VAN MORRISON CONCERT
FERNANDO MARTÍN
Ver un concierto de Van Morrison es como adentrarse en Tiffany's. Es pasar, sin solución de continuidad, de la grisura de la calle a un mundo de belleza y lujo, con actitud de arrobada admiración y dispuesto uno a dejarse llevar por el engarce de unas joyas que al profano pueden parecerle siempre iguales, pero que siempre son distintas. Morrison no ha ofrecido grandes sorpresas, pero sí una hora y media de enorme calidad musical, en la que brilló su privilegiada garganta junto al virtuosismo de dos de los músicos que le acompañaban: la intérprete de steel guitar Sarah Jory y el violinista Tony Fitzgibbon.
VAN MORRISON
Van Morrison (voz, saxo, piano y armónica), Crawford Bell (coros, trompeta y guitarra acústica), Karen Hamill y Katie Kissoon (coros), Neal Wilkinson (batería), Ned John Edwards (guitarras y voz), Paul Moore (bajo), Paul Moran (piano y órgano), Sarah Jory (steel guitar y dobro), Tony Fitzgibbon (violín y mandolina) y Robbie Ruggiero (percusión). Palacio de Deportes. 45, 60 y 75 euros. Madrid, sábado 27 de octubre.
Con el público aglomerado en colas en la calle y aún entrando al recinto deportivo, atacó Van Morrison a la hora en punto un delicado This love of mine que iba a marcar la pauta de la actuación. Con la siguiente, I once was my life, se pudo degustar la sutil combinación entre el violín y la trompeta del corista Crawford Bell, otro virtuoso que pasaba desapercibido como corista. En la siguiente canción, Magic time, el siempre huraño Van cogió su pequeño saxofón y dibujó diabluras armónicas de raíz negra.
Sin estirar demasiado los desarrollos instrumentales, ni hacer concesiones de simpatía o acercamiento al público, Morrison abordó el swing lento de Don't worry about a thing, para montarse después en el country leve de In the midnight. A esas tempranas alturas de concierto, el cantante tenía ya metido en el bolsillo a un público tan fiel como entendido; tan degustador de la genialidad de su ídolo, como acostumbrado a sus malas caras y desplantes. Precedido de la magia de Fire in the belly, llegó uno de los momentos más hermosos de la noche con Bright side of the road, y algún iluso manifestó que igual Van Morrison iba a conceder un manojo de grandes éxitos a su audiencia. Pero la ilusión se terminó en cuanto el maestro resolvió Moondance y When the leaves come down. Con Cleaning windows, en cuya mitad insertó una cuña de rock and roll al cantar al final el estribillo del Be-bop-a-lula de Carl Perkins, el maestro fue preparando al respetable para la traca final, una variada selección de temas y estilos en los que destacaron Playhouse, con suculento diálogo entre slide y mandolina incluidos; un St. James preñado de gospel y con bronca a sus músicos añadida, y, para terminar y en clave celta, Star of county down, con el que enfiló hacia el camerino. Finalmente volvió a salir para, con la presencia de pie del público ante él y bailando, poner el punto final con Brown eyed girl. Ése fue el fin de la velada en esa joyería musical que regenta Van Morrison.
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