Para la anécdota, es el bluesman que firmó un pacto con el diablo. Sin embargo, los músicos y el público saben que, aunque muerto joven, fue uno de los mayores compositores del género.
Por Jonio Gonzalez
Escribió Wallace Stevens que si nuestra idea acerca de las cosas cambia, también éstas cambian. Hay ocasiones con Stevens en que el lector duda si habla en serio o ironiza. Pero al menos en un caso acierta de pleno, y ese caso es el de Robert Johnson. Es probable, y hasta posible, que si retiráramos una a una las capas de mitos y leyendas que han ocultado y al mismo tiempo dado forma a su figura, lo que hallásemos nos sorprendiese como nos sorprende su música cada vez que la escuchamos. O no sorprendiese en la medida en que puede sorprendernos un ser humano y, por añadidura, un artista. No obstante, lo cierto es que tan rica y diversa mistificación (en la que se dan cita mitos africanos, pactos con el diablo, sífilis congénita, alcoholismo, aullidos a la luna, muerte por envenenamiento, etc.) ha hecho que al menos para el gran público, y durante años, los auténticos méritos musicales (y poéticos) que hicieron de Johnson el bluesman más influyente de la historia hayan resultado hurtados por una leyenda en cuya construcción el propio guitarrista desempeñó un papel menor. Y hablamos de una leyenda cuyos testigos directos son de dudosa credibilidad, llena de contradicciones y testimonios de tercera o cuarta mano, por no mencionar el hecho de que muchos de los elementos que la constituyen podemos hallarlos en la vida de otros músicos anteriores, contemporáneos y posteriores a él, en un contexto cultural y social altamente complejo.
Para todos los gustos
Las incertidumbres sobre la vida de Robert Johnson comienzan con la fecha misma de su nacimiento (algo por lo demás común en esos tiempos entre las deprimidas comunidades negras del sur de los Estados Unidos). Hay investigadores, como David Evans y Paul Oliver, que la ubican hacia 1912; otros, como Stephen Calt y Gayle Dean Wardlow, entre septiembre de 1911 y agosto del año siguiente. Para complicar la cosa, los registros de la Indian Creek School, a la que Johnson asistió brevemente, le adjudican 14 años en 1924 y 18 en 1927. Asimismo, la licencia de su primer matrimonio le atribuye 21 años en 1929, y la del segundo, 23 en 1931. El certificado de defunción, hallado en 1968, le da 26 años en 1938. El consenso, finalmente, la ha establecido el 8 de mayo de 1911, basándose en el testimonio de una medio hermana de Johnson, quien recordaba que todos los años por esas fechas su madre felicitaba al pequeño Robert. En lo que todos coinciden es en el lugar: Hazlehurst, Mississippi. Su madre, Julia Ann Majors, se casó en 1888 o 1889 con Charles Dodds. Ambos eran hijos de esclavos, y este último un carpintero con un pasar aceptable, dadas las circunstancias, que le había permitido tener su propia granja. A raíz de una pelea con los hermanos Marchetti, unos blancos que al parecer querían quedarse con su propiedad, Charles huyó a Memphis, donde cambió su apellido por el de Spencer. Al cabo de poco tiempo, Julia estableció una breve relación con un jornalero itinerante llamado Noah Johnson, como fruto de la cual nació Robert Leroy. Forzada a ganarse la vida en las plantaciones de algodón con su numerosa prole a cuestas, Julia decide reunirse en Memphis con Charles, quien por su parte ya ha formado otra familia y ha tenido dos hijos. Al cabo de un tiempo, Julia se va de la casa, para regresar un par de años después e informar a su marido de que había formado otra pareja, esta vez en Robinsonville, Mississippi, con un tal Willie Dusty Willis. Robert, que para entonces debía rondar los 5 años, se va con ella y empieza a trabajar en diversas plantaciones cercanas. Asiste unos pocos años a la escuela, que abandona en 1927 con la excusa de una vista defectuosa (de hecho muy pronto desarrolló cataratas en el ojo izquierdo) para dedicarse a lo que comienza a ser su obsesión, la música. Aprende a tocar la armónica y el diddley bow , una especie de guitarra hecha con un trozo de madera o una caja de cigarros, una botella y una o dos cuerdas (quien dude de lo que se puede hacer con una cuerda y un verso de cuatro palabras que escuche a One String Sam interpretando “My Babe”), adopta el apellido de su padre natural, se dedica a acompañar a quien lo acepte, a escuchar la radio y discos de sus admirados Leroy Carr, Skip James y Lonnie Johnson, a seguir por toda el área del Mississippi a sus ídolos Son House y Willie Brown y a tomar clases con ellos, a pesar de que en su opinión Robert, que ya se había hecho con su primera guitarra, apenas si poseía talento...
Su incipiente, y dudosa, carrera musical se ve interrumpida cuando el 16 de febrero de 1929 contrae matrimonio con Virginia Travis, de dieciséis años. Todo indica que Robert estaba lo bastante enamorado para dejar la música, trabajar en firme en los campos de algodón y crear un hogar. Pero el 10 de abril de 1930, Virginia y el hijo que esperaba mueren en el parto. El hecho marca un punto de inflexión en la vida de Johnson, que resuelve, según el citado Stephen Calt, “aprender a ganarme la vida sin cosechar algodón”, lo que significa convertirse en músico de blues en toda regla (a pesar de que la familia de su esposa lo acusa de la muerte de ésta por tocar “música del diablo”, o quizá por eso mismo). Es entonces cuando, a finales de 1930, decide regresar a Halezhurst con la excusa de encontrar a su padre. Y aquí comienza la leyenda. No da con Noah Johnson, pero sí, en el cercano Beauregard, con Ike Zinnerman, un guitarrista de Alabama famoso en el Delta no sólo por sus habilidades con el instrumento, sino por practicar por las noches en el cementerio de la ciudad. No sabemos cómo tocaba Zinnerman, pues no existe testimonio grabado de su arte, pero sí que fue determinante para Johnson. Entra éste en un período de serenidad y estudio, se casa con Calletta Callie Craft, trabaja ocasionalmente recogiendo algodón, toma clases con Zinnerman (en la tranquilidad del cementerio) y practica en solitario durante horas. Los sábados se reúne con su maestro y, ocasionalmente, Tommy Johnson en las escaleras de los juzgados y toca para la gente que pasa. Hacia finales de 1931, sin embargo, abandona a Callie (según algunas fuentes, luego de que ésta cayera enferma) y regresa a Robinsonville. Y lo hará, como nos recuerda el crítico Cub Koda, con un “bagaje enciclopédico de su instrumento” que le permitía tocar en una variedad de estilos que iban del blues al hillbilly pasando por canciones de Bing Crosby. A ello debe sumarse el perfeccionamiento de la técnica slide (esto es, producir efectos de glissando deslizando un objeto de vidrio o metal por el mástil del instrumento) aprendida observando a sus admirados Charlie Patton y Son House, y la introducción del ritmo de bajo andante, técnica adaptada de los pianistas de blues y que sería determinante en la evolución del género. Evidentemente, que un guitarrista tenido por mediocre reapareciera al cabo de poco más de un año convertido en un maestro consumado de su instrumento debió provocar no sólo sorpresa, sino envidia en más de uno, en especial al advertir que su técnica se convertía en una suerte de influencia instantánea. Como declararía Johnny Shines, acompañante asiduo de Johnson, éste hacía cosas “que nadie había hecho jamás”. Y añade: “Cualquier cosa que pudieras hacer con el piano, él la hacía con la guitarra.” Y va más allá: “Era como llevar el bajo y la guitarra en un mismo instrumento.” Y aún más: “Podía estar hablando contigo mientras sonaba un disco y al acabar repetir nota a nota lo que había escuchado, a veces después de dos o tres días.” Sin embargo, la gente se quedó con las palabras de Son House, quien al escucharlo tocar dijo que semejante maestría sólo podía conseguirse vendiendo el alma al diablo, y abundando en ello precisó que lo hizo en un cruce de caminos, concretamente donde la autopista 61 se cruza con la 49, cerca de la población de Clarksdale, cuna, por otra parte, de maestros del blues de la entidad de Muddy Waters, W.C. Handy o John Lee Hooker.
El diablo y los caminos
En varias culturas africanas, especialmente la yoruba, existe la creencia de que ciertos cruces de caminos constituyen la unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Su guardián recibe entre otros el nombre de Exu, y tiene el poder de retener a los espíritus indecisos. Otras versiones del mismo mito, introducido en América tanto por los esclavos como por los inmigrantes negros procedentes del Caribe, hablan de Legba (cuya intervención, según la tradición vudú, facilita el habla, la comunicación y la comprensión) como guardián de las puertas del infierno, lo que en el Delta dio paso a la leyenda (extendida por el hermano del citado Tommy Johnson en relación con éste), de que si llegabas a un cruce de caminos y te ponías a tocar la guitarra, aparecería un hombre alto y negro, te afinaría el instrumento y, a cambio de tu alma, te convertiría en un maestro consumado. No obstante, es imprescindible en este punto señalar la reacción de una parte importante de la comunidad negra ante el auge de una generación de músicos que escapaban al control y los preceptos de la iglesia (entendida como unificadora de valores morales e identitarios) y se mostraban indiferentes, cuando no irreverentes (libres, en realidad), con los principios morales de sus mayores. Algo similar ocurrió con el jazz en el seno de la sociedad negra bien pensante de Nueva Orleans, y ocurriría más tarde con el rock. Como quiera que sea, muchos de esos músicos seguidores de la llamada música del diablo (Muddy Waters recordaría que su abuela le reprochaba que tocase para el demonio, y le advertía que éste acabaría llevándoselo) hicieron profesión de la misma como un acto de afirmación y emplearon la figura del diablo en un sentido metafórico que la mayor parte de las veces fue interpretado literalmente. A esta interpretación literal debe añadirse, en el caso de Johnson, un buen número de supersticiones que iban de ver en su ojo afectado de cataratas una manifestación del “ojo del diablo”, a su costumbre de tocar de espaldas a los otros músicos, preferentemente mirando a un rincón, como supuesta prueba de que no quería que nadie descubriese el secreto de sus habilidades, obviando el hecho de que Johnson enseñó a no pocos guitarristas, como el citado Shines o su hijastro Robert Lockwood. A ello debe sumarse una personalidad irascible, una acusada tendencia a la bebida y los líos de polleras, actitudes extemporáneas que le hacían, por ejemplo, abandonar el escenario en medio de una actuación, y testimonios por demás dudosos. Al respecto conviene recordar que la primera noticia escrita sobre el supuesto pacto con el diablo difundido por Son House no tiene lugar hasta 1966, cuando Pete Welding publica en Down Beat el artículo “ Hell Hound on His Trail: Robert Johnson ”. Asimismo, cuando el musicólogo Alan Lomax explica que en 1942 se reunió con la madre del guitarrista y ésta le dijo que en el lecho de muerte su hijo renunció “a ese instrumento del diablo”, lo hace a comienzos de los años noventa, medio siglo después de esas declaraciones, y sin considerar el hecho probado de que Julia no estaba presente cuando Johnson murió.
Es cierto que Robert Johnson alude al demonio y a cruces de caminos en varias de sus canciones emblemáticas (“Me and the Devil Blues”; “Hell Hound on My Trail”; “Crossroads Blues”...), pero tal figura adquiere un carácter metafórico para expresar soledad, injusticias, rupturas sentimentales, angustia y demonios interiores, en suma. Como ha señalado algún crítico, considerar que Johnson aludía al demonio porque creía tener algún trato especial con él, sería lo mismo que interpretar que en su tema “Stones In My Passway” hace referencia a sus cálculos renales. En cualquier caso, aliado con el demonio o no, Johnson no sólo recorrió el Delta, en compañía muchas veces de Shines y adoptando diversos apellidos (Spencer, Dodds, Moore, Saxton, Sax, etc), sino que llegó a Chicago, Detroit (donde intervino en el programa de radio The Elder Moten Hour), Saint Louis, Texas, Indiana, Nueva York e incluso Windsor, en Canadá. En sus shows interpretaba tanto canciones de Jimmy Rodgers o Lonnie Johnson como composiciones propias, muchas de ellas, como solía ocurrir entre los cantantes de blues , basadas en melodías o acordes de otras. La popular “Sweet Home Chicago”, por ejemplo, se basa en “Old Original Kokomo Blues”, de Kokomo Arnold, uno de sus inspiradores, “Love In Vain”, en “When The Sun Goes Down”, de Leroy Carr, “From Four Until Late” es similar a sendos temas de Skip James y Charley Patton, etc. En 1936 se encuentra en Jackson, Mississippi, donde conoce a H. C. Spairs, dueño de una tienda de discos, quien lo pone en contacto con Don Law, un scout de la American Recording Corporation (una filial de la Columbia) que estaba recorriendo el Sur en busca de artistas locales para el sello Vocalion. Law lo escucha y le ofrece grabar varios temas, por cada uno de los cuales está dispuesto a pagar entre 10 y 15 dólares. Johnson acepta y se citan, en noviembre de ese mismo año, en el Gunter Hotel de San Antonio, Texas, en una de cuyas habitaciones, la 414, Law ha instalado su equipo portátil de grabación provisto de un único micrófono. En los días 23, 26 y 27 Johnson registrará diecisiete canciones, no se sabe cuántas de ellas compuestas para la ocasión, más seis tomas alternativas de otras tantas. Mientras está en San Antonio es arrestado por vagancia, y tras abandonar la cárcel por intermediación de Law parte hacia Mississippi a continuar con su vida itinerante. En junio del año siguiente vuelve a reunirse con Law, esta vez en los estudios (en realidad poco más que un galpón) de Brunswick Records, en Dallas, Texas, donde los días 19 y 20 graba doce canciones más once tomas alternativas. De todas estas canciones (la mayoría obras maestras absolutas) sólo unas pocas verán la luz en vida de Johnson, quien obtendrá su mayor éxito discográfico con “Terraplen Blues”, del que se venderán cuatro mil ejemplares. Uno de ellos llegará a manos de John Hammond, un productor neoyorquino que proyecta un gran espectáculo, titulado Spirituals To Swing , con el que pretende mostrar al público blanco del Norte la evolución de la música negra. Impresionado ante lo que escucha, Hammond envía a varios hombres al Delta en busca de Johnson, pero llegarán tarde.
El final de Johnson
Tras la última sesión de grabación, el guitarrista recorre Texas con su inseparable Johnny Shines, tocando en bares, fiestas o en la calle. De allí viaja a Memphis y en agosto de 1938 lo encontramos en Greenwood, Mississippi, donde sus amigos Honeyboy Edwards y Sonny Boy Williamson (no John Lee Williamson, sino el auténtico, Rice Miller) habían conseguido una actuación en el Three Forks, un garito a las afueras de la población. Johnson, a quien su fama de mujeriego precedía allá donde iba, solía concentrarse en sus actuaciones en individuos del público, como si cantara sólo para el elegido; la mayor parte de las veces se trataba de mujeres. Quizá en esta ocasión tuviera la mala suerte de concentrarse demasiado en la esposa del particularmente celoso dueño del local, o que ya mantuviera una relación con ella. Lo cierto, en cualquier caso, es que alguien le pasó un vaso de whisky que resultó envenenado, que Robert bebió, que hacia la una de la mañana empezó a sentirse indispuesto y que hacia las dos se sentía tan mal que decidieron llevarlo a Greenwood, donde por falta de dinero ningún médico lo atendió. La agonía duró varios días, al cabo de los cuales, el 16 de agosto, moría como consecuencia de una neumonía. La leyenda dice que se pasó esos días recorriendo el pueblo y aullando, también que su madre lo acompañó en su lecho de muerte y que anotó sus últimas palabras: “Ruego que venga el redentor y me lleve a la tumba.” Honeyboy Edwards, sin embargo, afirmará que murió solo. Como no podía ser menos, existen tres tumbas con su nombre, y nadie sabe en cuál de ellas descansan sus restos.
El legado
La importancia de Robert Johnson en la historia de la música tiene pocos parangones. A sus innovaciones con la guitarra, que fueron el origen del sonido de los grupos de blues de Chicago, debe añadirse su calidad como cantante, capaz de ir de los falsetes que impusieran en el género Blind Lemon Jefferson entre otros, a susurros guturales, inflexiones irónicas o un tono ora atormentado, ora melancólico, que, como recordaría Willie Brown, arrancaba lágrimas en el público. Asimismo, las letras de sus canciones poseen una extraña calidad poética basada en comentarios opuestos y complementarios, en una innovadora estructura narrativa y en una aguda capacidad de observación. Cuando en 1961 Hammond reedita para Columbia una serie de temas de Johnson en King of the Delta Blues Singers , el mundo descubre la verdad que ocultaba la leyenda. Sus temas empiezan a ser interpretados por innumerables músicos jóvenes, como los Allman Brothers, los Rolling Stones, Yardbirds, Peter Green, Stevie Winwood, Paul Butterfield, Cream, Eric Clapton, etc. Cuando en 1990 Sony lanza The Complete Recordings Of Robert Johnson , los veinte mil ejemplares que pensaba vender se convierten en más de un millón. Los críticos no pierden el tiempo y cambian el color de la leyenda. Greil Marcus dramatiza sobre aquello que él mismo se inventa (“Johnson cantaba sobre el precio que tuvo que pagar por las promesas que no pudo mantener”). Wilfrid Mellers habla de “una excitación emocional lunática”, de que voz e instrumento “se estimulan a través del frenesí”, como si no hubiera escuchado “Love In Vain”, “They’re Red Hot” o “Come On In My Kitchen”, con su tristeza evocadora, su ritmo controlado, su intensidad melódica. Ambos, al igual que muchos, invierten los términos y transforman a Robert Johnson en una idea, como escribió su biógrafo Peter Guralnick. Olvidan lo esencial, que Johnson fue ante todo un artista provisto de un genio inusual, perseverante y consciente de sus aptitudes, decidido tanto a no dejar que siguieran robándole el dinero de su trabajo (canta en “I’m a Steady Rollin’ Man”), como a ahondar en su alma y no ocultar aquello que encuentra, todo ello en un entorno social, éste sí, infernal por su dureza, injusticia y arbitrariedad.
0 comentarios:
Publicar un comentario