el detalle de que parte de la empresa esté volviendo para acá, si tenemos en cuenta que en un momento casi deja de ser argentina. Esto es muy importante porque, si bien en forma particular estoy a favor de todo tipo de energías alternativas, soy consciente de que el petróleo es central para la economía de un país, y es bueno que esas fuentes estén relacionadas con nosotros y no con el capital de afuera”, se explaya Santaolalla, con la voz algo ronca y apenas mejorada por la intervención en su garganta de un té de jengibre con miel.

El multipremiado productor hizo un alto en sus constantes vueltas por el globo para hacer base en uno de sus destinos recurrentes. Y sumarle a una hiperactividad de múltiples direcciones –producción de bandas, elaboración de vinos y cervezas, shows con Bajofondo, creación musical cuando queda tiempo– una específica: escuchar los demos de todas las bandas que lleguen, seleccionar 100, luego 25 y finalmente 4, ayudado por los restantes miembros del jurado que él mismo eligió: Claudio Kleiman, Marcelo Fernández Bitar y Alfredo Rosso. “Dado el conservadurismo que se da en las épocas de crisis, eso de ‘ya sabemos lo que va a funcionar’, me parece valioso tener la posibilidad de que aparezca un concurso así, porque una de las cosas que sigue motivándome más que nada es descubrir nuevos talentos. Aunque me guste escuchar lo que ya conozco, Los Beatles o Dylan, yo qué sé, nada me excita más que escuchar algo que no escuché antes, alguien con una guitarra y una voz peculiar que me sorprenda.”

–El problema es el tiempo. ¿Alcanza?

–Es muy difícil para mí tratar de entender cómo funciona mi vida, es como una especie de caos organizado en el que, al final del día, todas las cosas están: los libros, los discos, las películas, Bajofondo, los vinos, las cervezas, e incluso el tiempo para escuchar nuevas bandas. No sé, debo tener una buena utilización del tiempo, aunque no lo tenga muy estructurado.

–¿Qué fue lo que lo llevó a aceptar esta tarea, más allá de la compulsión a escuchar nuevos músicos o, en otro sentido, la tendencia a la “recuperación” argentina de la empresa?

–En lo específico, que haya un concurso. No hay tantos y menos aún por parte de empresas con los medios que tiene YPF. Necesitás una plataforma importante en términos de difusión y llegada. También es importante poder trabajar en todo el país, porque nos permite abrir el juego y, sobre todo, estar acompañado en el jurado por tres pilares de la historia del periodismo argentino como Kleiman, Ro-sso y Bitar, tres personas que aman la música. Esto no es menor, porque una de las cosas con las que te encontrás en todas partes del mundo es gente que trabaja en la música pero odia la música, que no tiene ningún interés por ella.

–¿Con qué ojos ve que grandes empresas intervengan en un movimiento que fue marginal y contestatario, y lo utilicen como una manera de posicionar tal marca entre la masa joven de consumidores?

–Bueno, el mundo cambió y es difícil hacer un juicio de valor al respecto. Desgraciadamente, vivimos en una sociedad capitalista, y haciendo un análisis objetivo de la realidad, hay gente que vive de escribir canciones y eso también tiene que ser tenido en cuenta. Estamos en una transición en la que no sabemos bien qué va a pasar. Lo mismo pasa con la intervención de las grandes compañías: no todos los casos son iguales. Que una compañía se apropie de los contenidos artísticos es una cosa, otra es que te dé libertad de elección en términos artísticos, por ejemplo.

–Está bien, pero debería haber un reconocimiento más consciente para gente como Gieco, Pappo, Nebbia, Spinetta y todos los que hicieron el rock argentino. Hay cierta falta de respeto en este sentido, cierto ninguneo de la historia y sus actores, ¿no le parece?

–Sí, pero hay un contrapeso: creo que en este gran momento que se vive en la Argentina la juventud está activa, con la cabeza abierta y no yendo por el carril por el que le dicen que hay que ir, sino cuestionando, diciendo “che, pará, a mí esto no me lo venden más”. En ese contexto, siempre confié mucho en la juventud y siento que hay un gran reconocimiento de los pibes para con nosotros, una revalorización, más allá de lo que implique determinado negocio.

–Lo mismo opinan los tangueros que han quedado, algo que a usted también le compete a través de Bajofondo y Café de los Maestros.

–Es el momento en que más gente está estudiando bandoneón en la historia. Hay búsquedas nuevas y también un reconocimiento de lo original, en mi caso puedo hablar del Café de los Maestros. Lo que sí me gustaría es que hubiera un reconocimiento más inmediato de lo nuevo, porque hubo un momento en la historia en el que parecía que te tenías que convertir en una especie de “Grandes valores del rock” para que la gente te aceptara. Tenías que llegar a los 30 años, por lo menos, y haberte comido diez de tocar, grabar y tocar. Cuando empezamos no era así, éramos ídolos para un grupo de seguidores y éramos jóvenes. Como Eminem, que se hizo famoso a los 20 años. Me encantaría que surgiera un rockstar en el buen sentido de la palabra; no el que rompe el hotel, sino que el que se comunica con un lenguaje gro-sso a través del voltaje que tiene la música de rock... Que tenga 20, 21 años y sea aceptado masivamente.

–Algo inimaginable en la época de Arco Iris.

–Totalmente (risas).

La mención de Arco Iris lleva a Santaolalla directo a El Palomar. Allí nació el 19 de agosto de 1951, allí vive su madre y allí formó una de las bandas más originales, trabajadoras y prolíficas de la década del ’70. Arco Iris fue algo así como la semilla estética que lo iba a transformar en una esponja de sonidos y géneros, en un oído capaz de captar, resignificar y mezclar lo inevitable del rock con el folklore argentino, las músicas afroamericanas, y los ritmos de América latina. Cuando llegó la hora de las producciones en cadena, que lo llevaron a sacarles el jugo a más de cien bandas y solistas de las más diversas tendencias, el “Gurú” ya había hecho todas las inferiores como músico y productor de sus propias bandas: había compuesto y grabado discos que fueron joyas, como Sudamérica, Tiempo de resurrección o Agitor Lucens V (es un verdadero despropósito validar la obra de Arco Iris sólo a través de “Mañanas campestres”); había armado una banda, Soluna, cuyo único disco (Energía natural) ranquea entre las mejores expresiones folk rock de la historia, con un par de años como puente, el primer gran disco de new wave en la Argentina, el de “Ando rodando”. “Si me llaman por teléfono no estoy..., ésa es una canción para Arco Iris”, se ríe.

–Siete discos en seis años, primera banda en tocar en la cancha de River, un estilo muy original y al final todo mal. ¿Qué pasó con Arco iris?

–Hubo grandes discrepancias ideológicas y sus puestas en práctica. Pasó esto: desde chiquito siempre tuve una gran conexión entre la expresión artística y la concepción espiritual del universo, digamos. De hecho, iba a ser cura, pero a los 11 años tuve una crisis espiritual, me separé de la Iglesia y me metí en Arco Iris, porque me interesaban el estudio comparativo de las religiones y las filosofías orientales. Obviamente que vivíamos en un país muy politizado y empecé a vivir ese clima que el resto de los músicos de Arco Iris no compartía. De hecho, estaba conectado con gente y recibía información sin que el grupo se enterara. Dentro del grupo se armaron dos corrientes ideológicas... la mía, implícita, y la de los demás, explícita.

–La de Ara y Dana Tokatlian, la “guía espiritual”, en especial...

–Claro, y ese tipo de agrupaciones con ese tipo de disciplinas corría el riesgo de adoptar políticas autoritarias, algo que no me iba más. Llegó un momento que discrepaba profundamente con ellos en la forma de entender el universo, y me fui.

–Fue después de ese disco increíble que fue Agitor Lucens V.

–Sí, pero la brecha se venía ensanchando casi desde el principio. No me fui antes porque realmente la música era tan poderosa, tan hermosa, que lo ideológico pasaba a segundo plano. La música me hizo posponer una decisión que ya estaba tomada, aunque también existía un trabajo psicológico dentro de la organización que me hacía sentir atemorizado, una división del mundo del afuera y del adentro, una serie de cosas que te condicionaban de una manera no tan fácil de evadir.

–Dana murió hace ocho años. ¿Tuvo conexión con el resto después de la fractura?

–Guillermo Bordarempé vive cerca de casa y pasamos las fiestas juntos, a Droopy (Gianello) hace mucho que no lo veo, pero tengo la mejor. Con quien no tengo conexión es con Ara. Hemos hablado un par de veces por teléfono, pero vemos la vida de maneras muy distintas. Es un tipo que admiro como músico, pero no comparto para nada su manera de ver la vida.

–De hecho, cuando usted dejó Arco Iris se le abrió un mundo incierto que se contraponía a los preceptos de la comunidad. Soluna, el viaje a Estados Unidos, la aparición de Wet Picnic o la grabación de su primer disco solista, considerado como el primero de new wave en el rock argentino...

–Claro, el de la tapa con el electrocardiograma y el electroencefalograma míos (risas). Hasta ahí estaba bien, ahora no sé.

–Entre 1982 y 1995, cuando editó GAS, no sacó ningún disco. ¿Por qué se entregó de lleno a la producción?

–Pasó una cosa fundamental que fue De Ushuaia a La Quiaca. Hasta ese disco, yo solamente producía mi música y el único artista que producía fuera de mis grupos era León Gieco. Pasó que vivía las 24 horas del día obsesionado con Arco Iris, Soluna o Wet Picnic, y me di cuenta de que no sólo me hacía mal a mí, sino que les hacía mal a mis compañeros. De Ushuaia a La Quiaca me hizo cambiar totalmente. Me marcó muchísimo hacer cuarenta eventos musicales con artistas de todo el país, a los que no les interesaba ni salir en la tele, ni hacer discos ni nada, que hacían música porque si no se morían. Entre esa experiencia y el hecho de darme cuenta de que la obsesión me estaba destruyendo, decidí poner mi talento al servicio de otra gente, y sacar un disco de vez en cuando.

–Y produjo cien discos.

–Que han vendido millones, ¿no? Siento que he ayudado a otros a convertir su música en grandes discos, algo que es todo un tema. Hacer un buen disco no tiene sólo que ver con escribir una buena canción. Siento que en algún momento alguien estaba tomando nota de esto de trabajar con gente con visiones muy fuertes como Café Tacuba, los Bersuit o el Kronos Quartet, con los que tenía que relegar mi ego y ser consciente de que si el disco dice Café Tacuba es de Café Tacuba, es de ellos, aunque también lo viva como mío. Pero, digo, alguien tomó nota de todo eso y pasó lo que pasó con las películas y con Bajofondo, que empezó como un experimento de hacer un disco en estudio con Juan Campodónico y de pronto se transformó en un grupo con giras por el mundo.

–Y pasó el disco Ronroco como la plataforma musical para las películas que lo llevaron a los Oscar.

–Un día Jaime Torres me dijo “tenés que hacer un disco porque esto vale”. Fue él (risas).

–Hubo mucha gente que se “colgó” de su éxito después de verlo en televisión de smoking recibiendo la estatuilla.

–(Se ríe.) Totalmente. Están los que te llaman porque te hiciste famoso y los otros que te llaman para que le pongas música a su película sólo porque te ganaste un Oscar. “Che, consíganme a ese que se ganó el Oscar”, y después te piden una cosa que nada que ver. Llamalo a John Williams si querés una música como la de él (risas).

–¿Qué ruido le hacen los premios?

–Ninguno. Ojo, sería de necio negar que dan un lindo nivel de gratificación, más en el caso de los Oscar y teniendo en cuenta las dos veces que me quisieron descalificar, pero son premios y me alegro de que me hayan llegado en un momento de mi vida para ponerlos donde tienen que estar.

–¿Dónde están?

–En un bolso adentro del placard (risas). Digamos que son un mimo que se contrapone a la inseguridad típica que tenemos todos los artistas: un Oscar te relaja, y dos, aún más.

–¿Valida más un Oscar o una maestra que les enseña a sus alumnos una baguala escuchando a Leda Valladares en De Ushuaia a La Quiaca?

–Eso tiene que ver con los markers que tiene la sociedad. Pero los premios, bueno, yo qué sé, llegaba a lugares que me daban premios solamente por los que había ganado. Era para morirse de risa, loco. Una vez en Catania, los tipos me dieron uno solamente porque ya me habían premiado. ¿Premio a qué? Muy impresionante...

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